Czytaj książkę: «Vozdevieja»

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Una exministra del Partido Perruno dijo que las perritas sin pedigrí

eran más tontas que las de marca. Blackie no tenía pedigrí, pero sabía una cosa:

que eso de generalizar y discriminar sí que era una auténtica tontería.


Índice

Portada

Vozdevieja

Créditos

Primera parte

1

2

3

4

5

Segunda parte

6

7

8

9

Tercera parte

10

11


ELISA VICTORIA nació en Sevilla en 1985 y se rompió la paleta izquierda en 1992 jugando a pollito inglés. Por este orden y entre otras cosas, se ha dedicado a coleccionar muñecas Chabel, a vender pizzas y hamburguesas con gorra roja, a estudiar Filosofía y Magisterio Infantil y a escribir compulsivamente desde la pubertad como método eficaz de supervivencia. Ha publicado dos libros. El primero, Porn & Pains, salió en diciembre de 2013 gracias a Esto no es Berlín y fue reeditado en junio de 2017. El segundo, La sombra de los pinos, fue publicado en marzo de 2018 por la misma editorial. Ha colaborado en sitios como Tentaciones, Tribus Ocultas, El Estado Mental, Cáñamo, Vice, Playground, El Butano Popular, Primera Línea, diversos fanzines (Una buena barba, Clift, Orfidal, Yo no soy esa, Diario ultrasecreto de Honey, Fango) y antologías (Hijos de Mary Shelley, Erotismo desviado, La familia, Hijos de Sedna, Frankenstein resuturado, El Moyanito). Le encantan los cómics, los sintetizadores y chupar limones. Es capaz de comunicarse rápida y profundamente con los animales y los niños. Con los humanos adultos no tanto. Vozdevieja es su primera, y muy prometedora, novela.

Diseño de cubierta: Setanta

www.setanta.es

© de la fotografía de la autora: Joaquín León

© del texto: Elisa Victoria, 2018

© de la edición: Blackie Books S.L.U.

Calle Església, 4-10

08024 Barcelona

www.blackiebooks.org

info@blackiebooks.org

Maquetación: Newcomlab

Primera edición: abril de 2020

ISBN: 978-84-18187-27-8

Todos los derechos están reservados.

Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, la fotocopia o la grabación sin el permiso expreso de los titulares del copyright.

A mi tío Pepe, fiel protector de la infancia.

El vestido de gitana de mi madre acecha oscuro encima del armario. Es verde con grandes lunares negros. Cuando se lo pone es la mujer más guapa que ha pisado el planeta, pero lleva muchos meses ahí tirado y estoy harta de verlo desde la cama. De día no me inquieta demasiado, pero al quitarme las gafas para dormir los volantes borrosos se convierten en una enorme serpiente enroscada y cada noche me tapo la cabeza con la manta para que no me vea. Sería más fácil confesar que me da miedo, pedir que lo guarden en otro sitio, que sería también mejor para el vestido, tratar de imponer algo de razón al espejismo, pero esas ideas ni me las planteo. Las cosas son como son. Ya da igual de todas formas, en cuanto apago la luz sigo viendo la serpiente por mucho que cierre los ojos.

Hay ruido en el salón. Mi madre duerme allí porque vivimos en casa de la abuela y no hay cuartos suficientes. Antes hemos pasado por otros sitios pero apenas me acuerdo. Yo tengo mi propia habitación. Eso me hace sentir muy culpable. Un lujo desagradable. Aunque la pared esté forrada de un papel rosa con nubes blancas, es demasiado tenebrosa y no hago más que empeorarlo cubriendo la ventana de pegatinas. No puedo evitarlo, colocarlas ahí me da sensación de riqueza.

