Vozdevieja

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Mientras caminamos en busca de un paquete de Winston, suplico que nos desviemos para pasar por delante de la juguetería, mi fundamental fuente de consuelo en el barrio. Está cerrada, pero con mirar el escaparate me basta. El año se hace muy aburrido y los Reyes Magos son la única religión a la que me entrego, así que me apetece pensar en eso. La mayoría de los niños ha dejado ya de creer y yo misma he atravesado varias crisis de fe, pero hace tiempo que decidí aferrarme a estas migajas de inocencia con todas mis fuerzas.

—Odio esperar a que lleguen los Reyes Magos.

—¿Por qué?

—Porque es muy largo y ya estoy pensando lo que me voy a pedir.

—Venga, socia, no me digas que te tragas todavía esa pantomima.

—¿Pantomima qué es? —pregunto frunciendo el ceño.

—Una pantomima es un teatrillo de dudosa calidad.

—¿Cómo? —exclamo haciéndome la tonta.

—Una farsa.

Me paro en seco en medio de la calle.

—¡Oye, no te metas con los Reyes!

—No me meto con los Reyes, te digo la verdad pura y dura.

No quepo en mí de indignación.

—Que tú no creas no significa que sea mentira.

Me mira con una expresión cínica. Aligero el paso y lo alcanzo ansiosa.

—¿Y cómo es que os vienen también a vosotros?

—La Virgen, pues nos compramos regalos y nos los damos ese día.

—Eso será a ti, mi madre cree en los Reyes y a ella le vienen.

—Vamos a ver, te estoy diciendo que le compro yo las cosas.

Enmudezco aplastada.

—Bueno, bueno, si prefieres seguir con el cuento, allá tú.

—¿Ah, sí? ¿Y cómo saben lo que quiero?

—Porque se entera tu madre.

—Pues hay veces que no digo nada y me llegan las cosas.

—Porque se entera tu madre.

Refunfuño. Me da mucha pena que al final no sea verdad.

—Tu madre tiene sus métodos.

Estoy sin argumentos, sin esperanza. No doy crédito a su brutalidad y sigo caminando en silencio.

—Hija, lo siento.

—No soy tu hija.

—Bueno, pues mi socia.

Es evidente que lleva razón él. He sacado el tema y ha respondido con honestidad. Debería agradecerle que no me tome por tonta. Pero voy a fingir que no le creo, que la otra versión me convence. Solo un poquito más. Es demasiado sabroso. No volvemos a hablar hasta llegar a casa. Domingo se viene fumando un cigarro que parece saberle a gloria. Frente al portal del bloque, la canción original de Banana Joe me viene a la cabeza. Adoro esa canción, ojalá no hubieran puesto ya la película para que siguiera sonando en los anuncios.

—Oye, ¿cuántos Óscar tiene Bud Spencer?

Domingo se troncha. Tira la colilla a la calle y entramos. No contesta.

—¿Qué pasa, por qué te ríes?

—Por nada, por nada.

—¿Pero sabes cuántos Óscar tiene o no?

—Ninguno, creo que ninguno.

—¿En serio?

—Estoy bastante seguro.

—¿Pero eso cómo va a ser? ¡Bud Spencer es famosísimo!

—Ya ves.

—Pues yo pensaba que le habrían dado por lo menos cuatro o cinco.

Se sigue riendo mientras subimos las escaleras y no entiendo por qué. Según mi criterio nadie se merece un Óscar más que Bud Spencer.

2

Soy la única de la clase que da Ética en lugar de Religión. Llevo ya cuatro colegios y siempre ha sido así. Al principio no sabía lo que significaba ética, confundía la palabra con hípica. Pensaba que me iban a enseñar todo sobre el mundo del caballo, que los demás eran unos pardillos, unos meapilas. Al final echaba la hora semanal con la maestra discutiendo sobre cruzar el semáforo en verde o en rojo, sobre buenos modales y dilemas morales sencillos. Me agradaba estar sola hablando con ella aunque aquello aumentara la sensación marginal que me perseguía como un duende cruel flotando junto a la oreja. Mi madre gasta bromas con la hípica e insiste en que puedo hacer lo que quiera. Creer en Dios, bautizarme, hacer la comunión, incluso montar a caballo alguna vez. Pero yo conozco a ese Dios y no quiero saber nada de él, concretamente desde el segundo día de guardería. El primero estaba sentada sola en la arena del patio deseando que alguien se acercara a jugar conmigo. Me reconfortaba llevar mi vestido favorito, el único que mi abuela no me había hecho, el único que me habían comprado. La falda y las mangas eran de rayas azules y blancas. En la pechera iba cosida una muñeca de espaldas con un sombrero en relieve adornado por un lazo rojo de raso que no me cansaba de acariciar. Una niña se acercó corriendo, arrancó el lazo y se marchó sin decir nada. Yo tampoco hablé. Una vez en casa, mi abuela se fijó.

