Un Helado Para Henry

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​CAPÍTULO 2

Tan puntual como siempre, Jim dejó a su hijo en la entrada del colegio y esperó un poco para ver a esa multitud de niños entre cinco y once años entrar dentro del gran edificio escolar riendo, hablando y gritando, y que, entre todos, emitían un zumbido delicado y alegre que sabía a vida. Le gustaba aquel eco, le recordaba a su infancia y, sobre todo, le ponía de buen humor. Y ahí estaba Jim Lewis, como hipnotizado; escondido entre los demás padres para observar a las mamás de los otros niños hablar entre ellas e imaginaba que entre ellas se encontraba su mujer; imaginaba lo bonito que sería estar allí en compañía de su mujer Bet e intercambiar dos palabras con los otros padres antes de ir al trabajo.

Esa era una de las tantas experiencias que la vida, después de la prematura muerte de la mujer, le había negado por culpa de un destino burlón. Un destino que Jim, a pesar de todos estos años, no había aceptado del todo.

​CAPÍTULO 3

A las nueve y media de la mañana, el sol que filtraba por el estor de la oficina era ya un fastidio para Jim, que en cuanto a la producción de sudor no le ganaba nadie.

El Mercedes de Los Howard era una pieza poco usual de anticuario: un 300 SL del 1954 con puertas de ala de gaviota. Jim había tenido que esperar meses antes de encontrar el tubo de escape original que tenía que sustituir, además de tener que resolver algunos problemas mecánicos secundarios. Tenía en el taller un coche que valía más de cuatro millones de dólares y ese trabajo le haría ganar diez mil dólares. Los Howard eran millonarios y Jim había tenido la suerte de hacerse amigo de Ronald Howard en la Universidad, mucho antes de que se casase con Carol Spencer, su riquísima y feísima mujer. Carol era probablemente la mujer más fea de todos los Estados Unidos y ni siquiera una cirugía estética le había ayudado, pero todo esto era secundario para Ronald; a él solamente le interesaba su riqueza: -¡No hay ninguna tía buena que pueda competir con un jet privado!- Siempre respondía así cuando alguno de sus amigos le preguntaba cómo podía dormir con esa mujer.

Jim, aconsejado por Ronald, se había dirigido a “Mr. Frankie –recambios para coches de lujo”, uno que sabía verdaderamente encontrar todo y que cobraba un precio alto por su valor en ese campo. Ese Frankie tenía amigos y clientes coleccionistas; todos los ladrones de coches de los Estados Unidos eran sus fieles colaboradores. Frankie era el apodo de su bisabuelo Franco, hijo de padres italianos inmigrantes en los Estados Unidos al final del 1800, exactamente en el 1882. Franco se había abierto camino solo y probablemente en un modo no muy lícito, pero eficaz, hasta el punto que con sus recambios de lujo había hecho la vida más fácil a todos sus descendientes, incluido Tommy, el cual ahora dirigía la empresa y al que todos llamaban Frankie, como su bisabuelo.

“No quiero imaginarme cuánto has tenido que pagar por este tubo de escape Ronald, pero montarlo no ha sido nada fácil”, pensó Jim, goteando de sudor y tumbado debajo del coche.

Esos diez mil dólares eran un regalo del cielo. Jim Lewis no podía permitirse una secretaria en el taller, hacía todo solo porque tenía que ahorrar dinero para pagar los futuros estudios del hijo y para la hipoteca de la casa, que con la crisis había empezado a pesarle.

El taller de Jim era pequeño y la mayor parte de sus pocos clientes llevaban viejas chatarras para que las reparase. Clientes como Howard eran raros, igual que encontrar un trébol de cuatro hojas en un césped. Los que tenían coches nuevos o de lujo iban a los talleres indicados por los concesionarios, así que a Jim le quedaban solo los clientes amigos o aquellos que estaban en una peor situación que él y que además le pedían un descuento, incluso en las facturas de diez dólares. Otra historia era la del viejo Wrangler de Ted Burton, ese era el verdadero trabajo de Jim Lewis: se lo encontraba en el taller al menos dos meses al año, y no porque el jeep diese muchos problemas, sino porque Ted era un viejo amigo y desde que se había jubilado no tenía nada mejor que hacer que pasarse por el taller una o dos veces a la semana para que Jim le mirara el motor de su jeep y charlar con él. Ese Wrangler era un medio de batalla, duro y combativo como su propietario y su motor iría para otras cincuenta millas en las peores condiciones atmosféricas, aunque temblaba desde que Ted una vez olvidó rellenar el líquido refrigerante y empezó a echar humo blanco por Ocean Drive, y desde aquel día se ve obligado a llevar botellas de líquido en el maletero y a hacer continuas revisiones en el taller del amigo.

