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CAPITULO
3

Sam bajó con una sudadera y un pants.

–¿Tenías que cambiarte? Te veías bien —pregunté.

–Sí, pero no quiero cargar con todas las malas energías de la escuela, ugh —rio.

–Supongo que tiene sentido —dije.

–¡Mamá, Kate tiene hambre! —gritó Sam.

–¿Qué? Yo no dije nada —reí. Su mamá rio también.

–Ya, ya. Les sirvo —dijo su mamá.

–Te odio —le dije a Sam.

–No, no me odias —respondió ella.

Su mamá nos sirvió un plato de spaghetti de lo que parecía ser un recipiente con suficiente pasta como para acabar con el hambre del mundo.

–Provecho, Kate —me dijo la mamá de Sam.

–Gracias, igualmente, señora —dije, Sam me sonrió.

–Por favor, dime Lorena —contestó su mamá.

Enrollé un poco de pasta en mi tenedor y me lo llevé a la boca para probarlo, estaba muy caliente, pero el sabor era bueno y hasta ese momento, no me había dado cuenta de lo mucho que me estaba muriendo de hambre.

–¿Van juntos en la escuela? —preguntó Lorena.

–En el mismo salón —contestó Sam.

–Solo en algunas clases —complementé.

–¿Eres de aquí, Kate? —preguntó Lorena.

–Es californiano —respondió Sam antes de que yo pudiera hablar.

–Deja que responda, Samantha —rio Lorena.

–Bueno, no sé por qué se mudó —contestó Sam.

–Pues —pasé mi bocado—. Mi papá consiguió un trabajo aquí, así que realmente no tuvimos opción.

–No está tan mal —dijo Lorena—. El clima es agradable.

–Es frío —dijo Sam.

–Sí, pero algunos cambios son buenos —complementó Lorena.

Sam se quedó callada un segundo, pero típico de ella, no duró mucho.

–Oh, Kate es músico.

–¿En serio, Kate? —preguntó Lorena.

–Sí, bueno, algo así.

–Toca la guitarra increíble —dijo Sam emocionada.

–Eso es genial, Kate.

–Gracias —dije.

–Y un día me va a escribir una canción —dijo Sam confiada.

–¿Ah, sí? —le pregunté.

–Eventualmente —sonrió Sam.

Por un rato, Sam habló de mí sin dejarme ni siquiera opinar como si me conociera de años, su mamá solo me miraba como riendo de la situación y, aunque al principio fue extraño, terminó por sentirse lindo. Me acabé mi spaghetti.

–¿Quieres más, Kate? —preguntó Lorena.

–Sí, sí quiere —dijo Sam riendo.

–No, muchas gracias, estaba delicioso, pero voy a reventar —bromeé.

–Eso de calcular raciones no es fácil —dijo Lorena—. ¿Ves, Samantha? Para eso sirven las matemáticas.

–Y para frustrar gente altamente efectiva —respondió Sam y yo reí.

Sam levantó nuestros platos y cubiertos, nos paramos de la mesa.

–Les llevo helado. ¿Dónde estarán? —preguntó Lorena.

–En mi cuarto —respondió Sam, me latió el corazón un poco más rápido, no es que nunca hubiera ido al cuarto de una chica, pero… No, olvídalo, sí era eso.

–Está bien, Samantha —contestó Lorena.

Sam me jaló y la seguí a su cuarto. Al igual que ella, su habitación retaba las expectativas, no tenía rosa ni cosas de princesa y, en su lugar, había un par de estantes, uno con libros y otro con cuadernos, cientos de cuadernos. Había también clásicos de la literatura y otras novelas de las que había escuchado hablar mucho, pero que nunca me había animado a leer.

–Así que, en serio te gusta leer.

–¿Qué? ¿Pensaste que era broma? —contestó Sam sentándose en un sillón de gel—. Sí, Kate, me gusta mucho leer. Ven, siéntate —me ubiqué junto a ella—. ¿Lees algo?

–No —admití—. Me gustan más las películas.

Cool —dijo Sam, se quitó su gorra.

–Pero no soy tonto —quise corregir.

–¿Qué? —preguntó Sam.