—Niña, ¿qué le ha pasado al lacito que traía el sombrero?

Callé deshonrada, sintiéndome culpable.

—¿Ya lo has perdido con lo que te gustaba?

—Me lo han arrancado en la guardería.

—¡Anda! ¿Y quién ha sido?

—Una niña.

—¿Tú le habías hecho algo?

—No, yo no.

—¿Y no le has dicho nada a la maestra?

—No.

Mi abuela se inclinó para hablarme con seriedad. Su dentadura mellada y verdosa no me daba ningún miedo.

—Hija mía, tú no te preocupes porque a esa niña el Señor la va a castigar.

—¿El Señor es Dios?

—Sí, claro.

La imagen de un Jesús dulce, castaño y barbudo emergiendo entre las nubes me inundó de consuelo y confianza. Pensé que se haría justicia, que bajo su designio todo se arreglaría solo, como si presenciar un castigo me fuera a servir de algo. A la mañana siguiente volví a la guardería segura como quien lleva un as en la manga. Me dediqué durante toda la jornada a observar fijamente a la compañera rabiosa. Vi a aquella niña erigir el mal con total impunidad a lo largo de muchos días sin recibir jamás escarmiento, lamentándome de no haber decidido resolverlo por mí misma, de haber adoptado una actitud pasiva de la que ya no sabía cómo zafarme. Humillada y estafada, miré con rencor el calendario de 1987 patrocinado por Jesucristo que colgaba en la salita hasta que se acabó el año. Hubo más calendarios pero jamás se me pasó el enfado. Tampoco ayudó a mejorar mi opinión sobre el catolicismo saber que las monjas le habían pegado a mi madre con la regla de madera en la mano, que le habían inculcado un pudor malsano, que la habían hecho sentirse responsable de todo el mal concentrado en el mundo, que no había seguido estudiando con las niñas buenas por no poder pagarlo.

La posición religiosa de la familia empezó a cambiar el invierno pasado cuando mi madre me contó que esta vez estaba muy mala y me regaló una Biblia infantil. Primero dejó que eligiera en la tienda el libro que traía la Virgen María más guapa para agasajarme. Luego dijo que no podía calcar ningún dibujo hasta que me hubiera aprendido el padrenuestro. Me la jugó. Seis meses más tarde me ha traído a conocer el mismo colegio de monjas al que ella asistió. El flujo de los acontecimientos me inquieta pero siempre he sido obediente y adaptable. Me gustan los uniformes. Además estoy habituada al espantoso ridículo de haber decidido seguir creyendo en los Reyes Magos aunque la verdad me pudra de vergüenza. Trato de aprender a lidiar con las contradicciones. Esto no puede ser tan difícil. A Melchor le tenía mucho más aprecio que a Jesús. Aquí ni siquiera tengo que pasar por el desengaño. Ya sé de entrada que todo es mentira. En cierto modo hoy voy a tener mi primera entrevista de trabajo. Necesito causarle buena impresión a la jefa del convento porque si no me admiten tal vez no se sepa qué será de mí. Mi madre me lo ha explicado con delicadeza pero sin tapujos desde el principio. Está muy enferma, lo bastante enferma como para tener que decírmelo. No es una sorpresa, casi siempre lo ha estado, y aunque mi fe es prodigiosa y llevo una eternidad temiendo que un día ella se haya esfumado de repente, debo asimilar la posibilidad de que esta vez empeore hasta un nivel insostenible. Hace cinco años que no veo a mi padre. Domingo, el socio, es un chaval que ha firmado un contrato escrito a mano, pero no está preparado para hacerse cargo de una niña de mi edad a tiempo completo. Necesitamos un plan de emergencia. Si la cosa se pone fea el plan es internarme con las monjas. Ni siquiera estoy bautizada. Hay prisa. Me lo han dicho así de claro. La Madre Rosario está haciendo una excepción ante el reclamo de una antigua alumna en apuros, pero sabe de sobra que a estas alturas tenía que estar preparándome para recibir la primera comunión. Lo que más pereza me da de todo esto es tener que ir a catequesis.

