Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea

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A través de los ojos de Mónica Fernando se disuelve en la imagen absoluta, en la idealización de la posibilidad. Ésa es la imagen que decide por él. Todo puede ser en el mundo en el que se sumerge a través de este bautismo pasional. La mujer de la que está enamorado lo da a luz a través de su mirada como un ser nuevo y lo coloca en un espacio nuevo en el que falta ver si sabe o puede reconocerse.

Por otra parte, Materia dispuesta (1997), la segunda novela de Juan Villoro, también aborda, aunque de manera muy distinta y mucho más radical, la transformación (y la no-transformación) de un personaje y la búsqueda de sí mismo. Como su nombre lo indica, se trata de una obra profundamente ligada a la materia. Villoro aprovecha la expresión “ser materia dispuesta” para dar título a su obra y acierta en muchos niveles. Cuando alguien dice “soy materia dispuesta” le expresa a su interlocutor que está a su completa disposición, ya sea para realizar las actividades que éste proponga o para ayudarle de manera incondicional en cualquier empresa. El hablante se señala como una materia disponible y maleable, se ofrece. Por otro lado, si no hacemos caso de la acepción figurada de la expresión, las palabras nos señalan una rotunda presencia material, pero informe, dispuesta a tomar forma, ya que está en estado potencial.

La trama de la novela, hondamente entrelazada con la geografía de la Ciudad de México y con su realidad telúrica, se revuelve en torno al crecimiento y la formación de Mauricio Guardiola, nacido en 1957 en la Colonia Roma, el mismo año del sismo conocido como “Terremoto del Ángel”, en el cual la Victoria Alada del Monumento a la Independencia, coloquialmente conocida como “el ángel de la Independencia”, principal emblema de la urbe, rodó por el suelo después de precipitarse desde su columna de 36 metros de altura. Como si este hecho fuera un presagio funesto y evidenciando cuán ligado está el destino de la ciudad al de sus habitantes, este sismo y sus terribles consecuencias habrían hecho que la familia Guardiola, originalmente asentada en la colonia Roma, una de las zonas centrales y más vivas de la ciudad –aunque seguramente una de las más afectadas por los temblores– se desplazara, en una especie de exilio, a Terminal Progreso, un barrio protourbano inventado por Villoro en la periferia del extremo sur de la urbe, cerca de los canales de Xochimilco, último vestigio de la ciudad lacustre. La novela relata, sobre todo, los años transcurridos por Mauricio, otro personaje aparentemente anodino, pero dotado de una capacidad de observación y de una sensibilidad notables, en este terreno anclado en el pasado acuático de la ciudad antigua que la urbe seca y moderna no se decide a asimilar, su profunda identificación con esta zona geográfica en todos los aspectos (ambos son tremendamente materiales y ninguno parece tener forma); el crecimiento del niño y el adolescente a la sombra de un padre arquitecto –fanático de los esquemas y las estructuras– que es mexicano en la acepción tradicional y priísta del término: viril y seductor, orgulloso de los “valores nacionales” y con la obsesión de construir una ciudad que exprese la “modernidad mexicana”; la contrastante reticencia de Mauricio a definirse en ningún aspecto –ni en el sexual, ni en el profesional, enclavado en una especie de adolescencia prolongada, de estado larvario y flexible que no se decide a abandonar– y finaliza cuando el protagonista, ya de 28 años, vive el “Terremoto del 85”, el peor sismo al que se ha enfrentado la Ciudad de México.

Así, el relato se inscribe en la larga genealogía de textos literarios que tienen como centro la vivencia individual de una urbe que todo lo sobrepasa, abrumadora y protagónica ya desde su geografía original a la que se ha ido añadiendo un monstruoso crecimiento y una dualidad tremenda de creación y devastación. De acuerdo con Sergio González Rodríguez (2002):

La capital mexicana consiste en un conjunto de vidas y memorias cuya presencia queda en testimonios y relatos, siempre incontables, casi siempre incontados, pero sujetos, desde lo trascendental, a la suspensión catastrófica del fuego volcánico, los virtuales terremotos y la materia oscilatoria de su subsuelo acuoso: un territorio ebrio, afín a las antiguas deidades precortesianas y sus ritos de maguey o de agave […].

