Lo Que Nos Falta Por Hacer

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En mi cama, por pequeña que fuese, solo echaba en falta una cosa: la cálida presencia de un hombre que me abrazase cariñosamente. No por los placeres carnales, aunque tengan su importancia, sino simplemente por sentirme bien, en confianza. Saber que le importamos a alguien y que esta persona disfruta con nuestra compañía a su vez, es un regalo que no tiene precio. Alguien con quien poder hablar sin miedo a ser juzgado. Ningún amante pasajero puede suplir esa carencia. Solo un lazo invisible, que nace de una relación amorosa sincera y seria puede ofrecer este lujo. Sí, el amor sincero es efectivamente un lujo.

Una mañana, cuando caminaba por el pasillo del metro que me conducía hacia el exterior, sufrí un fuerte dolor en el ojo izquierdo, como si un dardo me hubiese atravesado para desgarrar las membranas. Tal suplicio me abrumó de golpe. Estuve a punto de perder el equilibrio mientras que mi vista se ensombrecía con manchas negras. El electrochoque me hizo gritar. No conseguía mantener los párpados abiertos. No me choqué con nada. Un vaso sanguíneo acababa de reventar. El dolor persistía. Me movía hacia delante y hacia atrás, como un junco sacudido por una enorme borrasca. Entre vuelco y vuelco, lograba distinguir a numerosos viandantes con mi ojo derecho. Se marchaban sin detenerse, como si estuvieran al volante de un coche de carreras. Podía morirme allí mismo, así cualquiera habría podido pisotearme, en lugar de tener que evitar a la loca presa de una crisis de demencia. Descubrí con estupefacción el comportamiento frío e indiferente de la siniestra horda parisina.

Intenté encontrar un apoyo en la pared para recuperar el equilibrio. Tanteaba con la mano derecha, como un ciego sin referentes visuales. Sin darme cuenta, se me cayó el bolso al suelo. En ese momento, rocé un borde contra el que apoyarme. El dolor persistía. Para colmo de desgracia, el ojo que me hacía sufrir era el que funcionaba correctamente, mientras que el derecho se veía afectado de una grave miopía. Obligatoriamente debería llevar un par gafas para rectificar el desequilibrio, solo que, en mi caso, simplemente bastaría con la mitad. En lugar de decantarme por esta atadura, prefería conformarme con una cierta forma de armonía ocular, causada por la sustracción de mi visión doble asincrónica. Abiertos al mismo tiempo, mis ojos me ofrecían una visión más que satisfactoria, pero sin el ojo izquierdo sano, ni siquiera me atrevía a pensar en el estado de mi futuro campo visual.

El dolor se atenuó de repente, tan rápido como apareció. Distinguía de nuevo con claridad lo que sucedía a mi alrededor. En cuanto recobré el equilibrio me dirigí hacia las cosas que había desparramado por el suelo. Un hombre joven estaba recogiéndolas y las colocaba apresuradamente en mi bolso. Me miró y me lo entregó al mismo tiempo que me preguntaba cómo me encontraba. Menuda pregunta más tonta...

Le di las gracias y le conté con brevedad cómo apareció el dolor efímero.

—Me gustaría haberte agarrado cuando te estabas moviendo. No he podido. Te movías demasiado. No sabía qué hacer mientras te veía balancearte de ese modo.

Una persona se detuvo. ¡Ni siquiera dos, solo una! De todas formas, en París todavía quedan personas que se preocupan de verdad por las otras. En el fondo tenía curiosidad por saber si él habría reaccionado igual de haber si un hombre...

—Aquí tienes una tarjeta con mi número. Ahora no tengo mucho tiempo, pero si esta noche u otro día de esta semana quieres hablarme de ti tomando una copa… no dudes en darme un toque.

Cogí la tarjeta ofreciéndole mi sonrisa más cursi. Acababa de obtener la respuesta a mi pregunta. Hoy en día, todo tiene un interés oculto, en cualquier tipo de ocasión y situación. Por otro lado, ¿por qué no? Así es como nacen los encuentros. Un gesto, una acción, una palabra fuera de lo común, en un momento que rompe nuestro aislamiento.

Además, incluso a Franck me lo había cruzado en el metro. Aunque es cierto que yo fui la primera en hablarle, fue él quien me pidió el número. Ambos estábamos perdidos, en busca de nuestro camino y la vida nos ofreció un encuentro inolvidable.