Tengo miedo, ganas de quejarme, de llorar un poco, más que de saber lo que ocurre. Pero me aguanto y espero. Mi madre entra a oscuras, me coge en brazos y me saca de la cama. Ocupo poco más que un bebé y la altura de su pecho resulta vertiginosa. Me lleva al salón como una ofrenda valiosa. Me cuesta despegar los ojos. Las luces duelen. No sé qué va a pasar y sigo sin gafas. Ella está nerviosa, perdida en una mezcla de cansancio y precipitación. Se nota que no es más que otra niña asustada en medio de un lío del demonio. En el sillón hay algunas cajas de juguetes sin envolver. Mi abuela está junto a la puerta de la casa. Intuyo que lleva puesta la bata azul y que tiene la cara muy seria. Abre la puerta y entran tres hombres con ropas brillantes armando jaleo. Dicen que son los Reyes Magos. Mi madre ni está contenta ni me pide que lo esté ni me suelta. Su pecho palpita como el de un toro. No piso el suelo. Baltasar acerca mucho la cara y habla sobre una cabalgata cargada de regalos que está por venir en mi honor, con tantos camellos que colapsarán la calle. Por qué no hoy, Baltasar, si hoy es el día. Me dan asco sus churretes negros derritiéndose y no quiero que me pringue. Preferiría ir a ver los juguetes de cerca y abrirlos ya, pero todavía no puede ser. Hay que esperar a que amanezca.

En menos de cinco minutos vuelvo a la cama como si nada, desorientada y confundida, imaginando esa poco probable procesión de interminables presentes. No recibo ninguna explicación. Los ronquidos de mi abuela no tardan en marcar la tranquilidad del hogar como un sereno insistente. Todavía no he cumplido cuatro años pero se me dan bien las cuentas. Esos no podían ser los Reyes Magos. Olían fuerte y raro. Ácido, ahumado. Han llegado con trajes deslumbrantes pero mal puestos. Venían con las manos vacías. Los regalos estaban ya sobre un sillón cuando ellos entraron, y les abrieron la puerta a destiempo. Está bastante claro que no es el tipo de majestad en el que me han enseñado a creer. Además aquí venía liderando Baltasar, era el protagonista, el que daba más miedo, y todos los que me conocen saben de sobra que mi rey es Melchor.

No sé quiénes serían esos tres, pero lo único que han conseguido es quitarme el sueño y chafarme la sorpresa de mañana. Los verdaderos Reyes no mantienen conmigo la conexión mental que esperaba y no han traído lo que pedí. Yo quería un peluche grande de Snoopy vestido de piloto y una Chabel Lluvia, la del anuncio de ambiente nocturno basado en aquella película con bailes que vi a trozos. Me encantan las películas viejas con música y coreografías en grandes escenarios, donde todo está limpio y pulido, donde los colores parecen pintados y los rizos nunca se vienen abajo. También me gustan las de romanos. Ojalá pudiera ser mayor y escapar a tanto desconcierto. Elegiría una vida en blanco y negro con tacones de los que no hacen daño. Colocaría un árbol de Navidad que llegara hasta el techo y ahogaría a mis amigos en regalos. Todo sería más fácil si no fuera tan repipi. Intento ocultarlo pero se me ve el plumero. Los anuncios de colonia, los bailes de la tele, las casas de muñecas, Xuxa. Adoro las cursiladas. La serpiente mansa y gruesa sigue encima del armario, pero ahora tengo otras cosas en la cabeza.

La mañana del seis de enero brilla una luz distinta, muy amarilla. Lo de anoche apenas me perturba. Estoy acostumbrada a ver el cielo despejado pero las escenas parecen hoy antiguas postales para el futuro. Abro las cajas como si las hubiera olvidado y reconozco que los juguetes nuevos emanan un encanto especial. Hay una Barbie St. Tropez en bañador que trae un peine de buen tamaño. Admiro el peine durante bastante rato antes de abrir el armario rosa, también de Barbie. No sé qué voy a meter dentro, vestidos no tengo ni uno, pero viene con tres perchas y está muy bien de espacio. Los siete pañuelos de tela, uno con un ratón estampado para cada día de la semana, no llaman en absoluto mi atención. A ver si se pasa la moda de regalar pañuelos. Muy chunga se tiene que poner la cosa para que los niños recurramos a esos trapitos. Antes me sueno los mocos con una bayeta. El oso de peluche rosa sin embargo me ha enternecido. Lo abrazo y pego saltos y lo coloco a mi lado para medir por dónde llega. Me preguntan qué nombre le voy a poner. Lo tengo clarísimo. Mi tío pediatra, el que vela por mí cada vez que necesito que me velen, el gran héroe al que idolatro.

