Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea

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En plena era globalizada y descentrada, Materia dispuesta invita a mirar la orilla, el borde, la periferia, “Terminal Progreso” entre los años 60 y 80. Así, más que un simple hacer memoria del pasado, Villoro pareciera estar preguntándonos hasta qué punto las ciudades latinoamericanas son ciudades globales y hasta qué medida se ha desvanecido la jerarquía centro-periferia en nuestro paisaje urbano o en la aldea global de la que se supone somos parte.

Frente al problema de la desterritorialización, Renato Ortiz propone una nueva configuración del espacio como conjunto de planos atravesados por líneas de fuerza con tres dimensiones simultáneas: las historias locales, las historias nacionales y la mundialización, todas existentes en la medida en que son vivencias de lo cotidiano (62). La vivencia de Mauricio en su niñez y adolescencia, es la de vivir en el límite de la ciudad, en la “orilla de la nada” (31), “en espera del rescate” (38), en un “planeta abandonado”, “borde nunca rebasado de la ciudad” (29), lugar de los desechos.

En la línea de Deleuze podríamos decir que si hoy, Terminal Progreso, la última estación del tranvía, es donde termina, pero también hasta donde llega el progreso y la modernidad. Desde allá, a “medio camino entre el feudalismo y la primera industria” (180), Mauricio escucha la ciudad vibrando, eléctrica (28) en vertiginoso crecimiento (Cameiro, 2011: 295).

Sobre el descentramiento de las ciudades posmodernas y, sobre todo, de las megalópolis como Tokio o la Ciudad de México ya hemos hablado anteriormente, citando un artículo que el propio Villoro escribió a propósito de la comparación de las diferentes urbes con masas acuáticas, en particular océanos cuya verdadera existencia no radica en sus lugares –entendidos como sitios específicos provistos de significado– sino en los traslados –los flujos y corrientes– que las recorren. Son realidades determinadas por el tránsito. Terminal Progreso se encuentra localizada precisamente al final de estos tránsitos urbanos. Esto la convierte en una orilla indiscutible.

En la novela, esta sensación doble de isla y orilla nos es espléndidamente descrita por Mauricio en un momento en el que expresa su nostalgia por la presencia de Pancho, su mejor amigo de la infancia, a cuya sombra siempre vivió. Los separa un hecho muy poco ortodoxo. Ambos niños juegan con la ambigüedad sexual y gravitan en torno a un vulcanizador a quien Mauricio identifica con la figura, justamente, de Vulcano y que está, por lo tanto, firmemente vinculada con el fuego. La ruptura de los límites entre este personaje y Pancho los conduce a un momento de confusión y alejamiento. Durante este periodo, Mauricio se queja:

Esta etapa de celos y despecho significó, entre otras cosas, abandonar nuestras fantasías de náufragos. Veíamos un programa de televisión sobre un grupo de sobrevivientes en una isla desierta, los aparatos rescatados del naufragio eran comparables a la incipiente tecnología de Terminal Progreso, pero sobre todo nos identificábamos por estar a la orilla, en espera del rescate. Para los náufragos la vida se hallaba lejos, en las voces crujientes que a veces llegaban al radio de onda corta; para nosotros, en los resplandores mercuriales que avistábamos desde la azotea, aferrados a las jaulas para colgar la ropa.

Al apartarme de Pancho dejé de confundir las antenas distantes con los mástiles de los barcos que venían a salvarnos. La ciudad que durante los últimos meses había adquirido una condición marina, empezó a volverse subterránea (Villoro, 1997: 38).

Es curioso cómo el estado de ánimo de Mauricio determina la condición acuática o subterránea de la ciudad. Llama la atención cómo, en sus juegos, los niños se vivían como dos náufragos arrojados a una isla en la que, a la vez, predomina la sensación de orilla, de vivir arrojados y a la espera de un rescate. Esto contrasta, sin lugar a duda, con la sensación de seguridad que la “isla” del barrio de San Lorenzo proporcionaba a Fernando Balmes, cuyo principal reto es cruzar el puente que lo lleve lejos de ahí y fuera de sí mismo. La marginalidad de Terminal Progreso no es un valor ni una comodidad como lo es esa especie de encierro en sí mismo del barrio donde se encuentra asentada la clínica de ojos de El disparo de Argón. Quizás esto radica en que, al ser un barrio central, San Lorenzo participa en verdad de la identidad de la urbe y la representa, mientras que Terminal Progreso está condenada a una tensión constante en el filo del devenir que no puede resultar ni cómoda ni acogedora.