De los dos terremotos que enmarcan la novela, señalando el nacimiento de Mauricio y su final devenir, ya hablaremos en el capítulo dedicado a la Ciudad de México y la tierra. Por el momento, me interesa abordar la abundante imaginería de agua que arroja esta novela y sus múltiples, profundos y a veces inéditos significados.

Terminal Progreso, el barrio inventado que sirve de escenario a la narración, nos proporciona una imagen elocuente de la sustancia de la novela, una bildungsroman sui géneris. Su nombre, que deriva de una supuesta última estación del tranvía, sostiene la lámpara de una aguda ironía sobre el sitio. Terminal Progreso es el lugar a donde el progreso nunca llegó o, quizás, en donde vive su agonía tras una enfermedad terminal. Como el barrio de San Lorenzo en el Disparo de Argón, esta colonia imaginada por Villoro tiene la cualidad de concentrar muchas de las características de barrios reales, pero éste, a diferencia del primero, que retrata barrios más o menos centrales, se concentra en zonas localizadas en las inmediaciones de Xochimilco. Mauricio nos describe su vivencia infantil del lugar en donde transcurrieron su infancia y su juventud:

Vivir en las afueras equivalía a crecer contra la naturaleza; anhelaba el día en que las milpas donde verdeaba el maíz fueran sustituidas por cines y centros comerciales. Estábamos en la incierta frontera de las familias recién perjudicadas o que mejoraban apenas lo suficiente para salir de una decrépita vecindad del centro. Terminal Progreso era una sucesión de casas hechas en serie, con paredes de tabla-roca y candiles dorados en las puertas que servían para enfatizar que no eran mansiones.

Las diversiones locales consistían en desenterrar flechas de obsidiana en los lotes baldíos o pescar ajolotes en los arroyos y meandros cercanos a Xochimilco. Larvarios, fríos, gelatinosos, los ajolotes recordaban una era de volcanes activos y saurios fabulosos; por desgracia, su hábitat sereducía al agua castigada de Xochimilco, lo único que quedaba del lago de los aztecas. Aquel paraje era un híbrido sin gloria; la ciudad sitiaba al campo sin derrotarlo y llegaba a nosotros en forma precaria: en los riachuelos, los celofanes de golosinas devoradas desde hacía varios meses, flotaban junto a los lirios (Villoro, 1997: 29).

Quizás las palabras clave de este fragmento sean “incierta frontera”. El barrio engloba la diluida línea entre la ciudad y el campo, entre las familias venidas a menos y las que empiezan a florecer económicamente, entre un tiempo pasado (los niños desentierran flechas de obsidiana, se mencionan saurios y volcanes activos) y las promesas de futuro que no llegan sino a través de la basura que flota en los canales. También aquí nos encontramos por primera vez con la figura del ajolote, larva neoténica –es decir, que puede reproducirse antes de madurar– y anfibia de la salamandra, endémica de la Ciudad de México, que resulta clave en la interpretación de la novela. En ella profundizaremos con mayor profusión más adelante. Todo en Materia dispuesta es larvario, está a medio camino entre una cosa y otra. Los diferentes estadios conviven y se mezclan. En palabras de Guzmán Urrero,

Esta vez la ciudad es un vasto campo de estados intermedios, mudable, sin perfiles claramente definidos, y surcado por fronteras que acaban por resultar nebulosas. El protagonista, Mauricio Guardiola, vive su niñez en una colonia ficticia, Terminal Progreso, situada en las afueras de la ciudad. La cercanía de los canales de Xochimilco propone una doble indefinición del lugar, a medio camino entre lo urbano y lo silvestre, entre el pasado azteca y el progreso industrial de la modernidad. Como un símbolo vivo de la indeterminación del sitio, los ajolotes que allá pesca Mauricio viven en un perpetuo estado larval. Y el niño, a imagen del ajolote, asistirá a los acontecimientos que suceden a su alrededor sin rebasar del todo la adolescencia, sin abandonar ese lastre de infancia (Urrero, 1998: 135).

