Blasco Ibáñez en Norteamérica

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Fue una ceremonia solemne a la que acudieron las más eminentes personalidades de la capital, miembros del gobierno de los Estados Unidos y gran parte del cuerpo diplomático extranjero. Se estima que el número de asistentes ascendía a las cuatro mil personas, quedándose fuera otras tantas por no haber aforo suficiente140. En un lugar preferente del salón, se entrelazaban dos enormes banderas: la norteamericana y la española, flanqueadas por todas las banderas de las repúblicas sudamericanas. El rector y antiguo embajador estadounidense en Madrid, Sr. Collier, enlazó un discurso en que proclamaba a Blasco Ibáñez como uno de los novelistas más relevantes de su tiempo. Respondió el homenajeado con una exposición sobre el Quijote: «La mejor novela que se haya escrito». Con dicho discurso no solo ponía de relieve su admiración por la inmortal creación cervantina, sino que terminaba afianzando los elogios vertidos públicamente en su gira norteamericana a propósito de la intervención de aquel país en la Gran Guerra. A través de esta actuación la república de las barras y las estrellas se había revelado como defensora a ultranza de la libertad y del progreso. De ese modo, se producía un trasvase del espíritu representado por don Quijote a la otra orilla del Atlántico: «[don Quijote] cansado de estar en Europa buscando el ideal, se ha trasladado a los Estados Unidos, donde se practica»141.

Blasco no podía estar más satisfecho con la distinción recibida y, sobre todo, con el hecho de que esta hubiese tenido lugar en una república, de forma similar a como aconteció años antes al recibir la Legión de Honor, en Francia. Los agasajos, sin embargo, se prolongaron, hasta el punto de que los periódicos acordaron denominar aquella como la «semana de Blasco Ibáñez». Fue recibido con grandes honores y aclamado en el Congreso y en el Senado, y el propio presidente Wilson envió a uno de sus secretarios para disculpar su ausencia por hallarse convaleciente de una enfermedad. En el restaurante Rauscher, la cena anual de la Asociación de Antiguos Alumnos de la Universidad George Washington se convirtió en un efusivo homenaje al escritor, donde estuvieron presentes doscientos comensales142. En la velada, amenizada con los números musicales interpretados por la señorita Ruth Leah Ayler y Arthur H. Deibert, intervinieron como oradores el rector William M. Collier, Arthur Powell Davis, presidente de la Sociedad Americana de Ingenieros Civiles; el mayor Charles Dudley Rhodes, y el propio Blasco, el cual animó a los estadounidenses a estudiar el castellano, ya que era un instrumento necesario para convertir su nación en el «hermano mayor» de Sudamérica143.


Doctor Honoris Causa por la Universidad George Washington

(Fundación C. E. Vicente Blasco Ibáñez).

Don Juan Riaño y su esposa también tomaron parte en los festejos, con otra recepción en la embajada española a la que se presentaron notables representaciones de la esfera política, diplomática e intelectual, residentes en la capital. Sin olvidar que también la embajada francesa dio otro banquete, donde Blasco compartió mesa con miss Margaret Wilson, hija del presidente norteamericano.

El 24 de febrero, después de una breve intervención en el Congressional Club144, el escritor aparcaba momentáneamente el trato con las multitudes para ser atendido por el ingeniero de minas y filántropo John Hays Hammond, el mismo que lo acompañó hasta Mount Vernon para depositar una ofrenda floral sobre la tumba de George Washington145. Terminaba así su estadía en la capital y se preparaba para marchar hasta Filadelfia, allí donde, involuntariamente, abrió la caja de los truenos.

De hecho, cuando acudió a visitar, el 28 de febrero, el Independence Hall de Filadelfia, procedente del Bryn Mawr College, el escritor aún no imaginaba las impresionantes repercusiones de lo que algunos interpretaron como lamentable desliz. Por el contrario, el hecho de llegar a un edificio como el Independence Hall, en el que antaño se aprobó la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, por sus connotaciones simbólicas reverdecía en él sus ideales de luchador republicano. Más aún, en el momento en que estuvo cerca la vieja Campana de la Libertad y se le tradujo la inscripción grabada en ella: «Proclamar la libertad en toda la tierra y para sus habitantes», su reacción fue tan emocionada que, tras abrazar el mítico objeto, exclamó con lágrimas en los ojos: «¡Oh Libertad». Un sentimiento análogo de admiración lo manifestó al contemplar las trece banderas de los estados originales y los retratos de figuras destacadas de la revolución. Después de saludar al alcalde de la ciudad, Blasco visitó también la tumba de Benjamin Franklin, la casa de Betsy Ross (en la tradición popular, responsable del diseño de la bandera norteamericana) y la iglesia de Old Christ, demostrando siempre un notable interés por la historia de tales espacios y adoptando una actitud reverencial cuando lo exigía la ocasión146.