He visitado el patio, la biblioteca, el comedor y los dormitorios comunes. Una interna de mi edad, tal vez una futura amiga tierna y triste, me ha enseñado dos muñecas Chabel con su propio armario amarillo, el que un día le pedí a mi abuela y me sacó de la tienda a rastras por haber elegido algo tan caro. El armario tiene tres puertas, zapatero, espejo desplegable y un montón de ropa dentro, bonita y cuidada como oro en paño. Le hago saber a la niña cuánto me gusta y empiezo a enumerar mis propios juguetes con entusiasmo. Mi madre interrumpe y abandonamos la estancia súbitamente. Me sujeta del brazo. Está irritada.

—Marina, escúchame bien.

—Sí, mamá.

—No le restriegues a las niñas de aquí los juguetes que tienes o dejas de tener en tu casa, ¿no ves que aquí hay muy poquitas cosas?

—Se lo decía porque si me vengo a vivir con ella a lo mejor los podemos compartir.

—Ah.

Me aguanto las ganas de llorar, en parte por haber ofendido a la huerfanita, mi dulce compañera de infortunios, y en parte porque no me había dado cuenta hasta ahora de que mi vida podía volverse tan austera.

 

—¿Es que no voy a poder traer mis juguetes?

Mi madre me rodea con el brazo y se agacha para darme un beso en el pelo.

—Ay, hija mía, claro que sí. Claro que sí.

Retengo los mocos dentro de la nariz y continuamos el paseo en silencio, cogidas de la mano. Ya estoy al corriente de la situación. Solo queda el monstruo final, la Madre Superiora. Su despacho es pequeño y lúgubre y lo cierto es que espero no volver. Mi madre y ella han conversado largamente por teléfono y ahora quiere conocerme a mí. Nos quedamos solas. Arrima dos sillas y nos sentamos frente a frente, dejando a un lado su gran escritorio. Llevo una falda de cuadros que me cubre hasta la pantorrilla pero aun así aprieto las rodillas para que vea que me sé sentar derecha y cerrada a cal y canto como una señorita decente. Hasta cierto punto se lo debo a las clases de Ética. Ella es corpulenta y parece muy mayor dentro del hábito que enmarca un rostro pálido y blando. Me escudriña a fondo a través de las gafitas redondas. Su saludo es Ave María Purísima.

—Sin pecado concebida —respondo. Llevaba mucho tiempo preparada para este momento.

—¿Cómo estás, Marina?

—Muy bien, gracias, Madre —sonrío mientras pienso en el armario amarillo. La sonrisa es mi fuerte.

—¿Cómo te va en tu colegio?

—Muy bien.

—¿Sacas buenas notas?

—Sí.

—¿Qué te parecería venir a estudiar a este?

—Bien. Me gusta mucho el patio.

—Pero si vinieras a lo mejor estarías interna. ¿Has visto las habitaciones?

—Sí.

—Aquí hay que rezar todos los días.

—Ya lo sé, Madre.

—¿Tú rezas?

—Sí.

—¿Le rezas a Jesús?

Su voz es tenue, suave y comedida. Ella sabe cómo pescar a un hereje, pero soy muy diestra en el arte de conquistar al enemigo. También me han aconsejado antes de venir. Si miento de forma deliberada no me creerá. Debo ser lo más sincera que pueda dentro de la discreción, de la beatitud virginal de niña que sí conozco.

—Madre Rosario, usted sabe que yo no he ido mucho a la iglesia porque se lo habrá contado mi madre, pero sí siento que existe un Dios y quiero aprender más sobre él.

Me observa con detenimiento desde arriba. Estoy nerviosa aunque sé que soy educada y elocuente, que transmito confianza a primera vista.

—¿Te sabes el Padrenuestro?

—Sí.

—¿Y te gusta?

—Sí.

—¿Te gustaría saber más oraciones?

—Sí, ya he empezado a aprenderme el Avemaría.

—A ver, dime el Padrenuestro.

Lo recito correctamente, tímida y risueña, intentando resultar irresistible.

—¿Tienes ganas de bautizarte?

—Sí, Madre, me hace mucha ilusión.

—¿Y de hacer la comunión?

—Más todavía.

—Muy bien, ya te puedes ir.

—Gracias, Madre.