Después, el hombre se escabulló como si acabase de perder el autobús y tuviese que perseguirlo. Miré la tarjeta: dirigía una agencia de seguros. Mala suerte, ¡odio a esos tipos! La partí en dos pedazos y la tiré a la papelera. A continuación, subí las escaleras que me llevaban hasta la superficie. Había tantas hormigas a mi alrededor que me sumergí entre las masas. Creemos que somos útiles y en una abrir y cerrar de ojos nos reemplazan. ¿Somos de verdad únicos? En caso afirmativo, ¿únicos en qué? ¿Para crear qué? Somos únicos por nuestras destrezas, por nuestros conocimientos personales, por nuestras invenciones. Somos capaces de crear, de dar vida, de modelar con nuestra propia sensibilidad. Somos únicos siempre y cuando descubramos nuestro potencial. Lo cierto es que quedan pocos empleos en los que nos hagan darnos cuenta de la unicidad. Con demasiada frecuencia se equipara a los seres humanos con simple piezas de recambio en el engranaje global de la concatenación en la que incluso nos forman el colegio. Todo hombre se convierte en un suministro de dinero del que el sistema capitalista le exige que saque provecho. Todos los individuos están libremente autorizados a escoger a los estafadores sodomitas que vendrán a robarles.

El fin de semana normalmente salía a dar un paseo. Disfrutaba todavía del fin de la estación. El buen tiempo sería cada vez menos usual y la lluvia tomaría el relevo. Me interesaba descubrir monumentos que no había visto con anterioridad y refrescar la memoria de los que no aparecen con demasiada claridad en mis recuerdos antes de que el mal tiempo llegase.

Durante mis primeras semanas en París adopté una especie de ritual. Los días transcurrían gratamente entre trabajo y salidas. Después, paulatinamente, llegó el día de mi cumpleaños.

3.

A las tres de la mañana el móvil empezó a vibrar, como una sirena estridente que desgarra el silencio nocturno. Me abalancé sobre él para silenciarlo. ¿Debía coger la llamada o no? Con esa voz soñolienta Franck se daría cuenta de que me acababa de despertar, pero si ignoraba la llamada, ¿me llamaría de nuevo? Hay siete horas de diferencia horaria entre París e Irkutsk. Franck pensaría que mi jornada había empezado y que para mí eran las diez de la mañana.

Me lancé. Había pasado semanas esperando ese momento. Apoyé el índice en la pantalla táctil del teléfono para descolgar la llamada.

—Dígame…

Al otro lado, el sonido de un teléfono que descolgaba dio paso al silencio. Ningún eco respondió al sonido de mi voz. Reflexioné detenidamente, sufrí antes de decidirme. Perdí la llamada que tanto había esperado. Suspiré, cansada, y después inspiré profundamente antes de dejar cuidadosamente el teléfono en el escritorio y volví a tumbarme en mi pequeña cama. Apenas acababa de colocarme cómodamente cuando sonó un nuevo ruido, parecido al zumbido de un insecto. Inmediatamente pegué un brinco de la cama y cogí el teléfono que acababa de dejar para leer un mensaje.

«Buenos días, Sveta. Te deseo un cumpleaños muy feliz por tus veinticinco. Espero que todo te vaya muy bien. Intentaré llamarte de nuevo al final del día. ¡Qué pases un buen día y feliz cumpleaños!».

Leí el texto varias veces. Un contenido sencillo, nada del otro mundo. Aun así, estaba entusiasmada. Comencé a escribir una respuesta: «Gracias, Franck. Estoy en París. Me gustaría verte».

Reflexioné durante unos instantes. ¿Qué tipo de mensaje estaba a punto de enviar? Lo borré y dejé el móvil a un lado. No estaba convencida de que anunciarle por SMS que estaba en París fuese la mejor decisión. También era posible que no contactara más conmigo. Era mejor decírselo en persona.

Me puse a soñar despierta. Imaginé una velada romántica a solas, tras una cena en un restaurante. ¿Cómo puede ser que todavía me perturbase si llevaba años sin verle? ¿De dónde procedía esa química cautivadora que me atraía de él? La atracción romántica sigue siendo un gran misterio para mí. Además, ¿era eso amor verdadero? Esa atracción podría deberse asimismo a la soledad afectiva, incluso inconscientemente. Hay tantos hombres en la Tierra, ¿por qué no me dirigía hacia el primer desconocido? Quizás se deba a las múltiples decepciones de los últimos años. A él ya le conocía. Sabía cómo actuaba. Él me había querido de verdad, me había respetado.