Esa acumulación de estadios, la incapacidad de superar un periodo de la existencia, también es una característica que tienen en común Mauricio y la ciudad que habita. Ya hemos citado a Villoro afirmando que ningún tiempo se cancela en la Ciudad de México y quizá no haya un lugar de la urbe en el que este fenómeno se vuelva más patente que en el escenario de la novela. Villoro va más allá en la descripción de Terminal Progreso que pone en boca de Mauricio:

En la colonia incluso los brotes de modernidad adquirían un aspecto agrario. A doscientos metros de nuestra casa se iniciaba una hilera de torres de alta tensión. Cada torre estaba rodeada por una reja con letreros que no habíamos leído (bastaba ver la calavera con los huesos). Instalaciones hechas para los desiertos, las cañadas, los paisajes rápidos que pasan junto al tren. Los armazones sugerían en forma temible que las calles no iban a avanzar hasta ahí; resultaba improbable que la vida se ordenara entre los armazones de metal que soltaban gruesas chispas azules.

Si las torres de alta tensión eran nuestro signo moderno, el contacto con el pasado era Xochimilco. De vez en cuando pedaleábamos hacia un canal donde un lanchero insistía en cambiarnos su cayuco por una bicicleta. Los domingos las trajineras se llenaban de mariachis y gringos insolados. Ocultos tras un pirul aguardábamos el momento de lanzarles una lluvia de piedras (Villoro, 1997: 33).

Efectivamente, parece que Terminal Progreso está cercada contra el arribo del progreso y la modernidad. Resulta inimaginable que la ciudad extienda su entramado de calles hasta este páramo y, sin embargo, ha dejado en él sus huellas, aun si, de alguna manera, éstas logran contagiarse del aspecto agrario que las rodea. Las ideas de Gaston Bachelard resultan particularmente útiles para describir el significado de este territorio en que todo está a medio formar. Si nos detenemos en su constitución material, nos daremos cuenta de que se trata de un territorio cuya característica principal es que la tierra se mezcla con el agua. Al respecto de esta fusión de elementos, el fenomenólogo francés nos dice:

 

La unión del agua y de la tierra da la pasta. La pasta es uno de los esquemas fundamentales del materialismo. Siempre nos ha parecido extraño que la filosofía haya desdeñado su estudio. En efecto, la pasta nos parece el esquema del materialismo verdaderamente íntimo en el que la forma aparece vaciada, borrada, disuelta. La pasta plantea pues los problemas del materialismo bajo formas elementales puesto que libera a nuestra intuición de la preocupación por las formas. El problema de las formas se plantea entonces en segunda instancia. La pasta nos da una experiencia primera de la materia (Bachelard, 2011: 161).

La mezcla del agua y la tierra da el barro, la materia moldeable por excelencia. Es la materia informe por potencia formal, la que da la forma. Si por un momento nos parece que carece de figura es porque en ella descansan todas las figuras posibles. ¿Puede ser que Terminal Progreso, en su doble calidad de incipiente territorio urbano y resto de laguna, se resista a formar parte acabada de la urbe por mantener su potencia abarcadora de identidades distintas, que se oponga a las ideas de modernidad mexicana de Jesús Guardiola –el padre de Mauricio– para escapar de una identidad fija y prefabricada que coarte sus posibilidades? ¿Será ésta la misma razón por la cual Mauricio, identificado con esta porción de la capital mexicana, se rebela ante la visión del “hombre duro mexicano” emanada de su padre, no se define y oscila entre la homosexualidad y la heterosexualidad, entre la infancia y la juventud, y entre una variedad de profesiones provisionales? Otro fragmento de Bachelard que profundiza en la descripción de la mezcla del agua y la tierra es incluso más eficiente para analizar la influencia de los alrededores de Xochimilco en la personalidad del personaje principal de esta novela:

A veces la viscosidad es también el rastro de una fatiga onírica que impide el sueño de avanzar. Vivimos entonces sueños pegajosos en un entorno viscoso. El caleidoscopio del sueño está lleno de objetos redondos, lentos, perezosos. Si pudiéramos estudiar sistemáticamente esos sueños blandos nos llevarían al conocimiento de una imaginación mesomorfa, es decir, de una imaginación intermediaria entre la imaginación formal y la imaginación material. Los objetos del sueño mesomorfo sólo difícilmente toman su forma, y luego la pierden, hundiéndose como una pasta. Al objeto pegajoso, blando, perezoso […] corresponde, según creemos, la densidad ontológica más fuerte de la vida onírica. Esos sueños que son sueños de masa son, ya una lucha, ya una derrota para crear, para formar, para deformar, para modelar. Como dice Víctor Hugo: “Todo se deforma, hasta lo informe” (Bachelard, 2011: 163).