En casa están orgullosos de mí porque he obtenido el beneplácito del Beaterio de la Santísima Trinidad. Mientras mi verdadera madre, la que se escribe sin mayúscula, echa la siesta, Domingo y yo celebramos el triunfo de mis encantos con una sesión de boxeo. Primero me ofrece las palmas de las manos para que le pegue con los puños cerrados. Cuando he entrado en calor, empieza a esquivarme y a responder con golpes leves que suele lanzar a la barriga y a los brazos. Me chincha a conciencia.

—¡Ah, socia encantadora! ¡Mira qué virtuosismo, está hecha una señorita!

Ese tipo de comentarios me saca de quicio. Pierdo los nervios. Él sujeta un cojín y soporta el peso de toda la rabia incierta que me consume hasta que me quedo sin fuerzas. Me encanta que me enseñe a pelear. La excusa es que aprendo a defenderme mientras me divierto. La realidad es que necesito descargar tensión como sea y él lo sabe. La violencia controlada es nuestra mejor aliada en días como este. Jugamos a la guerra, dibujamos mapas para conocer el terreno de batalla y reducir al enemigo a base de identificar sus puntos débiles, construimos ciudades en el suelo y las bombardeamos. Después nos cambiamos de bando y nos enfrentamos a las bombas que caen sobre nuestra casa y destrozan todo lo que tenemos.

—¡Bomba verde! —exclama. Nos escondemos debajo de la mesa del salón. La verde no hace mucho daño, es fácil sobrevivir.

—¡Bomba naranja! —grito yo. Nos cubrimos la cabeza y aguantamos el chaparrón de escombros.

—¡Oh, no, mis piernas! ¡He perdido las piernas! —Domingo se palpa los muslos con una expresión de terror.

—¡Yo también! ¡He perdido las piernas y los brazos!

—¡Cuidado, está a punto de caer una bomba roja!

—¿Bomba roja? ¿Vamos a morir?

—En efecto, socia, vamos a morir, pero ha sido hermoso luchar a tu lado.

—¡Adiós, Domingo! ¡Nos veremos en el infierno!

—¡Que así sea, soldado!

—¡Adiós!

La bomba cae sobre nosotros. Exageramos los temblores y los sonidos de destrucción, abrazando el patetismo. Nos arrastramos agonizando de dolor. Aprovecho el teatro para quejarme mucho, alternando alaridos y risas convulsas. Con la cara colorada y el pelo enredado, me pongo de pie y dejo que Domingo se desplome tranquilo en el sofá. Enfilo sigilosamente hasta la cama donde duerme mi madre. Está en bragas, descansando bajo una fina sábana azul con los labios pintados y el pelo corto. Me acuesto frente a ella y me aprieto contra su carne hinchada, conteniendo la respiración para no molestarla. Le toco las manos inconscientes, esnifo su aroma y lo comprendo, lo comprendo todo. No pasa nada si se muere, sea cuando sea. No le guardaré rencor. Siempre podré conseguir su perfume y cerrar los ojos. Llevo años memorizando el sonido de su corazón. Ella se agita y emite un gemido angustiado. Me alejo y le acaricio la frente para conducir su sueño hacia terrenos más mansos. Si se despertara sería incómodo. No estoy adiestrada para los sentimientos de ternura. Domingo me enseña a combatir la incertidumbre a base de hostias y de risa y trata de apartarme de toda delicadeza. Supongo que es el único camino que conoce, y es verdad que funciona bastante bien, pero me gustaría poder expresar lo que siento en público alguna vez. Pienso en el bautizo inminente. Qué rabia. Qué vergüenza. Y sobre todo qué aburrimiento. Vuelvo al salón con las correas de la compostura bien apretadas otra vez y me siento erguida al lado de Domingo. Estoy lista para la orfandad.

—Tengo hambre —le digo.

—¿Has merendado?

—No.

—¿Nos hacemos unos bocatas?

—Sí, pero de chorizo.

—¡Que sean dos!

Vamos a la cocina, donde siempre hay molletes de sobra. Domingo prepara dos bocadillos y deja la encimera cubierta de migas. Pegamos el primer mordisco de pie. Él me mira, me revuelve el pelo con las manos pringosas de tocar el chorizo y se ríe señalándome con el dedo:

—Anda, ¿eh? ¡Menuda trola le has colado a la monja!

Yo también me río con la boca llena y salgo corriendo para llegar antes hasta la tele. Pongo el programa de Miliki y Rita Irasema, que está muy guapa cuando se peina con un lazo.

—Miliki no tiene malas canciones, socia, pero esto con la hija es muy blando, ¿no?

