El porqué del presente

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En línea con el pensamiento político de Immanuel Kant (1724-1804), la necesidad de restringir el voto a ciertos sectores de la población se justificaba en buena parte en el hecho de que no todos podían hacer uso de su razón y alcanzar, por ende, la mayoría de edad y una independencia civil. Es probable, como sostiene Fioravanti (2014, p. 38), que Kant haya arribado a esta conclusión al ser espectador contemporáneo de la etapa más radical de la Revolución francesa, la jacobina, en la que participaron los estratos sociales más bajos y que implicó un periodo de terror o violencia incompatible con los ideales y las garantías de las libertades individuales y de la protección a la propiedad. En este escenario, los hombres sin propiedades, sin educación o “incivilizados”, los hombres sin libertad y las mujeres10 no podrían —o “no debían”— participar en la elección de representantes ni en la toma de decisiones políticas. Como recuerda Przeworski (2019),

la relación entre [la propiedad] y el poder era íntima […]. No se puede confiar en el pueblo porque puede “errar”: lo dijo James Madison, lo dijo Simón Bolívar, y también Henry Kissinger. Y el peor error que podía cometerse era utilizar los derechos políticos en la búsqueda de la igualdad social y económica, asociarse con el fin de conseguir salarios más altos, condiciones de trabajo dignas, seguridad material y atacar la “propiedad”. Incluso cuando las clases más pobres no podían ya ser excluidas del voto, surgió una plétora de ingeniosos dispositivos para neutralizar los efectos de sus derechos políticos (p. 39).

El sufragio restringido fue incluido en las constituciones que sucedieron a las revoluciones liberales y se mantuvo aproximadamente hasta mediados del siglo xx en el mundo contemporáneo occidental. De ahí que, en sus orígenes, los primeros gobiernos representativos no fueron plenamente democráticos, pero constituyeron los marcos políticos sobre los cuales se dieron los movimientos sociales obreros y feministas de los siglos xix y xx que buscaron y lograron la ampliación de sus derechos políticos, en particular del sufragio universal masculino primero y del femenino después.

2 Revoluciones y constituciones liberales

Las revoluciones liberales burguesas llevaron a la práctica, aunque no de manera uniforme, los aportes teóricos del pensamiento político moderno e ilustrado que postulaban la igualdad, la libertad y la protección de la propiedad de los individuos. Se trató de puntos de partida para la formación de las constituciones políticas del mundo contemporáneo que hoy en día nos rigen y que conllevaron al establecimiento de gobiernos representativos, si bien en un principio no de carácter democrático (ver gráfico No 1). Estas revoluciones implicaron el tránsito del declive del armazón ideológico del Antiguo Régimen a un nuevo horizonte político al que progresivamente, desde entonces, se aspira llegar: de una comunidad de súbditos basada en la tenencia de privilegios a una comunidad política de ciudadanos con derechos constitucionalmente establecidos. Así, entre otros, se observarán, como principales consecuencias de las revoluciones liberales, la caducidad del absolutismo como teoría y práctica política, y el desplazamiento del dominio de la nobleza en el campo político por parte de la burguesía.

Cabe anotar ante todo que la Revolución inglesa de 1688 —también conocida como la Revolución Gloriosa— fue la primera en eliminar el absolutismo, y su justificativo teocrático, en un territorio europeo. Por ello, sirvió como campo de análisis y reflexiones del pensamiento político moderno11, cuyos aportes serán importantes para el desarrollo del pensamiento ilustrado del siglo xviii. Desde la época bajomedieval, en Inglaterra ya se habían establecido límites a la monarquía12. En la época moderna, el Parlamento, con representación del clero y de la nobleza (Cámara de los Lores) y de la burguesía (Cámara de los Comunes), era relevante para la toma de decisiones políticas, por ejemplo, con respecto a la agregación de impuestos o a la participación en una guerra. No obstante, algunos monarcas de la dinastía de los Estuardo, que reemplazó a la dinastía Tudor desde la primera mitad del siglo xvii, se enfrentaron al Parlamento13. La oposición de estas dos fuerzas, es decir, el enfrentamiento entre el rey y el Parlamento, dio lugar al estallido de una guerra civil; y, tras un breve ensayo republicano que condujo a un momento dictatorial con Oliver Cromwell a la cabeza, tanto la burguesía como la nobleza acordaron primar el restablecimiento del orden con la aceptación del reinado de Guillermo de Orange, rey protestante que debía reconocer el poder del Parlamento con la firma de la Declaración de derechos en 1689 (Spielvogel, 2014). De esta manera, se restableció y fortaleció el sistema de la monarquía parlamentaria inglesa, el cual continúa hasta el presente. Esta revolución influyó en el desarrollo del pensamiento político moderno que más tarde constituiría parte del marco ideológico de las revoluciones liberales de fines del siglo xviii e inicios del xix.