–Ya sabes, no leo, pero no soy tonto.

–Leer no te hace culto o inteligente. Puedes aprender mucho en una película o en un programa de televisión y leer por pura diversión y entretenimiento también. Eso es una opinión muy superficial, Kate; me sorprendes, es casi como si solo lleváramos dos días de conocernos.

–Perdón —reí.

–No te disculpes, no toda la gente que lee es lista y sé que no eres tonto, todo lo contrario —me sonrió.

En ese momento su mamá entró con dos copas con helado y nos las dio. Era helado napolitano.

–Espero que les guste —dijo Lorena.

–Gracias —dijimos a la vez.

Lorena salió y Sam empezó a jalar su sillón a la ventana donde había un pequeño balcón y me invitó a hacer lo mismo.

–¿Qué hacemos? —pregunté.

–Disfrutar la vista —dijo Sam. De su balcón solo se veían otras casas y unas cuantas calles a la redonda, nada realmente majestuoso.

–¿La vista? —volví a preguntar.

–Tú, siéntate —bromeó Sam.

Lo hice, en eso entró una llamada a mi celular, era mi mamá.

–Jace. ¿Dónde estás?

–En casa de Sam, mamá —contesté.

–¿Quién es Sam? —preguntó.

–Una amiga —dije, Sam comió una cucharada de helado.

–¿Una amiga? ¿No vendrás a comer? —preguntó mi mamá sorprendida.

–Sí y no, ya comí —contesté.

–¿Qué haces? —interrogó.

–Tarea. Regreso en cuanto termine, es cerca —respondí.

–Okey. Te amo, hijo.

–Yo te amo a ti, mamá —contesté.

Colgué.

–Ay, qué lindo —dijo Sam.

–Cállate —reí.

–Mi mamá también pregunta mucho —dijo Sam.

–Con que de ahí salimos —contesté.

Sam me miró y brindamos con las copas de helado.

–¿No extrañas California? —preguntó Sam.

–Supongo que después de un mes, ya lo acepté o simplemente no he reaccionado todavía —contesté.

–Buena respuesta.

–¿Tú extrañas…?

–Jacksonville; no. Mi mamá ya no estaba feliz allá y es lindo verla sonreír, cocinar y hacer cosas así —contestó Sam.

Comí un poco de helado.

–¿No extrañas a Grace? —preguntó Sam.

–A veces, supongo —contesté—. Como todo, pero es lindo comenzar otra vez.

–Sí.

–¿Y tú?

–Ya respondiste por mí, Kate.

Seguimos comiendo helado y hablando mientras se hacía de noche. El aire se tornaba más frío y se empezaban a mostrar las estrellas.

–Perdón si llego a ser molesta —dijo Sam en voz baja.

–¿Qué? —pregunté sorprendido—. No digas eso.

–No, en serio, voy a molestarte mucho más y va a ser difícil que te libres de mí ahora, pero sé que a veces puedo ser dura de soportar, así que me disculpo por adelantado.

–Perdón si llego a ser un idiota —contesté.

–¿Qué? No lo eres.

–No, pero puedo llegar a serlo.

–Todos, dado el momento.

Sam me miró y yo la miré.

–Así que —interrumpí—. ¿Cómo empezaste a leer tanto?

–Después de mi segunda relación —dijo Sam con helado en la boca—. Supongo que necesitaba un lugar para alejarme de todo aquello y yo sé que no te gusta eso ni mucho menos, pero es libertador.

–Me imagino.

–Es como cuando tú ves películas.

–Pero yo tardo hora y media en ver una película.

–Más a mi favor —dijo Sam—. Yo puedo tener hasta una semana de refugio en las páginas de un libro.

Asentí, Sam bajó su mano al mismo tiempo que yo y, por una décima de segundo, se encontraron nuestros dedos; dos décimas de segundo más tarde, no nos movimos.

–Es extraño, Kate —dijo Sam.

–¿Qué es extraño, Sam? —pregunté.

Sam bajó su copa de helado vacía, yo hice lo mismo.

–Siempre he sido extrovertida y todo, pero nunca había tenido un amigo como tú.