En esta línea, otro fenómeno muy interesante que señala Carneiro y que forma parte integral de la sustancia significativa de este barrio inventado por Villoro es la desterritorialización y reterritorialización constante a la que está sometido. Es la ciudad, pero no acaba de serlo; es el lago, pero se seca. No termina de convertirse en tierra,y, sin embargo, los vestigios de roca de la ciudad antigua emergen constantemente de sus fondos, contrastando con las torres eléctricas que lo pueblan. Se viste y se despoja de su identidad constantemente. En este sentido, Terminal Progreso es la metáfora espacial para el estado del alma de Mauricio que no puede dejar la infancia o la adolescencia, que no se define sexualmente, que a todo permanece abierto, incluso a la profesión que ejercerá, y todo lo experimenta. Terminal Progreso es, al final, la metáfora de la “materia dispuesta”.

Y existe un último elemento en la novela que hemos rodeado con anterioridad no solamente hablando de la obra de Juan Villoro sino, ya antes, en el análisis del poema “Acrosomas” de José Emilio Pacheco, que se manifiesta también metafóricamente afín a esta estética de lo limítrofe, de lo constantemente en el filo del devenir y es central en el tejido de Materia dispuesta: el ajolote. Si Terminal Progreso es la imagen espacial del alma de Mauricio, el ajolote es una especie de nahual del protagonista. Un nahual es, en la cultura mesoamericana, y particularmente en la azteca y la maya, aunque en ésta última se le llame “chulel”, un concepto espiritual que se asemeja en su significado a “interior” u “oculto”. En estas culturas se cree que cada individuo, desde el momento mismo de su nacimiento, tiene asignado el espíritu de un animal que le sirve de guía y protección. Estos entes, llamados nahuales, usualmente se manifiestan de manera onírica, en la forma de cierta atracción por el animal que nos ha sido asignado, o con la posesión de una o varias de sus características. Así, por ejemplo, una persona cuyo nahual fuera un cenzontle podría poseer una voz privilegiada y estar inclinada al canto.

Pero no todos los contactos con los nahuales son sutiles: se cree que muchos brujos y chamanes poseen un vínculo estrecho y consciente con los suyos que les proporciona una serie de poderes. La aguda visión del águila, el olfato del perro ola agilidad del ocelote se convierten en herramientas de estos hechiceros e, incluso, es una creencia popular que los brujos más poderosos pueden tomar la forma de su nahual.

En el caso de Materia dispuesta, el contacto que Mauricio mantiene con su supuesto nahual –hay que recordar que soy yo y no Villoro quien ha dicho que podría serlo– no alcanza los niveles más intensos; sin embargo, el protagonista de la novela comparte con él muchas de sus características y el animal aparece constantemente a lo largo de su historia, marcándola y otorgándole sentido.

El ajolote o axolotl, “monstruo de agua” (atl: agua; xolotl: monstruo, perro) no es, de ninguna manera, un animal elegido al azar o sin peso tradicional y significativo. Por el contrario, este anfibio tiene profundas connotaciones en el contexto de la identidad mexicana –y, sobre todo, en la de la Ciudad de México– y ha aparecido en múltiples ocasiones en la mitología, la literatura6 y diversos ensayos filosóficos. Se trata de un tipo de salamandra con cuatro extremidades cortas y una larga cola que, en total, mide entre 20 y 30 centímetros, aproximadamente. Es originario de los lagos del Valle de México, más precisamente de las aguas de Xochimilco, en donde tiene lugar la narración que nos ocupa. Este animal, como he mencionado antes, puede reproducirse tanto en estado larvario como adulto, es decir, es una especie neoténica. Hoy en día se encuentra en peligro de extinción.