De tanto pensar no conseguía conciliar el sueño. Todo lo contrario, una noche en vela y agitada me tendía la mano. Afortunadamente había podido dormir unas cuantas horas antes de que esa imprevista llamada me despertase. A pesar de que mi sueño se viera perturbado, estaba contenta, feliz. Me levanté de la cama de buen humor.

En el trabajo, pensaba que nadie sabía cuándo era mi cumpleaños. Para mi sorpresa, en cuanto llegué a la oficina, mis compañeros ya estaban allí, al igual que mi jefe. En medio de la mesa me aguardaba una gran tarta de chocolate.

—¡Feliz cumpleaños, Svetlana! —gritaron al unísono los allí presentes.

Me sentí tan mal e incómoda por esa insólita atención.

Todos se acercaron a darme un par de besos. Me regalaron varios ramos de flores y cajas de bombones. Mi jefe me dio unos cheques regalo de productos cosméticos.

Una compañera me preguntó qué quería de beber. Antes de que tuviera tiempo para responder, mi jefe comenzó a bromear y advirtió que no había vodka. Me reí a pesar de que este comentario, hoy en día, es un mero cliché sobre los países del este. Le contesté que me acostumbraría bien a no tenerlo, o mis traducciones corrían el riesgo de acabar escritas en un idioma no deseado. Solo me tomé un zumo de naranja con un trozo de tarta.

 

Todo el equipo me hacía preguntas. Su curiosidad les empujaba a preguntarme si me había adaptado bien a París. Un pequeño grupo de tres hombres se interrogaba sobre mi vida privada. Claramente querían saber si estaba con alguien. No me atrevía a contarles lo que me atormentaba. No eran mis confidentes y no quería desembuchar mi vida íntima. Les conté que, en ese momento, el amor no era una de mis prioridades. Añadí que, ante todo, prefería estabilizarme profesionalmente. Intenté parecer lo más convincente posible al adoptar un tono firmemente decidido. Maquillaba la verdad, ya que deseaba protegerme de cualquier pregunta sobre mi vida sentimental. Todos se mostraron amables conmigo. Lo menos que puede decirse es que este jefe sabe cómo unir a la gente en su empresa. Me di cuenta de la suerte que había tenido de que me contratara una empresa tan humana. ¿Cuántas compañías celebrarían así mi cumpleaños? Le di mis más sinceras gracias a todo el mundo. Esta sorpresa iniciaría mi día del mejor modo posible.

Sin olvidar que nos encontrábamos en nuestro lugar de trabajo, tras una hora hablando y poniéndonos al día, el jefe nos pidió que regresásemos a nuestros puestos, así que nos pusimos detrás de nuestros respectivos ordenadores. Sobre mi escritorio me esperaba el manual de instrucciones de un vibrador eléctrico. No solamente ignoraba que un objeto como este necesitase unas instrucciones, sino que, además, este yacía al lado de mi programa de trabajo. Lo cogí para examinarlo. ¡Era pesado y enorme! Me preguntaba qué tipo de mujer utilizaría ese artilugio. A mi alrededor, todos se partían de la risa al ver cómo deslizaba el accesorio entre mis dedos. Las lágrimas inundaban mis ojos. Me encantaba ese ambiente festivo. Sí, apreciaba mucho ese trabajo. Crecía en medio de una familia. Solo me faltaba una cosa en la vida para sentirme completamente feliz...

Al final del día, los tres compañeros que me habían interrogado me invitaron a tomar una copa con ellos en un bar. Por lo que dijo uno de ellos, querían celebrar mi cumpleaños a la altura de las circunstancias. Aunque su propuesta sonaba sincera, preferí rechazarla; pensaba que me tirarían los tejos después de emborracharme. No quería repetir la equivocación de mezclar trabajo y sentimientos. En Rusia cometí ese error y no guardaba muy buenos recuerdos. Esperaba una llamada en particular. Contaba con una noche distinta, así que nos dimos las buenas noches. Después, regresé a mi apartamento como cada noche. Había cogido ese virus parisino al que llamaban «metro, curro, cama». Se había convertido en mi día a día desde hacía tres semanas. Sin embargo, mi trabajo no me hacía infeliz.

