Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea

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San Lorenzo, a pesar de ser un barrio inventado o quizá exactamente por eso, tiene los mismos problemas que muchos barrios de la capital mexicana. Muchas colonias pasan días e incluso semanas sin agua. Esta sequía y desabasto es muy paradójica para una ciudad que fue fundada sobre un lago. En el imaginario de Balmes, que es la voz que narra, un río es un flujo bueno que llega hasta él y todos los habitantes de San Lorenzo sólo a través de un vago aroma húmedo y de la imaginación. El río, aunque muchos de ellos estén ahí enterrados, escondidos apenas de nuestra vista, es inalcanzable, una utopía. Y, sin embargo, la imagen de los veleros hace recuperar a la Ciudad de México, de pronto, su cualidad lacustre, al menos en la imaginación.

La nostalgia del líquido vital es, sin duda, una de las obsesiones de la literatura de la Ciudad de México. Villoro no se escapa de ella y tampoco de la visión del agua que está ahí sin estar, en la fantasmagoría. Lo vimos en “Después de la lluvia”, en el que la protagonista prácticamente se ahogó en un río invisible y continuamos topándonos en su escritura con imágenes de aguas espectrales. Un fragmento de un ensayo suyo me parece particularmente ilustrativo al respecto:

De Tenochtitlan al Distrito Federal: un palimpsesto mil veces corregido, borradores que ya olvidaron su modelo original y jamás darán una versión definitiva. La villa flotante de los aztecas, la retícula soñada por el virrey de Mendoza, las avenidas promovidas por el regente Uruchurtu, los tianguis infinitos que rodean los heterogéneos rascacielos de la posmodernidad, integran un paisaje donde las épocas se combinan sin cancelarse. La misma corteza terrestre contradice el tiempo. De acuerdo con el sismólogo Cinna Lomntiz, el 19 de septiembre de 1985 la ciudad de México se comportó como un lago: el terremoto desconcertó a los especialistas porque sus ondas se desplazaron a manera de olas. Desde el punto de vista sismológico, la ciudad debe ser estudiada como una cuenca de agua. Nuestros coches viajan sobre un lago implícito (Villoro, agosto 2002).

Además de darnos un retrato de la naturaleza caótica y extrañamente acumulativa de la Ciudad de México –ningún tiempo se anula en ella y todos conviven absorbiéndose y repeliéndose–, el autor nos muestra su asombro ante el hecho de que durante el terremoto del 85 la ciudad se haya comportado como un lago porque este comportamiento, científicamente mesurable, comprueba la intuición de muchos capitalinos: que se mueven sobre un lago. La geografía implícita de las ciudades es un asunto que frecuentemente invade la imaginación de Juan Villoro, quizás porque, como él mismo lo dice en la cita anterior, la geografía original de su propia ciudad ha sido devastada y de ella sólo quedan la realidad soterrada y la imaginación. Es interesante como, en un artículo sobre la pintura de Vicente Rojo, también atribuye a la ciudad de Barcelona una geografía implícita: “Las calles transversales de Barcelona tienen una acera "de mar" y otra "de montaña", aunque no se vea el mar ni la montaña. Esta geografía implícita define los paisajes urbanos de Vicente Rojo, determinados de modo secreto por el orden natural” (Villoro, agosto 2005b).

Si Barcelona tiene una costa sobreentendida en cada una de sus calles, incluso en las que el Mediterráneo es una realidad sabida e imaginada, pero no visible, México es una laguna fantasmal, que sobrevive en cada calle a pesar de haber sido borrada.Como la pintura de Vicente Rojo, la literatura y el arte de la Ciudad de México están determinados en secreto por un orden natural, aunque haya sido subvertido. Un poco más adelante en la novela esta condición se agudiza:

La plática me dejó un aire de embarcaciones y desastres frescos. Bien mirado, San Lorenzo tiene mucho de isla; la ciudad nos rodea como una marea sucia y movediza; México, de más está decirlo, es de las pocas ciudades donde es posible perderse, perderse en serio, para siempre. Tal vez conozco tan bien el barrio por un rechazo a los infinitos barrios que lo circundan (Villoro, 2005a: 53).