Bachelard se refiere a la viscosidad del barro. Es curioso cómo la consistencia de la materia resultante de la mezcla del agua y la tierra puede “impedir el sueño de avanzar”. Eso es justamente lo que le ocurre a Terminal Progreso y no sólo a ella. Mauricio es descrito como un niño-joven gordo y perezoso, inactivo, muy similar a los objetos redondos y lentos que el filósofo atribuye a esta imaginación mesomorfa del barro. Tanto esta porción de la Ciudad de México como el personaje principal de la novela de Villoro difícilmente toman forma y tienden a perderla. Su verdadera esencia consiste en la capacidad de modelarse. El barro es, por excelencia, la “materia dispuesta”.

No soy de ninguna manera la primera persona en notar la identificación de Mauricio Guardiola con el barrio de la Ciudad de México5 que habita. Alejandro Hermosilla señala, hablando de Juan Villoro:

Igualmente, su segunda novela, Materia dispuesta, se construía a partir de un lenguaje vertiginoso con el fin de reflejar lúcidamente el espectro interno del irónico, paradójico y, por momentos, absurdo aprendizaje de su personaje sometido a un proceso de redefinición constante debido a la ambigüedad simbólica y existencial del lugar que se desenvolvía: un espacio simbólico como Terminal Progreso donde se mezclan y conjugan de manera irreverente distintas partes de la ciudad de México con las aguas del antiguo lago de los aztecas (Hermosillo, 2010).

Si como afirma Frederick Bollnow, “Por doquier, lo espacial brinda la base para la comprensión del mundo espiritual” (1969: 53) es normal, entonces, que los personajes de Villoro, tanto Fernando Balmes como Mauricio Guardiola, sostengan un diálogo esencial con sus barrios, que espacio y ser humano se comuniquen y se expresen mutuamente.

Si en “Después de la lluvia” y en El disparo de Argón la presencia del agua se da sobre todo a partir de la lluvia, Materia dispuesta pone mucho más énfasis en la calidad lacustre de la ciudad, en su escueta persistencia y, por supuesto, en la nostalgia del agua. Xochimilco es el sitio ideal para llorar al lago desaparecido, pues alberga su último vestigio, el testimonio de lo que fue y de que su desaparición continúa. El propio Villoro en otros escritos no puede separarse de ese sentido de pérdida. En “El eterno retorno de la mujer barbuda”, una conferencia impartida en Caracas en torno a las secretas seducciones de la Ciudad de México, el escritor describe Xochimilco más o menos en los mismos términos en los que lo plantea en su novela e insiste, con prácticamente las mismas palabras que utiliza en un ensayo que hemos citado anteriormente al respecto de la importancia de la geografía implícita en la vivencia de los espacios urbanos, en la acuciante presencia del lago sobreentendido dentro de la urbe:

Los aztecas fundaron su capital en un islote y ganaron terreno al agua. Los conquistadores españoles que habían hecho la guerra de Italia no vacilaron en comparar a Tenochtitlan con Venecia. La ciudad fue secada durante siglos y las calles surgieron del lecho de los ríos. El antiguo lago se redujo a la reserva de Xochimilco en las afueras, los canales donde los turistas de hoy tienen el dudoso privilegio de navegar por aguas pantanosas mientras escuchan el estruendo de los mariachis. En el casco urbano, el principal recuerdo lacustre son los edificios coloniales que se hunden como navíos a punto de naufragar.

La memoria del agua establece un vínculo con los orígenes. Desde el punto de vista sismológico, aún estamos en una cuenca navegable: nuestros coches viajan sobre un lago implícito (Villoro, 2007).

Resulta muy interesante detenerse en las últimas tres líneas de la cita. Justamente en el espacio de Terminal Progreso, el autor mexicano logra materializar en imagen cómo “la memoria de las aguas establece un vínculo con los orígenes”. Sólo así se explican los saurios-ajolotes, la presencia viva de los volcanes, las flechas de obsidiana, las pirámides latentes debajo del suelo. Es el lago implícito –y mitad explícito en esta zona de la ciudad– el que trae con su ser en parte material y en parte fantasma los espectros corpóreos y etéreos del pasado. Y no hay espectro inocuo ni fantasma, como hemos dicho con anterioridad, que no haga alusión a un remordimiento profundo. Al igual que en la obra de José Emilio Pacheco, en la de Villoro la nostalgia del agua se traduce en un terrible sentimiento de culpa, en el presentimiento de una maldición que ha sido lanzada sobre los habitantes de esta ciudad por un error que se ha cometido insistentemente en contra de su propia naturaleza. En esta urbe, quizá más que en ninguna otra, la ciudad ha sobrevivido a costa de sí misma, se ha devorado para nacer de otra manera. Todo ha sido arrasado y puede ser que la devastación de lo más primordial, necesario y transparente, el agua, sea la más grave de las pérdidas. Así, nos dice Mauricio:

Las desgracias de México tenían que ver con la muerte del agua; lo sabíamos por los maestros que comparaban a Tenochtitlan con Venecia (otra confusión en la Ciudad Ideal) y por las anécdotas de mi padre sobre las pirámides hundidas en el subsuelo. Xochimilco era otra prueba del fracaso; en unos años sólo quedaría un ojo de agua que adoraríamos como un altar (Villoro, 1997: 33-34).

La desaparición del agua es un asesinato y tal parece que, día con día, los habitantes de la Ciudad de México pagan por este crimen viviendo una ciudad invivible, perseguidos por fantasmas y acosados por la nostalgia. En el transcurso de la novela nos topamos con muchísimas alusiones al sentimiento que ocasiona el agua perdida.Y, frentea las imágenes de Pacheco que hemos revisado con anterioridad, Villoro propone un ligero cambio de rumbo. Pacheco se concentra, sobre todo, en los conceptos del cuerpo acuático enterrado vivo y en sus proyecciones siniestras y demandantes. Villoro sublima al fantasma y convierte al agua en una especie de divinidad, le da un carácter sagrado. Pareciera que la supresión de los ríos y de la extensión lacustre del Valle de México hubiese traído como consecuencia la escasez del líquido vital –como, en efecto, lo hizo– y, por lo tanto, al sufrir una sequía que podemos imaginarnos impuesta por una divinidad del talante del Dios del Antiguo Testamento, los habitantes de la Ciudad de México adorasen el agua como quien adora el paraíso perdido. Y, sin embargo, como en toda la literatura de Villoro, hay una doble mirada sobre este hecho. Por un lado, sus imágenes alimentan el mito del agua perdida y, por el otro, lanzan sobre él una fina ironía que nos invita a cuestionarnos su realidad. Voy a citar dos fragmentos en donde este doble filo se vuelve evidente. En el primero de ellos, Mauricio habla de las Torres de Satélite, conjunto escultórico de cinco prismas triangulares de alrededor de 50 metros de altura, de distintos colores, dispuestos en una explanada ubicada al norte de la Ciudad de México, obra del escultor Mathias Goeritz y el arquitecto Luis Barragán con la colaboración del pintor Jesús Reyes. Barragán es el arquitecto más renombrado de México, perteneciente a la Escuela de Jalisco y máximo representante de una “arquitectura mexicana”; el único del país que ha sido acreedor del Premio Pritzker. Mauricio se expresa así de su obra:

Para la escuela nacionalista a la que pertenecía mi padre, aquellas torres [las de Satélite] eran un adoratorio; el hecho de que sirvieran de depósitos de agua reforzaba su condición trascendente (en la segunda prédica del Lienzo del Charro, el arquitecto Guardiola dijo: “tenemos nostalgia de los canales, del lago que enterramos en la ciudad”) (Villoro, 1997: 76).

Puesta en boca del arquitecto Guardiola, la nostalgia del agua enterrada pierde credibilidad, pasa a ser una más de las premisas inventadas de la consabida “identidad mexicana”, tan difundida por los intelectuales del país y polémicamente señalada por Roger Bartra, cuyas ideas, como veremos un poco más adelante, han influido a Villoro sin ninguna duda. En otro momento de la novela, Clarita, una académica de corte bastante clásico, amiga de la madre de Mauricio, recibe al niño en su casa por unos días, en tanto que sus padres arreglan su separación. Una de las conversaciones con él se desarrolla de la siguiente manera:

⎯ ¿Dónde queda Salto del Agua?

La doctora Rendón dio una conferencia sobre el periodo colonial y la forma en que la ciudad flotante de los aztecas se secó hasta “inventar el polvo”, el horror atravesado de tolvaneras en el que ahora vivíamos.