–¿Cómo? —pregunté.

–Uno que me aguantara más de dos días —reí.

–Vamos tres, aún no cantes victoria —bromeé, ella me miró sarcástica—. Es broma, gracias a ti, pensé que moriría en la soledad de ser el nuevo de la escuela hasta que te conocí.

–Lo sé, soy genial —dijo Sam.

–Pensé que nos estábamos poniendo sentimentales —mencioné.

–No, para nada —Sam bromeó—. Oye, quiero que veas algo —asentí.

Sam se levantó y sacó un par de cuadernos de dibujo de su estante, luego se volvió a sentar junto a mí.

Abrió la primera página y entonces entendí que lo que había hecho en clase de arte no era al azar, todo su cuaderno estaba lleno de arte abstracto hecho con plumones, crayones y otras cosas.

–Así que eres artista —dije.

–Cariño, soy todo —bromeó Sam mientras movía su sillón para acercarse más a mí. Se recargó en mi hombro mientras veía sus dibujos—. ¿Qué ves?

–No sé. ¿Arte abstracto? —respondí. Ella rio.

–Sí, pero ¿qué ves? —preguntó de nuevo.

Esa página eran trazos bruscos de azul con gris y algunas manchas de golpes de plumón.

–¿Enojo? —pregunté.

–Casi, decepción —sonrió Sam mientras apuntaba a su hoja—. Este lo hice cuando me enteré de que me engañaban.

–Puedo verlo —mentí.

–Claro que no —reímos—. Pero puedes sentirlo, ¿puedes ver la incertidumbre? —preguntó de nuevo.

Entonces pude notar la diferencia de trazos, los azules estaban hechos con más fuerza y los grises más suaves, como sin ganas. Los puntos estaban al azar.

–El azul es tu enojo, el gris son tus ganas y tus motivos para creer y los puntos… No sé.

–No, no, vas muy bien —dijo Sam, pero no pude entender los puntos.

–No son nada, no todo en el arte tiene sentido, solo es una expresión. Sabía que no eras tonto.

Reímos y seguimos viendo sus páginas.

–Este, por ejemplo —señaló Sam—. Lo hice cuando me enteré de que mi papá había engañado a mi mamá.

–Lo siento mucho —dije.

–No tienes que, tú no —me sonrió.

Una parte de esa hoja estaba hasta rota de la agresividad de su dibujo.

–¿Me vas a escribir una canción? —Sam rompió con el tema.

–No tengo ni una escrita, además, acabo de conocerte.

–Digo, eventualmente —rio.

–¿Que hable de zombis? —pregunté.

–Por favor.

Sam se recargó más en mí porque hacía mucho frío y la abracé, pensé que tal vez estábamos dejándonos llevar muy rápido.

–Creo que ya me tengo que ir —le dije a Sam.

 

–Treinta minutos más y ya —dijo.

–Pero solo treinta.

–Empezando… ahora.

Sam levantó un poco la mirada.

–¿Recuerdas que preguntaste que qué vista tendríamos desde aquí? —preguntó Sam.

–Sí —respondí.

–Mira hacia arriba.

Un domo estrellado se levantaba sobre nosotros y la oscuridad permitía distinguir perfectamente la luz individual de cada uno de los soles muertos.

–Guau —dije.

–Todos los hogares tienen esa vista, Kate. Solo tienes que tomarte un segundo para voltear.

–Qué profunda, Sam.

–Nah, yo nunca —bromeó—. Los libros son como estrellas.

La miré, ella se rio un segundo.

–Deja te explico.

–Te escucho —le dije.

–Todas esas estrellas que ves en el cielo…

–Están muertas —interrumpí.

–Sí, exacto, pero su luz viaja por millones de años luz hasta llegar a nosotros, esta noche.

–¿Y cómo eso se asemeja a un libro? —pregunté.

–Puedes leer Cuento de Navidad años después de que Lewis Carroll murió y seguirá teniendo una impresión en ti en el momento en que lo leas, así sea cien o doscientos años después de que él ya no esté. Es una manera de dejar una luz que viaje lo suficiente como para alcanzar a alumbrar cientos de años después.

–Qué profundo —dije.