Gráfico N° 1. Revoluciones liberales burguesas, siglos xviii-xix


Fuente: elaboración propia

2.1 Revolución de las trece colonias

La primera revolución que buscó aplicar los principios liberales, gracias a la divulgación de las ideas de la Ilustración, implicó, además, el primer proceso de descolonización en el mundo occidental. Desde el siglo xvii, las colonias británicas habían ejercido prácticas de autogobierno y regulación local, lo cual favoreció su unificación y resistencia frente a los ingleses cuando vieron mermados sus derechos e intereses. En este contexto, se generalizó el descontento en las trece colonias británicas con respecto al aumento de impuestos como el del timbre de las comunicaciones, del papel o del té por parte del Imperio británico, que buscaba reponer sus finanzas tras continuas guerras contra Francia, como la guerra de los Siete Años (1756-1763), debido, entre otros aspectos, a las disputas europeas por el control de sus dominios coloniales en el norte del continente americano. La resistencia al pago de impuestos se evidenció en el famoso motín del té en Boston en el año 1773, cuando toneladas de este producto fueron lanzadas al mar a manera de protesta (ver gráfico N° 2). La negación del pago del impuesto al té no respondía a una limitación económica o a incapacidad de pago: los colonos reclamaron como justa la representación política a cambio del pago de impuestos (Artola & Ledesma, 2005; Spielvogel, 2014). Ante la desatención por parte del Gobierno británico a la Declaración de derechos y agravios de 1774, en la cual las colonias pretendieron defender su poder legislativo y ciertos derechos individuales, se dio lugar a la decisión de separarse políticamente de los ingleses (Artola & Ledesma, 2005, p. 42).

Gráfico N° 2. Destrucción del té en el puerto de Boston, 1773


Fuente: litografía de 1846. Library of Congress

El discurso ilustrado había penetrado en la clase burguesa de las ahora excolonias británicas; por ello, en la Declaración de independencia de los Estados Unidos de América, firmada en Filadelfia en julio de 1776, se sellaron sus principios centrales, como la soberanía del pueblo y el reconocimiento de los valores de la libertad y la igualdad. En uno de sus pasajes más famosos se puede dar cuenta de ello:

Todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios (Congreso Continental, 1776).

Se verá prontamente que dicha igualdad aludirá a quienes logran alcanzar su independencia civil, y una prueba de ello será la generación de la riqueza o el aumento de la propiedad. En 1787 las antiguas colonias británicas ofrecieron el mayor aporte de la revolución al mundo occidental contemporáneo y, en particular, a la futura América Latina: la redacción de una constitución. La carta política que inicia con la famosa frase: “Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos…” da cuenta de la puesta en práctica de lo que ya se había remarcado en su declaración de independencia: la nueva noción de soberanía que reside en la nación o conjunto de ciudadanos organizados políticamente en el republicanismo y el federalismo. Se trata de la primera constitución en que se establecen, además del principio de separación de poderes14, las bases del sufragio pasivo y activo restringido, y, junto con las enmiendas de 1791, una serie de principios liberales y derechos individuales, entre ellos la tolerancia religiosa (Arlettaz, 2014, p. 26). Esta revolución, y su constitucionalismo republicano, influirá tanto en la Revolución francesa como en la Revolución hispanoamericana. No obstante, en el caso de España y de buena parte de los nuevos países latinoamericanos que se formarán en el siglo xix no se aceptó la inclusión de la tolerancia de cultos y se buscó, más bien, proteger a la religión católica como la oficial de sus Estados.