Nos damos cuenta en el párrafo anterior de que la condición imaginariamente acuática de la urbe tiene dos vertientes metafóricas. En primer lugar, se encuentra, en efecto, la inmensa laguna desaparecida, pero hay algo más: los desastres citadinos y la “sucia marea” de sus movimientos. México es de las pocas ciudades donde uno puede perderse de verdad y definitivamente gracias a su inmensidad y lo intrincado de su caos. En este sentido también es como el mar, monstruosa y revuelta. San Lorenzo aparece rodeado de un océano tormentoso y desconocido. Esta idea Juan Villoro la desarrolla en un ensayo llamado “El vértigo horizontal. La ciudad de México como texto” que pretende, precisamente, dar un punto de partida para la lectura de esta urbe:

A partir de la segunda mitad del siglo, predomina una metáfora horizontal: la ciudad como océano, como infinita zona de traslado. Las metrópolis de hoy enfrentan problemas superiores a los incipientes laberintos en los que Walter Benjamin buscaba perderse en forma propositiva (la desorientación aún no era la norma en las ciudades). Por ello, su mayor misterio es que funcionen. Los estragos que causan son tantos, y su modo de operación tan misterioso, que resulta inútil denostarla como un todo corruptor. Conocemos, fatalmente, las posibilidades babilónicas de cualquier barrio e ignoramos el dibujo de conjunto (en el año 2002 Tokio o México son en tal medida inabarcables que descalifican los afanes totalizadores)[...].

¿Qué distingue al D.F. de otros océanos? Nada lo define mejor que la noción de postapocalipsis, a la que se ha referido Carlos Monsiváis. Entre el vapor de los tamales y los gritos de los vendedores ambulantes, se cierne la certeza de que ningún daño es para nosotros. Nuestra mejor forma de combatir el drama consiste en replegarlo a un pasado en el que ya ocurrió. Este peculiar engaño colectivo permite pensar que estamos más allá del apocalipsis: somos el resultado y no la causa de los males. Los signos de peligro nos rodean pero no son para nosotros porque ya sobrevivimos de milagro. Imposible rastrear la radiación nuclear, el seísmo de diez grados o la epidemia que nos dejó así. Lo decisivo es que estamos del otro lado de la desgracia. Diferir la tragedia hacia un impreciso pasado es nuestra habitual terapia. De ahí la vitalidad de un sitio amenazado, que desafía a la razón y a la ecología (Villoro, otoño 2002).

En el primer fragmento citado, Villoro habla de manera general de las ciudades posmodernas como zonas de traslado más que como “lugares” en sí. Sin embargo, se refiere sobre todo a las megalópolis, como Tokio o la Ciudad de México, que resisten cualquier intento de ser consideradas una unidad indivisible y se extienden como océanos. En realidad, en estas extensiones horizontales caracterizadas como un conjunto de flujos o corrientes más que como espacios estáticos y significativos, ocurre exactamente el fenómeno que menciona Villoro: uno se refugia en el interior de un barrio que conoce bien y muy rara vez sale a enfrentar el resto de la urbe, cuyo conjunto nos resulta inconcebible. Esto se ilustra perfectamente en El disparo de argón, pues, como he dicho ya, la ciudad se ve retratada a través del barrio de San Lorenzo como si este barrio fuese una especie de heterotopía, de reflejo de la urbe en su totalidad y, al mismo tiempo, se tratara de una isla asediada por las corrientes de la megalópolis; en efecto, fuera de ella parece reinar un caos incomprensible y amenazador que contrasta, de alguna manera, con el caos conocido.