—¡Pepe! —respondo.

—¿Otro Pepe?

—¡Sí!

—Pero si ya tienes dos Pepes.

—Pues otro Pepe. Éste va a ser el Pepe Rosa. ¡Pepito!

—Entonces vale.

El oso de peluche me ablanda el corazón y ahora miro los pañuelos con ternura. Saco uno y lo acaricio, curándolo de los malos pensamientos que antes le dediqué. El ratón del lunes va vestido de cartero, muy dulce. Esto no ha estado mal después de todo. Acabo de descubrir que el roscón está buenísimo. Algunos niños pasean sus juguetes por el patio mientras repito desayuno. Unas vecinas llaman a la puerta. Por lo visto en casa de la Tata ha aparecido un paquete con mi nombre. La Tata no es familia pero vive en el piso de arriba y la conozco desde que nací. La palabra Tata tiene un significado ambiguo y tierno muy concreto. Creo que es menos que abuela pero más que tía, y sin duda más que vecina. Si me viera sola ante un problema inesperado su casa sería la primera a la que acudiría.

La noticia del regalo sorpresa me llena de curiosidad y lo descubro en medio de un corro de piernas viejas. Es un maletín con accesorios brillantes para disfrazarse de princesa. Una corona, pulseras y no sé qué más. Lo miro sin decir nada. Una cosa es ser una cursi y otra una hortera. Entre las enormes figuras reina un silencio incómodo hasta que la Tata pregunta con cariño:

—¿Te gusta?

Me han enseñado a no decir mentiras, así que miro hacia arriba y sacudo la cabeza en señal de negación. Todo el mundo se desinfla. Pensaba que había hecho lo correcto, pero ahora me siento terriblemente culpable. La Tata agarra el regalo y se marcha hablando de devoluciones. Miro a mi madre encogida de hombros sin entender lo que acaba de pasar. Se agacha y me habla:

—Marina, hija, cuando te hacen un regalo tú tienes que hacer como que te gusta aunque no sea verdad.

—¿Por qué?

—Porque si no el que te lo ha regalado se pone triste.

—¿Por qué?

—Porque pensaba que te iba a gustar y le da pena no haber acertado.

—¿Y se ha puesto triste la Tata?

—Sí.

—Pero yo no quería que se pusiera triste.

—Ya lo sé, hija —me abraza y suspira—. ¿Pero lo entiendes?

—Sí, lo que pasa es que entonces nunca me van a regalar algo que me guste.

—Tú dime a mí lo que te gusta y ya verás. Y si no te gusta algo que yo te regale me lo puedes decir que no pasa nada.

—¿Te has enfadado, mamá?

—No, no pasa nada, tú no sabías lo que había que hacer.

—¿Y la abuela?

—Tampoco.

—¿Y la Tata?

—No lo sé, pero si se enfada ya se le pasará, que tampoco era para montar drama, si a la niña no le ha gustado pues que le den por culo al regalo, qué quieres que te diga.

Después de comer arrojo el botín encima de la cama. Juego a que la Barbie es bella y malvada como la bruja de Blancanieves e intenta destruir todo lo que tengo sin éxito. Mi madre viene a saludar. Solo soy capaz de apreciar lo bonito que es el papel de la pared cuando ella está en la habitación. La luz de la tarde colorea su palidez natural. A medida que se acerca, su pelo rizado, suelto y negro, emite algunos destellos rojizos. Trae el pijama puesto y los labios pintados. La suelo ver así por la casa, aunque pasa mucho tiempo fuera. Tiene treinta y un años y un montón de problemas.