2.2 Revolución francesa

Sin duda alguna, por sus alcances políticos en el mundo occidental, la Revolución francesa es la más relevante de todas las revoluciones liberales burguesas y, por ello, su inicio tradicionalmente constituye el hito final de la Edad Moderna y el principio de la Edad Contemporánea. Como señala Hobsbawm (2003), se trató de la única revolución que buscó exportar sus ideales y, durante más de un siglo, o, más precisamente:

 

Entre 1789 y 1917, las políticas europeas —y las de todo el mundo— lucharon ardorosamente en pro o en contra de los principios de 1789 o los más incendiarios todavía de 1793 [la etapa jacobina]. Francia proporcionó el vocabulario y los programas de los partidos liberales, radicales y democráticos de la mayor parte del mundo (p. 58).

La historia de la Revolución francesa, que se desarrolló alrededor de una década, es bastante compleja no solo debido a la crisis estructural del contexto previo a su estallido en julio de 1789, sino, en particular, a la participación de diferentes sectores de la sociedad en ella, con sus respectivos intereses e interpretaciones sobre los principios revolucionarios y sobre las formas en que se debían llevar a cabo dichos principios. Como sostiene François Furet (2016):

La Revolución francesa nunca [dejó] de ser una sucesión de acontecimientos y regímenes, una cascada de luchas por el poder, para que el poder sea del pueblo, principio único e indiscutido, pero encarnado en hombres y en equipos que, unos tras otros, se van apropiando de su legitimidad inasible y, sin embargo, indestructible, reconstruida sin cesar después de que ha sido destruida. En lugar de fijar el tiempo, la Revolución francesa lo acelera y lo secciona. Eso se debe a que jamás logra crear instituciones (p. 57).

La complejidad de esta revolución es proporcional a la gravedad de las circunstancias económicas y sociales que precedieron a su inicio. En efecto, Francia atravesaba una grave crisis económica. La escasez de alimentos y el alza del trigo ocasionados por el intenso invierno anterior, que limitó las cosechas, habían dado lugar a una aguda situación económica. El Gobierno francés había insistido no solo en invertir en guerras contra Gran Bretaña, sino que, además, apoyó la causa de la independencia de las trece colonias como estrategia de lucha contra su rival, lo cual llevó a Francia a la bancarrota (Hobsbawm, 2003; Spielvogel, 2014). En este escenario, el peso de la crisis era sobrellevado por los estamentos no privilegiados de la sociedad que pagaban impuestos: entre aquellos, principalmente, la burguesía.

Para menguar la crisis financiera, se decidió obligar a los nobles a pagar impuestos. Ante la preocupación y resistencia de la aristocracia por esta medida y la presión cada vez más evidente de los burgueses, se convocó a la antigua asamblea medieval francesa, conocida como los Estados Generales —con representación corporativa de los estamentos—, la cual no se había convocado hacía más de un siglo. En este contexto fue clave la intervención de Necker, el ministro más popular de Luis XVI. Al ver que podría perder el control sobre los Estados Generales, el rey, de perfil absolutista, decidió cerrarlos; mientras que los representantes del Tercer Estado se posicionaban en contra de la votación corporativa, a través de la cual se encontrarían en notable desventaja, puesto que ellos representaban al estamento de mayor número entre la población y solo contaban con un voto corporativo frente a los otros dos votos de los estamentos privilegiados del clero y la nobleza. Ante el temor del cierre de los Estados Generales, el rechazo a la exclusión de Necker y a una serie de rumores en desprestigio de la familia real, se suscitó el estallido de la revolución con la toma de la Bastilla el 14 de julio de 1789.