Más adelante en el ensayo Villoro caracteriza a la ciudad de México, distinguiéndola de otros océanos, con el signo del postapocalipsis que ya le había atribuido Carlos Monsiváis. Y sí, hay entre los habitantes de esta urbe un cierto orgullo ante la propia supervivencia en una ciudad avasalladora, están acostumbrados a una difícil subsistencia y se regodean en su fortaleza como individuos y como colectivo. La cantidad de plomo que los niños llevan en la sangre, la creciente saña de los criminales, los niveles de contaminación en el aire, las horas transcurridas en un atasco imposible, son conversaciones comunes y, sin embargo, es cierto que a pesar de la realidad de estas circunstancias, la ciudad ostenta una vitalidad irrefutable. Parece, en verdad, que lo peor está atrás, que las catástrofes cotidianas son sólo consecuencia de una mayor de la que los actuales “chilangos” salieron salvos, posiblemente la propia existencia de la urbe.

Así, si hay que clasificar a la Ciudad de México como un tipo de océano, resulta sencillamente natural imaginarla como uno embravecido y tormentoso, un océano en el que lo más obvio sería naufragar y que, por lo tanto, produce muchos relatos de orgullosa supervivencia. Son muchas las imágenes literarias que vinculan a la ciudad de México con el naufragio. Quizá la más significativa sea la novela Hombre al agua de Fabrizio Mejía Madrid, de la que hablaremos un poco más adelante en este mismo capítulo. Sin embargo, hay más. Una de ellas, por escoger un ejemplo revelador, se encuentra en la poesía de Vicente Quirarte, poeta y estudioso amante de la ciudad de México, como lo indica el hecho de que sea el autor de Elogio de la calle. Biografía literaria de la ciudad de México, que hemos citado ya en la introducción de este estudio. En su libro de poesía El peatón es asunto de la lluvia (FCE, 1999), que ya desde el título anuncia su filiación urbana y acuática, el autor explora muchas imágenes de la ciudad y sus relaciones con el líquido vital; sin embargo, ahora me interesa, sobre todo, apuntar ésta, presente en el poema “La armada invencible”, que habla de los antiguos cines de la Ciudad de Mexico como de un conjunto de naves víctimas de un naufragio. Cito un fragmento:

 

Ilustre Juan Ruiz de Alarcón, / triple programa en el cine de su nombre. / Los primeros desnudos de la diosa / tan besada por otros, deseada: / la luz Marilyn Monroe para mis ocho años. / Navegatas tempranas del domingo / cuando Marte en la Tierra, / viajes submarinos, legiones extranjeras / nos lavaban el alma. / Como las siete casas, los cines eran templos: / películas selectas del Rex y el Insurgentes, / vigilias de hombres solos en el Río, / y a la salida del Teresa, ese cardumen/ de sirenas brindando sus venenos.

Armada Invencible de mi infancia, / grandes galones reales, atalayas / para soñar el mundo, que es vivirlo. / Hoy paso revista a esa flota / anclada a mi memoria, / obediente a mis órdenes de capitán imberbe. / Hoy encuentro esas naves / comidas por el sol, bajo la lluvia (Quirarte, 1999:18-19).

Para el autor, los cines de su infancia, recordados por su inmensidad y por las aventuras que en ellos vivió, son equiparados con galeones que zozobraron, vencidos miembros de una armada antes invencible. Es notable la efectividad con la que el poema nos transmite el ambiente marino, la potencia naval de los edificios que navegaron la Ciudad de México en otros tiempos y ahora se observan encallados, secando su humedad al sol.

Para Villoro, en esta misma línea de ideas, si la ciudad es un océano y San Lorenzo es una isla, la clínica es un barco expuesto al naufragio cuyo capitán es, precisamente, su fundador y director, el doctor Suárez. Algunos fragmentos de la novela resultan particularmente demostrativos en este sentido: “Por dentro, la clínica es como un vientre profundo, ajeno a las horas y las luces de fuera; de cualquier forma, es curioso que nuestros afanes se cuelen a la isla: si una operación fracasa, los vagos de La Naviera se enteran tan rápido como Suárez” (Villoro, 2005a: 80).