—No voy a cambiar de canal.

Se queda en el sofá unos minutos planeando un pretexto para quitarse de en medio.

—Me voy a hacer un Cola Cao. ¿Quieres uno?

—Vale, que además van a empezar Los Pitufos.

—Uf, qué horror.

—No están tan mal.

Se va a la cocina resoplando. Es una suerte porque lo hace todo muy despacio y me deja escuchar la canción entera. Domingo tiene un don especial para reventar la mayor parte de la programación de la tele, especialmente la infantil. Le pone pegas a todo. Su actitud criticona es contagiosa y te acaba agriando el carácter. En parte porque resulta muy convincente. Se sienta a tu lado y empieza con que el final de La Sirenita es mucho más trágico que la historia en sí porque esa pobre chiquilla no tiene edad para casarse y que el cuento de Andersen es el que mola, donde ella muere convertida en espuma por tonta, con que Aurora es un pobre juguete del sistema, con que los príncipes son unos parias. Solo le caen bien las madrastras malvadas, las brujas y los villanos porque al parecer son los únicos que demuestran un poco de personalidad. En este caso sé que está deseando venirse a soltar el rollo de que Papá Pitufo es un nazi, a comentar que dónde se ha visto un pueblo donde todos los tíos tengan cierto carácter y oficio mientras la única tía se dedica a atusarse el pelo y a decidir si se pone el vestido blanco un poco más corto o un poco más largo. A mí me parece envidiable la situación de Pitufina, pero sé que él tiene razón, que los dibujos están plagados de ideas corruptas. Lo que me molesta es que no se dé cuenta de que las películas que a él le gustan un poco también. Parece que el único requisito para que algo le haga feliz es que sea cutre y dé ganas de vomitar, o pesadillas, y si puede ser todo a la vez lo verás vitorear frente a la pantalla. Emplea términos avanzados, no me restringe ninguna escena, ningún libro. Lo único que no puedo hacer según él es llevar minifalda o decir palabrotas. Mi madre coincide. Es por mi propio bien, para que no me asilvestre, me aseguran. Cuando sea mayor podré decidir, me prometen. Me da una rabia que me muero. El episodio ha comenzado. Hoy tengo derecho a disfrutar de cierto placer común sin que me vengan con sermones. No quiero saber nada más sobre este sitio. Me mudo a un bello país que está lejos de aquí, de colores saturados, cubierto de flores pomposas, donde se puede vivir dentro de una seta. Domingo vuelve con dos vasos de cristal en una bandeja. No lo miro pero sé que está poniendo cara de asco. A mí también me dan asco esas películas de vampiras lesbianas de Jesús Franco grabadas con cuatro duros y el Cola Cao que trae, lleno de nata y grumos.

—Oye, niña, ¿de verdad que te gusta tragarte este rollo?

—Mira, Domingo, como te pongas a mi lado a quejarte y me pierda lo que dice Pitufina te mato.

—Es que si no fuera por Gárgamel sería infumable.

—Te mato, ¿eh?

—Bueno, bueno. Me voy a echar un rato con tu madre a leer.

—Eso.

—Mira que eres redicha, coño.

—¡Es que hoy ya me he perdido Bola de Dragón por culpa de la monja!

—Ahí llevas razón, además Bola de Dragón está mucho mejor que esto.

—¡Y no digas palabrotas!

Con expresión amarga, se enciende un cigarro y desaparece en el pasillo al tiempo que Pitufina entra en escena. Aprendí a dibujar sus zapatos de un trazo y los voy pintando por todas partes. No me importa si esconden un mensaje envenenado, me vuelven loca esos tacones blancos. Cuando acaba el capítulo me doy cuenta de que están los dos roncando. Me encierro en el cuarto de baño y examino los cosméticos de mi madre con delicadeza. Tiene tres barras de labios. Una roja, una naranja y otra violeta. Un lápiz de ojos negro. Crema para la cara. Polvos de color claro, los que traen el envase con el dibujo de la palmera. Soy capaz de quedarme absorta en la palmera blanca sobre fondo verde una hora entera si nadie viene a molestar. Me asomo a su habitación. El ambiente es fresco y polvoriento. Domingo ha bajado la persiana y está tumbado boca arriba en calzoncillos. Al girarse para abrazarla se le sale un huevo por el lado derecho.

