El poder del amor y otras fuerzas que ayudan a vivir

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Solo cuatro palabras

Aquí está la fórmula mágica de las cuatro palabras. Una fórmula que da los mejores resultados cuando entre los esposos surge algún desencuentro o alguna violenta desavenencia.

Cierto matrimonio que estaba a punto de naufragar llegó a conocer el contenido de esta fórmula y, gracias a ella, salvaron su hogar. La mujer se había vuelto fría con su marido. No lo atendía como antes, ni tampoco mostraba demasiado interés en el arreglo general de la casa. Para peor, había comenzado a consumir dosis cada vez más elevadas de bebidas alcohólicas. El marido estaba seriamente preocupado; no sabía cómo ayudar a su esposa para que volviera a ser la mujer amante y diligente de los años pasados. Varias veces le había hablado con suavidad. Sin embargo, ella siempre había reaccionado con términos ofensivos y violentos.

Pero llegó el día cuando su esposo se encontró con uno de sus amigos, quien también había tenido serios problemas conyugales, pero que los había superado utilizando la fórmula de las cuatro palabras. El marido de nuestro relato volvió entonces ese día a su casa, dispuesto a poner en práctica la fórmula recién aprendida. Saludó a su mujer, como de costumbre, y se colocó a su lado para hablarle. Y, cuando ella comenzó a reaccionar con enfado, él la sorprendió con estas palabras: “Querida, yo te amo”. La mujer entonces enmudeció, miró fijamente a su esposo, y le preguntó: “¿Es verdad, Daniel, lo que me estás diciendo?” “¡Por supuesto, Rosana! ¡Siempre te he querido!” Y esas cuatro palabras –“Querida, yo te amo”– cambiaron el corazón de la mujer; y a partir de ese día cambió también todo su hogar.

Señor, ¿está usted preocupado porque en su matrimonio hay algo que no marcha bien? ¿Por qué no se fija entonces, para ver si no es la falta de amor lo que está enfermando su felicidad conyugal? Pregúntese con sinceridad: “¿Soy yo afectuoso con mi esposa? ¿La rodeo de amor o soy indiferente con ella?”

Y usted, señora, que a veces está preocupada por el comportamiento frío de su esposo, y que quisiera ser más feliz al lado de él, pregúntese: “¿Amo de veras a mi marido? ¿Se lo digo de vez en cuando?” Usted también puede utilizar con buenos resultados la citada fórmula de las cuatro palabras.

Si nos olvidamos del amor, y si no se lo expresamos a nuestro cónyuge, entonces, ¿qué sentido tiene el matrimonio? ¿Cómo podríamos aspirar a ser felices dentro del hogar? Es más, ¿cómo podríamos criar hijos alegres y bien desarrollados, si ellos no respiran una atmósfera de amor en el hogar? Puede desaparecer todo entre marido y mujer, pero si permanece el amor entre ellos, el matrimonio y el hogar –con la bendición de Dios– continuarán intactos y unidos.

Un amor que no disminuye

Dos hermanitos se encontraban jugando en el altillo de su casa. De repente, uno de ellos encontró un paquete bien atado desde hacía mucho tiempo. Al abrirlo, descubrieron que allí estaban las cartas que sus padres se habían escrito antes de casarse. Ambos comenzaron a leer con mucha curiosidad. Hasta que uno de ellos exclamó: “Parece que antes mamá y papá se querían más que ahora”.

¡Cuántas expresiones bonitas, cargadas de amor, habrán leído los dos hermanitos en esas cartas! Pero, lo que ellos no podían entender era por qué sus padres ya no se trataban de esa manera. Aquí se encuentra el primer deber de los esposos: prodigarse mutuamente un amor fiel y creciente.

Cuán a menudo, en lugar de crecer, en muchos matrimonios el amor tiende a estancarse o a disminuir. Y, si el afecto conyugal está debilitado, ¿cómo podría reinar la armonía en el hogar? Como esposos, bien podríamos preguntarnos: ¿Amo hoy a mi mujer tanto como el día cuando nos casamos? ¿Soy tan comprensivo y cortés con ella como en aquellos tiempos primeros?