Aunque en el fragmento anterior Villoro no dice directamente que la clínica sea un barco, su interior equiparado a un vientre profundo conectado con “la isla” comienza a sugerirlo. Después, “La Naviera” el nombre del bar más cercano, al que muchas veces Balmes y Lánder van a comer, termina de establecer un clima náutico, como si el bar fuese un barco vecino. Y, sin embargo, hay un fragmento que nos entrega una imagen que profundiza en este aspecto de una manera mucho más nítida:

El vestíbulo de los gases estaba lleno de gente.

⎯ ¡Gutiérrez Sáenz… Gutiérrez Sáenz! –exclamaba un ujier, las manos en bocina para imponerse a la lluvia que percutía en el tragaluz.

Un crepúsculo espeso cubría el vestíbulo. Las luces, de por sí tenues, parecían alimentadas por un gas vacilante. Pensé en un aeropuerto, en aviones a punto de despegar en la tormenta.

Un relámpago encendió el tragaluz. Los ujieres llevan una curiosa camisola de corte marinero; seguían gritando nombres en esa atmósfera incierta. Se diría que estábamos en un cuarto a punto de zozobrar; la gente se arremolinaba, esperando turno para saltar al bote salvavidas. Oculto en algún cuarto, Suárez luchaba contra el mar (Villoro, 2005a: 106).

La palabra “ujieres”, un tanto anacrónica para un hospital de los últimos años del siglo XX, le da a todo un aspecto de barca antigua. Además, estos personajes que llaman a los pacientes que esperan llevan una “curiosa camisola de corte marinero”. La escena, cargada de gente, también se desenvuelve en medio de una tormenta. El cuarto parece a punto de zozobrar y se diría que la multitud busca salvar la vida en un bote. En la imaginación del narrador, Suárez, invisible desde hace días, estaría oculto tratando de hacer que su edificio no se hundiera metafórica y casi literalmente.

Pero las del océano, los barcos y los naufragios no son las únicas imágenes acuáticas que pueblan la novela. Como en “Después de la lluvia”, las tormentas y las lluvias torrenciales que caracterizan a la Ciudad de México, sobre todo a lo largo de los meses del verano, acompañan la trama y van dotándola de distintos matices. De Villoro podría decirse algo muy parecido a lo que él dijo de Juan Carlos Onetti, uno de los narradores a quien el escritor mexicano más admira:

En Onetti la fijeza de los personajes obliga a la reflexión y profundiza el relato. En cambio, las referencias al clima suelen traer un tránsito veloz. El viento sopla, cargado de arena, para que los indolentes salgan de su modorra. El paso de un episodio detenido a otro que habrá de detenerse se logra con una modificación climática: “Tal vez este periodo haya durado unos veinte días. Por aquel tiempo el verano fue alcanzado por el otoño, le permitió algunos cielos vidriados en el crepúsculo, mediodías silenciosos y rígidos, hojas planas y teñidas en las calles.” No sabemos qué pasó entre tanto, pero la sensación de avance es innegable: las hojas cayeron de los árboles y fueron lentamente atropelladas en las calles. Algo aconteció (Villoro, julio 2009).

También para el escritor mexicano el clima es un marcador de la trama, se sintoniza con los acontecimientos interiores y exteriores de los personajes y es, podemos añadir, una más de las maneras en las que la ciudad va filtrándose en los sucesos y las subjetividades en muchos de sus relatos. Hay en la obra de este autor, como en la de Pacheco, un fuerte vínculo con la analogía romántica, con la noción de identidad entre el sujeto y el paisaje, sobre todo cuando el paisaje es la Ciudad de México, urbe envolvente y expresiva si las hay.