La importancia del ajolote en la cultura de la Ciudad de México se remonta a la mitología azteca. Espero se me perdone la larga cita que estoy a punto de introducir, sin embargo, me parece interesante que sea el propio Villoro quien nos relate su origen a través de un fragmento que escribió para hablar de la obra del pintor Brian Nissen:

La cosmogonía prehispánica registra un momento de intenso dramatismo en que los astros se detuvieron y el viento no soplaba. El cosmos vivía en paréntesis. Para reactivar la vida, los dioses se reunieron en Teotihuacán. En un gesto de desesperación sagrada, acordaron suicidarse. Entonces surgió un disidente. Fray Bernardino de Sahagún lo relata en estos términos: “Dícese que uno llamado Xólotl rehusaba la muerte.”

El dios reacio era gemelo de Quetzalcóatl. Con fría lucidez, argumentó que el sacrificio sucedería en vano. Tuvo razón. Los dioses se aniquilaron sin que soplara el viento.

El clarividente Xólotl es un dios conflictivo. Mostrar lucidez en contra de la mayoría no otorga prestigio. En consecuencia, el gemelo oscuro de Quetzalcóatl adquirió una reputación incierta. De acuerdo con Roger Bartra, fue visto como “un numen ligado a la muerte y a las transformaciones”. Perduró como una deidad ambigua: el dios ajolote.

En aquel congreso de Teotihuacan, Xólotl, que amaba la vida, cayó en pecado de indisciplina. Para preservarse, escogió una zona intermedia, entre la tierra y el agua. Fue, como el ajolote al que dio nombre, un ser inmaduro, en permanente estado larvario, temeroso de mutar en estable salamandra.

 

No es casual que esta criatura, que al decir de Bartra representa la vacilante identidad del mexicano, haya atrapado la atención de Brian Nissen, quien ha dedicado su trayectoria plástica a reinventar las posibilidades del agua. Una de sus mejores piezas es un extranjero de la naturaleza, el ajolote blanco que creó para Roger Bartra.

El axólotl era visto por los antiguos mexicanos como un “juguete” o un “monstruo” de agua. Aunque opuestas, ambas interpretaciones ayudan a definir los trabajos de un pintor encandilado por el océano, las mareas, el fluir líquido de los colores y la voluntad de avanzar contra corriente (Villoro, 2012).

Ya una vez las consideraciones de Villoro sobre Onetti nos ayudaron a iluminar su propia obra. Aquí ocurre lo mismo. Es curioso –y, de alguna manera, natural– cómo este escritor, al hablar de los escritores y artistas que le apasionan, suele arrojar luz sobre sí mismo y sus creaciones. En el fragmento que acabo de citar podemos darnos cuenta de la fascinación que ejerce sobre este autor la figura del ajolote y en qué lugar lo sitúa en términos de simbología. Para Villoro, Xólotl, el ajolote, es un dios lúcido, que va a contracorriente, ambiguo, vacilante, indisciplinado, pero injustamente subestimado: ama la vida y por eso decide quedarse en un estado intermedio entre la tierra y el agua, no mutar, rehuir la muerte y la definición, que en mucho se parecen.

Estas son, sin duda, características del personaje principal de esta obra de Villoro que, a primera vista, puede resultarnos un ser detenido, sin capacidad de evolucionar, y que, sin embargo, posee una sensibilidad, una lucidez y un amor por la vida que resultan notables. El último párrafo de la cita podría aplicársele también, literalmente, al autor mexicano que es un escritor –como Nissen un pintor– “encandilado por el océano, las mareas, el fluir líquido [de su ciudad natal, podríamos añadir,] y la voluntad de avanzar contra corriente”, es decir, que es un creador muy apegado a las imágenes del agua.

El texto también nos revela que Villoro, a pesar de protestar constantemente contra los estereotipos de la mexicanidad, siente un apego profundo por la mitología azteca y su simbología. En Materia dispuesta nos encontramos con el trasfondo del dios Xólotl, pero en El disparo de Argón, en la simbología de la clínica, se nos aparece, sobre todo, el dios Tezcatlipoca, de quien hablaremos cuando analicemos las imágenes de aire de la urbe en este escritor.