⎯ Veneras el agua porque la perdiste me acusó, con mirada firme, como si me hubiera comido su postre. Salto del Agua es lo único que queda del viejo acueducto, un monumento al lago enterrado. Tú vienes de Xochimilco.

⎯ De Terminal Progreso.

⎯ Es casi lo mismo; el agua está en tu imaginario.

⎯ ¿Dónde queda Salto del Agua? –insistí, después de apuntar sus palabras en mi cuaderno.

⎯ A cinco cuadras.

La respuesta me pareció alegórica (Villoro, 1997: 101).

Aunque inteligente y cultivada, Clarita piensa de una manera muy europeizada. Su filosofía de vida se acerca mucho a un clasicismo racional y ordenado que contrasta enormemente con el lugar en el que vive y en todas sus actitudes podemos detectar al prototipo más difundido de profesor universitario. La construcción del personaje roza, pues, la caricatura. En este sentido, sus apreciaciones pueden ser consideradas representativas de un sector de la población de México: los intelectuales. Roger Bartra y el propio Villoro, en esta novela y aún más en su obra El testigo (2004), extienden una visión crítica sobre las contribuciones de muchos pensadores mexicanos a la tan comentada identidad nacional prefabricada. De acuerdo con ambos autores, las consideraciones de muchos de ellos provienen de una visión desprendida y lejana, tendiente a aprovechar arquetipos y estereotipos, a construirlos profusamente como imágenes y se ha concentrado enormemente en una actividad intelectual auto-folklorizante. Las consideraciones de Clarita, entonces, pierden mucho peso y pueden ser consideradas etiquetas gratuitas, como las de su propio padre. Acusar a Mauricio de venerar un agua perdida puede ser un acto superfluo.

 

La visión desasida, intelectualizada, cinematográfica y literaria, basada en imágenes y retroalimentada por ellas, que sostiene Clarita de la mexicanidad puede compararse fácilmente con la visión que se tiene y se cultiva en el extranjero del mexicano. Es prácticamente la misma. En la novela, nos podemos dar cuenta de este detalle gracias a la visión que Roberta, la segunda esposa de Jesús Guardiola, originaria de Inglaterra, tiene sobre la nostalgia del agua en la Ciudad de México. Roberta, bastante menos inteligente y cultivada que Clarita, es poseedora, en consecuencia, de imágenes más folklóricas y ordinarias. Villoro la introduce en un párrafo brillante:

Unos días antes de la boda hubo presagios ominosos. Carlos contrajo una salmonelosis que dio pie a que Roberta hablara de la inusual relación de los mexicanos con el agua. El lago enterrado bajo la ciudad y las nieves de los volcanes que ya no se podían ver por el esmog habían volcado a los capitalinos a una fruición compensatoria. De ahí tanto gollete chupado con urgencia, tanta paleta helada, tanta agua fresca. El Popocatépetl y el Iztaccíhuatl eran recuperados en los pocillos de zinc en los que servían nieves de sabores. De estas pérdidas estaba hecha la descuidada sed de Carlos (Villoro, 1997: 190).

Así, en la imaginación de Roberta, la desaparición del lago junto con la contaminación del aire –que nubla la vista hacia las cúspides nevadas de los volcanes– habría ocasionado en los mexicanos capitalinos una especie de sed insaciable de la que se desprendería toda la plétora de bebidas coloridas y variedad de helados frutales que acostumbramos ingerir. Es una imagen simpática y caricaturesca que en gran medida quita solemnidad a los fantasmas de la nostalgia del agua. Tanto los pensamientos de Clarita como los de Roberta en torno a este tema parecen estar descalificados. Sin embargo, tenemos que notar que Mauricio, cuando Clarita le hace observaciones sobre su posible adoración por el líquido vital, anota sus palabras en un cuaderno. Él, habitante de Xochimilco, niño en continuo contacto con los canales y los ajolotes, tiene la autoridad para desdecir a la académica y, sin embargo, la escucha y no lo hace. Le otorga credibilidad. Aquí está la ambigüedad que Villoro mantiene con respecto a este tema. La identidad le parece, si se le da mucha credibilidad y peso, un conjunto de etiquetas limitantes, que coartan las verdaderas posibilidades de mutación. Así, el escritor mexicano no hace en este sentido una afirmación que no desdiga después de alguna manera, para generar una especie de balancín entre el ser y el no ser en el que quepa la amplitud de las posibilidades y se descarte la verdad absoluta y el ridículo de las definiciones unívocas. La nostalgia del agua es, entonces, una presencia constante a lo largo tanto de esta narración como de otras obras y ensayos de Villoro, pero no se escapa de la mirada irónica.