Hacía un calor increíble, cuando Jim se levantó de la camilla sobre la que estaba tumbado para arreglar ese maldito tubo de escape. Su cara y sus manos estaban sucias por el aceite de motor. Jim no se había quitado ese maldito vicio de secarse el sudor de la frente con la palma de la mano en vez de utilizar la muñeca: la única solución para no ensuciarse la cara cuando se trabaja sin guantes.

Una vez de pie, Jim fue a ver las cartas en el pequeño cuartito al fondo del taller, que servía al mismo tiempo de oficina, secretaría y zona relax. Era la única diversión que ofrecía ese ambiente, además del pequeño váter con el que colindaba.

“Facturas, facturas y más facturas. ¡Mierda!” pensó Jim mientras ordenaba las cartas. Después, cogió el auricular del teléfono fijo que estaba sobre la pequeña mesa cuadrada pegada a la pared y marcó el número de su hermana Jasmine.

Le recordó que iría Henry a comer, le preguntó cómo estaba y le dijo que antes o después haría un viaje a Irlanda para volver a ver el color verde esmeralda de las colinas y para hacer respirar a su hijo el aire fresco y oxigenante de su país. No es que Jim Lewis fuese un poeta, pero tenía una cierta sensibilidad que muchas veces se ocultaba tras la expresión contraída de la frente y le daba un aire duro, escondiendo así la amable melancolía de su mirada.

Jim había cambiado mucho tras la muerte de Bet; había perdido la esencia de los viejos tiempos, aquello que le hacía ver todo con una luz diferente, seguramente más positiva. Estaba muy unido a su hermana Jasmine, aunque se llevasen quince años. Él iba para los cuarenta y ocho y ella había superado los sesenta, con la diferencia de que Jim gozaba de una perfecta salud mientras que Jasmine estaba obligada a respirar solo con un pulmón desde hacía ya muchos años.

Jim llegó antes a los Estados Unidos, después de haber pasado sus primeros diez años en Cork, Irlanda. Su padre era americano y se había casado con una hermosa irlandesa con la que había tenido dos hijos que se llevaban quince años. Más tarde, su madre murió cuando Jim tenía todavía diez años y el padre volvió a los Estados Unidos, llevándose con él al pequeño Jim. Jasmine, que ya tenía un trabajo, se reunió con ellos cuando tenía unos cuarenta años; cuando su salud se resintió y su padre estaba en las últimas. Morgan Lewis murió lentamente, consumido por el Alzheimer, a la edad de sesenta y dos años, dejando huérfanos a sus hijos, sin ninguna herencia relevante y obligándoles a la conquista de una vida americana.

Jim utilizó gran parte del dinero ganado por la venta de la casa paterna para la asistencia sanitaria de su hermana y esto, a pesar de los muchos defectos de su carácter intolerante y de su estrechez de miras, le hacía ser una persona digna de estima.

Encendió la radio y sintonizó una emisora que ponía música country. Le gustaba esa música, sobre todo desde que aprendió a bailarla bien gracias a sus frecuentes visitas al “Road to Hell” los sábados por la noche.

Se puso a trastear el motor del Wrangler de Ted. Como de costumbre, había sido suficiente echarle un vistazo rápido, para después agregar el aceite y el líquido refrigerante.

Su concentración iba dirigida al Mercedes-Benz de Ronald Howard, después del tubo de escape debía ocuparse de la puerta del conductor para que se abriera sin problemas. Estuvo trabajando un par de horas hasta que aquella ala de gaviota volvió a abrirse correctamente, como si saliese por primera vez de la fábrica, en aquella época llena de esperanza, y que había sobrevivido con valor los horrores de la Segunda Guerra Mundial

Justo después, Ted Burton se presentó en el taller con dos cubos de pollo frito y una caja de cuatro cervezas.