–También la música tiene esa magia, Kate. Por si no lo sabías.

–En un momento puedes ser hiperactiva y en otro, puedes escribir un libro de filosofía.

–No filosofía, solo cursilerías —corrigió Sam.

Lorena entró a la habitación y salió al balcón con nosotros.

–Kate, ya es tarde, te llevamos a tu casa.

–Aún no, mamá —dijo Sam.

–Sí, Samantha, es tarde.

–No se preocupe, señora.

–Lorena —interrumpió Lorena.

–Perdón, Lorena, iré caminando.

–De ninguna manera, Samantha trae una chamarra.

Sam obedeció a regañadientes y me pidió que la levantara. La ayudé a poner sus cuadernos en su lugar y luego tomé mi mochila.

Nos subimos al auto de la mamá de Sam y me llevaron a la casa. Al llegar, Sam se bajó y me dio un beso en la mejilla.

–Anda, Kate, te veo mañana.

–Te veo mañana, Samantha.

–Sam.

Entré a mi casa y me recibió mi prima Dana, que podía pasar con frecuencia de ser la persona en la que más confiaba a otra totalmente detestable. Era como mi hermana y tenía solo un año más que yo.

–¿Es tu novia? —preguntó Dana.

–¿Cómo va a ser mi novia? La acabo de conocer. Solo es Sam, mi amiga —contesté.

–Es linda. Solo que su cabello parece de niño.

–¿Estabas espiando? —pregunté.

–No, solo vi —rio Dana.

–Pues no lo hagas —contesté un poco molesto—. Y no tiene cabello de niño. Se le ve bien corto.

Entonces sonó la puerta, Dana abrió, era Sam.

–Olvidaste tu mochila en el auto —dijo Sam sonriendo.

–Gracias —dije, recibiéndola.

Dana se aclaró la garganta para llamar la atención.

–Oh, sí, te presento a mi prima…

–Dana —interrumpió ella—. Mucho gusto, tú debes ser Sam. Jace habla mucho de ti.

–¡No es…! —me callé a media oración.

–Sé que no es cierto —me tranquilizó Sam—. Mucho gusto, solo pasaba para eso…

–Puedes venir cuando quieras, Sam —contestó Dana sonriendo.

Sam se despidió y volvió a subir a su auto, estaba feliz, su cara estaba un poco enrojecida y detrás de las ventanas del auto, su mamá bromeó con ella.

–Sí es linda, me gusta para ti —dijo Dana.

–¡Cállate ya! —contesté poniéndome rojo yo también.

CAPITULO
4

—¿Ya puedo empezar, con un demonio? —gritó el maestro desde su escritorio.

El profesor de filosofía era un tipo de no más de veintiocho años, alto, delgado y pelirrojo. Traía una chaqueta de piel y al parecer, estaba molesto porque el grupo no se ponía de acuerdo para prestar atención.

Cuando el eco de su grito cesó, todos se callaron y se sentaron en un santiamén, él dejó su novela de Ayn Rand en la mesa y se levantó para dirigirse a la mitad del salón. Miró a todos de reojo, se rio para sí mismo y luego caminó hacia el pizarrón. No hacía falta ser superficial para pensar que parecía ser un completo idiota.

Antes de llegar, se detuvo en el lugar de Sam que estaba justo al lado del mío y carraspeó para que Sam le pusiera atención, ella volteó la cabeza a verlo y preguntó:

–¿Qué?

–¿Qué? —preguntó, repitiendo el profesor.

Sam se encogió de hombros, no pude evitar soltar una risa ahogada.

–Que estás en clase de filosofía y en vez de poner atención en tu primera sesión, estás dibujando en tu cuaderno… —el profesor miró la hoja de Sam que simplemente tenía rayones con sus colores—. Eso.

–¿Eso es malo? —preguntó Sam.

–Guarda eso —dijo el profesor.

Finalmente, llegó al pizarrón y con una actitud altanera escribió su nombre en él: «Noel Easley, simplemente Noel, no profesor, no maestro, no amigo, Noel».

–Creo que las presentaciones están sobrevaloradas y dada esta aclaración, soy su profesor de filosofía.