Esa fue la parte amable de su paso por Filadelfia. La otra se había gestado un día antes en el Bryn Mawr College. Llegó allí invitado con la esperanza de inspirarse en una institución femenina para la redacción de El paraíso de las mujeres, novela que había previsto que se desarrollara en una universidad estadounidense para mujeres. Los medios periodísticos discrepaban a la hora de informar sobre si al escritor le dieron la bienvenida cuatro jóvenes estudiantes disfrazadas a caballo, en clara alusión a Los cuatro jinetes, o si las mismas muchachas se negaron a usar atavíos extraños y utilizaron la indumentaria típica para montar147. Asimismo, no existe coincidencia en la versión sobre si las estudiantes organizaron un partido de waterpolo y Blasco fue espectador del mismo148. De cualquier modo, estas circunstancias fueron intrascendentes, puro folclore en contraste con la tormenta que amenazaba con estallar entre los muros del Taylor Hall. Obedeciera o no a una mala interpretación, a un error en la traducción, el caso es que la prensa difundió con señales de alarma sus supuestas declaraciones en el University Club sobre la mujer norteamericana y sobre el papel a adoptar por el varón en el seno del matrimonio.

¿Pero qué es lo que dijo o es posible que dijese, para que se reiteraran expresiones como «cave men» y «Treat’em rough»? Los hombres norteamericanos temían a sus esposas; las imaginaban esperándoles detrás de la puerta, con rulos en el pelo, a su regreso de una dura jornada de trabajo. Su situación era similar a la de los esclavos de los estados del Sur, antes de Abraham Lincoln. El hombre estadounidense apenas se diferenciaba de su antepasado prehistórico en que, mientras este salía a cazar animales salvajes para alimentar a la familia y la mujer quedaba en la cueva al cuidado de los hijos, aquel abandonaba el hogar en busca del dólar y su esposa no cuidaba de la casa, sino que iba de tiendas o concurría a las matinés. Era necesario un segundo presidente emancipador, porque las mujeres querían ser dominadas por un esposo que fuera enérgico y las disciplinara suavemente con el látigo. A las pruebas se remitía, pues así se lo habían contado las norteamericanas con las que compartió mesa en París149.

Sin embargo, sus asertos desataron la indignación, y en unos años en los que avanzaba el movimiento sufragista, no fueron muchos los rotativos que controlaron su acritud. Quizá The New York Times disculpaba sus observaciones, al entenderlas como resultado de la convicción general de la sumisión abyecta del hombre estadounidense150. Pero la actitud general era la contraria. Se suscitó un debate, una polémica, en la que se requería la intervención, sobre todo, de significadas mujeres de profesiones liberales. Así, hubo quien interpretó sus palabras como las de una víctima de los horrores de la Gran Guerra. Esto es, Blasco podía ser uno de tantos individuos desquiciados al temer el resquebrajamiento definitivo de la civilización151. Mientras tanto, desde Chicago se anunciaba que, en caso de volver el escritor a la ciudad, sus mujeres le prepararían una recepción sumamente tórrida incluso para un español de sangre caliente152. No todo eran, sin embargo, velados insultos o amenazas. Se suscitó también la redacción de artículos que se antojaban estudios sociológicos. Existían diferencias entre las relaciones sexuales en Estados Unidos y en Europa: aquel era un país joven y no había una superioridad numérica de las mujeres sobre los hombres, aspecto que podría influir en su valoración a los ojos del otro sexo153. La Primera Guerra Mundial había repercutido en la función social de la mujer, dentro y fuera de casa. Ahora ellas no se contentaban con ser muñecas, querían pensar y trabajar, cooperando con sus esposos en la reconstrucción de todo aquello que había sido destruido por el conflicto armado154. El mismo boletín semanal del Departamento de Agricultura, considerado como una especie de Corán del ama de casa norteamericana, aconsejaba que los maridos no tuvieran secretos para con sus esposas, con lo que el gobierno de aquel país discrepaba de la opinión con respecto al eterno femenino sostenida por el escritor155.