Entro en la habitación despacio y llego de puntillas hasta la mesita de noche sobre la que descansa un ejemplar del Víbora. Es un número antiguo que ya conozco pero no me importaría nada echarle otro vistazo. Memorizo la posición que ocupaba, con la esquina superior rozando la base de la lámpara, el libro viejo encima y el mechero coronando el conjunto. Lo tengo. Entro en mi habitación y cierro la puerta. Lo aprieto contra mi pecho y pataleo emocionada porque este encuentro me va a suponer una dosis de energía completamente renovadora. El Víbora, el Tótem, el Creepy, el Makoki y Zona 84 son revistas para adultos y se supone que yo no tenía que haberlas visto nunca, pero es tarde. A estas alturas son tan importantes para mí que se han convertido en una necesidad básica. En ellas encuentro a los que ya son mis dibujantes y guionistas favoritos junto a María Pascual, la de los cuentos infantiles. Me amparan Liberatore, Tamburini, Manara, Nazario, Charles Burns, Robert Crumb, Miguel Ángel Martín, Horacio Altuna, Max, Shelton, Onliyú, Silvio Cadelo, Moebius, Crepax, Mónica, Beatriz, Pons, Jaime y Beto Hernández, Toshio Saeki, Richard Corben, Otomo, que también hizo una película de Akira, tal vez mi preferida después de 1, 2, 3... Splash. Sus nombres brillan con letras doradas en mi pecho y me muestran el camino de la salvación, igual que Daryl Hannah agitando la cola de sirena hacia las profundidades del mar. Creo que si no contara con este poderoso ejército me sentiría incapaz de seguir siendo una niña amable y dócil y caería en la más profunda apatía. En algunas portadas del Víbora pone «Comix para supervivientes», sello que me parece bastante hortera pero con el que me identifico de todas formas. En multitud de situaciones difíciles soy capaz de resistir con una sonrisa porque en las imágenes que contienen estas revistas encuentro una fuerza oscura y libre que me llena de esperanza. Bueno, no todas las imágenes. La mayoría son cómics y los hay tremendamente bonitos, divertidos, refrescantes. Pero también los hay feos y retorcidos y nunca sabes lo que te vas a encontrar. Ante las estampas más desagradables, si la historia no tiene gracia y el dibujo es malo, cierro de golpe la revista y quisiera poder vomitar las páginas como quien vomita langostinos en mal estado. En esos casos acudo al cuarto de baño y me lavo la cara y las manos tratando de deshacerme de lo que he visto inútilmente. Otras veces las escenas son espeluznantes pero están bien contadas y los dibujos me gustan. Entonces me quedo atrapada mirando y me invade una admiración peculiar que no sé cómo interpretar. Gracias a la información que me brindan vivo hirviendo. Conozco bien el vocabulario más salvaje, el mundo de los secuestros, las torturas, los suicidios, los asesinatos, las enfermedades mentales, las drogas y las perversiones avanzadas. También me han enseñado historias fantásticas sobre superheroínas implacables, mutantes, ciborgs, flores capaces de amar con delicadeza y pasión, juventudes inadaptadas llenas de rabia y melancolía, posibles mundos futuros, escenarios de ensueño, planetas lejanos, interesantísimas prácticas sexuales, chistes que nunca hubiera imaginado. Estas revistas me han proporcionado las experiencias más intensas que he conocido. Si aprendí a leer tan rápido fue de pura impaciencia porque no podía esperar a enterarme de todo lo que había en las viñetas. Soy consciente de que me llenan la cabeza de ideas para las que quizá no esté preparada, pero por otro lado me traen tales cantidades de belleza y libertad que si tuviera que elegir entre las revistas y las muñecas no sabría qué hacer.

 

De la mesita de noche hoy he capturado el especial de Navidad de 1989, un número bien jugoso que ya había estado en mi poder pero que se ha llevado desaparecido meses. Al parecer contenía un póster de Liberatore que nunca he llegado a ver. Ay, Liberatore, le debo tanto a esa persona. ¿Seré yo su fan más joven, seremos muchos los menores de diez años encandilados por su forma de colorear, escondidos en habitaciones mientras los padres duermen la siesta? En la portada hay una niña en bragas rodeada de Reyes Magos que le traen películas porno y juguetes guarros de todo tipo. Le tengo cariño a esta portada. Representa todo lo que en mi infinita ingenuidad esperé de la vida durante una corta etapa. La etapa en la que pedía perdón al suelo por haberme caído encima. Al final el suelo tampoco era mi amigo y no podía besarme el culo. Cuántas ilusiones rotas.