Sí parecía comportarse como un idiota. Sam y yo nos hicimos muecas y reímos.

–Ustedes dos novios, se me separan —dijo Noel.

–No somos novios —aclaré.

–Como sea.

Me enojé y llevé mis cosas al otro lado del salón, donde no conocía a nadie y estaba alejado de nuestra sociedad de dos.

–No pretendo que se conviertan en filósofos, eso sería como invitarlos a no hacer mucho de sus vidas…

–¿Usted no hace mucho de su vida? —preguntó Sam.

–Era un chiste —aclaró Noel—. Pero sí vivo la vida simple, tengo una cafetería, la cual anunciaré al final de la clase y si quieren puntos extra, no estaría mal verlos ahí. Como decía, yo lo que pretendo con estas clases es que usen sus cerebros y no se queden solo con lo que hay en la televisión o en los vídeos de internet. Quiero que razonen y tomen sus propias conclusiones, que crean en lo justo y no solo en lo bueno que la iglesia les enseña.

–No creo que deba meterse con ese tema —dijo una chica desde atrás.

–Sí, pero aquí no importa lo que tú creas —dijo Noel—. Aquí van a aprender a pensar y, más importante, a hacerse preguntas.

Sam de nuevo se puso a dibujar y Noel le quitó molesto la hoja.

–¿Qué demonios le pasa? —preguntó Sam.

–Es clase, no exposición de arte, Kandinsky —dijo Noel.

Sam se molestó.

–No creo que sea necesario, pero el protocolo me pide esto, así que preséntense.

Antes de que pasara la primera persona, examiné a Noel; era un tipo con sueños rotos, que solo quería hacer de la vida de sus estudiantes un infierno porque sabía que ellos llegarían más lejos que él. Cuando le quitó la hoja a Sam, demostraba envidia del talento que él no tenía…

–Tú empiezas —me dijo Noel interrumpiéndome.

Me paré un poco harto, como el resto de la clase y me puse enfrente del pizarrón.

–Mi nombre es Jace, tengo diecisiete años —terminé y estaba por irme a sentar cuando de nuevo Noel me detuvo.

–Sí, pero eso lo puedo ver en sus listas. ¿Qué más? ¿Sueños, aspiraciones? ¿Quién eres, Jace? —preguntó Noel.

–Eso soy, y quiero ser músico. Y ya —dije sin ganas.

–Qué interesante, Jace —dijo Noel—. Siguiente.

Después pasaron en orden todas las personas del grupo, cada una tan superficial como la anterior.

Entonces fue el turno de Sam.

–Te toca.

Sam lo miró molesta y negó con la cabeza, fue la primera vez que la veía molesta, pero, de nuevo, no llevaba mucho de conocerla.

–Me llamo Sam y…

–Te gusta dibujar en clase —interrumpió Noel.

Sam se molestó por el hecho de que le hubiera quitado el dibujo y se salió de clase. Noel cerró la puerta apático y siguió, nos dio la bibliografía para el curso y un par de apps para escribir que dijo que serían útiles. Realmente solo esperaba que terminara la clase.

–Todos pueden salir —dijo Noel, todos nos paramos entusiasmados de salir cuando continuó—. Excepto Jace.

Puse los ojos en blanco y me acerqué al escritorio de Noel.

–¿Qué? ¿Hice algo mal? —pregunté.

–No, te hablé para darte el dibujo de Samantha —contestó él y me entregó el papel—. Termina su presentación.

–¿Yo por qué?

–Es tu novia. ¿No?

–Somos amigos.

–Entonces la conoces, vale, Jace.

–Pero es hora de receso.

–De hecho, faltan diez minutos.

Suspiré molesto.

–¿Para qué?

–Es protocolo.

Suspiré de nuevo.

–Sam, no Samantha, tiene diecisiete años y si algo ama es hacer lo que usted le quitó. Es arte abstracto.

–Sé lo que es.

–Le encanta el cine de terror y leer.

–No me lo hubiera imaginado.

–Posiblemente lo odia.

Noel rio un segundo.

–¿Por qué tiene que ser tan imbécil? —pregunté.