Roger Bartra y su libro La jaula de la melancolía es un referente que tampoco podemos perder de vista, ya que su presencia tanto a lo largo de las reflexiones de Villoro como en la médula de algunas de sus creaciones literarias –sobre todo esta novela– es más que evidente. La obra de Bartra es una reflexión crítica sobre la cultura mexicana contemporánea, una puesta en abismo de sus lugares comunes y sus espejismos a través de la figura del axolotl, que desde hace siglos ha sido sujeto de “mexicanización” y susceptible de representar las facetas más aclamadas de nuestra identidad. Según la crítica Tamara Williams, en Materia dispuesta,

La introducción del ajolote como una especie de tótem del protagonista, así como la correspondencia intertextual entre la obra del eminente sociólogo mexicano, probablemente no es gratuita, sino paródica. Si esto es correcto, al parodiar el ensayo socio-político de Bartra, Villoro genera un comentario metaficticio y auto-referencial implícito que subraya la intencionalidad de su novela. En efecto, la narrativa de Mauricio tiene mucho en común con el estudio de Bartra, cuyo objetivo es rastrear el punto débil en los estudios sobre “lo mexicano”, que desde la Revolución de 1910 hasta ahora han logrado construir la expresión de “una cultura política hegemónica que se encuentra ceñida por el conjunto de redes imaginarias de poder, que definen las formas de subjetividad socialmente aceptadas, y que suelen ser consideradas como la expresión más elaborada de la cultura nacional” (Williams, 2011: 346-347).

El elemento paródico tanto para con la propia identidad mexicana como con la obra de Bartra es clave, lo hemos visto ya. Sin embargo, hay que ir poco a poco. Volvamos a la novela. El ajolote es una presencia continua y muy acentuada a lo largo de la narración y está tan identificada con Mauricio Guardiola como con la ciudad en la que habita. Ocupa un lugar en el discurso que se asemeja a su naturaleza: híbrido. Por un lado, forma parte del discurso de la mexicanidad en torno al cual se ironiza; por otra, su renuencia a ser lo salva y lo instala del lado de la ambigüedad y la ironía. La primera vez que se menciona, es el arquitecto Jesús Guardiola, con ayuda de las muy mexicanamente icónicas láminas de José María Velasco, quien explica su existencia: “En las cátedras de sobremesa supimos que el ajolote Siredontigrina había escogido nuestra colonia para salir al mundo. Mi padre nos mostró un par de láminas del célebre paisajista José María Velasco que ilustraban la metamorfosis del ajolote en salamandra” (Villoro, 1997: 44).

Lo curioso es que Jesús Guardiola siempre estuvo a favor de la metamorfosis del ajolote. En alguna ocasión, le dice a Mauricio que sólo los mejores consiguen convertirse en salamandras y que es tan difícil que uno lo haga como el convertirse en un verdadero hombre –entiéndase, como él. Para Mauricio, en cambio, el periodo de ambigüedad, la capacidad de prolongarla, es quizá lo más interesante. En palabras de An Van Hecke,

El padre de Mauricio le avisaba que “los ajolotes podían mutar, no todos, sino los escogidos”. “Yo tenía que vigilarlos, cuidar la temperatura del agua, revisar que siguieran siendo tres” (85). Así como el niño no quiere que sus ajolotes se transformen en salamandras, él tampoco quiere transformarse en hombre. En términos del padre, y de acuerdo con el ideario del machismo mexicano, sólo “los escogidos” se transforman en hombres. También el tío Roberto establece explícitamente la relación entre el ajolote y la adolescencia. Este tío es miembro de la sociedad Quinto Sol, un grupo esotérico o teosófico fascinado por la leyenda de Quetzalcóatl, y le enseña a su sobrino Mauricio la importancia del ajolote: “Su mente de safari se entusiasmaba con los dioses animales y le otorgaba al ajolote muchas posibilidades simbólicas. Lo híbrido, lo anfibio era algo que yo debía entender por ‘cursar la adolescencia’” (144) (Van Hacke, 2009).

Así, el ajolote, para el protagonista, está siempre vinculado con la frontera entre una cosa y otra, una frontera que, para él, en los términos en los que plantea su existencia, resulta totalmente deseable. Es la encarnación de la disponibilidad y la hibridez. En la cita anterior lo vemos vinculado directamente con la adolescencia que se niega a transformarse en juventud adulta. En otros momentos, lo encontramos relacionado con la ambigüedad sexual. Mauricio nos narra algunas de sus experiencias infantiles:

Las mujeres suaves seguían lejos de mi interés, por lo demás, en Terminal Progreso las niñas no salían de sus casas y las únicas piernas que se acercaban a las mías eran las de los amigos, llenas de costras y manchas de merthiolate. Exhaustos, sudorosos después de correr sin ningún propósito, escogíamos un claro entre los árboles y nos acariciábamos con dedos terrosos y uñas mordidas. En las tardes de lluvia nos desnudábamos para jugar al “elefantito”. Desfilábamos en círculo, tomados de nuestras trompas. Estas rondas, de una irrecuperable tristeza zoológica, terminaban con masturbaciones en algún arroyo; las gotas de semen se hundían como crías albinas de los ajolotes (Villoro, 1997: 75).