Termino la jornada entre las cuatro y las cinco de la tarde. Depende del día y del progreso en las traducciones, así que evito la afluencia masiva del transporte público cuando los viajeros se amontonan como sardinas en lata, aunque ellas no están tan aplastadas como nosotros. Las personas se empujan, se pisan y se pelean. Sin olvidarnos de aquellos cuyos traseros permanecen pegados a los asientos plegables mientras que, de pie, sus vecinos no pueden ni mover un dedo. El espacio asignado apenas permite mantener el equilibrio. El metro en hora punta resulta ser una catástrofe que te hace lamentar haber salido de tu agujero.

En cuanto crucé la puerta del vagón del metro que tenía enfrente, empezó a sonarme el teléfono. Reconocí inmediatamente la melodía porque se trataba de la que había escogido para Franck. Me dirigí al interior del bolso, no quería perder la llamada por segunda vez. Descolgué y me acerqué el dispositivo a la oreja.

—¿Sí? —respondí rápidamente.

Sentí las miradas que centraban su atención en mí, despiertas de su ensoñación; rompía el silencio de los urbanitas. El aviso de cierre de puertas sonó y el metro se dirigió a su próxima parada. Al otro lado del teléfono Franck parecía intrigado. En primer lugar, me preguntó dónde me encontraba. La señal acústica que acababa de escuchar no le resultaba desconocida, es más, la conocía a la perfección. Me di cuenta de que había un asiento plegable libre y fui a sentarme. Apoyé la cabeza en la ventana y le confesé que vivía en París desde mediados de septiembre. De repente, se hizo el silencio.

—¿Franck, estás ahí? —le pregunté inocentemente.

Franck salió de su mutismo para preguntarme por qué no le había informado de mi llegada. Le expliqué que no me había atrevido, que no quería perturbar su vida actual, que no quería darle la impresión de que buscaba inmiscuirme. Me contestó que había sido tonta por pensar eso, y que le habría gustado tomar un café conmigo o incluso dar un paseo. Acabó deseándome un feliz cumpleaños. Después, aprovechándome de su respuesta, le pregunté si me concedería unas horas de su tiempo para cenar juntos. De repente, Franck parecía incómodo, lo que contradecía al mismo tiempo lo que acababa de decir. No articulaba palabra; parecía que todo se mezclaba en su cabeza. Le oía dudar. Tartamudeaba. Después, se calló. Insistí, le dije que sería mi invitado. Él también deseaba ese encuentro y tenerme de nuevo entre sus brazos. Únicamente me dijo que a Sylwia, su pareja, le parecería sospechosa su ausencia de última hora. No quería poner su relación en peligro solo por verme. Entonces le supliqué, casi le imploré, me ridiculicé sin darme cuenta. Argumentaba que esa noche sería mi regalo de cumpleaños. Franck suspiró y finalmente me dijo que reflexionaría y que me llamaría más tarde para decirme si podía librarse.

De camino me pregunté por qué me comportaba así. Sabía que no estaba disponible y pretendía reconquistarle. ¿Tenía derecho a comportarme de ese modo? ¿Era un monstruo egocéntrico? ¿Mi conducta era normal? Solo buscaba la felicidad, ser feliz. ¿Tenía un precio? ¿Algunas personas deben sufrir para que otras, egoístamente, sean felices? No sabía nada de su novia, ni quería. Pensaba en mí, en mi bienestar.

Al llegar a casa me di una ducha. A continuación, me preparé con vistas a una respuesta positiva. Me maquillé, peiné y vestí con un vestido azul cielo al que le había echado el ojo. Me miré en el espejo, satisfecha con el resultado. Si no sucumbía, no comprendería por qué. Me encontraba más atractiva que a los veinte. El cuerpo de una mujer no para de desarrollarse hasta alcanzar un tope, la cúspide de la feminidad, alrededor de los treinta.

A las siete todavía no tenía respuesta alguna. Empezaba a impacientarme y a desesperar. Encendí la tableta para consultar el correo. Mis fieles amigos de Rusia me habían escrito. Me echaban de menos. Había lamentaciones por la distancia, así como ánimos por mi nueva vida parisina. En otros mensajes, me preguntaban si estaba con alguien. Estos mensajes me gustaban. Estaba contentísima por saber de ellos. Les echaba terriblemente de menos. Sé que un día estas muestras de afecto se marchitarán. Al igual que el amor, la amistad necesita un intercambio físico frecuente. Lo virtual solo dura una temporada. Todo el mundo avanza, a su aire, a su ritmo, tomando caminos diferentes y construyendo una existencia distinta. Aparecen nuevas personas en nuestra vida, mientras que otras se desprenden inevitablemente. Notaba que para muchos de mis amigos mi vida sentimental era prioritaria, muy por delante de mi plenitud profesional. ¿Es el éxito amoroso el logro más importante del proceso personal? ¿Por qué no conseguimos, o apenas, vivir solos? ¿Por qué necesitamos a otra persona para sentirnos bien con nosotros mismos?

El teléfono sonó algo después. Finalmente había decidido ponerse en contacto. Se había tomado su tiempo. Franck no lograba expresarse, le temblaba la voz. Inmediatamente adiviné la respuesta que me aguardaba. No quería acompañarme al restaurante y me explicó que su relación con Sylwia era complicada desde hacía unos meses. Acababan de discutir por mi culpa. Se había opuesto a que me viera. ¿Era tan estúpido como para contarle con quién saldría? ¿Qué mujer aceptaría que su pareja pasase la noche con su ex? ¿La querría tanto que no pudo disimular la verdad? En ocasiones, para no hacerle daño a las personas, es mejor pasar por alto los detalles, la información perjudicial, que no aporta más que pena. Sentía como la frustración se encendía en mi interior. El mundo se derrumbaba a mis pies, el suelo se agrietaba. Me sumergía en un pozo sin fondo, sin salida. Mis esperanzas se estrellaron violentamente contra un muro. Mi vida iba a arruinarse.

Desbordada por la emoción, me encontré a mí misma sollozando al teléfono. No pude contenerme. Debía parecer una mujer desesperada ante sus ojos. Franck estaba afligido por el giro de los acontecimientos. No era capaz de pronunciar una palabra.

—Buena suerte en París, Svetlana. Prefiero que nos veamos en otra ocasión —dijo para finalizar la conversación. Después colgó, puesto que no respondí.

Durante unos segundos me quedé inmóvil, con el teléfono en la mano, como si estuviera paralizada. Me di cuenta de que algo me observaba, me giré de repente y tiré el teléfono contra mi propio reflejo, al que odiaba repentinamente. El cristal estalló en mil pedazos. Acababa de firmar por siete años de mala suerte. ¡Menuda imbécil! Me desplomé sobre la cama y lloré. Golpeaba el colchón con los puños mientras gritaba: «¿Por qué?».

Las lágrimas corrían la máscara de pestañas que goteaba y decoraba mis sábanas. Estaba espantosa. Estaba horrible. Era una auténtica egoísta. Franck era un asqueroso idiota egoísta. Sylwia no era más que una repugnante zorra que apestaba a egoísmo podrido. Todos somos egoístas. Somos un mundo de egoístas, una humanidad egoísta. Somos la peor especie del planeta y, aun así, la más fabulosa. Dentro de nosotros el bien tutea al mal. A pesar de todo, somos seres puramente egoístas. El colectivismo es meramente una dulce utopía.

Llamaron a mi puerta. Una voz masculina preguntó si me encontraba bien y me pidió que abriese la puerta si le estaba escuchando. Intenté secarme las lágrimas. De todos modos, tenía maquillaje por toda la cara, allá por donde se habían deslizado mis lágrimas. Debía tener una pinta espantosa. Al abrir me di cuenta de que en frente de mí había una joven que resultó ser mi vecina. Jamás habíamos coincidido. A su lado se encontraba el conserje del edificio, un hombre de unos cuarenta años. La joven le había informado de que había escuchado golpes y destrozos en la habitación contigua. Le entró en pánico. Me sentía avergonzada. Pensándolo mejor, París no es tan individualista como su reputación le precede. En los peores momentos es cuando las personas se vuelven cercanas. Les dije que todo estaba bien. El conserje únicamente evaluó los daños. Me daba cuenta de mi conducta confusa. Observé a mi alrededor y vi mi teléfono de quinientos euros hecho pedazos, claramente inutilizable. No sé cómo sucedió, pero uno de mis zapatos también tenía el tacón arrancado. Los trozos de vidrio cubrían el suelo en todas direcciones. Había tantos gastos a la vista para comprar lo que acababa de romper y destruir en cuestión de segundos… Las decepciones amorosas se manifiestan como lo más tempestuoso de la vida. Arruinan tu alegría desde el interior. ¿Cómo había llegado hasta ese punto? Mis esperanzas y expectativas debían ser fuera de serie. Su brutal devastación había brotado de golpe en la habitación.

La mujer me ofreció su ayuda para limpiar los destrozos. Respecto al conserje, aparentemente más curioso o más zoquete, me preguntó qué había provocado tal desastre. Le expliqué que era mi cumpleaños y que un hombre al que apreciaba se había negado a pasar la noche conmigo, tras lo cual perdí el control sobre mí misma. El conserje me observó de la cabeza a los pies con una sonrisa picante, la misma que a menudo veo en los pervertidos interesados. Seguidamente decretó que ese tipo en el que pensaba era un cretino. No contesté, me sentía demasiado mal para ello. La desgraciada era yo y solo yo. Creí que podría reconquistar a un hombre que ya no me amaba ya que ya me había entregado su amor. Me había comportado de un modo estúpido. El conserje me preguntó si necesitaba algo más, a lo que le respondí: «Sí, una fregona».

Se ausentó y reapareció cinco minutos después con todo lo necesario para limpiar. Le di las gracias. Regresó a su apartamento, ya que su misión de seguridad había terminado. No hacía falta pedirle nada más. La limpieza me correspondía solo a mí. La joven decidió quedarse para echarme una mano. Hablamos y nos conocimos. Tenía veinte años y venía de Moldavia. Se trataba de su primer viaje a Francia. Había conocido a un francés hacía unas cuantas semanas. Sus ganas de vivir y su resplandeciente alegría combatieron mi tristeza. Me recordaba a mi inocencia cuando llegué a Francia por primera vez. Me apegué a esta muchacha que más tarde se convertiría en una buena amiga.

 

Los días pasaban, las semanas se encadenaban y los meses se sucedían. Franck no daba señales. Intenté llamarle en numerosas ocasiones, aunque en vano. El tono del teléfono jamás se interrumpía. Le envié varios correos en los que le pedía perdón por mi comportamiento ingrato. Deseaba restablecer el contacto y que él dejara de huir de mí.

En el trabajo, mi jefe se dio cuenta de que no estaba tan contenta como antes, como si la alegría de vivir se hubiese esfumado. Le mentía, objetaba, le decía que todo me iba bien en la vida. Me preguntaba cada mañana, inquieto, y hacía que otra persona controlara mis traducciones. Estas eran impecables, por lo que no podía hacerme ningún reproche. Cuando pasaba por mi lado, me miraba detenidamente, con perplejidad. Al no soportar más esos interrogatorios, le confesé el origen de mi sufrimiento. Su reacción me sorprendió: se echó a reír y después me invitó a un café. Se mostró empático y me apoyó moralmente. Se sintió aliviado al conocer por fin la verdad. Me enteré de que había hablado con todos mis compañeros para descubrir la causa de mi tristeza. Le preocupaba que algo terrible pesara sobre mis hombros. Me dio dos o tres consejos que había sacado de su propia experiencia. Quería verme plenamente feliz de nuevo. Echaba de menos mi alegría de vivir, él y el resto del equipo, como me confesó. Estaba encantada de constatar que en el seno de esta empresa me apreciaban. Ya no estaba preocupado. Sabía que el tiempo curaba todas las penas del corazón, incluso las más dolorosas: aquellas que te dejan en carne viva de por vida. A veces, basta con conocer a otra persona para que todo vuelva a su sitio.

Había un grupo de tres hombres que se interesaban por mí más que el resto, a tal punto que llegué a preguntarme si no habrían hecho una apuesta para ver quién de ellos se acostaría antes conmigo. Cuando descubrieron qué me atormentaba, me invitaron a tomar una copa y a salir a bailar alguna noche, para despejar la mente, me dijeron. Les prometí que pensaría en ello, aunque mi experiencia del pasado impedía todo tipo de tentación de ese tipo. Amor en el trabajo, nunca más. En cuanto a las mujeres, algunas de ellas, curiosas, me hicieron preguntas sobre ese hombre misterioso que atormentaba mi corazón. Me abrí poco a poco, durante nuestras salidas de chicas que me subían la moral. El hecho de hablar de mis vivencias, de mis expectativas, así como de mis decepciones, y encontrar una respuesta compasiva, me proporcionaba una gran satisfacción. Todos necesitamos un oído que nos escuche y nos entienda durante los momentos de tristeza. Es en los momentos difíciles cuando nos damos cuenta de quiénes son nuestros verdaderos amigos.

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