–¿Disculpa?

–Sí, ¿por qué tiene que comportarse así?

–Porque no se callan. Yo tampoco vengo con todas las ganas del mundo y es igual de cansado despertarme temprano para mí que para ustedes.

–Sí, pero no tenía que burlarse de Sam.

–No lo hice.

–Sí lo hizo, con su «Y te gusta dibujar» y la exhibió enfrente de todos.

–¿Destacar un talento es burla?

Me quedé callado.

–¿Qué? ¿Soy un imbécil por querer hacer mi trabajo?

–No quise decir eso…

Noel se levantó la manga. Tenía un tatuaje de trazos de pincel de acuarela que bien podría estar en un lienzo u hoja de Sam.

–¿Sabes, Kate? Los prejuicios usualmente no son acertados.

–Un poco de cautela nunca es mala.

–Ese término está mal aplicado.

De pronto, Noel empezó a caerme… no tan mal. No era un completo imbécil, o, por lo menos, ya no tanto.

Entró Sam por la puerta.

–Vámonos, Kate, ya todos salieron. Te estoy esperando —dijo.

–Ven, Sam —pidió Noel.

–No —dijo Sam haciendo gestos molesta.

–Sam —dije para convencerla.

Ella suspiró.

–Te odio, Kate.

–No, no me odias y soy Jace —le dije.

–Jace Katherine —corrigió ella.

Sam me abrazó por detrás y se aclaró la garganta.

–¿Sí? —preguntó Sam.

–No quería que te molestaras, pero hay un tiempo y un lugar para todo —dijo Noel.

–Claro, debe ser de esos idiotas que creen que al arte es estúpido y que el colegio es lo único que importa —dijo Sam.

Le apreté la mano a Sam para que se controlara.

–Ve su brazo —dije.

Sam lo miró y después se aclaró otra vez la garganta.

–La Torre Eiffel de Delaunay. ¿Entonces también le gusta el arte abstracto? —preguntó Sam.

–Sí y, al parecer, también eres una esnob, —Sam rio—. Solo digamos que me gusta enojarme y los colores son una buena manera de desquitarme —dijo Noel.

–Sí, lo entiendo, es mejor dejarlo en el papel que contra una persona, supongo —dijo Sam.

Reí sin entender la mitad de su conversación.

–¿Qué tipo de músico quieres ser? —preguntó Noel—. Yo tuve una banda alguna vez, con Gerard, el profesor de música.

–¿En serio? —pregunté.

–Sí, yo era el baterista.

–Yo quiero ser famoso, como, no sé, música rock. Algo así.

Sam sonrió.

–Entonces no eres tan idiota como aparentas —le dijo a Noel.

–Una vez más que me digan así, y los repruebo —dijo él—. Pero no, no tanto. Solo es necesario ejercer control sobre el grupo.

Sam se jaló una butaca, yo me senté en la silla y ella en la mesa. Nos pasamos el receso hablando.

–Un día vayan a la cafetería, estaría cool verlos ahí —dijo Noel, despidiéndose.

Sam y yo salimos y nos encontramos a Becca y Chris camino a nuestras clases.

–¿Dónde estaban? —preguntó Chris.

–Con Noel, el de filosofía —dijo Sam.

–¿Los castigó? Me da clase y es un tarado —dijo Becca.

–A mí también me da clases y me sacó por checar un mensaje.

–No es tan mala persona —dije.

–De hecho —complementó Sam.

Chris y Becca nos vieron extrañados.

Ya a la salida, Sam y yo estábamos por irnos cuando escuchamos a Noel.

–Jace.

–¿Sí? —respondí.

–Vayan a la cafetería hoy en la tarde, en serio, hay algo que deben ver.

–Eso me asusta —bromeó Sam.

–No —rio Noel—. En serio.

Sam y yo asentimos y caminamos a nuestras casas, aunque antes, Sam me invitó a comer.

–¿Cómo crees? Tu mamá me va a odiar.

–No —me abrazó Sam—. Le caes bien, además, tiene un problema para calcular las porciones de la comida. De seguro hay suficiente para ti —dijo.

–No, Sam.