 

Hasta Londres, París y Madrid llegó la polémica y, según algunos medios, para las norteamericanas allí entrevistadas el asunto adquirió caracteres de cruzada156. Blasco había dicho cosas disparatadas, impropias de un español que, por serlo, estaba obligado a rendir culto a la galantería157. Por si acaso habían puesto en duda la caballerosidad española, hubo quien salió a la palestra para descartar la práctica de usos propios del hombre prehistórico: «En ningún país del mundo se respeta más a la mujer [que en España]»158. Mientras tanto, el novelista ya era conocedor del revuelo que habían provocado sus palabras, de manera que intentó contradecir la versión oficial de la prensa. Ahora puntualizaba que en Bryn Mawr tuvo una impresión muy positiva de la difusión de la educación superior entre las mujeres. Luego, mientras mantenía una conversación en tono burlón sobre las mujeres, expresándose en francés con unos cuantos interlocutores, alguien vino a malinterpretar sus juicios. Y entonces se le dio una publicidad inusitada a frases como «Treat’em rough», cuyo significado desconocía159. En cierto modo, como alegaba desde Minneapolis el enviado especial de El Imparcial, gran parte de la responsabilidad de la controversia era atribuible a la tendencia de los grandes periódicos a magnificar un simple grano de arena hasta transformarlo en una montaña160. El escritor, por su parte, insistía en su interés por las mujeres norteamericanas, contra las que no albergaba ninguna inquina, si bien su fascinación hacia ellas debía interpretarse desde la perspectiva puramente literaria, tal como iba a mostrar en futuras novelas de ambientación estadounidense161.

No lograría con ello zanjar una polémica que le perseguiría incluso hasta después de su regreso a Francia. Tenía mucho que decir: «I could write 300 pages on the merits of American women alone»162. Además, mientras mantenía vivo el tema, creaba un clima de expectación hacia esa novela que había prometido escribir al respecto. A diferencia de la mujer europea, el rasgo primordial de la norteamericana era su carácter franco, que decía abiertamente lo que pensaba y deseaba. Pero también se distinguía como esposa devota que soportaba los nervios del esposo, estando dispuesta a asumir parte de su trabajo. Poseía una inteligencia idéntica a la de los hombres y su energía le permitía compaginar las tareas domésticas con cualquier actividad profesional, o interesarse por igual por las columnas políticas y por las revistas de moda. Ahora bien, de vuelta a París, Blasco amplió la retahíla de idílicas virtudes observadas en la sociedad femenina americana, pero también incorporaría otras consideraciones más sombrías. A lo dicho anteriormente, añadió que, merced a su educación y cultura general, las mujeres estadounidenses habían hecho de la suya la mejor nación del mundo, porque mientras ellas poseían la formación necesaria, sus esposos podían especializarse en sus actividades respectivas. Su influencia era de tal calibre, que los hombres las obedecían instintivamente, como si hubiesen sido domesticados para adaptarse a ellas. Las mujeres, en fin, gozaban de una libertad ignorada en Europa. En cambio, desconocían el significado del amor y, por tanto, no entrenaban a sus esposos para convertirse en buenos amantes163.

A pesar de negar la autenticidad de las impresiones que auspiciaron la controversia, Blasco sabía que moriría recibiendo los reproches de millones de adversarios que defenderían lo contrario. Posiblemente, el escritor advertía en la mujer norteamericana, más avanzada en su grado de autonomía con respecto al varón, un aspecto nuevo que provocaba en él cierto sentimiento de desconfianza y desprotección, conforme lo plasmó en algunas piezas de su narrativa breve164. Más allá de sus propios fantasmas, la prensa de los Estados Unidos terminó reconociendo la verdad de sus afirmaciones sobre el influjo de la mujer. Como ejemplo, se adujo que, ante las exigencias femeninas, políticos de la talla de Harding, Cox y los gobernadores de distintos estados presionaron a los legisladores de Tennessee para obligarles a ratificar la enmienda del sufragio femenino a la Constitución165.