El Tercer Estado se separó de los otros estamentos para formar la Asamblea Constituyente y en ella se redactó la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano de 178915, documento en el que se sentaron las ideas liberales y revolucionarias del pensamiento ilustrado como la libertad y la igualdad16 entre los individuos con la abolición de los privilegios de la nobleza y la idea de que la soberanía reside en la nación. Cabe anotar que, en esta nueva lectura de la igualdad, no obstante, solo se visibiliza la inclusión y el empoderamiento de la burguesía (ver gráfico N° 3). El absolutismo sería reemplazado, aunque temporalmente, por un sistema político de monarquía constitucional o parlamentaria. Además, se estipuló que “la finalidad de cualquier asociación política es la protección de los derechos naturales e imprescriptibles del Hombre [sic]. Tales derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión” (art. 2). Sobre la base de estas premisas, en la etapa de la Asamblea Legislativa, se redactó posteriormente la Constitución de 1791, la que Luis XVI se vio forzado a reconocer.

Gráfico N° 3. El Tercer Estado confesor, 178917


Fuente: Bibliothèque nationale de France

Como mencionamos, la complejidad de la Revolución francesa radicó, además, en la composición de sus actores políticos, es decir, en la participación de diferentes sectores de la burguesía, las clases bajas urbanas y el campesinado (Hobsbawm, 2003, pp. 65-66). De hecho, en el interior del estamento de la burguesía se podía encontrar subgrupos sociales marcadamente diferenciados, que no bastaría con reducirlos a una clasificación de alta o baja burguesía. En esa línea, era de esperar que los intereses políticos no necesariamente sean comunes. Así, se fueron formando facciones, clubes o partidos políticos con sus respectivos planteamientos e interpretaciones de los ideales de la revolución: unos moderados y otros más radicales en la Asamblea (Spielvogel, 2014; Furet, 2016). Por ejemplo, se puede recordar el enfrentamiento entre los girondinos, que agrupaban y representaban a la alta burguesía, y los jacobinos, conformados por gente de clase media y media baja, de tendencia más radical, entre los cuales destacó la figura de Maximilien Robespierre (1758-1794). Cabe remarcar, asimismo, que la intervención de los sectores bajos urbanos y rurales fue sustancial para el desarrollo de la revolución: sin los sans-cullotes18 en la toma de la Bastilla, sin las mujeres pobres en la marcha hacia Versalles o sin los campesinos en las revueltas contra los privilegios señoriales (Spielvogel, 2014), la burguesía no habría podido dirigir, por lo menos inicialmente, el curso de la revolución (ver gráfico N° 4).

Gráfico N° 4. Valentía de las mujeres parisinas el día 5 de octubre de 1789


Fuente: Bibliothèque nationale de France

Tras el cautiverio de la familia real y, sobre todo, debido a su intento de fuga en 1791 a Austria, de donde era originaria la reina María Antonieta, la eliminación de la monarquía constitucional y el planteamiento del proyecto republicano se hacían más notorios. Luis XVI y María Antonieta fueron considerados traidores no solo por el intento de fuga, sino por la comunicación que mantuvieron con Austria para que intervenga en Francia. Luego de pasar por sus respectivos juicios sumarios, fueron guillotinados en 1793. Ello indudablemente generó una enorme preocupación en las monarquías absolutistas de Europa continental, justamente como Austria, que veían con temor la propagación de la revolución. Hacia 1793, los jacobinos, liderados por Robespierre, ya habían tomado control de la Asamblea con la expulsión de los girondinos (Spielvogel, 2014; Furet, 2016). De esta manera, inició la etapa más radical de la revolución, conocida como “la república del terror”, en la cual todo intento de contrarrevolución o crítica a la revolución se penalizaba con la muerte en la guillotina. Resultaba evidente que el uso de la violencia se contradecía con los ideales revolucionarios que pretendían introducir derechos y libertades individuales. De hecho, esta etapa contribuyó al desprestigio de la revolución y al uso político propagandístico de otros escenarios para poner en valor y conservar sus propios sistemas de gobierno (ver gráfico N° 5).