—¿Cómo estás?

—Bien.

—¿Te gusta la muñeca?

—Sí.

He aprendido la lección, ya tendré ocasión de hacerle saber lo que quiero cuando ambas estemos más preparadas, por hoy hemos tenido bastante. Aunque no sea lo que yo he pedido, la Barbie es guapa y me viene bien para practicar. La he llamado Katrina porque tiene una cara de villana sensacional y ese nombre me sugiere terribles maldades. Me da rabia no contar con la destreza necesaria para manejar objetos de valor. Estoy deseando que me regalen una cinta con canciones de Michael Jackson.

—Pero mamá.

—Qué.

—Los que vinieron anoche no eran los Reyes Magos de verdad, ¿a que no?

—No, era tu padre con unos amigos. Los Reyes de verdad son magos y no se pueden ver.

—Ah, claro. ¿Y cuál era mi padre?

—Baltasar.

—Pues yo prefiero a Melchor.

—Claro, y yo.

Confirmar que el de anoche era mi padre también resulta tranquilizador. No se le puede pedir tanto a los simples mortales. ¿Quiénes serían sus amigos? Seguro que tenían buena intención. He hecho reír a mi madre y me da un beso. La humedad de sus labios es incómoda, pero los pulmones me explotan de felicidad. Me pregunto cuánto tiempo tardará la Tata en perdonarme, cuánto durará esta ilusión.

Primera parte

1

He cumplido nueve años y la Tata todavía me guarda rencor. Ahora vivo en otro barrio, voy a un colegio que no me aterroriza del todo y paso muchas tardes en el parque Amate pendiente de lo que ocurre alrededor del estanque. Está relleno de cosas que la gente arroja. Un carrito de bebé, un andador, una muleta. A veces viene un niño con un barquito teledirigido. En invierno me pareció entrever un gran pez saltando por encima del agua e incluso escuché el sonido, pero cuando miré solo me dio tiempo de distinguir el último coletazo. Tengo la teoría de que era un esturión, pero nadie me apoya. El estanque es bastante pequeño, la verdad.

Me he vuelto alta y atenta. Nunca olvido. Echo de menos los mimos diarios de la abuela pero he comprendido que en este mundo no hay dueña y señora más grande que mi madre, que cada vez tiene pinta de estar más mala. Prefiero que tengamos nuestra propia casa aunque haya que compartirla con Domingo, el último novio raro que se echó. Este barrio es un poco más moderno que el anterior y la abundancia de ladrillo rojizo resulta acogedora. A estas alturas hemos conseguido entendernos entre los tres. Las cosas no van mal del todo. El problema está dentro de mí. La mayor parte del tiempo la dedico a disimular con todas mis fuerzas, a fingir que lo que nos rodea no me extraña hasta la médula. Es difícil confiar en los demás porque a ellos no parece costarles tanto interpretar su papel y eso me inquieta. Ni siquiera diría que están actuando, es como si para ellos la vida fuese algo natural y para mí algo forzado. Cada vez que hablo con alguien me cambia la voz, me sudan las manos y noto que mi disfraz de humano es de mala calidad. Cuando estoy sola siento que soy yo misma pero tengo que luchar contra el abismo de libertad y terror que se abre sobre el suelo que piso. Ansío la compañía de un aliado constantemente. En el colegio, en el bloque, en las plazoletas.