El disparo de Argón es una novela llena de lluvia y de viento. A los constantes ventarrones y tolvaneras que la invaden ya los estudiaremos en el capítulo dedicado al aire. Mientras tanto, revisemos un poco las escenas de lluvia y su ubicación en el contexto de la historia.

En un momento en el que la trama comienza a enturbiarse y las conjuras se dejan intuir, el narrador, desde dentro de la clínica, hace esta descripción del clima: “El edificio chorreó agua toda la tarde. En algún momento me asomé a ver la ciudad gris y humedecida; muy a lo lejos, en un punto del horizonte donde tal vez estaban los volcanes, relumbró un rayo verde” (Villoro, 2005a: 56).

En esta escena entran en una evidente comunión la ciudad con su clima y su geografía, el edificio y la subjetividad del narrador. Llueve, pero es el edificio el que chorrea agua toda la tarde; Fernando Balmes mira la ciudad, gris y húmeda. La escena podría revelar melancolía sino fuera por la violencia del chorreo y la súbita unión del instante con el fuego. El paisaje volcánico de la urbe se hace presente y el horizonte es cruzado por un rayo extraño y fecundo (verde) que proviene de una de las muchas tormentas eléctricas que azotan la ciudad. Ya hemos hablado de la amalgama creativa y sexualizada que forman el fuego y el agua. Hay un clima de inminente explosión, de fuego seminal. Algo va a ocurrir. Se trata, a todas luces –como cuando el personaje de “Después de la lluvia” se imagina que protagoniza una escena de Frank Sinatra– de un recurso muy cinematográfico. Pierre Sansot nos habla sobre las ciudades lluviosas de los albores del cine:

Llovía mucho sobre las pequeñas ciudades del cine de antes de 1939 y no llovía por azar. Esta imagen ritual no estaba ligada, como en las novelas pueblerinas o como en una cierta poesía rústica, a los movimientos de la tierra o a las esperanzas de fecundidad. La epopeya natural cedía su lugar a la narración social. La lluvia significa la inminencia de la aventura humana4 (Sansot, 2004: 142).

También en Villoro la lluvia refleja “la inminencia de la aventura humana”. Y no es en absoluto la única vez que algo similar sucede. Un poco más adelante, por ejemplo, cuando en la oficina de Sara, Lánder, Fernando y ella misma hablan de la sospecha del tráfico de órganos, se desata una tormenta:

Se oyó un trueno a la distancia, luego un repicar de agua. El cubículo de Sara está en el segundo piso; por alguna razón pensé que la lluvia sonaba como si estuviésemos muy alto. Otra vez una tormenta. ¿Un nuevo ciclón, la cola del que volteó tanto hidroplano en el Caribe? Tenía que preguntarle a Celestino. Sara descorrió las cortinas; un relumbrón azuloso llenó el cuarto.

⎯ ¿Hablaste con Ugalde? –me preguntó el vasco.

Asentí. Se hizo un silencio que Sara aprovecho para formar una película de vaho en la ventana y luego en sus lentes. Pensé en los párpados de cemento que se limpiaban en la fachada (Villoro, 2005a: 103).

Todo apunta al clímax: el inicio de una tormenta, el trueno que la desata. Villoro demuestra una enorme sensibilidad ante lo material al describir la sensación de encontrarse en el centro de este fenómeno climático –y en medio de esa otra tormenta de circunstancias humanas– como si la oficina en la que hablaban estuviera muy en alto. De alguna manera, esa sensación de altura los vuelve más mástil de barco, los expone más, los coloca en el centro de la turbulencia. Podrían naufragar como los aviones en el Caribe. La tormenta que se materializa en la Ciudad de México, desprendida de un ciclón aún más grande, los coloca no solamente en un punto álgido de la historia sino en un punto álgido interior. La tempestad es un espejo de la pasión.