«¡Vaya Jim, esa joya vale más que tu casa y la mía juntas! ¿Se ha pasado por aquí un Rockefeller?» dijo Ted con esa voz de barítono.

«Es el preferido de la colección de Ronald Howard…» respondió Jim sonriendo.

«¿Ese amigo tuyo casado con el monstruo del Lago Ness?»

«Sí, el mismo…»

«¿Y te deja ese banco ambulante en tu taller? ¡Yo, en tu lugar, ya la habría hecho desaparecer!» dijo Ted, riendo a carcajadas.

«No te digo que no lo haya pensado, Ted, pero quiero enseñarte una cosa. Mira allí, en la otra parte de la calle…» dijo Jim, señalando con el índice a un coche blindado negro con dos hombres dentro.

«Me había dado cuenta del coche. ¿Quiénes son esos hombres?» preguntó curioso Ted.

 

«Guardias privados contratados por Howard. Llevan ahí fuera desde hace tres días, noche y día. Cambian cada ocho horas con otros dos guardias, pero no son los únicos, ven a ver por la ventana del baño. Hay otro coche blindado que vigila la parte de atrás…»

«¡Madre mía lo que hace el dinero!» murmuró Ted siguiendo al amigo hacia el pequeño baño.

«Quizás casarse con esa mujer no ha sido una mala idea, ¿no?» le preguntó Jim a Ted quitándole de las manos uno de los cubos de pollo frito.

«Puedes estar seguro, amigo, aunque se tenga que drogar con Viagra, ¡ese canalla!»

«A lo mejor a él le gusta…»

«Es peor que estar con un hombre, Jim. Es imposible que le gusta; ¡es solamente interés!» dijo Ted con un tono de sabiondo.

«No hay nada peor que estar con un hombre. Por lo que a mí respecta, yo preferiría una oveja, ¡al menos es hembra!» dijo Jim con una expresión de disgusto.

«Le he oído decir a mi ex mujer que en realidad los homófobos son homosexuales reprimidos, amigo…» respondió Ted mordiendo un trozo de pollo para esconder una risa.

«No es mi caso. No es que tenga algo en contra de ellos, pero deben estar a diez metros de distancia de mí. Que hagan lo que quieran con su culo, pero yo no quiero saberlo y al mío no se tienen que acercar…Ah, gracias por el pollo y por la birra, amigo, ¡y no te ahogues!» dijo Jim antes de probar el primer bocado de pollo, mientras que Ted tosía por culpa del suyo, que riendo se le había ido por el otro lado.

«Bebe, amigo. No me gustaría tener un cadáver en el taller…» dijo irónicamente Jim, mientras Ted se recuperaba de ese falso ahogamiento tragando la cerveza y dejándola a mitad.

«¿Cómo está mi jeep?» preguntó Ted, después de haberse bebido la otra mitad de la cerveza y haber tirado la lata en la papelera.

«¡Una bomba, Ted, es resistente como un tanque!»

«Una vez sabían hacer las cosas bien…¡Ahora todo es basura!» dijo Ted antes de abrir otra cerveza y dar un gran trago.

«Pues sí…» dijo Jim mirando al reloj que daba casi las doce.

Ted Burton se dejó llevar por un eructo liberador, que al salir por su imponente caja torácica resonó tanto que hizo girarse a los dos guardias privados contratados por Ronald Howard para vigilar su Mercedes.

​CAPÍTULO 4

Henry había pasado la primera de las dos horas que tenía para hacer los ejercicios de matemáticas cumpliendo cuatro acciones repetitivas, caracterizadas por movimientos suaves del cuello: el primero a la izquierda para mirar fuera de la ventana; el segundo a la derecha para espiar lo que Nicolas, su compañero de mesa, estaba haciendo en su folio a cuadros; el tercero hacia delante para asegurarse de que la profesora Anderson estuviese mirando a otra parte y el cuarto hacia delante a la derecha para buscar con la mirada la complicidad de Joanna, la cual estaba concentradísima, con la cabeza inclinada sobre la mesa y escribiendo cálculos imposibles para Henry.

«No sé hacerlo…» susurró Henry a Nicolas.