Durante la niñez, Mauricio es básicamente homosexual. Sus incursiones en el terreno erótico, hasta bien entrada una juventud madura, se dan, sobre todo, con hombres. Y, sin embargo, nunca siente la necesidad de definir una postura con respecto a su sexualidad, no se preocupa, en ningún momento, por “el sentido común como asignación de identidades fijas”, como lo llamaría Deleuze (1989: 27). Y aunque, en realidad, al pasar el tiempo, comienza a interesarse en las mujeres, primero de manera vaga y después más consistentemente, llama la atención la completa naturalidad con la que esto ocurre sin que, de ninguna manera, se implique que su identidad sexual se ha convertido en una categoría fija. En la lluviosa memoria que acabo de citar, se describen los juegos infantiles que iniciaron en la sexualidad al protagonista de la novela y las imágenes están muy vinculadas con la figura de los ajolotes que siempre lo acompañaban. Es como si aquellas gotas de semen que seguían a esas masturbaciones grupales y casi inocentes simbolizaran, justamente, un estado de transición borrosa, la semilla de algo muy pálido y diluido, con escasas posibilidades, pero latente. “Las mujeres suaves seguían lejos de mi interés”, nos dice Mauricio y, quienes hemos leído la novela, sabemos que le interesarán, que terminará por enamorarse de una de ellas.

Sin embargo, no hay ninguna prisa y ninguna ansiedad de definición y, menos aún, por pertenecer a la categoría de “macho mexicano” tan bien representada por su padre. Y esta manera de ser en el mundo se refleja sin ninguna duda en la relación que Mauricio mantiene con su ciudad y, sobre todo, con el fragmento de territorio, el barrio que tan bien representa estos y otros aspectos suyos.

Así, el cuerpo ambiguo, no falogocéntrico, de Mauricio estaría construyendo la historia de Terminal Progreso, un territorio dispuesto y abierto, por un lado, y eternamente en espera de metamorfosis, por el otro. Un poco más adelante, en una escena de tintes casi perturbadoramente orgánicos, el ajolote vuelve a vincularse con Mauricio en un nivel similar, aunque quizás más cercano al cambio:

En lo que llegaba el fin de cursos, sumía los dedos en la pecera, rozaba los cuerpos fríos que flotaban sin gracia, prehistóricos, inalterables, estudiaba sus ojos cristalinos, sus manos torpes, la aleta superior que medía diez, doce centímetros.

Una tarde saqué a pasear un ajolote en una bolsa de hule llena de agua. Encontré a Eduarda Ramos Nielsen recargada contra una barda.

⎯ ¿Qué llevas? –preguntó.

Iba a acercarle la bolsa para que le diera asco, pero en ese momento la sangre le escurrió de la nariz. Una gota cayó sobre mi zapato.

⎯ Perdón –Eduarda me pidió que abriera la bolsa, ahuecó la mano y me mojó el empeine hasta dejarlo hecho un desastre.

Regresé a la casa, con el molesto rechinido de mis pasos nones. Al secar mi zapato, el olor a toalla húmeda me trajo una época que ya no existía y también, de un modo incalificable, la promesa de una piel futura. Pensé en Eduarda sangrada, en Verónica dormida, en la desconocida de la jeringa (Villoro, 1997: 86-87).

Todo en este fragmento habla de la espera de una transformación inminente. En el quieto tiempo en el que abre, parece que Mauricio, al introducir la mano en su pecera de ajolotes para tocarlos, se acariciase otra vez a sí mismo con parsimonia, que continuase identificado con una cría diluida y albina de un animal que jamás devendrá nada. Todo se siente inmemorial e inalterable y, sin embargo, al salir con un ajolote a pasear, el niño se topa con Eduarda, su nueva vecina, que lo mancha con su sangre, cuyo olor le trae la promesa de una piel futura. Ante su mente, casi como un enigma, comparecen las mujeres-niñas que hasta ese momento han formado parte de su vida, todas a partir de imágenes corporales vinculadas con la enfermedad: Verónica con su coma, Eduarda con la sangre que le brota de la nariz, la desconocida poseedora de una jeringa. Es de nuevo el erotismo de Villoro, ligado a los padecimientos y defectos físicos, que vuelven al cuerpo más real y más presente.