Cerrado el capítulo de Filadelfia, Blasco se trasladó en las postrimerías de febrero a Nueva York. Sus expectativas estaban cifradas en nuevos horizontes geográficos. Como perfecta ilustración de ello, sabemos que el 6 de marzo asistió a un banquete de despedida procurado por el acaudalado yucateco Fernando Solís Cámara, al cual concurrió también el general Salvador Alvarado166. La identidad de tales personajes deja entrever los propósitos del novelista en aquellos días. Solís Cámara no solo era abogado y político, sino que tenía negocios en los Estados Unidos y escribió libros como México y los Estados Unidos. Al borde de la intervención (1913). Por otro lado, Alvarado participó en la revolución mexicana, como general del ejército constitucionalista a las órdenes del presidente Venustiano Carranza. Ambos podían ser, pues, interlocutores privilegiados para ponerle en antecedentes sobre la situación en que se hallaba el país vecino.

En México

Cuando Blasco Ibáñez decidió alargar su periplo norteamericano cruzando la frontera con México, seguramente no imaginaba que la repercusión de sus comentarios sobre las mujeres estadounidenses iba a verse superada por la de unos sucesos futuros que terminaron empañando su prestigio en muchos sectores de la comunidad hispanoamericana. Quizá si su viaje a dicho país se hubiese producido en otras circunstancias, todo habría sido diferente. Sin embargo, estando en la cima de su popularidad, Blasco era una figura tan mediática que la importancia de sus opiniones podía trascender rápidamente el ámbito literario para cotizarse en otras esferas donde existía un profundo conflicto de intereses.

A los pocos días de haber desembarcado en Nueva York, ya hacía pública su intención de rematar su gira en México y Cuba167. Eran dos naciones en las que no solo podría reivindicar la identidad racial hispana, sino donde eran conocidas sus obras. Recuérdese, por ejemplo, que en El Imparcial, de México, se publicaron las crónicas viajeras reunidas posteriormente en el libro Oriente (1907). Y como en tantas otras ocasiones, ahora el viaje se proponía como una exigencia previa a la creación literaria. Esto es, Blasco iba a desplazarse a México para documentarse de primera mano y escribir una nueva novela, que llevaría por título El águila y la serpiente, y en principio era concebida también con un valor extraliterario, puesto que podía servir para «promover un mejor entendimiento entre México y los Estados». De algún modo, según confesaba, acaso satisfaría una deuda sentimental contraída años atrás, teniendo en cuenta que «cuando comenzó a escribir novelas, la primera carta de alabanza y de aliento le fue dirigida por tres mexicanos y que jamás ha olvidado ese hecho»168.

La cuestión no era tan simple. Los territorios de la ficción son distintos a aquellos en que se desenvuelven las fuerzas del poder económico y político. Desde luego, el contexto histórico en que se desenvolvería su visita a México se tornaba movedizo y peligroso en el caso de dar un paso en falso. Los movimientos revolucionarios que sacudieron a México fueron de tal calado, en lo que tradicionalmente conocemos como la revolución mexicana se sucedieron tantos episodios de signo tan dispar que hasta los historiadores no aciertan a ponerse de acuerdo sobre la duración del proceso general, que pueden entenderse los recelos y temores que alentó el conflicto en el país vecino. Sin entrar en la especificidad del detalle, baste citar la ocupación estadounidense de Veracruz, en 1914, o la incursión en espacio mexicano de las tropas comandadas por el general John J. Pershing, en 1916.

Eran varios los motivos que, abiertamente o no, podían aducir los norteamericanos para justificar su política intervencionista. De un lado, proteger sus inversiones y aprovechar en lo posible el conflicto para aumentar su influencia. Del otro, curarse en salud ante un hipotético contagio en su propio país de cualquier idea revolucionaria que llegara desde el sur a través de los miles de inmigrantes que cruzaban la frontera. Todo un asunto cuya resolución exigía del esfuerzo denodado de las instancias gubernamentales.