«Entonces intenta copiarte» le respondió Nicolas en voz baja sin ni siquiera mirarlo.

Henry se habría copiado, pero Nicolas ya estaba ocupado en escribir la tercera página de cálculos y él todavía estaba por la primera.

“A quién le importa”, pensó Henry girando la página e iniciando a copiar lo poco que podía ver del folio de Nicolas.

​CAPÍTULO 5

En Nueva York, Barbara Harrison estaba atravesando rápidamente el Central Park de norte a sur. Ni el calor ni el frío le podía hacer renunciar a su entrenamiento diario, aunque en ocasiones estaba obligada a saltárselo por cuestiones de trabajo, y en ese caso se contentaba con la cinta de correr de su apartamento o del gimnasio de los hoteles cuando estaba fuera de la ciudad.

A la una tenía una cita con Robert, comería con él – se habían perdonado por teléfono la noche antes – y por la tarde saldrían juntos para pasar el fin de semana en Maine, donde Robert tenía una cabaña en el bosque, que Barbara consideraba su refugio romántico.

Robert tenía cuarenta y siete años, una carrera en auge y quería que la relación con Barbara fuese más seria. No es que a ella no le gustase Robert y no hubiese pensado en pasar a otro nivel, salían desde hace cualquier año, pero él parecía no comprender los horarios laborales de ella. Ella podía estar presente una semana entera y después desaparecer completamente durante días o, en el peor de los casos, durante semanas. Esto volvía loco a Robert, pero para Barbara su trabajo iba antes que nada, aunque desde hace algunas semanas, justo después de que Robert se alejase de ella, había considerado a Robert la prioridad de su vida.

Barbara tenía ya cuarenta y dos años y si quería ser madre, tendría que darse prisa para no parecer más adelante la abuela de su hijo mientras le acompaña a su primer día de colegio.

A ella le gustaba estar en el campo, era una mujer que amaba moverse y prefería la acción a la vida sedentaria de la oficina, pero al fin y al cabo, de su carrera ya había obtenido todo lo que deseaba y, al mismo tiempo, para alcanzar ese objetivo, había evitado una vida privada más de lo que hubiese querido imaginar. Estaba preparada para cambiar las tornas porque amaba a aquel hombre y sabía que no encontraría a otro como él; preferiría quedarse sola. “Una solterona vestida como un hombre y con un pésimo carácter. Eso es lo que seré”, pensó Barbara por la West Drive, mientras se dirigía al sur del Central Park alargando su camino para alcanzar la East Drive, desde donde después saldría por la setenta y dos, en dirección a su apartamento, con el tiempo justo para ducharse y cerrar la maleta.

​CAPÍTULO 6

Robert Brown había reservado en Erminia, un restaurante italiano en el Upper East Side, que desde hace tiempo estaba en el top ten de la Eyewitness travel.

Barbara era de origen italiano y Robert sabía que apreciaría esa cucina, aunque sus orígenes llegaban solo hasta su abuela materna y ella nunca había visitado el “bello país”.

En Maine, Robert le pediría la mano y quería que todo saliese perfecto. Amaba a esa mujer y quería que ella fuese su esposa. Se lo había contado también a su padre por teléfono, justo esa mañana, antes de salir de la oficina y él le había respondido que esa era la tontería más grande que había oído decir a su hijo en toda su vida: “Hasta ahora lo has hecho genial y ¿ahora quieres dejarte atrapar?” El recuerdo de las palabras de su padre le hizo reír a Robert, mientras se pasaba el hilo interdental frente al espejo del baño. Robert tenía una obsesión por los dientes, se los lavaba al menos diez veces al día y usaba el hilo incluso si comía solo unas olivas como aperitivo. Siempre llevaba su fiel caja blanca del hilo interdental. Cuando era un adolescente, perdió tres dientes cuando se golpeó la cara en el suelo después de salir disparado de la bici: había cogido mal una curva al final de una bajada a gran velocidad. También se rompió un brazo, la nariz y tuvo heridas profundas en ambas rodillas. Afortunadamente sobrevivió, pero verse sin dientes durante tres meses fue para él un horrible trauma. Perdió un colmillo y los premolares, y para uno que conquistaba a las chicas por su sonrisa, eso fue un verdadero drama existencial, si se tiene en cuenta que había sido uno de los tres chicos más guapos de la Universidad. Podría haberse puesto los implantes antes, pero el padre quiso castigarlo para hacerle entender que todos estamos hechos de carne y hueso y que los superhéroes no existen. Aprendió la lección; en aquella época Robert estaba siempre metido en problemas, pero después de esa experiencia sentó la cabeza hasta convertirse en Robert Brown: el propietario de una de las mejores empresas de restructuración de la ciudad de Nueva York, y donde se encontraba el mejor carpintero: su hermano James. Los dos, junto a su equipo, eran capaces de entrar en un piso derruido y convertirlo en un apartamento de lujo en pocas semanas.

CAPÍTULO 7

La profesora Anderson, con su peculiar voz estridente y su mirada especuladora, siempre hacía temblar a Henry solo con mirarle, la expresión de la maestra de matemáticas siempre parecía querer decir: “No llegarás a los exámenes, te lo puedo asegurar”.

La primavera ya había llegado y en la Escuela Primaria de Northfield todos respiraban ya el aire veraniego. Para confirmarlo ya estaba esa fastidiosa carrera de seguimiento circular entre dos moscas con la intención de apareamiento. Con la mano derecha Henry cazó las moscas en el medio de la clase, donde sus compañeros esperaban a que la profesora Anderson recogiese aquel difícil ejercicio irresoluble para Henry, el cual amaba más las letras y con las que se manejaba bien. El timbre de la alarma de la maestra era la señal de que empezaba la cuenta atrás de sesenta segundos para que los alumnos dejasen sus bolígrafos sobre la mesa.

«Sesenta, cincuenta y nueve, cincuenta y ocho, cincuenta y siete, cincuenta y seis…»

Esa gilipollas se divertía contando hasta cero. Esa sonrisilla le traicionaba y parecía divertirle cuando alguno de sus alumnos le imploraba más tiempo.

Cuando la maestra llegó al número treinta, Henry ya había dejado su bolígrafo. Miraba impasiblemente la hoja, en la que además de un cuadrado y alguna multiplicación exacta, no había nada terminado, sobre todo, la parte de las divisiones. Joanna dijo en voz alta que necesitaba un minuto más.

«¡El tiempo nunca miente! Once, diez, nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres, dos, uno…CEROOOO!»

La maestra se levantó de la silla, pasó la mesa y fue directa a recoger el ejercicio de Joanna, la cual puso los brazos sobre el folio a cuadros con el inútil y desesperado intento de no dárselo a la profesora Anderson.

«Quiero ver todos los bolígrafos sobre la mesa, ¿está claro?» dijo la maestra agitando en el aire el ejercicio de Joanna.

Joanna Longowa era polaca. Era la más guapa de la clase con su pelo largo y rubio, sus ojos azules y su tono de piel que hacía resaltar el rosa de sus labios. A Henry le gustaba desde tercero, cuando Joanna llegó a su clase después de mudarse con su familia a New Jersey. Era buena en todas las asignaturas y si tenía algún defecto era un exceso de perfeccionismo: Henry estaba seguro de que ella ya había terminado perfectamente su ejercicio y resuelto todos los cálculos y también el problema, pero quizás quería entregar el folio sin tantos borrones.

«¿Qué es esto Henry Lewis?»

«Es mi ejercicio...» respondió tímidamente Henry. Algún que otro compañero no pudo aguantarse la risa. Todos sabían que Henry era un negado en matemáticas, pero nadie tenía el valor de burlarse demasiado delante de la profesora Anderson, porque si no, habría mandado notas a diestro y siniestro a los padres, o peor, habría suspendido el recreo a toda la clase.

«No quiero oír ni una mosca, ¿entendido?» gritó la maestra mientras levantaba el brazo y cerrando los dedos de la mano, cogió a las dos desafortunadas moscas que intentaban aparearse. Se dirigió a la ventana abierta y lanzó a los dos insectos aturdidos, como si fuesen dos migas de pan para lanzar a las palomas. Cuando la profesora Anderson terminó de recoger los ejercicios, reinaba el silencio más absoluto y solo el timbre que indicaba el fin de la clase devolvió a la clase su normal ajetreo.