Si el marido y la mujer se tratan con amor entrañable, con mayor facilidad podrán cumplir su papel de padres. Él podrá ser un buen jefe del hogar, y ella una eficiente ama de casa. Ambos serán dignos del amor y del respeto de sus hijos. Además, disfrutarán juntos de la paz y la dicha familiar.

Y ahora, también una palabra sobre los hijos. ¿Qué función les cabe a ellos para hacer más feliz el hogar? El buen hijo se muestra cariñoso con sus padres, se lleva bien con sus hermanos, colabora en los quehaceres domésticos, valora el esfuerzo de su padre y los desvelos de su madre. Además, se muestra diligente en sus estudios y trabajos. Y, cuando está fuera de su casa, sabe honrar el nombre de sus padres. Pero, sobre todo, como resultado de su amor filial, el buen hijo es obediente a sus padres. No discute con ellos, sino que procura complacerlos, porque sabe que ese es el mejor camino para su formación juvenil.

En suma, en un hogar bien establecido, nadie piensa cuánto puede sacar para su provecho egoísta, sino más bien cuánto puede dar para la felicidad de los otros. Sin embargo, para poseer este espíritu, se necesita la fuerza divina. Si Dios no está, el egoísmo puede invadir a la familia. Pero, si él está presente, el hogar se colma de felicidad. ¡Vale la pena probarlo!

Se lo pide su hijo

Un niño oyente de nuestra audición, de apenas doce años de edad, nos cuenta en su carta cuánto sufre al ver que sus padres discuten y pelean entre sí. Y el chico añade que, a veces, su papá y su mamá pasan hasta dos o más semanas sin hablarse, después de alguna reyerta conyugal.

El dolor que destila el corazón de este niño representa a los muchos otros hijos –niños y jóvenes– que deben ser testigos de escenas parecidas, protagonizadas por sus padres. Y, con su desventura, van arrastrando también su soledad y sus temores. Hijos inocentes, cuya única “culpa” consiste en tener padres que no han aprendido a convivir con amor y unidad. ¿Nos extrañaríamos de que, años más tarde, esos mismos hijos acusen una fuerte neurosis, sean resentidos sociales, o bien padezcan el estigma de cualquier otro trauma emocional?

Con su dolor de hoy, esos hijos claman por vivir en un hogar mejor establecido. Es como si, en medio de su inseguridad y su impotencia infantil, estuvieran suplicando: “Papá y mamá, llévense bien, no me mortifiquen con sus peleas. Vivan unidos y en paz. Cada vez que se dicen palabras hirientes, es como si los dos juntos me estuvieran castigando a mí”.

Podría pensarse que, para educar bien a nuestros hijos, bastan la escuela, el pan y la vivienda. Pero, por encima de estos derechos básicos que le asisten a todo hijo que llega al mundo, está el derecho –y más aún, la necesidad– de ser amado en un ambiente de paz, donde sus progenitores convivan en armonía y se dispensen afecto sincero.

Quizá la clave de todo esto consista en saber retener el cariño de los días del noviazgo, cuando ambos parecían vivir una dicha sin sombras. Si tal experiencia se prolonga en el estado matrimonial, los esposos podrán vivir unidos y ser mejores padres.

¡Por una pequeñez!

¿Cuál suele ser el origen de las riñas conyugales? En la inmensa mayoría de los casos, todo comienza por motivos insignificantes.

Cierta vez, un colega mío se encontraba de visita en la casa de un matrimonio amigo. Y, cuando se acercó la hora en que los dueños de casa iban a llevar al aeropuerto al visitante, este preguntó cuántos minutos demorarían en llegar. “Oh, en 25 minutos podremos estar allí”, contestó el jefe de la familia. Pero la esposa, que se estaba cambiando en la habitación contigua, dijo: “De aquí al aeropuerto tenemos 30 minutos, y no 25”. Entonces, el esposo le replicó con energía: “¡Te digo que son 25!” “Pero si nunca has hecho ese trayecto en 25 minutos, y jamás lo harás”, volvió a contradecir la mujer. Las voces se fueron levantando de tono y de volumen, hasta que el esposo concluyó: “¡Si yo digo 25 minutos, serán 25 minutos!” A lo cual, la señora añadió: “Como serán 30 minutos, creo que nuestro amigo perderá su avión”.