Y el narrador mismo está sorprendido ante la frecuencia de estos fenómenos climáticos que, como las conjuras y ardores que lo rodean, ni siquiera están ocasionados por su entorno inmediato, sino por móviles remotos como la cólera de un mar a cientos de kilómetros de distancia. En la escena antes citada, un nuevo trueno acompaña la pregunta que revelará todo. Inmediatamente después, otro juego de ojos –de subjetividades– tiene lugar. Los lentes de Sara y el vidrio se empañan, se cubre su visión, y, como si pudiera remediarlo, el narrador piensa en otro ojo aún más exterior, el del edificio, que se limpia. La clínica, que en este relato podría atribuirse, entre otros, los simbolismos de la casa y del templo, está profundamente identificada con los personajes que la habitan, y si como señala Bachelard, “La casa adquiere las energías físicas y morales de un cuerpo humano” (1983: 78), el hecho de que el ojo del edificio se limpie cuando la mirada de sus moradores está empañada indica que algo está por descubrirse.

Es natural que una novela donde la vista es tan protagónica –como uno de los cinco sentidos que perciben el exterior, pero también, metafóricamente, como la subjetividad que observa y crea el mundo– esté llena de agua. En palabras del fenomenólogo francés, “El ojo verdadero de la tierra es el agua. En los nuestros, el agua sueña. ¿Acaso nuestros ojos no son ‘ese charco inexplorado de luz líquida que Dios ha puesto en el fondo de nosotros’”? (Bachelard, 2011: 54).

La violencia de la lluvia contra el edificio que sostiene la trama y a los personajes –como si fuera un barco al que un dios enardecido intentase hundir– es una constante durante la narración. Así, volviéndonos a recalcar la correspondencia como de muñecas rusas que mantiene el paisaje exterior con el interior del inmueble, el narrador señala: “Este viernes hubo un acuerdo entre el clima de fuera y el de dentro: glaucomas, cataratas y una lluvia tensa, dispuesta a disolver el edificio” (Villoro, 2005a: 58).

¿Cuál clima es el que se corresponde con el clima exterior? ¿El de la clínica, a la que llegan las cataratas y los glaucomas, o el de los propios ojos de los personajes, las subjetividades que quieren ver claramente y aún no lo consiguen? Todo está fundido. De cualquier forma, la lluvia que todo lo invade, desde los ojos que narran hasta el ambiente en pleno, tiene una doble función: en primera instancia, mantiene una guerra declarada contra el edificio y contra todo lo que se mantiene en pie. Como marcador de sucesos en la trama, está siempre del lado de la tensión. Villoro mismo usa el adjetivo “tensa” para calificarla, anuncia una inminencia, una saña del destino en contra de los actores de la historia. En segundo término, este clima que iguala ojos y paisaje tiene la función de la bruma: nubla la visión como las cataratas y el glaucoma, disuelve el edificio derritiendo su existencia e incorporándolo a la propia agua. Es una lluvia que unifica, que diluye los límites de todo en una existencia turbia y líquida.

El agua pretende en El disparo de Argón el triunfo sobre los demás elementos, sobre el paisaje, sobre los individuos, quiere arrastrarlo todo en su corriente, volverlo uno consigo misma, indiferenciar tanto lo objetivo como lo subjetivo en la misma sustancia caótica. La lluvia parece el verdadero antagonista de la historia, el único tangible. Así, se intensifica en los momentos álgidos de la trama y parece, de verdad, la sustancia que lleva a los personajes a lo largo del conflicto con una especie de saña disolvente. Es corrosiva, pero también es el cauce en el que los sucesos viajan hacia su sentido. Los hechos que tienen lugar en el espacio son una metáfora del trascurrir de las vidas humanas. Una vez más, Bachelard aclara: “Si, como creemos, el agua es la sustancia fundamental […], debe regir la Tierra. Es la sangre de la Tierra. La vida de la Tierra. El agua arrastrará todo el paisaje hacia su propio destino” (Bachelard, 2011: 99). La ciudad, la clínica, parecen estar destinados a la destrucción implacable por manos de la lluvia, el paisaje camina arrastrado por el agua hacia un destino oscuro. Y, sin embargo, el destino del paisaje será siempre el destino de sus habitantes. Hay, como hemos estado señalando, una tempestad exterior que se refleja en la tempestad interior.