Constatada grosso modo la magnitud de un conflicto de orden internacional, deberá decirse que no todos en México profesaban una abierta simpatía hacia la figura del novelista valenciano. Ya en 1917, apareció en La Prensa (13 de noviembre) un artículo firmado por un tal Caricato, «Blasco Ibáñez y Carranza», donde el escritor era vituperado a raíz de una carta en la que Blasco describía a Venustiano Carranza como hombre «enérgico y firme en los momentos de peligro, bondadoso y tolerante en la paz, buscando la unificación de todas las voluntades». Tales afirmaciones despertaron el rechazo más absoluto del que evidentemente se antoja un anti-carrancista. Blasco era un «desahogado», su carta merecía los calificativos de «rastrera» y «vituperable», ya que de Carranza solo se podía decir que era «cobardón y pérfido en los momentos de peligro, sanguinario y cruel en la paz». Para demostrar la fiabilidad de su juicio, a falta de argumentos sólidos para desmentir a Blasco, terminaba recurriendo a acusaciones que se desviaban del tema debatido. Entonces, convertido en fiscal, catapultaba al novelista al rango de plagiario:

Y Blasco Ibáñez goza de pésimo prestigio en México, desde que se descubrió que su Sangre y arena era un plagio de El espada (El País publicó párrafos de las dos novelitas, en columnas paralelas, y puso de manifiesto el inaudito despojo literario, y que su Entre naranjos es una copia más o menos disfrazada de La pródiga de Pedro Antonio de Alarcón).

No iban a ser estas las críticas más feroces que se vertieron años después sobre el escritor español, ni la actitud del pueblo mexicano se reveló tan hostil con él tras las primeras semanas de su estancia en dicho país. Hasta entonces, nos volvemos a reencontrar con él en los Estados Unidos. En sus declaraciones a la prensa, a tenor de los compromisos contraídos, era difícil concretar unas fechas para el viaje: quizá a fines del invierno169, casi seguro el próximo mes de marzo170. Lo que no admitía discusión era la finalidad primordial del desplazamiento: la búsqueda de material para El águila y la serpiente. Aunque, de vez en cuando, siempre ofrecía nuevas pistas sobre motivaciones complementarias. Desde Washington, confesó que el gobierno de Carranza le había invitado como huésped a visitar su país. Con ello gozaba de privilegios que redundarían en beneficio de su labor documental, al tiempo que le permitirían transformarse en observador directo de la deriva política de la nación: «obtener una información personal directa acerca de las cuestiones políticas que se agitan allí y su viaje le proporcionaría la oportunidad de lograrlo, así como de presenciar la forma en que se desarrolla la campaña para las elecciones presidenciales próximas»171.

 

Precisamente, la inminente celebración de los comicios presidenciales en México tensaba la situación ya de por sí convulsa del país, por lo que varios miembros de la Asociación para la Protección de los Derechos de los Americanos en México le desaconsejaron realizar un viaje que coincidiría con la campaña electoral172. No obstante, Blasco no temía a los supuestos peligros, habiéndose declarado, por activa y por pasiva, amigo de la nación mexicana. Había sido este convencimiento el que le empujó a valorar una futura intervención norteamericana como un «error moral y económico», el «más costoso en la historia de la mayor república del mundo». Pese a considerarse profundo admirador de los Estados Unidos, en tanto que nación defensora de la libertad, no podía ocultar su sentimiento de dolor ante la actitud de una minoría de estadounidenses que justificaban la intervención en México con argumentos idénticos a los esgrimidos por Alemania en los años previos a la Gran Guerra. Si las relaciones entre ambos países eran complicadas, se debía al hecho de que en los Estados Unidos existía una idea equivocada sobre el pueblo mexicano, concebido como país de salvajes y bandidos. Resultaba innegable que la nación azteca estaba envuelta en un período de agitación revolucionaria, pero dicha situación se hallaba próxima a su fin. Es más, ya habría concluido si el gobierno norteamericano hubiese actuado mucho antes con una política consistente a favor de alguna de las facciones contendientes, en lugar de proteger y alentar los desmanes de ciertos cabecillas revolucionarios. Había que buscar, además, un acercamiento entre los gobiernos, para contrarrestar los movimientos de las empresas mineras y petrolíferas estadounidenses afincadas en México, interesadas en acelerar las revueltas para justificar la intervención armada. Solo unos cuantos magnates formaban la minoría dispuesta a extender sus afanes imperialistas, por lo que se hacía más reprobable la postura de aquellos medios periodísticos que fomentaban la enemistad entre las dos repúblicas americanas. Era necesario protestar contra tales prácticas. De lo contrario, los Estados Unidos perderían, de cara al mundo, su envidiable reputación tras intervenir desinteresadamente en la Gran Guerra. En caso de entrometerse en México, todas las demás naciones latinoamericanas volverían a desconfiar del gran coloso del Norte173.

