El dinero de la democracia

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Estas afirmaciones surgen en las primeras décadas del siglo XXI en plena democratización de América Latina y otros continentes. Se puede afirmar que, a pesar de los avances de algunas reformas en materia regulatoria y financiación política, en lo sustantitvo, no parece haber cambiado la relación problemática de dinero y política, pero sí en la manera como es vista. Ha dado lugar a remezones políticos, incluso en la más organizada democracia de América Latina, una que cuenta con los partidos más sólidos: Chile. Olas de protesta en 2019 han sacudido la democracia formal a partir de la ocupación de plazas, calles y carreteras, durante semanas, por gente que reclama cambios que la democracia formal bloqueaba o no se atrevía a proponer por influencias de las elites económicas sobre los partidos y gobiernos.

Existe otro problema de legitimidad además del desencanto o, en todo caso, se trata de un factor que lo acentúa: el efecto de los escándalos nacionales e internacionales de corrupción sobre el cual conviene incidir. El caso que destaca más es Lava Jato del Brasil, en particular una empresa, la constructora Odebrecht. Este caso estalló en 2014 y, por las investigaciones a que dio lugar en más de diez países latinoamericanos y dos africanos, tiene efectos que se prolongan hasta este 2020 y probablemente sigan por un tiempo más. Lo distintivo del caso Odebrecht es que financiaba elecciones de modo regular a numerosos partidos y candidatos en los países donde era favorecida con contratos de obras públicas, y recurría también a los sobornos y otros mecanismos de influencia para inflar presupuestos y obtener sobreganancias (Cabral & Oliveira, 2017; Durand, 2018; Rodríguez, 2019). Gracias a este y de otros casos, de fuerte impacto en el caso peruano, brasileño y otros países, al punto que ha hecho caer a varios presidentes, tenemos mejores elementos de juicio para ilustrar casos concretos de cómo el dinero ha estado en campaña y estimar, al mismo tiempo, sus efectos en la legitimidad de elecciones ganadas, financiadas bajo la mesa.

Al respecto, Casas-Zamora afirma, en un artículo del New York Times del 26 de julio de 2019, que el efecto de los escándalos de corrupción y su relación con la financiación electoral ha sido devastador para la imagen de la democracia:

En el último lustro, América Latina ha sido sacudida por una sucesión de grandes escándalos de corrupción, casi todos con una relación directa o indirecta con el financiamiento de campañas. Así fue con la Operación Lava Jato en Brasil, donde el monumental desfalco de Petrobras terminó alimentando las arcas de casi todos los partidos. Fue así también con el saqueo del Instituto Hondureño de Seguridad Social, del cual, presumiblemente, cientos de miles de dólares fueron a parar a la primera campaña del presidente Juan Orlando Hernández. Lo fue, asimismo, con los casos de los conglomerados Penta y Soquimich en Chile, que develaron una trama de financiamiento ilegal y evasión fiscal que salpicó prácticamente a todas las agrupaciones políticas, incluyendo las campañas de la expresidenta Michelle Bachelet y del actual mandatario Sebastián Piñera. Y así fue, sobre todo, con la maraña del caso Odebrecht, cuyas ramificaciones se han extendido como una mancha por todo el continente. Cada uno de estos escándalos ha sido un trauma para la democracia en la región (párr. 2).

En realidad, como queremos demostrar, el tema de fondo no son las donaciones, sino las grandes donaciones, que se conocen poco o simplemente se desconocen o minimizan. Algunos casos emergen de vez en cuando, pero no tenemos una visión de conjunto. Este lado de la luna no se ilumina ni se explora porque todos los principales actores lo ocultan: gran parte de las grandes donaciones no se pueden identificar al no declararse, al camuflarse cuando los partidos reportan ingresos, al ocurrir como gastos de campaña pagados directamente por el donante, al ser objeto de entregas en efectivo a los candidatos, o en especie, o por ocurrir como financiación indirecta. Los grandes donantes y los partidos y candidatos receptores prefieren guardar silencio y los organismos reguladores no colaboran al ser poco eficaces y transparentes, o simplemente, desinteresados en regular a los partidos y a los donantes, hasta en algunos casos posiblemente capturados por los partidos para evitar fiscalizaciones.