Roger Bartra aborda el ajolote de numerosas maneras y desde muy diversos puntos de vista. Al estudioso le interesa explorar la enorme plasticidad de la imagen de este animal tanto de manera sincrónica como a lo largo de los tiempos para aprovechar así las múltiples caras que nos presenta en sus posibilidades de exploración de la situación del mexicano con respecto a su identidad. Dos de las aproximaciones de Bartra a este anfibio lo enlazan con la temática sexual. La primera, “Vulvamhabet…” , es un pequeño apartado de La jaula de la melancolía que explora teorías zoológicas sobre la vulva del Ambystomatigrinum que, de acuerdo con algunos científicos, sería escandalosamente similar a la vulva humana. Nos habla, por ejemplo, de Francisco Hernández, médico del siglo XVI que hiciera la primera descripción científica del ajolote y de cuando Clavijero lo aborda desde un punto de vista historiográfico doscientos años después:

 

Francisco Hernández causó no pocas confusiones a los biólogos, no sólo por su culpa sino por la de sus traductores. Hernández señaló que el axolote “tiene vulva muy parecida a la de la mujer, el vientre con manchas pardas… Se ha observado repetidas veces que tiene flujos menstruales, y que comido excita la actividad genésica…” […]

Cuando Clavijero, en el siglo XVIII, escribe en su Historia antigua de México dice del axolote que “su figura es fea y su aspecto ridículo”. Y agrega: “Lo más singular de este pez, es tener el útero como el de la mujer, y estar sujeto como ésta a la evacuación periódica de sangre…” (Bartra, 2005: 129-130).

Estas teorías, sobre todo la que involucra las posibles menstruaciones del ajolote, fueron refutadas después por científicos franceses que se enorgullecieron, además, de que el tan cantado batracio pareciera tener mayor facilidad para mutar en salamandra en tierras europeas. Sin embargo, a pesar de haber sido tildadas de científicamente falsas, las asociaciones del ajolote con la vagina femenina, la fertilidad y los ciclos menstruales continúan imaginariamente vigentes. Sin duda, éste es el trasfondo de la imagen de Eduarda manchando de sangre a Mauricio mientras éste carga al animalillo. Y, sin embargo, híbrido como es, el axolotl no sólo soporta connotaciones femeninas. Una leyenda ampliamente difundida, que Bartra menciona tan sólo unas páginas adelante, reza que los ajolotes se introducen en las vaginas de las mujeres y que la única manera de sacarlos es introducir a la afectada en una tina llena de leche. Ahí, el ajolote es evidentemente fálico, evocación que lo vincula más fácilmente con las escenas homoeróticas de la infancia del protagonista. Se trata, entonces, sin duda, de un animal hecho de una materia informe y, por lo tanto, muy plástica. La plasticidad y la capacidad de transformación forman su médula significativa; un animal de agua y de tierra –idéntico al moldeable barro–, en el sentido que Bachelard usa del término y que hemos discutido con anterioridad al hablar de la constitución natural de Terminal Progreso, el imaginario sitio en el que se aloja y se refleja. Esta potencia de ser como núcleo hace que el ajolote se niegue, en efecto, a ser.

Y durante un buen rato, en la novela de Villoro, su personaje se aferra a esta figura del ajolote y a resistir a la renuncia de sus posibilidades abiertas, de su materia completamente dispuesta; se rebela, pues, ante el devenir. Sin embargo, como ocurre con Fernando Balmes en El disparo de Argón, el momento de reclamar su verdadero ser –quizás no el de una salamandra ortodoxa ni anquilosada, pero sí un ser que le corresponde– le llega a Mauricio que, poco a poco, se siente dispuesto a encarnar una especie de destino, aunque éste no se encuentre en la definición sexual –y menos hasta el estereotipo– o en la selección de una profesión “exitosa”, sino, quizás, en los profundos sentimientos y consciencia de sí mismo y en el descubrimiento de los verdaderos lazos con los otros.