–¿Qué? ¿Te están esperando a comer?

–No, como solo casi siempre, pero…

–Ahí está, no hay gran diferencia. Anda. Sirve que hacemos tiempo para ir a la cafetería.

Asentí.

Llegamos a su casa y al entrar, olía delicioso. Cosa que nunca sucedía en mi casa porque, bueno, siempre me preparaba yo algo o pedía de afuera.

 

Lorena salió de la cocina.

–Kate, qué sorpresa. Pasa, hice ravioles, y hay suficientes para una vida —rio.

Nos sentamos Sam y yo y empezamos a comer. Sam se veía de alguna manera, fuera de sí. Al terminar de comer, subimos a su cuarto.

–¿Estás bien? —pregunté.

–Sí. ¿Por qué?

–Hace rato te enojaste mucho y en la comida casi ni hablaste.

–Estaba disfrutando la comida.

–Sam…

–Kate, en serio.

Sam se aventó a su cama de tamaño matrimonial y fingió quedarse dormida.

–Quiero dormir hasta el 2200.

–Es el sueño, Sam.

Reímos.

Sam hizo una señal de que fuera y me recosté también.

–¿Quieres saber qué tengo?

–Sí…

Sam negó con la cabeza y se quitó su gorra.

–Nos mudamos porque mi papá engañó a mi mamá.

–Sí…

–Y, bueno, mi mamá quería que empezáramos de nuevo lejos y es lo que hicimos, pero la he escuchado a veces llorar en las noches y me aflige.

–Supongo que es normal… ¿Por qué no hablas con ella? —le pregunté.

–Lo he hecho, lo que me asusta es que lo extrañe tanto que regrese con él, quiero decir, es mi papá y todo, pero después de eso, no es como que quiera tenerlo cerca.

–No creo…

–Llora porque lo extraña.

–Se le pasará.

–¿Tú crees? —preguntó Sam.

La miré.

–Yo creo que sí, tu mamá es fuerte.

–Lo sé, pero igual, además, me gusta empezar de nuevo.

–¿En serio?

–Sí —Sam asintió—. Después de… Bueno, todo lo que pasé allá, no está mal probar nuevos aires, y conocer gente nueva, como tú.

Sonreí. Ella también.

–¿Qué pasaste allá? —pregunté.

–Uff —Sam rio—. De todo, Jace Katherine. Cosas buenas y malas.

–¿Cómo?

Sam hizo una mueca como recordando cosas.

–¿Ubicas a la típica chica rebelde que hace lo que quiere y se mete en embrollos solo por no hacer lo que los demás esperan de ella? —preguntó Sam.

–Claro.

–Esa era yo.

–¿Eras? —pregunté sarcásticamente.

Ella me golpeó con una almohada.

–Lo era más —bromeó—. No, en serio, aquí me siento bien, allá de verdad me metía en problemas, quizá por llamar la atención de mis papás, cuando mi mamá estaba con mi papá, nunca me hacían caso, eran la típica relación de película perfecta y nada más importaba, ni siquiera sus hijos.

–¿Hijos? —pregunté.

–Tengo un hermano pequeño —dijo Sam. Luego suspiró—. Y ahora un medio hermano.

–No lo sabía.

–Tal vez porque no te lo había dicho, tonto. Mi hermano tiene diez años y se llama Isaac, él se quedó con mi papá y llevo casi un año sin verlo, solo hablamos por internet a escondidas.

–¿No lo extrañas?

–Claro, pero por ahora, es lo mejor. Primero mi mamá se enteró de la estupidez de mi papá, después nos fuimos a vivir con mi abuela y hasta ahora que nos mudamos acá es que todo empieza a caminar.

–¿Cómo?

–Pues… Digamos que nunca me había sentido tan unida con mi mamá y, aunque siempre estaba enamorada, nunca sonreía tanto como lo hace ahora, por lo menos durante el día.

Le tomé la mano a Sam.

–Todo estará bien —le dije.

–Lo sé. Eso espero. —rio—. ¿Qué piensas tú del amor después de un engaño?

–No sé, no creo que exista, pero bueno, no todos pensamos igual.

Sam sonrió a medias.

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