Por lo mismo, debido a que se reconoce en América Latina (también en otros países) la centralidad del gran financiamiento privado de las elecciones —que se admite que se conoce poco por la falta de información confiable—, este es el aspecto central sobre el cual debemos empezar a reflexionar de manera más organizada e iniciar investigaciones, aunque sean aproximadas, que permitan echar luces sobre los bolsillos profundos que financian las elecciones.

Debemos empezar reconociendo no solo que el dinero participa e influye en las elecciones vía partidos que requieren financiar sus campañas a falta de otros medios, sino también el problema desde un ángulo complementario: desde la lógica del gran financista, la manera como ven las elecciones y la importancia que tiene para sus propios intereses esta actividad como una instancia que permite iniciar un proceso de influencia sobre el Estado. Es el dinero el que está en campaña.

Es como si tuviera vida propia, muy agitada, por cierto, porque circula por muchas manos y tiende a esconderse o camuflarse. A partir de esas donaciones se desata un complejo y organizado sistema de influencias que, muchas veces por la dinámica que da lugar la financiación al iniciarse un gobierno, sigue con el uso del lobby, la puerta giratoria, los favores y el soborno.

El tema no deja de mencionarse por varios autores, aunque no siempre es visto de manera crítica o reconocido como un factor determinante. En general, se reconoce que la financiación electoral masiva por parte de instituciones poderosas (poderes fácticos), las corporaciones, individuos y familias ricas sirven para o posibilitan el ejercicio de formas ventajosas de influencia. Se admite, al mismo tiempo, que este peso es mayor mientras más desigual sea el país, es decir, mientras más concentrada esté la riqueza (Casas-Zamora, 2005; Petrova, 2008; Posada-Carbó & Malamud, 2005). Pero ¿qué tanto peso tiene esta financiación?, ¿qué efectos de pacto o dependencia entre partidos y donantes existe? y ¿hasta qué punto conduce a la captura del Estado? Aquí es donde se notan las diferencias de enfoque. No todos se mueven en esta dirección o comparten estas implicaciones.

A partir algunos estudios, tanto internacionales como regionales, es posible encontrar ciertas constantes en los argumentos o estudios sobre el rol de los grandes donantes. La regla general es que financien a varios partidos al mismo tiempo en sucesivas elecciones. Solo actores con bolsillos profundos pueden estar en capacidad de hacerlo, lo que constituye una gran ventaja, que demuestra que «el terreno de juego» no está nivelado para todos los votantes y grupos sociales. Puede ocurrir además que se financien con fortunas particulares o corporaciones. En muchos países las corporaciones son «personas» y, por lo tanto, gozan de los mismos derechos, tema que ha dado origen a discusiones jurídicas sobre un exceso de protección legal a las corporaciones o empresas privadas.

El dinero amasado y concentrado como familia o empresa (o grupos de empresa, en el caso de los conglomerados) les da esta ventaja y lo pueden utilizar elección a elección. En el caso de las multinacionales, lo pueden hacer en varios países al ser actores globales. Estamos entonces frente a un problema que se manifiesta con particular intensidad en las «democracias de mercado», en las que la desigualdad socioeconómica (que se acrecienta en el Norte global) coexiste con la igualdad política de una persona, un voto (Cage, 2018; OEA, 2011, p. 68).

Dada la importancia de las elecciones en la formación de gobiernos, y el volumen de dinero corporativo que se vuelca a ellas como principal fuente de financiación, por vías regulares e irregulares, directas e indirectas, este factor es pues un elemento determinante del desnivelamiento del terreno de juego político (Argandoña, 2001b, p. 4).

Extrema riqueza

Los grandes donantes se encuentran en todas las latitudes, pero solo en cierto tipo de sociedades su peso es tal que llegan a ser definidos como «los dueños del país». Es el caso de América Latina (Carmona, 2002 y 2004; Majul, 1992; Malpica, 1968; Rangel, 1971; Reyes, 2003; Rosario, 1988; Traibel, 2008). Es en este continente donde el término «oligarquía» se asocia marcadamente, ayer y hoy, con la extrema riqueza y, por lo tanto, la desigualdad (Blofield, 2011; PNUD, 2017). Bajo estas condiciones, la política se convierte en un terreno desnivelado, además de conflictivo e impredecible (Cameron, 2018; Foweraker, 2018).

El dinero grande y los pagos en especie que se utilizan en las campañas está marcado por una fuerte opacidad (OEA, 2011, p. 70; OCDE, 2017, p. 154). El estudio de la OEA, luego de realizar una exhaustiva revisión de fuentes en todos los países, reconoce que pocos donantes con grandes fondos realizan los mayores aportes:

[...] una vez descontada la proporción cubierta por las subvenciones estatales, el financiamiento de las campañas electorales en América Latina recae, casi sin excepción, en círculos extremadamente reducido de donantes, sean personas físicas o jurídicas, reclutadas entre los círculos empresariales del país (2011, p. 95).

Esto ocurre, cabe remarcar, en países que tienen financiación pública directa o indirecta, tanto como en aquellos que no la tienen o donde es poco significativa. No obstante, la dependencia de los partidos sobre el capital es marcadamente mayor en países sin financiación pública directa electoral.

 

Por varias razones, la concentración extrema de la riqueza, aunada a la tendencia a tener sistemas multipartidarios de bajo nivel representativo —por el predominio de políticos con una cultura de aprovechamiento para aumentar sus ingresos y de votantes ganados clientelistamente, así como por la adopción de una cultura de hiperconsumo— hace que esta dependencia del capital por parte de los partidos esté muy acentuada en el continente2.

Cuando nos referimos al «capital», o a «empresarios», hablamos, sobre todo, de los principales donantes: las corporaciones, sean nacionales o extranjeras, y el crimen organizado. También nos referimos a los millonarios, personas o familias, cuando se trata de donaciones personales, quienes no dejan de estar vinculados a las corporaciones como accionistas o propietarios-gerentes.

Es tan fuerte esta dependencia, tan críticos los aportes de quienes tienen bolsillos profundos para partidos y candidatos (sobre todo conservadores o prosistema), que incluso en países con mayor clase media, como Uruguay y Costa Rica, el diagnóstico no cambia mayormente:

[…] los partidos aceptan la idea de que el financiamiento privado debe buscarse exclusivamente entre los grandes empresarios y que, por tanto, es inútil estimular la participación de los pequeños donantes [como es el caso de EUA y Canadá] (Casas-Zamora, 2005, citado por OEA, 2011, p. 98).

Ahora bien, hay que ver esta dependencia en una línea de tiempo para entender qué tan crítico es el rol de las grandes donaciones corporativas o empresariales.

La necesidad urgente de dinero que sienten partidos y candidatos para hacer publicidad y sostener la campaña es mayor mientras más cerca estén de ganar las elecciones y en los momentos decisivos de la campaña, en las últimas semanas. Esta urgencia genera una oportunidad de influencia para quien tiene bolsillos profundos, sea legalmente o bajo la mesa, en dinero o en especie, porque muy pocos actores tienen la capacidad de hacer donaciones rápidamente, lo que es imposible para el militante o simpatizante de un partido.

Advirtamos que no solo se trata de dinero, de billetes. Por ejemplo, las corporaciones cuentan con un gasto anual en publicidad y pueden entregar parte de los espacios a los partidos y candidatos de su preferencia. Los pedidos a la militancia demoran y no generan grandes resultados. Los pedidos a los grandes donantes o financistas, si se tienen los contactos, y hay acuerdos, se dan a gran velocidad. En unas cuantas gestiones se recogen grandes sumas. Este es el momento clave de dependencia del capital, por parte de los partidos, que es quizás el más importante mecanismo de captura del Estado, pero que, al mismo tiempo, es uno entre varios instrumentos que se usan secuencial y combinadamente.

En los países con ballotage (segunda vuelta o renovación parcial del parlamento) se necesitan donaciones en dinero y especie, no en uno sino en dos momentos, siendo más fuerte y urgente en la segunda vuelta, el runoff election. En realidad, los políticos profesionales, o los que quieren serlo, buscan fondos desde muy temprano y de manera bastante regular, pues anticipan la ola de gastos futuros. Así, se acentúa esta dependencia de los grandes donantes, donde destacan ricos y corporaciones. Las grandes donaciones no declaradas son, al mismo tiempo, una oportunidad de corrupción. Los fondos se entregan en efectivo (maletines, bolsas), sin recibos, sin ser bancarizados. Es el comienzo de la coima, que luego puede continuar (Rivas, 2017, p. 157).

En la medida en que las elecciones se generalizan como sistema formal de rotación de los gobiernos y la economía globalizada es manejada principalmente por grandes corporaciones, esta oportunidad de influencia para satisfacer la insaciable sed financiera de las campañas se hace casi universal en países con sistemas republicanos liberales, que son la mayoría.

América Latina es considerada una región más democrática del Tercer Mundo debido a su temprana experiencia electoral —sus países se independizaron a partir de la década de 1820 y desde allí ha experimentado con la democracia y las elecciones por casi 200 años— y a sus niveles de inequidad (Foweraker, 2018, p. 2), donde las elecciones se suceden regularmente según los calendarios establecidos desde la década de 1980.

En el caso de países excomunistas de Europa —también fuertemente desiguales y con elecciones libres desde la caída del muro de Berlín, en 1989— al estar más concentrada la riqueza como resultado de la privatización abrupta de activos estatales, resultan más favorables las opciones electorales con abundante financiamiento y que van contra el interés público (Corneo, 2006; Petrova, 2008).

En general, en las democracias de mercado, sea en países en desarrollo o desarrollados, las contribuciones materiales corporativas a partidos tienden a crecer en el mundo, por lo que cabe preguntarse por qué y si es solo para cubrir costos crecientes. Fuchs y Lederer, en su estudio del business power global, afirman que la financiación electoral de las corporaciones (como el lobby) «se han expandido cualitativa y cuantitativamente» (2007, p. 5). Quiere decir que estos mecanismos funcionan bien y existen incentivos para que los actores corporativos vuelquen más recursos a las campañas.

Castells, sin embargo, se mueve en otra dirección, coincidiendo con otros analistas, cuando afirma que: «La financiación no solo se debe a las crecientes necesidades de unas campañas políticas que disponen de fondos limitados. En realidad, es un mecanismo de influencia de las empresas y de otros grupos de interés en la política a todos los niveles de gobierno» (2009, p. 290). Por lo tanto, el problema va más allá de las mayores necesidades de fondos para las elecciones, estamos frente a un sistema de influencias mayor, proyectado al Estado.

Instrumentos de captura del Estado

La financiación electoral bien puede ser más que un factor de la captura del Estado, en la medida en que el cabildeo o lobby y la puerta giratoria ocurren después de que se comienzan a establecer relaciones en las elecciones que condicionan su uso. Hay que considerar, entonces, la secuencia que se establece en el uso de distintos instrumentos en función a una estrategia de todo el proceso de influencias en momentos distintos del ciclo político y del ciclo de políticas públicas. Esta es una conclusión lógica para los jugadores de mayor peso y con más sentido del largo plazo. Es así debido al extraordinario tamaño de sus inversiones y sus expectativas de retorno.

Resultan importantes los argumentos sobre la gravitación del dinero y la política, en el caso de Estados Unidos. Stiglitz, por ejemplo, le concede más importancia a la financiación electoral como mecanismo de influencia. Afirma que existe una fuerte conexión entre el sistema regulatorio capturado «por aquellos que se suponen deben ser regulados» y añade que el riesgo «es particularmente severo en un sistema político […] altamente dependiente de contribuciones de campaña» (2009, p. 20). Castells, que toma en cuenta el caso de Europa Occidental, coincide y sostiene, además, que la financiación es el principio de la corrupción. Constata que es frecuente que las elites económicas y las organizaciones con bolsillos profundos donen fondos no declarados, los «fondos negros», para que los partidos lo gasten con total libertad e incluso los financien, a pesar de que pueda estar prohibido, o que reciban fondos públicos, lo cual crea una relación personal entre el empresario donante y el partido político aceptante (2009, p. 299).

Cabe añadir otra consideración sobre los sistemas políticos que median en esta relación entre economía y política. Mientras mayor sea el número de partidos y menores fondos públicos obtengan, mayor será la dependencia del capital por parte de los partidos (y los candidatos). Si los gastos de campaña suben y el sistema de partidos está más centrado en el candidato, quien opera por su cuenta y crea una maquinaria personal para conseguir donaciones —tendencia que predomina en la actualidad—, mayor será la dependencia.

Ergo, a las elites económicas se le abren más posibilidades de acceso e influencia para ellas y sus operadores e intermediarios. Si el sistema político es propenso a la corrupción, es posible que las influencias indebidas empiecen en las elecciones, siga cuando se deciden los cuadros de gobierno con los políticos elegidos y que continúe luego cuando ocupen cargos en el Ejecutivo y el Legislativo o se realicen cambios en el gabinete o los organismos regulatorios.

Hasta aquí lo general de la financiación. Para adentrarnos en la problemática se debe reconocer que los actores hacen donaciones por distintas razones. Esta distinción es importante analítica y empíricamente (hasta donde es posible obtener información, dado que también con este mecanismo existe opacidad, sobre todo en América Latina) en tanto la donación la pueden hacer individuos y familias ricas o corporaciones. Cada uno de estos actores tienen lógicas diferentes: unas son personales, las otras colectivas; unas son basadas en la convicción, otras en la necesidad o la avaricia.

Cualquier individuo pudiente puede contribuir de modo importante al partido de su preferencia para financiar sus ingentes (y crecientes) gastos de campaña, sea para llegar al Congreso o para ocupar la Presidencia. Lo mismo ocurre en el ámbito regional y local, según cómo cada país se organice en sus tres niveles de gobierno (nacional, regional, local). Los individuos y familias con dinero y propiedades están particularmente motivados a participar porque los pueden perder, mantener o acrecentar. Por lo tanto, apoyan preferentemente a los partidos y candidatos cercanos a sus ideas o intereses. Quienes mejor defienden esos intereses son los partidos conservadores y aquellos que, por conveniencia, terminan siendo pro mercado, globalización económica y defensores de los derechos de propiedad de las elites (Cannon, 2018). Este tipo de financiación electoral puede ser un factor de peso si se trata, por ejemplo, de un multimillonario, porque dota de grandes recursos a los partidos, lo que, ceteris paribus, puede inclinar la balanza a favor del partido o candidato de su preferencia si sabe conseguir votos. Aquí la motivación es principalmente ideológica.

Los demás individuos o grupos sociales actúan de igual manera, pero con la diferencia de que las mayorías están en otra situación: tienen más votos y menos recursos. Las elites, con menos votos y más fondos, pueden «comprar» políticos con preocupante frecuencia. Las masas cuentan más por votar por ellos, y a veces lo hacen por un candidato progresista o radical, o por quienes les hacen promesas de mejora inmediata y no falta el clientelismo, que es una forma perversa pero efectiva de atraer el voto popular.

Cuando se trata de corporaciones (grupos de poder económico o multinacionales3, también poderes fácticos externos que disponen de grandes fondos, jugadores importantes en Latinoamérica, sobre todo en países medianos y pequeños), la lógica de las donaciones no se guía tanto por la ideología, la comunidad de principios con partidos y candidatos, sino por la necesidad de influir.

El gran poder económico se inclina preferentemente por los partidos con mayor posibilidad de victoria, pues de ello dependen las posibilidades de influirlos y hasta de capturarlos. La financiación de campañas de este tipo es pragmática. El objetivo de los grandes financistas, dada la creciente dependencia del capital por parte de los partidos, es establecer una relación cercana, en un alto nivel, con partidos y candidatos, con el fin de que los favorezcan o como «protección» para que no los afecten, en tanto la política es siempre incierta (Casas-Zamora, 2005). Y estas acciones dependen fuertemente de las posibilidades de victoria electoral para controlar el Ejecutivo y tener presencia en el Legislativo. Como el resultado de las elecciones no se conoce hasta el día de la elección y las corporaciones requieren influencia en varios poderes del Estado, pueden «apostar a varios caballos», prefiriendo al posible ganador, aquel que controla el Legislativo y el Ejecutivo.

Pocos jugadores que disputan el manejo del poder tienen esta ventaja, que resulta claramente de la mayor capacidad material/organizativa y disponibilidad rápida de dinero de las corporaciones. Aun si pierden en sus apuestas, como tienen estrategias de influencia de largo plazo, mantienen relaciones con partidos y personajes que tienen presencia en el Legislativo, de modo que el dinero está bien invertido.

Corporaciones

Discutamos ahora en mayor detalle al actor principal: las grandes corporaciones.

 

Empecemos citando a Barndt, quien, en un raro estudio sobre corporaciones y partidos en América Latina, confirma la gran importancia de los recursos, capacidades organizativas y redes de influencia de las corporaciones como activos en las elecciones:

Las empresas (businesses) tienen acceso a financiación que puede ser usada discrecionalmente —especialmente ante la ausencia de regulación de campañas reguladas (Zovatto, 2011)— y por lo tanto puede proveer fondos de campaña y ayudar a los partidos a mantener presencia ante el público entre elecciones. Las empresas pueden compartir con los partidos oficinas (a nivel central y local) y redes de tecnología informativa. Las redes logísticas y de transporte pueden ser usadas para transportar a los candidatos y hacer campañas clientelísticas en todo el país. Las empresas emplean un abanico de personal especializado en materia legal, financiera y de publicidad que puede ser transferida al partido y brindar equipos talentosos para poder reclutar candidatos y nombrar funcionarios […] Más aún, las empresas controlan recursos que pueden ser usados para apelar efectivamente a los votantes de diversos estratos sociales. Muchas empresas son dueños de activos mediáticos y de marketing que pueden ser usados para fines políticos. Y, en el nombre de la filantropía o la «responsabilidad social corporativa», las empresas pueden distribuir bienes de forma parecida a prácticas clientelistas (2014, p. 7).

Otra posibilidad es la de formar partidos en lugar de financiar a entes electorales de diverso grado de organización que están en búsqueda de fondos. Aquí estamos frente a casos un tanto excepcionales, pero que muestran cómo las corporaciones pueden desarrollar sus propias formas de acción política partidaria si se lo proponen gracias, sobre todo, a la enorme masa de recursos materiales y organizativos de la que disponen.

Barndt sostiene que, a diferencia de los viejos partidos oligárquicos, los de hoy se apoyan en el mayor poder y la transformación interna de ese poder corporativo que hemos discutido líneas arriba:

Hoy en día, los partidos corporativos son más bien creados en función a los activos de las empresas del siglo XXI, empresas que tienen sus propias instituciones financieras, gerencias de marketing, ventas, redes, cadenas logísticas y estudios de abogados. Por medio del redireccionamiento de activos hacia el partido político, las elites económicas han sido capaces, por fin, de reinventar una versión de los partidos conservadores que puede competir efectivamente en la democracia de masas contemporánea (2014, p. 6).

Deben considerarse varias formas directas e indirectas, formales e informales, de apoyo corporativo a partidos o candidatos en campaña para entender las variantes tácticas de los donantes y la manera como juega a financiar las elecciones en el caso que donen a otros.

Si el probable ganador es considerado «enemigo del sector privado», ello puede ser un incentivo para negar donaciones, organizar una campaña en contra, negative politics, o financiarlo. Si no dan señales de acercarse o aceptar donaciones para «crear una deuda», lo que acentúa el riesgo, threat factor, las corporaciones y los gremios empresariales de grandes empresas intervienen con todos sus recursos para oponerse vigorosamente a ellos activando su poder estructural, instrumental y discursivo. Al mismo tiempo, los grandes fondos empresariales, individuales y colectivos se vuelcan a favor de los rivales más cercanos del partido radical.

Las corporaciones son organizaciones avanzadas con múltiples recursos que pueden realizar donaciones fácilmente, no solo en dinero sino en especie (locales, transporte, publicidad), aspecto que generalmente no es regulado.

Estas poderosas organizaciones económicas que reinan en el mercado pueden ofrecer o brindar empleo a familiares de políticos en sus empresas e incluso, en casos menos frecuentes, a los propios congresistas se les puede «poner en la planilla» (nómina), a pesar de que incurren en abierto conflicto de intereses (si los descubren, pero la probabilidad de que ocurra es baja, porque la relación opera con un pacto de silencio). Los estudios de abogados utilizan una forma parecida para asegurar sus niveles de influencia y, a su vez, demostrar su efectividad ante sus clientes corporativos cuando colocan a los jueces en una planilla.

Esta problemática del gran poder económico ha sido estudiada por expertos en captura mediática, también desde una perspectiva crítica, por dos razones:

1 Una gran parte de los gastos electorales se invierte en medios de comunicación de masas y expertos en campañas (Castells, 2009, pp. 290 y ss.; Cárdenas & Robles-Rivera, 2018).

2 Las corporaciones mediáticas pueden subsidiar a los partidos y candidatos dándoles «tarifas diferenciadas», créditos subsidiados, hecho que los convierte de facto en uno de los principales donantes en especie (OEA, 2011, p. 99; Casas-Zamora & Zovatto, 2012, p. 10; Barndt, 2014, p. 6).

De este modo, las corporaciones mediáticas matan dos pájaros de un tiro: tienen utilidades extraordinarias y logran influencia con los partidos y candidatos favorecidos con este subsidio.

Los costos de avisos en televisión, periódicos, revistas y medios no tradicionales representan un gasto muy fuerte: entre un 70% u 80% de los gastos, según algunos autores (Nassmacher, 2009, p. 167; Rivas, 2017, p. 275). No sorprende. Además, se necesitan fondos para pagar comunicadores, estrategas y encuestadores, todos profesionales de la comunicación, la publicidad electoral y la psicología política. Todos cobran tarifas muy altas, sobre todo cuando se contratan expertos internacionales. El lobby también ha dado lugar a un mercado de las influencias, se ha formado un mercado internacional de la consultoría política que es altamente lucrativo.

Como lo señalan varios expertos, las corporaciones mantienen lazos cercanos con el poder mediático (Hallin & Mancini, 2008), otro elemento de crítica a la versión pluralista de la democracia que supone que actúan con objetividad y neutralidad. Este es un poder aparte, que cumple un fuerte rol ideológico (omite temas, resalta otros; genera tótems y tabúes) y es capaz de marcar la agenda nacional. Lo hace exhibiendo un sesgo procorporativo, antiestatista y contrario a los que violan «el orden» y que cuenta con los recursos como para elaborar narrativas sobre la base de esos sesgos, sobre todo en campañas.

El hecho que esté fuertemente concentrado en América Latina, que pocos medios tengan mayores audiencias radiales, televisas y de lectoría, los convierte en un actor todavía más formidable. Se trata de un «poder fáctico» dirigido por elites bien conectadas que forja un «compromiso de clase» (Blofield, 2011). Vía directorios cruzados, financiación y publicidad se forja una cercana relación con las corporaciones financieras y productivas que facilita hacer campañas rápidas en función a sus objetivos políticos electorales (Schiffrin, 2017).

La relación de compromiso entre el poder mediático y las corporaciones permite apoyarse en esta relación para «cargar las tintas» a favor o en contra de partidos y candidatos (Acevedo, 2017; Becerra & Mastrini, 2017). A ello se suma el hecho de que tenemos corporaciones que son dueñas de grandes conglomerados mediáticos (Barndt, 2014) o que pueden comprarlas o financiarlas.

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