Otro de los elementos que ya habíamos visto aparecer en la literatura de este escritor y en el que se vuelve a hacer énfasis en Materia dispuesta es la transformación de la urbe en océano. En varios momentos de la obra, la megalópolis adquiere una cualidad acuática y turbulenta. La primera vez, Mauricio viaja en el coche de una de las amantes de su padre, con quienes lo obliga a convivir durante su infancia. El niño acaba de presenciar una escena algo fuerte entre esta mujer y algún otro amante suyo y va con ella de regreso a casa. Nos describe:

De vez en cuando yo levantaba la vista y miraba un trozo de cielo por el parabrisas. Tenía ganas de llorar. Para no hacerlo, pensé que el cielo estaba en otra parte. Entonces “otra parte” siempre era Acapulco. Nunca había ido ahí, pero la televisión promovía sin tregua las playas y los acantilados frente al Pacífico. Imaginé que avanzábamos entre palmeras y el ruido de los motores se convirtió en un oleaje (Villoro, 1997: 79).

Para alejar su tristeza, Mauricio convierte la urbe agobiante en “otra parte”, en una especie de paraíso ideal, representado por las playas de Acapulco, la costa más cercana a la Ciudad de México y la típica en la que vacacionan sus habitantes, la playa que es más natural que un niño tuviera en mente. En aquella época, además, Acapulco gozaba de fama internacional y estaba rodeada por el glamour de los actores de Hollywood que la visitaban con frecuencia, sobre todo algunas décadas atrás. Curiosamente, para alejarse de la ciudad, para convertirla en otra cosa, la imaginación del protagonista aprovecha el ruido de los motores. Es a través de sí misma y de su propia naturaleza que la urbe se transforma en un agua lejana.

Bastante después en la trama, Mauricio se encuentra –en una de sus fluctuaciones profesionales– en la situación de ser un taxista eventual, de recorrer la ciudad sustituyendo a un chofer que había sido acuchillado. A bordo del coche, recorriendo la ciudad en una noche de intensa lluvia, el protagonista vuelve a intuir en la Ciudad de México una indiscutible cualidad marina. Neri, un viejo al que conoció en un grupo de teatro, afirmaba que en un tiempo anterior había sido marinero y de esta experiencia vital se desprendían un sinfín de anécdotas inconexas que relataba a un público siempre fascinado. Sin embargo, aquella noche Mauricio descubrió que era otro tipo de mar en el que el narrador de historias se había sumergido durante toda su vida:

Entendió algo que le pareció absurdo no haber sabido desde el principio: las historias de Neri venían de una época en que fue taxista; se limitaba a inventar un entorno marino para las cosas que oyó al volante, por eso tenían una variedad inconcebible en una misma vida. Las costas y los huracanes le otorgaban prestigio a las anécdotas de sus pasajeros (Villoro, 1997: 244).

Así, podemos darnos cuenta de que la urbe se transforma frecuentemente en una masa acuática, ya sea por sus reminiscencias lacustres o a causa de su inmensidad y sus flujos incesantes. Dentro de esta misma línea de imágenes, en Materia dispuesta existe un elemento con el que ya nos habíamos topado en El disparo de Argón: la ciudad como océano y el barrio conocido y habitado como isla asediada por el mar. Sin embargo, esta vez Terminal Progreso resulta ser una isla mucho más radical que el barrio de San Lorenzo por su inherente calidad marginal en la geografía de la urbe. Es a la vez una isla y una orilla; una isla en cuanto a que en su espacio se desarrolla el género de vida que se describe en la novela y en sus fronteras se mueven los flujos incomprensibles de la urbe, y una orilla gracias a su doble naturaleza de frontera entre el campo y la ciudad y entre la tierra y las aguas de Xochimilco. La académica Sarissa Carneiro describe muy bien la situación de este barrio y sus posibles significaciones en la novela en un artículo que se titula “La (pos)moderna Tenochtitlan: notas sobre la ciudad en Materia dispuesta de Juan Villoro”: