La patria en sombras

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Leía los casos y sentía espanto. Sin embargo, todavía le quedaban resabios del apóstol de su mismo nombre y seguía negándose a creer lo que sus ojos estaban viendo. “Si no veo en sus manos las marcas de los clavos y no introduzco un dedo en el lugar de los clavos, si no le introduzco la mano en el costado, no, no voy a creer”.

Hasta que llegó el día en que Hernán Montealegre, un abogado que él conocía y respetaba, fue encarcelado por defender un caso de violación a los derechos humanos. Entonces Juan se dio cuenta de algo que no se había atrevido a pensar: la negación de justicia era solo la punta de un iceberg.

8

1980

Pasaron siete años antes de que el poder militar se vistiera de aires legalistas. Siete años en los cuales no se movió una hoja sin que el general lo supiera.

En 1980 se aprobó la nueva Constitución y ya era un hecho que la Junta gobernaría por un tiempo indefinido. Tal vez para siempre, pensaba el general satisfecho con los logros y los plazos. Hasta sus detractores hablaban con palabras elogiosas del “milagro chileno”. Las chiquillas pobres pueden comprar enaguas de nylon, decía el ministro de Economía; hay una tele en cada casa, hasta en las poblaciones; las poblaciones están siendo erradicadas. “Y en 1984 cada chileno va a tener casa y no un Rolls-Royce pero una citroneta”, prometía el general.

El general estaba en la cumbre del poder y se le veía contento, animado, chistoso. Se cultivaba una imagen de huaso ladino, cazurro, buen padre de familia, esposo ejemplar y religioso; comulgaba todos los domingos.

Su vestuario también había cambiado. Le gustaba lucir bien. La señora elegía las telas y su sastre le confeccionaba los trajes a la perfección. Tenía hora de prueba los martes. Le gustaban azules, de hombros anchos y la chaqueta recta, y los llevaba con camisas claras y corbatas de seda. La perla en la corbata acentuaba la elegancia; el anillo de rubí, la prosapia.

Había que borrar de la memoria esa foto en traje de campaña y lentes ahumados que dio la vuelta al mundo en 1973. Eso fue ese día, ahora era el presidente de la República.

—Pero que no vayan a equivocarse conmigo —le decía a su mujer—, los que quieren acortar los plazos y volver a la manoseada democracia van a tener que esperarse sentados. Ahora tenemos una nueva Constitución y se hará lo estipulado, no lo que quieren los señores marxistas.

9

1984

Se cumplían once años desde el bombardeo a La Moneda y costaba creer que la Junta Militar continuara gobernando con la misma dureza y el general se hubiera mantenido incólume en el poder.

Había pasado el tiempo pero también mucha agua bajo los puentes de Chile. El “milagro chileno” no resultó tan milagroso como se creía al principio. Lejos del “chorreo” que beneficiaría a los desamparados había cesantía y pobreza. ”Son males inevitables”, decía Luciano Sander, mientras el ministro de Hacienda anunciaba planes para paliar el desempleo, ollas comunes, reparto de fonolas y frazadas.

El artífice y celador del “milagro”, Sergio de Castro, tuvo que renunciar luego de mantener un dólar fijo a la fuerza. El dólar bajó de su pedestal de 39 pesos, empezaron las quiebras, los caracoles del barrio alto de Santiago quedaron vacíos, el desempleo llegó al 30 por ciento y nadie siguió mencionando lo de la casa y la citroneta.

La Junta Militar seguiría donde mismo, pero este era un momento muy distinto. Jaime Castillo Velasco había fundado la Comisión Nacional de Derechos Humanos y a la vuelta de su exilio enarboló la bandera de la protesta: “La única forma de recuperar la democracia es por medio de la movilización social”, decía. “Tenemos que ponernos de acuerdo en acciones conjuntas. Tenemos que organizarnos. Propongo que empecemos a protestar tocando cacerolas, todos juntos a una misma hora. Desde los patios, desde las ventanas de los departamentos, desde un techo, desde donde sea que estemos. A las nueve de la noche en punto”, agregó Castillo Velasco.

La gente se entusiasmó con la idea. No iban a tomarlos presos por tocar cacerolas en los patios de las casas, tendrían que arrestar a medio país. Se acordó empezar un jueves a las nueve en punto y la protesta partió ese día y no iba a detenerse hasta el final de la dictadura.

10

El traslado de Juan a Talca coincidió con las primeras señales de cansancio con la dictadura, pero ese tránsito volvió a poner distancia entre él y los pasillos de las cortes en Santiago. No sabía, a estas alturas, si recibía la noticia del cambio como una buena noticia, prefería tomarla como un hecho de la causa. La carrera de juez era así, de partidas y salidas, ascensos y destituciones, traslados a un pueblo, de vuelta a la ciudad, y otra vez a la provincia. Y eso, no iba a negarlo, le gustaba. La vida era más variada, más enriquecedora. Sin embargo, la turbulencia que llevaba por dentro no iba a desaparecer porque estuviera en Talca o en ninguna otra parte, era una mochila que llevaría adonde fuera.

Los seis años en la apacible y somnolienta ciudad del sur fue un tiempo que recordaría con una sensación de ambigüedad. Tenían buenos amigos. En las reuniones sociales se hablaba de todo menos de lo que estaba ocurriendo en el país, una burguesía complaciente a la cual Juan se unía sabiendo que había problemas, nadie iba a negarlo, pero él no podía hacer nada. Los fines de semana se reservaban para hacer paseos por el río cercano, actividades deportivas y excursiones a los bellos parajes del sur de Chile. Sin embargo, la procesión iba por dentro. Juan se arrimó a su tío Carlos González, obispo de Talca en ese tiempo, un obispo de visión humanitaria a quien nadie convencería de que el gobierno no estaba atropellando los derechos humanos, de manera sistemática, y a poco andar empezó a convencerse de lo mismo.

Intentó que la Corte aceptara los habeas corpus, sin ningún éxito, su voto era siempre minoritario y además le valía la sospecha de sus pares, que empezaron a decir que era un democratacristiano hostil al régimen militar.

Entonces optó por mantener un perfil bajo a la espera de tiempos en que pudiera tener prerrogativas para actuar.

Ese tiempo iba a llegar, pero muchos años después.

11

Cuando la frustración llegó al límite y el miedo fue vencido por la necesidad de recuperar la democracia la gente se tomó las calles. Las protestas y movilizaciones perturbaron la paz que el cardenal Silva Henríquez caracterizó como “la paz de los cementerios”.

A las nueve en punto Javier abría la ventana que daba a la calle San Antonio y aporreaba una cacerola con el cucharón de la cocina. No se trataba de gritar sino de meter bulla, de asustar al miedo, y por la dignidad.

Era el año 1984 y se abría la primera ventana al cambio. Javier prefería observar la situación sin mayores alardes. No había perdido la poca esperanza que le quedaba, pero en todos esos años había acumulado un gran cansancio. Además, él nunca fue un activista de la revolución, sino un observador más bien analítico y bastante pasivo. Incluso en los primeros tiempos de la Unidad Popular, cuando los sueños y el ánimo revolucionario se apoderaron de la juventud, del MIR, y los carteles del Che Guevara y Fidel Castro poblaban los muros de las calles, él temía que las pasiones de esos espíritus alborotados acabaran por desbordarse y echar al agua el proceso de cambios. En el Pedagógico aludía a palabras como prudencia, serenidad, reflexionemos, cosa que a la Vali le producía carcajadas. Era ella la revolucionaria, la activista. Ella la impaciente. Ella la que iba a cambiar el mundo. Ella la que se arriesgaba. Lo único de lo cual pudo convencerla fue que los teléfonos del MIR, sus contactos, estuvieran siempre en su libreta, no en la de ella. Tienes que aprender a ser más cuidadosa, Vali, ya no estamos en el colegio, le decía aludiendo a sus tiempos de colegiales, cuando la Vali se escapaba del liceo para ir a tirarle huevos a la embajada de Estados Unidos. Y después, en el Pedagógico, la Vali no hacía otra cosa que activismo político mientras él se mateaba con los estudios. Tú eres un viejo anticipado, le decía muerta de la risa, pero te perdono porque siempre has sido así, desde el kínder. ¿En serio? ¿Desde el kínder que me ves como un latero? Yo no dije latero, dije viejo. Yo también soy revolucionario, a mi manera, le decía él. Lo que no le decía es mi manera eres tú.

Se conocían desde que eran vecinos en la calle Valencia. Fueron juntos al jardín infantil, después al colegio, después a la universidad. Ni por un minuto, en todos esos años, se le pasó a Javier por la cabeza que no iba a terminar casado con la Vali. Fue su amor de la niñez, su amor de la adolescencia, su amor después. La Vali era su destino.

Mientras hacía sonar su cacerola no pensaba en las protestas ni en los primeros atisbos de una oposición más operante. Pensaba en cómo había cambiado todo desde ese día, a finales de 1975, la última vez que vio a la Vali, él en el segundo piso de la embajada de Suecia, ella en la calle doblando la esquina. Cómo su vida se había ido por caminos jamás imaginados. Cómo se había desbaratado Chile. Toc toc toc. Su olla rompía el silencio de la noche y luego se escuchaba otra de un departamento cercano. Toc toc, toc toc, toc toc. Era una conversación simbólica a la cual se iban sumando otros metales hasta que la calle se convertía en un festival de ollas, pailas y sartenes.

12

El caceroleo perturbaba al general, se tapaba los oídos, cargaba con su mujer, el general Ballerino —su hombre de confianza—, con quien tuviera la mala suerte de encontrarse cerca suyo cuando empezaba la bulla. Y empezaba todas las noches, a las nueve en punto. ¡Estos jetones quieren matarme!

 

—¡Ay, por Dios! ¡Lo único que te pido es que te calmes! ¡Ya, pues! No sacas nada con alterarte —le rogaba su mujer, que soportaba el aguacero de la protesta mejor que él.

El general le dio una mirada torva. Las venas del cuello se le habían hinchado. Los ojos habían adquirido el tinte amarillo de la rabia. Se dio vuelta el anillo de rubí y dio un golpazo en la mesa.

—¡Que me calme! ¡Que me calme! ¡Como si fuera cosa de llegar y calmarse! —La voz le salía entre dientes, una especie de grito susurrado. Su mujer le tomó la mano pero esta vez no sirvió de nada. Estaba demasiado alterado. Ella lo había visto innumerables veces así y sabía que, una vez montado en la espiral de furia, no se bajaba hasta desembuchar lo que tenía atragantado.

—¿Y qué es lo que quieren los señores políticos? ¿Te digo lo que quieren? ¡Acabar con lo que hemos hecho! Eso es lo que quieren estos jetones. Volver a la UP. Que se entronice el marxismo leninismo. Que los subversivos anden sueltos por las calles tirando bombas. ¡Es lo único que saben hacer! Y esos otros, los acólitos del marxismo leninismo, esos que andan de medallita en el pecho son unos malagradecidos. Les saqué a los comunistas de encima y ahora andan haciendo olitas a la par con los marxistas.

—Bueno, ya, pero serénate. Esta noche no vamos a ver las noticias. No quiero que te sigas martirizando. No sacas nada. ¿Te ofrezco una taza de té?

—¡Qué té ni qué ocho cuartos! Yo quiero ver las noticias, ver cómo tergiversan. En esa revista marxista que trajo tu hija sale que mi gente fue a matar a la población La Legua. ¡Nadie ha ido a matar! Ya no saben qué inventar. Si mis hombres andan con la cara pintada es para que no los reconozcan los periodistas, ¿no ve que después les sacan fotos y las fotos van a dar a los archivos de los marxistas leninistas? ¿Creen que yo no sé que nos tienen a todos fichados para matarnos? De eso no hablan los periodistas, pues.

El general se sentía acorralado. Los señoritos de la escuela de Chicago le habían metido el dedo en la boca. ¡Mire que no lo iba a saber él! Ahora le echaban la culpa a la crisis, que la crisis para acá y la crisis para allá. ¿No les advirtió que se anduvieran con cuidado? Él no era partidario de privatizarlo todo. Tampoco le gustaba ver cómo los empresarios echaban mano de las empresas que privatizaban ellos mismos. Para adueñarse. Los señoritos privatizaban hasta el pedo que se tiraban y la familia militar estaba molesta y lo culpaban a él. Él había apoyado, claro, para que lo hicieran bien, no para esta embarrada. Las empresas estaban quebrando. El gobierno intervino porque qué otra cosa iba a hacer. La oposición estaba empeñada en volver a la democracia. Se les llenaba la boca con la democracia. ¿Y qué habían hecho con la democracia? Entregársela al marxismo leninismo, pues. ¿Y este cuento de los acuerdos? Que había que llegar a acuerdos, que había que cambiar la Constitución. ¿Acuerdos para qué? De cambiar la Constitución que se vayan olvidando, porque a la Constitución no se le cambia ni una coma. ¡Ni una!

13

Valeria estaba sentada en el suelo y se abrazaba las rodillas. Le habían embadurnado el cuerpo. Tenía la cabeza gacha. Parecía dormida. Tres ratas circulaban por la celda. Las ratas aún no habían olido la pestilencia que emanaba de sus piernas flacas. En cualquier momento se darían cuenta y se acercarían a ella.

Javier despertó sudando. Los sueños con Valeria volvían una y otra vez, y siempre lo mismo. Búscame, encuéntrame, denuncia lo que me han hecho. Su voz atravesaba el tiempo pidiendo justicia.

Eran las siete de la mañana.

Los ojos de Valeria lo miraban desde la foto que colgaba de la cadenilla de plata que le había regalado don Ignacio. La foto que lo acompañaba en las marchas, huelgas de hambre, encadenamientos. Por las noches la dejaba en el velador. Se la sacaba para dormir y rara vez salía a la calle sin ella. Hoy sería una excepción. No podía llegar al hotel Tupahue con la foto, por muy de plata que fuera la cadenilla. Se puso a jugar con ella. El tintineo del metal cayendo de una mano a la otra funcionaba como un mantra, lo tranquilizaba. El bueno de don Ignacio le había regalado esa cadenita el día en que él fue a comprar una plancha a su tienda de electrodomésticos en la calle Merced, a tres cuadras de su departamento. Se pusieron a conversar. Él llevaba la foto de Valeria colgando de un cordel de pita. Le contó que era su mujer, que había desaparecido a finales del 75, le habló de su exilio en Suecia y le dijo que su intención de vuelta en Chile era dedicarse a encontrar sus restos y exigir justicia. “Yo la llamaba Vali”, le contó también y le habló de los sueños aterradores que lo acosaban por las noches. La Vali desnuda en la pieza con las ratas. La Vali tendida en una camilla eléctrica y un hombre de manos gruesas tocándole el cuerpo.

—La veo con la blusa celeste y la falda de mezclilla, y como le han desgarrado la blusa, veo el lunar que tiene en el hombro derecho y es como si me estuvieran arrancando el corazón. Otras veces sueño con sus pies y en su pie derecho veo la esclava de plata que le regalé. Una noche soñé que la lanzaban desde un helicóptero al mar y ella iba cayendo en cámara lenta, como un pájaro alcanzado por un tiro.

Don Ignacio lo escuchaba con un parpadeo nervioso.

—Acabarán pagando por lo que hacen, Javier. Va a tener que ser así. Espérame un ratito —le dijo— y desapareció por una puerta lateral.

A los pocos minutos volvió con la cadena.

—Esta te va a durar más que ese cordelito.

Javier aterrizó en el presente y besó la foto.

Había invitado a Manuel Sanhueza a desayunar. Después se irían juntos al hotel Tupahue. Manuel era un buen amigo suyo, lo había ayudado a presentar el recurso de amparo. Era uno de esos radicales de tomo a lomo, masón y solidario, de la izquierda radical. Había sido ministro de Justicia en la Unidad Popular y ahora estaba hablando de fundar un partido político. Le tenía hasta nombre, Intransigencia Democrática. Manuel sería uno de los oradores en el Tupahue.

Javier se duchó a toda carrera y fue a la cocina a preparar el café. Entonces se dio cuenta de que no había pan y salió a la calle.

La panadería se encontraba unas cuadras más abajo casi al lado del Tupahue. Era una mañana clara y fresca. Le hubiera gustado caminar más rápido pero sus piernas no querían. Estaba desganado. Su ánimo ese invierno de 1984 se hallaba en el suelo.

—Yo también ando medio depre —le había dicho su tía Aurelia el día anterior—. No es para menos, Javier, mira nomás cómo se encuentra el país. ¿Quién no va a sentirse deprimido con tanta cosa?

Para Javier el caceroleo no era una fiesta de esperanza sino de desesperación. Que hubiera colapsado el modelo de los “Chicago boys” era una buena noticia, pero también encerraba peligros. El régimen iba a endurecer la mano aún más. Que la oposición se hubiera unido en la Alianza Democrática y estuviera exigiendo la renuncia de Pinochet, un gobierno provisional y una asamblea constituyente, democracia ahora… eran las primeras señales de una apertura y el ministro Sergio Onofre Jarpa estaba dispuesto a conversar con la oposición. Nadie iba a negar que se trataba de buenas noticias, pero ¿hasta dónde sería posible llegar en ese intento?

La prensa extranjera había olido sangre y el hotel Carrera empezó a llenarse de periodistas llegados de distintas partes del mundo. En las tardes se los podía ver sentados en el bar, tomando notas frente a una copa de vino, compartiendo noticias y rumores. “Parece que las horas del dictador están contadas”. “Dicen que al gobierno no le va a quedar otra que iniciar una apertura”.

Javier había pasado un par de veces para conversar con Lars, el periodista sueco de quien se había hecho amigo en Estocolmo.

—Falta mucho pan que rebanar —le decía Lars. Y Faltaba. El poder militar y la cohesión de las Fuerzas Armadas seguían intactos; la voluntad de Pinochet seguía tan férrea como en 1973, y el ministro Jarpa, quien se suponía iba a liderar la apertura, partió diciendo que si le pedían la renuncia de Pinochet —cosa que había hecho Gabriel Valdés— se terminaba la conversación.

—¡Ahora mismo doy por finalizada nuestra reunión y me voy para la casa! ¡Esta no es la manera de iniciar una negociación con el gobierno! —dijo el ministro dando un golpe en la mesa.

Jarpa no se fue para la casa —Gabriel Valdés echó pie atrás y la pedida de renuncia del general quedó archivada—, pero igual no llegaron a ninguna parte. Todo lo que Jarpa ofrecía en materia de avance hacia un cambio, el general lo borraba declarando que de modo alguno se haría una modificación a su Constitución, los señores políticos tenían que volver a sus covachas a menos que quisieran enfrentarse con él. Él seguía teniendo la sartén por el mango así que nada de payasadas.

—Que no me vengan con cuestiones de politicastros. ¡No se va a hacer ni un cambio! —mascullaba sentado en el living de su casa en Presidente Errázuriz, mirando fijo a su mujer, que por esos días no daba más de nerviosismo—. Nosotros no vamos a entregar el gobierno por puro gusto. ¿Y viste lo que quieren los jetones que se juntaron en el Parque O’Higgins? ¡Quieren cambiar el nombre del Parque O’Higgins por el Parque de la Democracia! ¡Sobre mi cadáver!

*

Así llegó el 10 de octubre de 1984.

Esa mañana se realizaría un intento de diálogo en el hotel Tupahue. Allí se darían cita el democratacristiano Patricio Aylwin, Pedro Correa del Partido Nacional, los radicales Manuel Sanhueza, Enrique Silva Cimma, los partidarios del gobierno Francisco Bulnes y Sergio Diez. ¿Sería posible ponerse de acuerdo para salir de la dictadura apoyándose en la Constitución de 1980? Era la pregunta del día. ¿Sería?

Manuel Sanhueza había invitado a Javier como escucha, pero era mejor no mencionar a su tía Aurelia ni su amistad con Gladys Marín; el Partido Comunista seguía siendo innombrable, había que actuar con cautela.

Camino de la panadería, en la calle San Antonio, Javier se encontró con Ignacio Balbontín. Lo conocía a través de Manuel. Se saludaron con un fuerte apretón de manos.

—¿Vienes al hotel Tupahue? ¿Y tan temprano? —le preguntó Javier.

—Estoy encargado de la parte administrativa y hay un problema con los micrófonos que debo arreglar con el conserje. Pero sí, voy a estar aquí todo el día aunque no voy a exponer, ¿y tú?

—Quedé de encontrarme con Manuel Sanhueza en mi casa y nos vendremos juntos. Yo tampoco voy a exponer, obvio que no —rio Javier con sorna.

—Podrías, ¿por qué no? —preguntó Ignacio.

—Bueno, porque yo no soy de los socialistas renovados, pero claro que me interesa saber si con este seminario se abre alguna puerta al entendimiento entre los sectores. A ver si se rompe este frío político polar que nos tiene a todos paralizados.

—Yo estoy optimista. Es la primera oportunidad pública en que personas que han participado en el gobierno militar y personas que se han opuesto desde el comienzo nos encontramos en un escenario común para debatir.

—Yo no sé si estar tan confiado. Falta toda la izquierda, ¿y cómo crees que va a ser posible una salida consensuada sin la izquierda? Para mí es como pensar en la Unidad Popular sin Allende y sin el Partido Comunista. A eso lo llaman renovado. Yo lo llamo claudicar, someterse a un poder cuando se lo percibe como inquebrantable.

—Es que esa es nuestra realidad, el poder de los militares sigue siendo inquebrantable. La única opción es ir despacio, Javier. Este es el primer paso. Ningún partidario del gobierno habría asistido a esta reunión si el Partido Comunista estuviera invitado. Tú lo sabes tan bien como yo.

Javier prefirió no adentrarse en ese camino. Empezar una supuesta unidad discriminando a media izquierda era un absurdo. Hablar de justicia y reparación dejando de lado a quienes pusieron los muertos le parecía una inmoralidad.

—Vivo por aquí cerca. Vengo a comprar pan. ¿Tomaste desayuno? ¿No quieres venir a mi casa y desayunar con Manuel? No son ni las ocho.

—Te lo agradezco, pero tengo que arreglar este asunto. Nos vemos más rato.

—Sí, nos vemos. Me voy corriendo porque Manuel ha de estar por llegar a mi casa. Chao, Ignacio.

*

El salón se había llenado de periodistas, grabadoras, cámaras de televisión, familiares y amigos acompañando a los políticos que expondrían esa mañana. Algunos se abrazaban emocionados. No se habían visto más que de pasada en las protestas. En materia de encuentros, saludos y palmetazos en la espalda las protestas habían reemplazado al antiguo Congreso Nacional. Los exsenadores, exdiputados y ex jefes de partidos, que antes se encontraban en los pasillos y salas del Congreso, ahora lo hacían bajo el pestilente chorro del guanaco o en reuniones secretas, al alero de la Iglesia Católica en Punta de Tralca, y hoy en este salón del hotel Tupahue en la calle San Antonio.

 

Había algo triste en el ambiente. Muy pocas mujeres. Era una reunión de hombres, casi todos de entre cuarenta y sesenta años, vestidos de manera similar, camisas blancas, pantalones grises o café, corbatas azules o a rayitas. Caras serias. La inquietud asomando en las miradas.

Las tres mesas se organizaron y rápidamente empezó la discusión. Una persona exponía y luego se debatía en torno a lo expuesto. El tema, con distintos nombres, era siempre el mismo: los caminos para alcanzar un acuerdo y volver a la democracia.

—La salida no puede ser otra que la búsqueda incesante de un acuerdo político de todos aquellos que se interesan realmente por el pronto regreso a la democracia —declaró de manera un tanto pomposa Enrique Silva Cimma. Era el presidente de esa joven Alianza Democrática. Doce años antes había sido contralor de la República y tenía las maneras de un contralor: pausado, moderado, cuidadoso de sus actos y sus palabras. Hablaba lentamente, sin mover las manos que apoyaba en la mesa como si las necesitara para no caerse. El cuerpo echado hacia adelante.

Manuel Sanhueza le salió al paso con su voz ronca, sus ojos saltones.

—La Constitución de Pinochet es una columna de concreto contra la cual van a chocar todas las buenas intenciones, Enrique. Esto es algo que debemos tener claro en todo momento. No creo que sea posible llegar a ningún acuerdo sobre la base de una Constitución nacida en dictadura, ilegítima. Es una Constitución que infligió una derrota simbólica a los opositores, a quienes, además, torturaron, exiliaron y a otros los hicieron desaparecer.

Francisco Bulnes estaba sentado al frente. Entrecerró los ojos, meneó la cabeza hacia el lado estirando un poco el cuello, como si algo le molestara. Vestía con cuidado. Llevaba colleras de plata, corbata de lanilla, pantalones gris oscuro y una chaqueta de pana azul. Emblema del antiguo partido Conservador, fundador del Partido Nacional, embajador de Pinochet en Perú, miembro del Consejo de Estado. Era larga la historia de este servidor público, nieto y bisnieto de presidentes y hombres famosos a quien llamaban “el marqués”. Hizo un gesto como diciendo no estoy de acuerdo. Luego hizo amago de levantarse pero se quedó sentado como si él mismo hubiese advertido que todavía no era su momento de hablar.

Sergio Diez, sentado al lado de Bulnes, negó con la cabeza señalando que tampoco estaba de acuerdo, y él sí se puso de pie. No le gustaba lo que estaba oyendo. Con ese criterio de Manuel Sanhueza no se avanzaría en los acuerdos. Él tenía mucha experiencia política y sabía de lo que estaba hablando.

—Desde mis tiempos de secretario de la Juventud Conservadora, en mis años mozos, hasta la coronación de mi carrera como embajador de Chile ante Naciones Unidas, gracias a la confianza que el presidente Pinochet depositó en mí, he aprendido que para negociar hay que estar dispuesto a ceder —y durante los próximos diez minutos se lanzó en una férrea defensa de la Constitución.

Francisco Bulnes lo secundó, diciendo que la Constitución de 1980 era más democrática que la de 1933, incluso más democrática que la de 1925. “Y fue sometida a un plebiscito que se ganó limpiamente. Por eso la transición debe girar en torno al eje de modificar la Constitución del 80 y no de elaborar una nueva”, agregó Bulnes.

Al menos admite que es posible modificarla, pensó Javier desde el lugar cerca de una de las puertas donde se había instalado para escuchar. Recordó el día en que fue a votar con su tía Aurelia para oponerse a esa Constitución. Al volver a casa se lavaron el dedo con jabón y la tinta que se suponía imborrable por dos días se borró al primer enjuague. ¿Cuántas personas votaron dos, tres y hasta cuatro veces? ¿Y esas “urnas preñadas”, que estaban llenas de votos desde dos días antes de la votación? Nunca se iba a saber. ¿Se ganó limpiamente según Bulnes? ¿Sin registros electorales, las mesas receptoras designadas por el gobierno, los opositores censurados y cientos de denuncias de fraude?

Sonrió con amargura observando la figura estilizada y elegante de “el marqués”, que en ese momento había tomado asiento. Casi enseguida se puso de pie para decir algo que se le había quedado en el tintero:

—Señores, no se trata de que reconozcan la Constitución de 1980 por ser legítima, sino que la reconozcan por ser —y volvió a sentarse.

Ricardo Lagos se encontraba a pasos de donde estaba Javier. Abrió los ojos como plato y aunque no dijera nada era fácil adivinar lo que estaba pensando. La Constitución de 1980 se elaboró a puertas cerradas, a espaldas no solamente del pueblo chileno, sino de todas las tendencias políticas y con un proyecto ideológico emergido de un régimen autoritario. Y Bulnes nos pide que la reconozcamos por ser. Así no vamos a llegar a ninguna parte.

La nota alta del seminario la puso Patricio Aylwin. Don Patricio, con su cara sonriente, su bonhomía, su traje café, sus calcetines claros, las manos de dedos largos, sus modos de cura.

—Ustedes son los dirigentes de un país con el alma trizada —dijo mirando hacia donde estaban Francisco Bulnes y Sergio Diez—. Vamos camino de convertirnos en una torre de Babel, en la cual cada uno habla su lenguaje sin importarle ni entender lo que otros dicen. Una salida jurídico-política será la que logre superar las divisiones sobre la base de redescubrir y reforzar lo que nos une y de sacrificar lo que nos separa.

Había capturado la atención de todos los que se encontraban en la sala. Javier lo observó. Por primera vez lo veía de cerca. Era esbelto y flaco. Hablaba con un tono de voz agudo. Movía las manos como si estuviera predicando. Sus ojos eran claros, su rostro agradable. Proyectaba la imagen de un hombre bueno.

Don Patricio estiró las palabras.

—Yo soy de los que consideran ilegítima la Constitución de 1980. Pero así como exijo que se respete mi opinión, respeto a los que opinan de otro modo. Ni yo puedo pretender que el general Pinochet reconozca que su Constitución es ilegítima ni él puede exigirme que yo la reconozca como legítima. La única ventaja que él tiene sobre mí, a este respecto, es que la Constitución —me guste o no— está rigiendo. Este es un hecho que forma parte de la realidad y que yo acato. ¿Cómo superar este impasse sin que nadie sufra humillación? Solo hay una manera: eludir deliberadamente el tema de la legitimidad.

Los ojos de Javier se llenaron de lágrimas. ¿Sin que nadie sufriera una humillación? ¿Y dónde quedaba la humillación de los muertos? ¿Dónde estaba el respeto por la suerte que había corrido la Vali, de quien ni siquiera los huesos se habían encontrado en ninguna parte? No había que ser muy inteligente para comprender que estos opositores buscaban un cambio de régimen aceptando la continuidad de la realidad política del gobierno militar.

Abandonó disimuladamente la sala y se fue caminando hasta su departamento dos cuadras más allá. Una vez en su living se sirvió un vaso de vino tinto y haciendo honor a su costumbre diaria le resumió a Valeria lo que había escuchado en la asamblea.

—No hay caso, Vali. Quieren sacar a Pinochet, asumir ellos el poder e irse despacito por las piedras, pero el camino que van a seguir será el que ha trazado la dictadura con su Constitución, una democracia ya no protegida como la llamó el dictador, sino pactada con quienes te hicieron desaparecer.

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