Gráfico N° 5. El contraste. ¿Cuál es mejor? Propaganda inglesa contra el radicalismo de la Revolución francesa, 1793


Fuente: University College London

Con la caída de Robespierre, quien también pasó por la guillotina, de nuevo la alta burguesía buscó controlar el poder. Se formó el Directorio, todavía sobre bases republicanas, hasta el golpe de Estado de Napoleón Bonaparte, quien a partir de ese momento dirigió Francia. El reconocimiento del liderazgo de Bonaparte y el ejercicio dictatorial del poder en Francia se sostuvo no solo en su gran éxito como militar, sino en que supo, a través de su carisma, conseguir el apoyo de diferentes sectores de la población, entre ellos la alta burguesía, los campesinos y, por supuesto, el ejército. De nuevo, en contradicción con los ideales de la revolución, Bonaparte asumió primero el puesto de cónsul y luego el de emperador de Francia. Más allá de ello, uno de los mayores aportes de Bonaparte a la historia del derecho occidental fue la publicación, durante su dictadura, del primer código civil en el mundo en clave liberal. El código napoleónico de 1804 ha sido modelo de los códigos civiles en Europa continental y en América Latina.

2.3 Revolución hispanoamericana

La crisis de la monarquía española inició con la ocupación de las tropas de Napoleón Bonaparte en la península en 1808. Ese mismo año, en la ciudad de Bayona, Carlos IV y Fernando VII, enfrentados entre ellos, pero obligados por Napoléon, renunciaron a la corona española, la cual sería instituida en José Bonaparte. En España este periodo de la historia se conoce como “guerra de independencia”, mientras que, para la entonces América hispánica, es el periodo en el que inicia el quiebre de sus lazos políticos con la metrópoli y comienzan los procesos de independencia, los que darán lugar a la formación de las naciones latinoamericanas. El quiebre no sucedió de inmediato; de hecho, en el periodo inicial de la crisis un sector importante de la América hispánica aún se sentía parte del reino español, y, al igual que la población de la península, rechazó el poder usurpador y, por ende ilegítimo, del hermano de Napoleón Bonaparte. En este marco, Cádiz, una de las pocas ciudades libres de los franceses, fue el escenario de la convocatoria a Cortes —las antiguas asambleas de origen medieval— para que puedan hacer frente a la crisis y recuperar la soberanía perdida.

La convocatoria incluyó la elección de diputados representantes peninsulares y americanos, quienes debatieron y dieron lugar a la Constitución de Cádiz de 1812 (ver gráfico N° 6). Esta constitución liberal declaró que la soberanía residía en la nación e implementó la regulación de gobiernos representativos sobre la base de un sistema de votación indirecto para las elecciones de representantes nacionales a Cortes, de representantes a diputaciones provinciales y de autoridades para el gobierno local de los ayuntamientos constitucionales. Como hemos mencionado anteriormente, se trató de gobiernos representativos, mas no plenamente democráticos: se había instaurado el voto indirecto, a través de juntas electorales de parroquias, partidos y provincias; pero, a diferencia de otros escenarios revolucionarios como el de Estados Unidos, la Constitución de Cádiz incluyó en la participación política, en un hecho sin precedentes, a la población indígena19, aunque sea en los primeros grados de votación.

Gráfico N° 6. Portada de la Constitución Política de la Monarquía Española, 1812


Fuente: Biblioteca Nacional de España

Los problemas entre la monarquía española y la América hispánica habían iniciado un siglo antes. El estatuto jurídico de los territorios americanos era ambiguo, pues no quedaba claro si se les consideraba parte integrante del reino, sobre la base del pactismo, o si se les consideraba colonias, con lo cual se establecía una relación asimétrica y de dominio (Guerra, 2000 [1992], pp. 80-82). Así, ya durante la crisis iniciada en 1808, algunos problemas suscitados entre españoles peninsulares y españoles americanos, dado que estos últimos adujeron no haber recibido un trato igualitario desde la convocatoria a Cortes, dieron lugar a que finalmente algunos sectores de las élites criollas americanas, en el contexto de la formación de juntas de gobierno, planteen proyectos políticos independentistas y republicanos. Sumadas la divulgación e influencia de las ideas de la Ilustración, así como las experiencias de la independencia de Estados Unidos y de la Revolución francesa, este fue el escenario de los movimientos libertadores20 y de la creación de los países de América Latina, conocida como tal desde el siglo xix. No obstante, a diferencia de las constituciones de Estados Unidos de 1787 (y primera enmienda de 1791) y de Francia de 1791, el texto constitucional gaditano estipuló que la religión de la nación “[era] y [sería] perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera” (art. 12). Esta pauta de defender la religión católica como religión oficial de Estado, como mencionamos, se mantuvo en buena parte de la historia latinoamericana en el siglo xix.

 

3 Reacciones y tensiones políticas y sociales en Europa

Las bases ideológicas y la experiencia política de la Revolución francesa ya se habían expandido por el mundo occidental, y diferentes interpretaciones, posturas y reacciones a favor y en contra del liberalismo político y de los ensayos republicanos se presentaron en Europa en las siguientes décadas. La reacción conservadora se dio con el Congreso de Viena al término de las guerras napoleónicas y las tensiones políticas surgidas por la imposición conservadora dieron lugar a las revoluciones liberales de 1830 y 1848.

3.1 Congreso de Viena, 1814-1815

Ante la eminente caída de Napoleón Bonaparte, se inició el proceso de recomposición de la legitimidad dinástica en Europa continental, en otras palabras, de la reposición de las monarquías absolutistas. Con ese objetivo, a fines del año 1814 se convocó en Viena a las principales potencias europeas que se enfrentaron al ejército de Napoleón y otros países de menor peso político internacional, como España y Portugal, para restablecer el equilibrio del poder y los límites fronterizos en el mapa europeo (ver gráfico N° 7). Así, el Congreso de Viena fue un hito importante en la historia del derecho internacional, dado que en su marco de acción se estableció una serie de reuniones bilaterales y multilaterales entre los representantes de los países europeos y se firmaron tratados como resultado de dichas reuniones con fuerza vinculante. Uno de los más relevantes fue el Tratado de la Santa Alianza, firmado entre Rusia, Austria y Prusia, que juraron por la fe cristiana restablecer el absolutismo y reprimir cualquier intento revolucionario liberal. En esa línea, se restituyó el poder de los borbones en Francia y en España. En esta última, Fernando VII anuló la Constitución de Cádiz de 1812 y, con ello, los primeros gobiernos representativos en la monarquía española, contexto que propició el inicio del proceso independentista de América hispánica.

Gráfico N° 7. El pastel de los reyes, repartido en el Congreso de Viena en 1815


Fuente: Bibliothèque nationale de France

Pese a los esfuerzos por reponer las monarquías absolutistas en Europa, la ideología liberal ya había echado raíces en varias partes del mundo y, por ende, por lo menos en el plano teórico, el absolutismo estaba feneciendo. Así, tras el Congreso de Viena, a manera de reemplazo de las constituciones liberales, se establecieron las denominadas cartas otorgadas, en las que, si bien se mantenía la figura de, por ejemplo, la representación parlamentaria, esta se encontraba sujeta al poder del rey absoluto repuesto (Artola & Ledesma, 2005, pp. 49-50). Sin embargo, este contexto histórico pronto terminaría con las revoluciones liberales de 1830 y 1848.

3.2 Las revoluciones liberales de 1830 y 1848

Los propósitos del Congreso de Viena de restablecer el absolutismo en Europa continental no se pudieron concretar ni siquiera a mediano plazo, debido a que dicha forma de gobierno había caducado como ideología política, en particular, para la clase burguesa. Además, las capas medias y, sobre todo, la clase trabajadora, en el marco de la expansión de la Revolución Industrial, tomarían cada vez mayor protagonismo en la búsqueda de la igualdad política y jurídica. Las revoluciones liberales de 1830 y de 1848, ambas iniciadas en Francia, se diferencian tanto por el alcance como por sus consecuencias políticas21.

La revolución de 1830 en Francia dio lugar a la eliminación definitiva del absolutismo que los borbones Luis XVIII y Carlos X habían tratado de mantener tras el Congreso de Viena, y significó el ascenso definitivo de la burguesía al poder. Se reconoció el ejercicio del poder de un monarca liberal, Luis Felipe de Orleáns, quien debía gobernar sobre la base de una monarquía parlamentaria. La representación política, como era de esperarse, se circunscribiría a la clase burguesa, es decir, con exclusión de las clases populares que habían apoyado la revolución, a través de la introducción del voto restringido. Como afirma Hobsbawm (2003): “La revolución de 1830 introdujo las constituciones moderadamente liberales […] antidemocráticas a la vez que antiaristocráticas en los principales estados de la Europa occidental” (p. 283).

Gráfico N° 8. El deseo de Francia22


Fuente: Bibliothèque nationale de France

La revolución de 1848 en Francia, por su parte, no buscó inicialmente cambiar la forma de gobierno, sino la inclusión de las capas medias bajas y populares al proyecto liberal mediante el sufragio (Hobsbawm, 2003). Aquí nos encontramos finalmente ante las demandas democráticas y la participación política, aunque limitada, de la clase obrera, como mencionamos, una nueva clase social surgida por la expansión de la industrialización. El alcance más significativo de esta revolución fue el establecimiento de una república con sufragio universal masculino23. Por primera vez el pueblo francés, en ejercicio de su soberanía, participaba en elecciones para votar por un representante de la nación. El presidente electo fue Luis Napoleón Bonaparte, sobrino del famoso general de inicios del siglo xix (ver gráfico N° 8). Así, el hecho revolucionario radicó en que la legitimidad del poder ya no se basaría en el traspaso por herencia sino en la representación, esto es, en los resultados de una elección que ahora sería —o aspiraría a ser— democrática. No obstante, pronto la alianza entre las clases media y baja terminaría, de nuevo por temor a una mayor demanda de derechos políticos y económicos por parte de los sectores populares. Nos encontramos así en el umbral de los movimientos sociales de la segunda mitad del siglo xix.

Reflexiones finales

En este primer capítulo dedicado a la historia política contemporánea se han examinado los orígenes del gobierno representativo a través de la revisión de los principios del liberalismo político que sostuvieron ideológicamente a las revoluciones liberales burguesas: la defensa de la propiedad privada y de las libertades individuales, la separación de poderes, la soberanía del pueblo y el sufragio restringido. De hecho, una de las principales consecuencias de las revoluciones burguesas —de las trece colonias, la francesa y la hispanoamericana— fue el camino hacia el constitucionalismo liberal que buscó resguardar dichos principios. En este contexto la democracia representativa todavía no era considerada la mejor forma de gobierno posible; prueba de ello fue la implementación del voto restringido en la mayor parte del mundo occidental. Sin embargo, se sentaron las bases ideológicas de lo que se espera para mejorar como sociedad, desde la perspectiva occidental, esto es, un conjunto de ciudadanos con una mayor ampliación de libertades individuales y la garantía de derechos fundamentales.

Ahora bien, pronto ciertos sectores de las sociedades occidentales marginados y excluidos del marco político y económico burgués —como los obreros y las mujeres— buscarían ser incluidos en ese proyecto de sociedad. Por ello, desde la segunda mitad del siglo xix, más precisamente en el marco de la industrialización y del avance del capitalismo como sistema económico predominante, dichos sectores marginados y excluidos demandaron derechos sociales, económicos y laborales. En capítulos siguientes se estudiarán, en esta línea, los contenidos políticos de los sistemas totalitarios —el fascismo, el nazismo y el estalinismo—, surgidos en el periodo de entreguerras mundiales del siglo xx, luego de los cuales se consolidó la ideología de la democracia representativa (y republicana) como antítesis de formas autoritarias o dictatoriales de gobierno, y se dio lugar al proceso de universalización de los derechos humanos. Hasta aquí se buscará reflexionar sobre las limitaciones y desafíos de las democracias en el mundo actual; esto es, por ejemplo, la agenda pendiente para la aplicación efectiva de los derechos humanos y la inclusión de las minorías de toda índole en este proyecto.