Mauricio nos anuncia que espera salir de su estado larvario. En un punto de la novela, posterior al anuncio de que las “mujeres suaves” aparecerán en su vida, el niño se confiesa, hablando de su marcada propensión a preferir las toallas suaves –y no rugosas, como su padre– y los alimentos dulces que lo hacían engordar y lo convertían en una materia más rotunda y maleable:

Tal vez se trataba de un desarreglo de la edad. Mamá solía decirme: “pronto te va a gustar lo salado”. Crecer era abandonar los dulces que me engordaban. Incluso los ajolotes apoyaban su teoría: al remojarlos en agua salada tenían más posibilidades de mutar en salamandras. Secretamente yo también esperaba la mañana en que unas galletas duras me interesaran más que la mermelada (Villoro, 1997: 95).

El súbito interés por un alimento sobrio y salado podría anunciar o propiciar el crecimiento de Mauricio como el agua salada, contraria al hábitat de los ajolotes, parecía promover su metamorfosis. El ajolote, profundamente relacionado con la adolescencia, desde el punto de vista de An Van Hache, “Para Mauricio, […] se convierte hasta en su “modelo evolutivo” (123)” (Van Hacke, 2009: 46). Y un hecho mucho más fuerte y relacionado con la evolución marca la desaparición de los ajolotes en la novela y, con ellos, el anatema de lo híbrido y embrionario. Alrededor del tercer capítulo, las circunstancias comienzan a tirar de Mauricio para sacar alguna fuerza de su fragilidad y, un día, habiendo encontrado a su madre desmayada en medio de la sala –es importante el debilitamiento de la madre para la conversión de un niño en hombre–, “En su regazo, tal vez atraída por el calor del cuerpo o el diseño vegetal del vestido, reposaba una húmeda salamandra” (Villoro, 1997: 124).

Si bien, a estas alturas de la novela, la evolución de Mauricio no ha concluido, comienza a anunciarse de manera dramática. Hasta ese momento todos los ajolotes habían permanecido en estado larvario, como él. Uno ha cambiado y descansa en el vestido vegetal de la madre lánguida, como una especie de parto monstruoso. En palabras de Tamara Williams,

Tanto el ajolote, que vive en peligro de extinción en los fondos enturbiados de lo que fueron los jardines flotantes de Xochimilco, como Mauricio, que sobrevive a la aridez socio-psicológica de una familia disfuncional en la periferia de la metrópoli mexicana, languidecen ocultos, pasivos y aparentemente estáticos, en la espera de la adversidad que los libere de su estado larvario y los lleve al sacrificio transformándolos en salamandra, es decir, y aquí se alude a Borges y su Manual de zoología fantástica, “en el batracio que es también el animal fantástico que vive en el fuego” (Williams, 2011: 346-347).

Tal vez, en efecto, cambiar para encontrarse consigo mismo signifique cambiar de elemento, dejar de ser una criatura de agua y tierra para convertirse en unade fuego. Hay que estar dispuesto a este suceso. En el caso de Mauricio, la transformación final, la conclusión de un largo proceso de indecisión y de hibridez, la determina el temblor de 1985, cuando él tiene 28 años. Con esta sacudida, gran parte de la Ciudad de México se vino abajo y el personaje de Villoro se ve en la situación, como tantos otros capitalinos, de sacar a sus congéneres de debajo de los escombros con sus propias manos. Esta toma de poder frente a un movimiento tal del destino se conjuga con su enamoramiento de Verónica, la chica que quedó en coma en su infancia y que, al final de la novela, está despierta y levanta piedras junto con él, para llevarlo un paso adelante y convertirlo, finalmente, en sí mismo, aunque aquello no signifique abandonar su antigua flexibilidad, sino asumirla activamente. El terremoto del 57 sacó a Mauricio de la colonia Roma, en el centro de la ciudad, hacia un terreno híbrido y exiliado y el del 85 lo devolvió ahí mismo, a rescatar el fragmento de ciudad en donde nació, fuera de las lagunas marginales, a la tierra viva y palpitante, como si lo hubiera devuelto a lo central y lo sólido, pero esto lo analizaremos con mayor profundidad cuando nos detengamos en las imágenes terrestres.

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