Por expresarse en términos como estos, por reconocer que, si bien México atravesaba por una fase de anarquía y estaba necesitado de correctivos eficaces, poseía una intelectualidad notable y era capaz de gobernarse por sí misma, Blasco Ibáñez lamentaba que en algunos lugares sus declaraciones sobre la cuestión mexicana hubiesen sido mutiladas o alteradas. Por tanto, no renunciaba a visitar México, pues a partir de tal experiencia le sería posible escribir nuevas obras, quizá dos o tres, en las que desenmascarara las fuerzas siniestras proclives a detonar un conflicto bélico:

In the three novels I shall write of Mexico, of Mexico city, of Mexican and American problems, I shall hope to handle the problem so as to bring about a better understanding. If I can I am going to throw a bridge between the two countries. Very possibly in the first place I shall have to destroy the conception that Mexico is nothing but a large bandit resort174.

Por estas fechas se manifestaba, pues, con afán reivindicativo, con la esperanza de observar detenidamente una situación problemática para, de inmediato, ofrecer en papel una visión imparcial que contribuyese, en lo posible, a resolver los males que afligían a México y a tender puentes entre esta nación y los Estados Unidos, socio natural de las jóvenes repúblicas sudamericanas a las que muy bien podría ayudar en la consolidación de los ideales democráticos.


The Chattanooga News, 17-1-1920

En todo caso, a punto de emprender la marcha con rumbo al Sur, el novelista aseguró que iba a adoptar una serie de medidas, casi imposibles de cumplir para una personalidad tan impulsiva como la suya, para no verse envuelto en las disputas entre facciones rivales: mientras estuviera en México, ni impartiría conferencias, ni hablaría en público, ni aceptaría ser entrevistado sobre asuntos relativos a aquel país175. Solo iba en busca de datos topográficos y de un mejor conocimiento del alma mexicana para escribir El águila y la serpiente. En su imaginación ya había atrapado un argumento que poseería una naturaleza sentimental, pero necesitaba un material preciso para asentar la trama en la realidad y, consiguientemente, para empaparse de cuestiones de política interna mexicana verificadas in situ176.

Como él mismo había hecho saber, durante su estancia en Los Ángeles, recibió varias cartas aconsejándole renunciar a la publicación de una novela donde se hablase a favor de México, pues corría el riesgo de arruinar su prestigio como escritor en los Estados Unidos. Asimismo, en dicha ciudad californiana, Edward L. Doheny, miembro de la asociación de productores de petróleo, le invitó a realizar su viaje en su propio yate particular y bajo sus auspicios177. Sin embargo, Blasco declinó el ofrecimiento y eligió el ferrocarril como medio de transporte. Así el 16 de marzo partía de Nueva York. Le acompañaba Ricardo Adalid, persona designada por el presidente Carranza. En su itinerario hubo de pasar por Nueva Orleans. Y desde allí, desde The Grunewald Best Hotel South, le escribió una carta de despedida provisional a su amigo Huntington, el 19-3-1920:

Querido Huntington:

Me he ido de Nueva York esta vez sin que nos viésemos en los

últimos días.

Estoy aquí 48 horas, de paso para Méjico.

Ya le escribiré desde allá.

Regresaré a New York a principios de mayo.

Un abrazo.

A partir de esta fecha, la posibilidad de reconstruir un itinerario preciso deriva de las informaciones suministradas por la prensa y de aquellas recogidas por el propio novelista en su libreta de notas, e incluso en los folios mecanografiados de El águila y la serpiente (de los que se hablará en páginas posteriores). Aun así, la prensa ofrecía una cronología confusa, mientras que la caligrafía de Blasco hace presumir cierta urgencia en la labor del escritor, acaso porque las anotaciones se realizan durante el trayecto o porque el trasiego es de tal magnitud que no hay apenas tiempo para cumplimentar esta tarea. Sin embargo, aventuramos un recorrido que discurre por San Antonio, en Texas, hasta atravesar la frontera por Laredo. Ya en territorio mexicano, el ferrocarril pasó por Nueva Laredo, Monterrey (en cuyas proximidades la mirada del viajero se centró en la contemplación del Cerro de la Silla), hasta detenerse en Saltillo. En dicha ciudad fue invitado por el gobernador de Coahuila, señor Gustavo Espinosa Mireles. Este cumplimentó los deseos de Blasco conduciéndolo ante el monumento del malogrado poeta Manuel Acuña, esculpido en mármol por Chucho Contreras. Luego, después de admirar los viejos portales y las torres de Saltillo, edificaciones todas que al escritor le devolvían el recuerdo de España: «Aquí se respira otro ambiente. Crea usted que me siento en España…», tuvo lugar la cena. En la intimidad, Blasco habló de los agasajos recibidos en los Estados Unidos, para condenar, a continuación, la campaña tan injusta que estaba llevando a cabo la prensa norteamericana contra México. Él mismo había entrado a polemizar sobre la veracidad de aquellas noticias que informaban sobre los asesinatos de estadounidenses en la nación azteca. Afortunadamente, el presidente Wilson actuaba con meditada prudencia desoyendo los infundios propalados por la prensa178.

Pocos meses después, el ya por entonces ex-gobernador de Couahila, al evocar su encuentro con Blasco, modificó radicalmente el contenido de las declaraciones del escritor179. Según refería en la entrevista que concedió, el señor Espinosa Mireles destacaba la «palabrería ampulosa» utilizada por su invitado para subrayar la singularidad de un pueblo norteamericano identificado «por su incultura general». ¿Sería cierta esta nueva versión sobre las opiniones de Blasco? ¿Estaba siendo franco el ex-gobernador al significar que las manifestaciones del novelista eran el reflejo de la personalidad de un hombre fatuo e insolente, de «un truhan internacional, un mercantilista consumado, un pirata»?

Desde luego, tales apreciaciones no eran compartidas en aquellas fechas por la sociedad mexicana. Dejando atrás la ciudad de San Luis, el día 23 de marzo el ferrocarril en el que viajaba Blasco llegó a la capital del país. Como en otros tantos lugares, el recibimiento que se le tributó en la estación Colonia fue apoteósico. Le aguardaban representantes de la Universidad Nacional, de varias asociaciones literarias y artísticas, y de la colonia española. Pero aún hubo más muestras de simpatía. Se estima que unos cinco mil estudiantes participaron en un populoso gallo en su honor. Encabezaban el desfile, hacia el hotel donde se alojaba el renombrado huésped, cuatro estudiantes que simbolizaban las cuatro figuras del Apocalipsis. Detrás venían carros alegóricos y bandas de música haciendo sonar piezas típicas de México y de España, seguidos de estudiantes portando banderas mexicanas y españolas, antorchas y farolillos venecianos. Al paso de la comitiva por las avenidas Madero y Juárez, se apelotonaba una multitud. Después, Blasco salió al balcón del hotel Regis, donde también se hospedaba el candidato presidencial Ignacio Bonillas, para agradecer el homenaje y lanzar vivas a México180.

Había empezado gloriosamente una tournée que discurriría a un ritmo trepidante, con múltiples visitas a edificios monumentales y hermosos espacios naturales. En la mayoría de las ocasiones el escritor iba acompañado de significadas autoridades del país. La más importante, el presidente Venustiano Carranza, lo recibió en su residencia oficial del castillo de Chapultepec181. Durante dos horas de amistosa audiencia, las suposiciones de los periodistas locales apuntan a que, en el gabinete presidencial, se habló de la novela de asuntos mexicanos que Blasco iba a escribir y cuya edición, se especulaba, sería auspiciada por el propio Carranza. Luego, el anfitrión y su afamado huésped disfrutaron desde la terraza del castillo de la impresionante panorámica de la ciudad, del valle y, en especial, del bosque de Chapultepec. El novelista quedó deslumbrado por este último escenario, del que dijo que sobrepasaba en belleza natural a todo cuanto había contemplado en cualquiera de sus viajes. Al abandonar Chapultepec, Blasco prometió corresponder a la invitación que le cursaba el presidente para días después. Su agenda de actividades estaba repleta.