 

Y, en efecto, si parece que el agua lleva a este rincón de la Ciudad de México a su destino físico –la disolución y la zozobra–, con este espacio parecen ser arrastrados también los personajes hacia un destino negro que, además, parecen presentir. Así, durante una reunión en casa de los padres de Fernando Balmes, “Todos hablaban de las lluvias. Daban datos de casas inundadas y perros ahogados” (Villoro, 2005a: 128). O en una escena en la que Mónica y Fernando hacen el amor en un pequeño cuarto del hospital, Villoro nos dice que “La lluvia caía afuera, espesa, como hecha de plumas, como si llovieran pájaros muertos, como si nuestro aire al fin reclamara su negro prestigio” (Villoro, 2005a: 109). Ya hablaremos del aire de la Ciudad de México, recientemente famoso por su contaminación, que ha cobrado la vida de incontables pájaros cuyos cuerpos han amanecido en parvadas extendidas sobre el asfalto, sobre todo en los años ochenta, apenas superados cuando se escribió esta novela. Lo importante es quela lluvia enfurecida de esta ciudad parece ensañada con sus habitantes, que el remordimiento de las aguas en esta urbe no se detiene nunca. ¿Podría ser la metrópolis misma, huérfana de sus torrentes, la deidad cuya meta es hundir los barcos?

Hay, efectivamente, durante la mayor parte de la novela un clima de destino funesto. Los hechos parecen arrastrar a Fernando Balmes y a la clínica en una corriente indiferenciadora y disolvente. Sin embargo, cabe un antídoto contra esa disolución. Solamente una acción precisa, un golpe certero de la voluntad, el disparo de argón, puede cambiar el curso de las cosas y devolver al personaje principal a una individualidad que contradice la desaparición de sus contornos, a una definición desde dentro y sin que quepa ninguna duda de su ser, sacarlo de la mediocridad en la que estaba sin pronunciarse. Esta súbita definición, que salva la vista del capitán del barco y devuelve los contornos a todo, también salva al edificio, a la clínica y su funcionamiento.

Es muy significativa la última escena del libro, en la que Fernando Balmes se topa con Julián, su adversario desde la adolescencia, al intentar cruzar el puente que lo iba a sacar del barrio de San Lorenzo para llegar hasta Mónica. Como relaté anteriormente, el asesino falla en su intento. Fernando, después de haber tomado en mano propia su ser y su destino, parece intocable. Tras los tres intentos por descargar un tiro letal sobre él, Julián parece agonizar de una enfermedad crónica y cae sobre el suelo del puente. Balmes nos describe:

Un trueno partió el cielo. Cayeron gotas gruesas, frías. Julián tenía el pelo embarrado en la frente; una mueca sardónica, seca, le cruzaba el rostro. Una saliva acre me subió a la boca. Escupí sin fuerza, sobre mis zapatos. Julián recibía la lluvia con la boca abierta. No me pareció ruin dejarlo ahí, vencido por una ciudad vencida por la tormenta (Villoro, 2005a: 261).

El desenlace de la novela tiene todos los elementos que vimos en los nudos de la narración: el rayo como marcador de un suceso, el inicio de la lluvia en el clímax. Sin embargo, esta vez es el rival quien “recibe la lluvia con la boca abierta”, el que queda a su merced. A Fernando, vencedor de este lance, no le “pareció ruin dejarlo ahí, vencido por una ciudad vencida por la tormenta”. La voluntad del personaje principal lo vuelve triunfador sobre el paisaje, sobre la urbe, y sobre su clima. Se ha liberado de un destino impuesto y camina hacia adelante. Pero, ¿qué es lo que hay delante de él? Al final del puente lo espera Mónica. Por un momento duda si dirigirse hacia ella, si fue aquella mujer quien le dijo a Julián que él pasaría a esa hora por ese puente, piensa en su hermetismo, en su obstinado misterio (“¿Quién era? ¿Qué quería? Aún estaba a tiempo de regresar a las calles que desde siempre imitan la parrilla de San Lorenzo.”) (Villoro, 2005a: 261). Una consideración nimia y fortuita –que Julián llegó por detrás– lo disuade de sus sospechas. Mónica es un riesgo que decide correr. Como un héroe romántico, alumbrado por su propia pasión, por un destino elegido interiormente –y ya no determinado por lo externo–, cruza el puente. Villoro lo relata así:

A la distancia, los ojos de Mónica tenían un brillo inseguro. “Ojos de charco”, decía mi madre. Más que verlos pensé en ellos, pensé su color: azulverde, azulgris. Tal vez recordé la historia del espejo encontrado en el desierto. Tal vez fue esto lo que me estremeció en el límite del puente.

Un ruido rompió el aire saturado por la lluvia. Otro avión en el cielo. Miré hacia abajo, a los escalones que llevaban a Mónica. Ella extendió una palma mojada por la lluvia; entreabrió los labios; una sonrisa diagonal nacía en su boca. ¿A cuántas coincidencias peligrosas podía llevarme?

La miré el tiempo necesario para que su imagen decidiera por mí, y con una emoción en la que ya cabía el espanto, bajé del puente (Villoro, 2005a: 262).

Como podemos ver, Fernando Balmes deja tras de sí una imagen de aguas tormentosas para dirigirse a otra imagen acuática. La figura de Mónica está toda impregnada de los simbolismos del agua y, sin embargo, se trata de aguas de otro género. Le extiende, para animarlo a venir hacia ella, una mano de lluvia y, sin embargo, sus ojos, que él llama “ojos de charco”, pertenecen más a la imaginería de las aguas claras. Le recuerdan a Balmes la historia del espejo en el desierto, una parábola que solía relatar su maestro Suárez en las lecciones en la facultad de medicina y que sirve de introducción al libro: Un hombre recorre el desierto y al cabo de días infinitos encuentra un objeto brillante en la arena. Es un espejo. Lo recoge y, al verse reflejado, dice: “Perdóneme, no sabía que tenía dueño.”

En la historia, un hombre perdido en la inmensidad de la nada encuentra un espejo sobre la arena, la oportunidad de reconocerse, de verter una mirada, la propia, sobre su ser y, así, de alguna manera, encontrarse. No se reconoce, ve a otro al que confunde con el dueño del espejo. ¿Es porque está delirando y ha cometido un error? ¿Se ha olvidado de sí mismo y se ha perdido para siempre? ¿O es, en efecto, que él mismo ya es otro, que ha multiplicado sus posibilidades de ser a través de un viaje iniciático por el desierto y es el dueño del espejo, un hombre que su yo antiguo no reconoce? Fernando ha cambiado tras su propio viaje; es otro que es ya sí mismo y eso abre ante él un campo de posibilidades inmensas. Aquello simbolizan los ojos acuáticos de Mónica en los que tiene la posibilidad de reflejarse sin reconocerse, la oportunidad de ser otro en un mundo diferente a través de un amor riesgoso, de una pasión que lo saca de su zona de confort simbolizada por el barrio de San Lorenzo. Bachelard habla largamente sobre las cualidades de las aguas cristalinas que reflejan. Sin embargo, un fragmento me parece ilustrativo del significado de los ojos de Mónica: “En efecto, parecería al leer ciertos poemas, ciertos cuentos, que el reflejo es más real que lo real porque es más puro. Como la vida es un sueño dentro de un sueño, el universo es un reflejo en un reflejo; el universo es una imagen absoluta” (Bachelard, 2011: 78).