Hoy me levanté temprano para ir a clase pero por suerte eso queda lejos. De viernes a domingo abandono la vida escolar para regresar durante todo el fin de semana al suave caos que siempre ha reinado en casa de mi abuela. Estamos las dos solas con Canica, una perrita peluda con el lomo negro y la barriga blanca. Es muy simpática. Se supone que me la trajo Papá Noel pero siempre tuve dudas porque quien entró por la puerta fue un muchacho de unos veinte años que me la colocó sobre el regazo. Yo esperaba que llegara el verdadero Papá Noel a media tarde, llamando al timbre, o por lo menos otro tío disfrazado. Era tan pequeña y tan bonita que la paseé durante semanas metida en un cochecito de juguete. Seguiría haciéndolo pero ya no se deja. Cuando nos fuimos a vivir con Domingo, se quedó con la abuela. Liamos croquetas en la salita con la tele puesta. Nos gustan los programas de misterio, aunque luego ella puede dormir y yo no. Le ha entrado sueño y nos desnudamos juntas en su dormitorio. Bajo la apariencia fresca del vestido rojo que llevaba subyace una combinación color carne. La combinación es una prenda que no entiendo y que ya debe dar mucho calor por sí sola, pero aún tiene que desprenderse de varias capas, las más rígidas. El sujetador, la faja y las bragas crean una armadura de ballenas que se le clava en la piel morena y blanda.

—Niña, ayúdame con los corchetes.

Me arrodillo sobre la cama y la libero de esa coraza gruesa que no parece molestarle nada durante el día. Suspira, se sienta y me agacho para bajarle las medias. Suspira otra vez y me habla.

—Mira, mañana...

—Qué.

—Espérate que lo estoy pensando.

Transcurren unos segundos mientras entorna los ojos con el dedo índice atrofiado en ristre. Con la otra mano agarra un cigarro y lo enciende. Cuando expulsa la primera bocanada de humo, sigue elaborando el plan.

—Mira, mañana voy a meter los pies en un palangano con agua y sal.

—Sí.

—Y luego tú coges las tijeritas, chiqui chiqui chiqui, y me cortas las uñas.

—Vale.

—¿Te parece?

—Vale.

—Que estoy que parezco un gavilán.

—Es verdad.

—Ea, ahora voy a hacer caca.

—Voy contigo.

La idea de cortarle las uñas de los pies resulta dificultosa e incluso algo atemorizante, pero me veo capaz de llevarla a cabo, la forma en que la propone es divertida y no gano nada poniéndole pegas. Ella hace muchas cosas por mí con gusto. La sigo despacio hasta el baño y en el giro pierde el equilibrio.

—¡Coño!

—¿Qué ha pasado?

—Nada, que me he dado con la esquina del ropero.

Tiene setenta y dos años, es bajita, barrigona y no se arrepiente de nada. Hasta hace poco lo único capaz de causarle pudor era su propia sonrisa en algunas fotos alegres. Pero desde que el año pasado estrenó dentadura postiza para ir a la Expo’92 se siente invencible. Ahora solo parece pesarle que me estaba cosiendo un vestido de flamenca muy complicado y en marzo le dije que no siguiera, que no me lo iba a poner, que no pensaba volver a pisar la Feria. La entiendo porque en Sevilla lo de vestirse de gitana es una cosa muy seria y dejar abandonada semejante labor de costura, con lo avanzada que estaba, le tuvo que dar coraje. Me lo echa en cara casi todos los días. Creo que nunca ha sido tan feliz. Se sienta sujetando el cigarro y yo le hago compañía acuclillada en el suelo. Me gusta verla cagar. Unas veces hablamos y otras no, pero siempre me hipnotiza su ritual del papel higiénico. Con parsimonia oriental, corta dos trozos de idéntica longitud y los coloca delicadamente sobre sus muslos. A menudo comenta que su abuela era china, y cuando está mi madre alrededor me dice por lo bajini que en realidad era filipina pero que para ella es lo mismo y se hace un lío. Arroja la ceniza en el bidé. Son las tres y media de la mañana y solo se escucha su respiración pausada. El sonido de la caca al salir me resulta muy satisfactorio porque soy una niña estreñida, una súbdita en bragas blancas a sus pies. Está desnuda, erguida en un trono que lleva disfrutando solo la tercera parte de su vida, paladeando las comodidades que le brinda el progreso con la boca llena y los trozos de papel blanco colgando equidistantes de sus piernas. Un alarido rompe la cálida paz del vecindario. Dirijo una mirada compasiva hacia el techo porque en el tercero vive en desgracia una familia con un hijo discapacitado, grande y aparatoso como un rinoceronte llorando por su cuerno perdido en medio de la selva.

—Angelito, se ha desvelado —murmura inclinando la cabeza.

—¿Cuántos años tiene?

—Casi cuarenta.

Se pone el camisón blanco de flores, enciende la radio y nos acostamos juntas en la cama de matrimonio. Para ahuyentar los fantasmas de la noche, intento pensar en algo agradable.

—¿Cuánto queda para que nos vayamos de vacaciones?

—Pues... no sé, vamos a contar los días. ¿A qué estamos?

—No sé.

Saca un pequeño calendario de la mesita de noche y echamos la cuenta mientras se le empiezan a cerrar los ojos. Nos encontramos a veinte días de la gloria. El rumor de la radio me mantiene despierta y acompañada mientras miro el camisón. Es mi favorito, el que más temo. Su estampado me brinda ambiente de libertad porque lo relaciono con las vacaciones de verano, pero también simboliza el momento exacto en que el lado siniestro de la existencia se materializó por fin para mí. Hacía mucho que lo veía venir. Acechaba en las siluetas de La princesa caballero, en las sillas de respaldo alto, en las luces que se movían sobre los muslos de mi madre dentro de los escasísimos taxis que habíamos cogido por la noche, en la máquina de coser de mi abuela, la misma Singer pesada con el mismo mueble de imitación caoba desde los sesenta. Este lado siniestro enseñó por fin la patita por debajo de la puerta en Punta Umbría en 1990. Tres momentos destacados acontecieron en aquella Residencia de Tiempo Libre.

El primero desencadenó un malestar sin precedentes. Teníamos en la habitación un paquete de galletas rellenas de chocolate. Cada galleta se me hacía eterna, árida y dura, difícil de masticar. Saciaba mi apetito en segundos dejándome empachada e insatisfecha. Decidí manejar el asunto comiéndome solo el chocolate, que era lo que me interesaba, arrancándolo con la precisión de aquellos dientecitos de leche sin romper que tanto añoro. Sabía que podían reñirme severamente por desperdiciar el alimento, así que por la noche me levantaba a hurtadillas y, al amparo de la oscuridad, dejaba las galletas lamidas como el plato de un perro en una esquina discreta del balcón. Arrojarlas al exterior era una gamberrada insoportable muy lejos de mi nivel. No tardaron en descubrir el alijo secreto y la reprimenda fue épica. La lección quedó clara: si en esta vida pretendes comerte solo el chocolate, necesitas un sitio donde esconder las galletas secas en condiciones.

El segundo y más importante tuvo lugar aquella misma noche. Inquieta e insomne a costa del disgusto en la camita supletoria junto al somier de mi abuela, empecé a sentir miedo de encontrarme a ras del suelo. Escalé con sigilo hasta lo alto del colchón y me apreté contra ella, que llevaba el mismo camisón que hoy. Los mosquitos caminaban sobre la piel tierna y tostada de la anciana, gran cazadora, que a veces se daba un manotazo inconsciente y se rascaba el cadáver sanguinolento. Cuando por fin se me abrían las puertas de la duermevela, visualicé la primera imagen de la noche: un gran ejército formaba filas escuchando las órdenes de su coronel, un personaje esbelto y sinuoso que se paseaba de un lado a otro dando voces. En mitad del discurso, el coronel se deshizo como si sus miembros fuesen de cuerda, dejando en el suelo una madeja de lianas color carne. Al abrir los ojos, me di con la robusta espalda cubierta de florecitas de colores desconfiando de mi propia conciencia, esa traidora inesperada.

El tercer momento dramático fue de lo más común. Un niño impulsivo que no conocía decidió sumergirme por la fuerza en la piscina y tratar de ahogarme. Incluso cuando distinguí desde dentro del agua figuras adultas acercarse alarmadas, pensé que no iban a ser capaces de disuadir semejante arrebato, que no les iba a dar tiempo de salvarme. No era para tanto, pero los niños somos débiles y a veces ocurren accidentes. Pensé que a lo mejor me moría allí mismo. No quisiera volver nunca a Punta Umbría. Este año será diferente. Este año subimos de nivel y nos vamos a Marbella, la capital del lujo y el bienestar.

Es sábado. Hemos comido huevos fritos con patatas y un festín de inagotables croquetas. Como me he levantado tarde, el almuerzo se ha servido a la hora de la sobremesa. Mi abuela lleva despierta desde las doce, está vestida y tiene las cejas pintadas. Yo estoy en bragas y camiseta, revuelta, recién levantada. En la tele echan Banana Joe. Tenía muchas ganas de verla porque en el anuncio parecía muy divertida. Los chistes y el conflicto resultan algo decepcionantes, pero de la banda sonora nunca me canso. Achaco el fiasco a mi inmadurez y hago como que lo pillo todo, como que soy capaz de percibir una calidad que la película no tiene. El primer postre son dos rodajas de sandía. El segundo es un bloque de helado de tres sabores. Fresa, nata y chocolate. Nos cortamos un palmo para cada una y ella vuelve a meter los pies en agua con sal. Chapotea y observa el proceso. Lleva dos horas así.

—Niña, esto ya está, coge las tijeritas.

—Sí, sí.

Hace el gesto de cortar con sus dedos retorcidos y murmura de nuevo el chiqui, chiqui, chiqui.

—¡Que sí!

—Bueno, si quieres te puedes esperar a los anuncios.

—No hace falta.

Imposto sacrificio e interés cuando en realidad la película me parece un muermo. Además así quedo bien, salimos las dos ganando. Lo de las uñas de gavilán me aterra, justo por eso quiero acabar cuanto antes. Con un bocado de nata derritiéndose todavía en la boca, me postro y le sujeto un pie húmedo como un enorme garbanzo reblandecido entre las manos. Apoyo el talón de crustáceo en mi rodilla cubierta de postillas de diferentes caídas y procuro no llegar a tocar ninguna uña. Las tijeras son grandes y afiladas. Son las tijeras de la costura, pero es lo que hay.

Mientras llevo a cabo la operación, ella fuma complacida.

—Qué talento tienes —comenta. Sonrío con la boca cerrada, me trago la nata y me peleo con la uña del dedo gordo, la más gruesa y rebelde, rizada sobre sí misma en espiral.

—Ofú —resoplo—, ¿te duele?

—Qué va, no me duele nada, dale ahí un picotazo bueno, aprieta fuerte.

Aprieto con las dos manos y un trozo de uña amarillenta sale disparado.

—Ole mi niña, ¿no te digo yo que tienes mucho talento? Tu madre no tenía a tu edad ni la mitad de luces que tú.

—¿No?

—Qué va, era muy bonita y muy lista y muy graciosa, no te digo que no, ¿pero las luces que tú tienes? Eso no se ha visto, la única pena es que te tiene tu madre tan derecha que un día te va a dar un ictus.

—¿Un ictus qué es?

—Como un jamacuco pero de la cabeza.

—Ah.

—Del cerebro.

—Ya.

—Que no te dejan decir ni ofú, digo yo que no hará falta ser tan sargento, si no das problema ninguno.

—¿A que ofú no es para tanto?

—Cómo va a ser para tanto, aquí conmigo te dejo decir hasta mierda, fíjate lo que te digo.

Me río y corto una uña pequeña con gran precaución.

—Coño ya no, ¿eh? Coño es mucho, no puede ser. Yo eso lo digo solo si me he pegado un porrazo o estoy disgustada o algo así fuerte.

—Vale, vale, eso no, si solo de pensar en decir coño en alto ya me agobio. Uy, lo he dicho.

—¡Che! Coño ni en broma, ¿eh? Que como se te escape delante de tu madre me corta el pescuezo.

Se le escapa el humo del cigarro y su barriga se agita a base de reírse. Abre tanto la boca que le veo la dentadura contra el paladar desde abajo. Yo también me río y agarro el otro pie. El segundo siempre es más fácil que el primero. Te sabes ya el camino y solo queda la mitad.

Estoy otra vez en el barrio de ladrillo rojizo, acaban de recogerme. Ojalá me dejaran tener un pintalabios del color de estas fachadas. Son las siete de la tarde y ya tengo la mochila preparada con los libros del lunes para ir al cole mañana. Acompaño a Domingo a comprar tabaco. Aunque sea el novio de mi madre parece más un hermano mayor con trabajo que un padre. Es tartamudo y muy pedante, complicada combinación a la que sin embargo tardé poco en acostumbrarme. A la gente le cuesta entender lo que dice, pero a mí no. Por fortuna o por desgracia, proporcionalmente soy la criatura que más tiempo ha pasado escuchándolo hablar y conmigo tartamudea menos. Se suele quedar enganchado en las enes, las emes, las eses, las eles y las tes. Las vocales tampoco se le dan bien. Me escudriña como un diablillo inquisidor y se divierte chinchándome hasta la saciedad un año tras otro. Mi madre y él se han peleado muchas veces, pero ya no creo que se vaya a ir nunca. Cuando la relación parecía que se afianzaba, un día ella le dio un codazo y nos dejó solos en el sofá.

—Oye, niña.

—Qué.

—Hablemos de terminología.

—Eso qué es.

—De palabras.

—Bueno.

—Venga.

Carraspeó y prosiguió impostando seguridad:

—Tú sabes que aunque yo no sea tu padre me puedes llamar papá.

Nos miramos los dos con cara de póker. Se nos escaparon unas risitas histéricas.

—Qué va, no hace falta.

—Ya, eso lo sabemos, pero si te gusta lo podemos hacer así.

—Que no, que no.

—¿Seguro?

—¡Que no, que sería muy raro!

—Sí, coincido, a mí también me parece raro, era por si tú querías y no te atrevías a decirlo.

—Mejor no.

Nos dimos la mano. Distinguí en él una mezcla perfecta de tristeza y satisfacción. Es una de las pocas personas que claramente está también disimulando a duras penas, pero que no lo admitiera siendo tan mayor me llenaba de dudas. Tras un minuto en el que compartimos sentimientos de extrañeza, propuso un nuevo plan:

—Bueno, pues como estamos de acuerdo y necesitamos definir la situación de alguna manera, vamos a constituir un vínculo de negocios.

Sacó un papel y empezó a redactar un contrato. Entonces yo tenía seis años. Él, veintiocho. No me daba cuenta porque se estaba quedando calvo y tenía la barba muy negra, pero su aire era pillo, fresco y juvenil como el de un muchacho recién salido del instituto. El contrato establecía un compromiso de manutención hasta mi mayoría de edad, momento en que la deuda pasaría a corresponderme, adquiriendo mi parte la obligación de mantenerle a él hasta su muerte. Me otorgaba la beca con más intereses de la Historia. Una vez más, esa fusión tan característica de broma ligera y crueldad invadía mi estómago. Era un trato retorcido. No entendía si iba en serio o no. Obviamente quedaba una eternidad para que cumpliera dieciocho años, pero él se frotaba las manos con avidez, como un villano longevo salivando por mi alma. Desde aquel día pasó a llamarme socia, apelativo simpático capaz de resumir nuestras implicaciones a gusto de los dos. Reconozco que a mí tampoco me hacían gracia los romanticismos. En ese sentido estábamos en el mismo barco. Pronto hará tres veranos que vivimos juntos y su presencia todavía me coge por sorpresa en el pasillo. Cuando estamos solos algo me mantiene alerta, el mismo tipo de sospecha que imagino en los niños con hermanos impredecibles. La diferencia es que a él le han otorgado autoridad sobre mí. Sigo añorando la figura de un padre, pero si me dan a elegir, creo que Domingo me cae mejor.

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