Esos cinco minutos de diferencia arruinaron el día de aquella pareja. Y, si por un hecho tan baladí esos esposos discutieron tanto, ¿podemos imaginar las tormentas conyugales que se levantarán en ese hogar frente a problemas de real magnitud?

¿Por qué no usar el tono amable cuando debemos discrepar con nuestro cónyuge? ¿Por qué arruinar la armonía y la felicidad de toda la familia por pequeñas diferencias, que con un poco de madurez podrían desaparecer o disimularse?

Cuando se magnifica lo insignificante, pero a la vez se descuidan los hechos realmente importantes del hogar, se incurre en una triste inmadurez emocional que aniquila todo sentido de proporción. Entonces surgen los malentendidos, las desavenencias y las reyertas hogareñas, que lastiman el corazón.

¿No deberíamos actuar y convivir con ternura dentro de nuestro hogar? Como esposos, ¿no deberíamos olvidar los malos momentos que pudimos haber tenido en lo pasado, para construir una dicha sin sombras en el seno de nuestra familia?

Para alcanzar este digno propósito, ¿sabía usted que Dios puede concedernos su poderosa ayuda? Tan solo debemos pedirla en oración, y él obrará en nuestro favor.

Señora, ¿se aplica esto a usted?

Un hombre de mediana edad nos escribe para contarnos que su esposa siempre se muestra fría con él. A ella no le interesan las demostraciones de cariño de su marido. Y, cuando él, con justa razón, la invita a ser más afectuosa, ella simplemente le contesta “que la época del noviazgo ya pasó y que ahora el amor se demuestra de otra manera”. El buen esposo de esta mujer está muy preocupado, y piensa qué será de su matrimonio si su esposa sigue mostrándose de ese modo.

 

Señora, ¿le cuesta a usted aceptar el afecto de su marido, expresado en cualquier momento del día e incluso en el lecho matrimonial? Piense por qué. Si la falla está en él, o en usted, o en ambos, ¿no cree que corresponde hablar y llegar a un acuerdo para remediar la situación? De lo contrario, si el amor –que es la esencia misma del matrimonio– está enfermo y no se sabe expresar ni tampoco aceptar, llegará el momento cuando ambos perderán interés en seguir viviendo juntos.

¿Por qué, señora, usted dice que en el noviazgo sí era agradable el amor, y que ahora de casados ya no le interesa? Piense si realmente puede ser atractivo el hogar para su marido si, cuando él regresa a su casa al fin de cada jornada, no puede brindarle a usted un poco de cariño, ni tampoco recibirlo de usted, que es su esposa legítima.

Señora, ¿comprende que de esta manera usted está rechazando a su esposo, y casi lo está provocando para que él busque algún otro amor fuera del hogar? Además, señora, usted tiene hijos. ¿Ha pensado cómo crecerán esos niños al ver que sus padres se tratan poco y mal, nada menos que por causa de la mamá principalmente? Si usted, señora, se hubiera comportado así de indiferente con su marido cuando ambos eran novios, es seguro que él la habría dejado. Sin embargo, ahora usted es fría con su esposo, y pretende que él sea feliz a su lado, lo cual es un imposible.

Señora, señora, ¿le asigna al amor la importancia que tiene dentro del matrimonio y del hogar? ¿Sabe cultivarlo tiernamente cada día, con la ayuda de Dios? Solo teniendo amor se puede también tener comprensión, unidad, compañerismo y felicidad en la vida conyugal, y en el resto de la familia. ¿Lo sabía usted?

No son piedras

El hogar no son piedras, son almas.

El moblaje no es oro, es cariño...

Si se quieren, ¡qué ricos, los pobres!

Si no se aman, ¡ qué pobres, los ricos!

El amor inventó los hogares;

Y el amor de las aves, los nidos...

Si se quieren, ¡qué fresca es el agua!

El pan, ¡qué exquisito!

No hacen falta en la mesa más flores,

Que las flores que pone el cariño.

Una pregunta para pensar

Señor, lo invito a detenerse en esta pregunta de especial interés para los matrimonios: “¿Por qué me gusta vivir con mi esposa?

La pregunta apareció hace un tiempo, a modo de encuesta, en una conocida revista internacional. La mayor parte de los esposos coincidió en sus respuestas. En general, ellos dijeron lo siguiente: “Me agrada vivir con mi esposa, 1) porque siempre está contenta; 2) porque ella me acepta como soy; 3) porque es tolerante y paciente; 4) porque es una buena amiga; 5) porque es buena madre; y 6) porque ella administra bien el dinero del hogar”.

Señor, si usted tuviera que contestar esta misma pregunta, ¿cuál sería su respuesta? ¿Encontraría suficientes razones para vivir contento con su esposa?

Y, en lo que concierne a su modo de ser, señora, ¿cree usted que su marido revelaría mayormente virtudes al referirse a su condición de esposa? ¿Podría él decir –como lo indica la encuesta– que él está contento con usted porque usted es una mujer alegre y animosa? ¡Cuán importante es esta cualidad en la vida matrimonial y familiar! Una esposa y madre alegre disipa las sombras y las penas del hogar. Es una garantía de bienestar para toda la familia.

Además, señora, ¿sabe aceptar a su marido tal como es, con sus errores y debilidades? ¿Es paciente y tolerante con él? Esta fue otra de las virtudes señaladas por los esposos encuestados. De manera que, seguramente, su propio esposo también apreciará que usted sea así con él. Y, señora, ¿qué tal es usted como amiga de su marido, como madre de sus hijos y como administradora de su hogar? Si usted puede contestar estas preguntas con palabras positivas, su esposo debería estar orgulloso de usted y, como resultado, ambos podrían vivir unidos y felices.

Señor, aprenda a sentirse a gusto junto a su mujer. Estimúlela cada día con un amor fiel y delicado. Pidan ambos la diaria bendición de Dios, y él los colmará de felicidad.

La misma pregunta

Y ahora, señora, pregúntese usted: “¿Por qué me agrada vivir con mi marido?” Esta pregunta aparecía en aquella misma encuesta. Y las señoras que contestaron se expresaron así, en términos generales:

“Me agrada vivir con mi esposo 1) porque aprecia lo que cocino; 2) porque él me alienta, y sabe pasar por alto mis errores y mis defectos; 3) porque siempre tiene atenciones especiales para mí; 4) porque me ayuda en los quehaceres de la casa; 5) porque es un esposo fiel; y 6) porque dedica tiempo para dialogar conmigo”.

Señora, si a usted se le pidiera que en este momento contestara esta misma pregunta de la encuesta, ¿qué respondería? ¿Mencionaría con agrado diversas razones por las cuales usted vive contenta con su esposo?

Y, señor, ¿cree que su esposa encontraría una buena cantidad de virtudes para referirse a usted en su condición de marido? ¿Podría ella decir –como lo indica la citada encuesta– que está contenta con usted porque usted aprecia sus habilidades de cocinera? ¡Cuántas veces saboreamos la rica comida que prepara con esmero nuestra esposa, y nos olvidamos de elogiarla y agradecerle!

Además, señor, ¿sabe usted pasar por alto las debilidades de su mujer? Esta fue otra de las virtudes señaladas por las esposas encuestadas. Con esta capacidad de comprensión, toda mujer puede sentirse alentada y feliz junto a su marido.

Y, siguiendo con aquellas respuestas, ¿notó, señor, cómo las esposas valoran que las ayudemos en el hogar, y que seamos atentos y corteses con ellas? Un gesto amable, un simple regalito, o el salir juntos de paseo, ¡cuánto puede alegrar el corazón de la esposa! Y, de la fidelidad conyugal, ¿qué diremos? Un esposo fiel y leal, buen amigo y compañero es la mayor bendición que podría anhelar una mujer.

Señora, aprenda a sentirse a gusto junto a su esposo. Descubra y estimule sus virtudes de buen hombre. Amense mutuamente, y juntos pidan, reciban y compartan las bendiciones de Dios para toda la familia.

¿Es este su caso?

Continuamente la gente se queja de no ser comprendida. El empleado afirma que su patrón no lo comprende; el alumno dice lo mismo de su profesor; y los hijos a menudo dicen otro tanto de sus padres. Esta clase de lamento más de una vez también proviene de la mujer casada, quien suele reprochar a su esposo por falta de consideración.

Típico es el caso de aquella señora que, después de todo un día de arduo trabajo dentro del hogar, recibe a su marido sin que este tenga para ella una sola palabra de simpatía y de bondad. ¿Es esto comprender? ¿Es esto acrecentar la felicidad del matrimonio?

Comprender al cónyuge es saber ponerse en su lugar. Significa pasar por alto sus errores, y exige regar cada día la planta del amor conyugal. Quien comprende a su esposa tendrá continuas atenciones hacia ella, le expresará palabras de bondad y cortesía, y manifestará interés en la buena marcha del hogar. El esposo comprensivo no levanta su voz; no ofende ni humilla al ser amado. Y esto ciertamente vale también para la mujer. Porque, la esposa que desea ser comprendida por su marido, ¿no debería ser comprensiva con él?

Señora, ¿cómo es usted con su esposo? El podrá ser indiferente y hasta rudo con usted, pero ¿no será que a veces usted se muestra regañona y exigente con él? Usted sabe que siempre se consigue mucho más con la palabra suave y persuasiva. Y esto, que es cierto en cualquier relación humana, es especialmente aplicable a la convivencia matrimonial.

¿Quiere que su marido sea comprensivo con usted? Entonces, dígaselo sin temor, pídale alguna cosa para bien del hogar, recuérdele que pase más tiempo con los hijos, exprésele sus sentimientos de mujer. Quizás usted se asombrará por los buenos resultados que obtendrá. Además, ¿por qué no solicitar diariamente la bendición de Dios sobre la vida conyugal? Cuando marido y mujer confían en Dios y ruegan su ayuda divina, pueden lograr armonía y entendimiento. ¡Pruébelo!

Crecer cada día

Se afirma que “crecer es la ley de la vida”. Pero ¿solemos pensar que esta ley debería aplicarse también al matrimonio? ¡En cuántos hogares podría existir mayor felicidad, si los esposos supieran crecer cada día en el amor y la comprensión!

Un hijo soltero decía hace poco: “Cuando mis padres se ponen a discutir parecen dos chiquilines”. ¿Por qué será que dos esposos con bastante edad pueden comportarse de esta manera? Sin criterio, sin respeto y a veces hasta sin amor mutuo. En un caso tal, ¿no es evidente la necesidad de que marido y mujer maduren en su modo de vivir el matrimonio? Si los esposos no crecen en felicidad y en armonía, tarde o temprano terminarán aburriéndose el uno del otro. Y, lamentablemente, esta es la condición en que se encuentran muchos matrimonios.

Crecer en felicidad y en armonía exige crecer en el amor. Cuando los cónyuges se aman de veras, inconscientemente se ayudan y se estimulan entre sí, maduran en su vida emocional y desarrollan una personalidad más agradable. Además, los defectos de carácter se superan con mayor facilidad cuando los esposos saben tolerarse y amarse, en lugar de acusarse mutuamente. El hogar es una escuela, donde los padres deben crecer junto con sus hijos. ¿O alguien podría pensar que los padres, por ser personas adultas, ya no tienen nada que aprender?

A continuación, presento seis preguntas que pueden ayudarnos a determinar si estamos creciendo o no como jefes de la familia:

1. ¿Somos hoy, como esposos, más unidos y comprensivos que cuando nos casamos?

2. ¿Nos ayudamos mutuamente para combatir nuestros defectos personales?

3. ¿En qué aspecto ha mejorado y en qué otro ha empeorado nuestro matrimonio desde el día de la boda?

4. ¿Estamos hoy en mejores condiciones de criar a nuestros hijos que diez años atrás?

5. ¿Estaríamos orgullosos de que nuestros hijos llegaran a ser iguales que nosotros?

6. ¿Hemos prosperado en el terreno de la fe y en nuestro acercamiento a Dios?

Y, tras estas preguntas, reconozcamos que no es fácil crecer en el matrimonio. Es difícil crecer en el amor, en el buen carácter, en la vida cultural y espiritual, y aun en la capacidad para criar a los hijos.

Por eso es tan necesario rogar la diaria bendición de Dios sobre nuestro hogar. Porque, de lo contrario, no siempre sabremos cómo actuar ni cómo resolver ciertos problemas de la familia. ¿No le parece?