Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea

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1.4 Juan Villoro: la hibridez y el sino de la lluvia

La relación que Juan Villoro sostiene con la urbe que lo vio nacer es, sin duda, inédita. El escritor mexicano ejerce condestreza, soltura, profundidad y simpatía muy poco comunes el oficio de cronista. Esto le ha dado a su literatura una lozanía que el lector agradece y una dosis de realidad tangible y honesta, despojada de estereotipos y de aquella voluntad auto-folklorizantetan frecuente en el arte y la literatura mexicanos posteriores a la Revolución.

La mirada de Villoro es irónica y, sin embargo, al tiempo que desmitifica muchos aspectos de la llamada “identidad mexicana” y genera personajes aparentemente destinados a perder, lejos de la típica heroicidad, es intensamente material en el sentido que Bachelard emplea del término, es decir, hace de toda materia una fuente de imágenes profundas recurriendo a sus símbolos imperecederos y regenerándolos. Pocas escrituras hay ligadas de manera más fundamental a los elementos que la suya. Su obra es también, sin duda, hondamente humana y, justamente a partir de ese hacer de sus personajes, figuras falibles y endebles, llenas de defectos y debilidades, las engrandece de otra manera, dotándolas de una aguda realidad. Incluso su visión del erotismo se encuentra vinculada a los polos de la materia y la imperfección. Las mujeres protagonistas en la obra de Villoro tienen cuerpos tremendamente presentes y dotados –se puede decir así, como si carecer fuera realmente gozar de algo– de defectos tan exquisitos como un olor quirúrgico, unas uñas perennemente sucias, una cicatriz en el muslo o una leve asimetría dental. La Ciudad de México, lugar que arrastra al escritor con igual pasión, es curiosamente parecida a estas mujeres: una urbe que seduce con una materialidad, un cuerpo, muy presentes y que no coinciden en manera alguna con la imagen de la ciudad ideal, sino que nos mira desde atrás de unos lentes para la miopía y nos sonríe con una encantadora falta de ortodoncia.

El agua y el clima en general están, en la obra de este autor, vinculados con el tejido literario. Así, como podremos observar, aparecerán algunos personajes marcados con el sino de la lluvia o la identidad del agua y, durante los relatos, el fluir de este elemento, su aparición tempestuosa, marcarán los puntos álgidos de la historia, reflejando a los personajes y sus emociones en una especie de analogía. Además, existe frecuentemente un lazo esencial entre los personajes de Juan Villoro y los escenarios que los contienen, de manera particular la Ciudad de México, el desierto y las costas y selvas del sureste mexicano. Sin embargo, es la megalópolis la que más a menudo aparece en sus escritos y, al estar tan marcada por el signo de un agua ya sea tormentosa o estancada, no puede este elemento sino impregnar gran parte de la literatura del escritor y contagiarla con su espíritu.

La primera narración que me interesa abordar es un relato incluido en La noche navegable, libro con el que Villoro debutó en el mundo literario y que consta de once cuentos que rescatan la manera de hablar, el contexto cultural y la identidad de los jóvenes de los años sesenta y setenta, es decir, de su propia generación, seguidora de Henry Miller y José Agustín, Los Beatles y Pink Floyd. El conjunto de relatos, además, da cuenta de ciertos hitos urbanos de la Ciudad de México de aquellos tiempos, como el salón Califas y el hotel La Maga, y hace el retrato de una época que no es en absoluto ajena a las nuevas generaciones, herederas tanto de los referentes como de la libertad conquistada por aquellos jóvenes. Tras el paso de los años, el autor aún conserva en su escritura los símbolos y elementos más relevantes de esta época: el rock, la irrupción de la contracultura y la politización de la conciencia, por mencionar algunos ejemplos. El cuento que nos atañe lleva por título “Después de la lluvia”. Llama ya la atención la doble calidad acuática de los títulos del libro –desprendido de otro relato– y el de la narración en la que me interesa profundizar. El título que une a estos cuentos mayoritariamente chilangos parece sugerir que la ciudad misma fuera nocturna y hecha de agua, que en ella uno se moviera en una oscuridad líquida y orientado por las estrellas. También insinúa que sería posible naufragar en ella, pero ya veremos más adelante los vínculos de la Ciudad de México con el naufragio, que no son pocos. Por ahora, volvamos a un relato lluvioso.

En “Después de la lluvia” el adverbio temporal se refiere, de manera literal, a lo que ocurre posteriormente al relato o lo que se infiere de él, ya que toda la narración se desarrolla durante varios días insertos en la temporada de lluvias de la Ciudad de México sin que ese fenómeno meteorológico abandone jamás los sucesos. Ya las primeras líneas nos sitúan en un clima físico que es, a la vez, literario y emocional:

Digo que cómo pensar en algo que no sea Eso, con esta lluvia que baja suave y en silencio, sin detenerse hasta haber encontrado la cal en las paredes, los huesos, los tendones; sedienta; buscando invadirlo todo con su saliva, llegar a los lugares más profundos, a los rincones más agrios y escondidos: a la rendija entre mi zapato y mi calcetín. Nomás por joder, por demostrarme que ella es la lluvia y tiene muchos calzones y está dispuesta a que me retrase, a obligarme a caminar como si no pasara nada. Entonces me acuerdo que llevo puesto un impermeable estilo Frank Sinatra, levanto la mirada que tenía perdida en el piso y camino tan quitado de la pena, porque esta lluvia me recuerda que la gente no debe notar que me siento mal y lo mejor que puedo hacer es cruzar la calle, resbalándome un poquito, con alegría, para que todo el mundo piense que voy bien, que no hay problema, que sólo me recargo en esta pared para ver el parque y la calle que acabo de cruzar.

Desde aquí veo la ciudad de México hecha de plomo, aplastada por la lluvia (Villoro, 2010: 43-44).

Sin que el lector sepa exactamente que es “Eso” que el narrador trae en mente, puede ya imaginarse, a causa del vínculo del pensamiento con la lluvia, que se trata de algo malo, de una idea que trata de evitar y que, sin embargo, se prefigura fatídica, innombrable. ¿Cómo es la lluvia que le impide distraerse? Además de suave y silenciosa, se trata, sin duda, de una lluvia con la que sostiene una relación muy física, que podría calificarse de erótica si no fuera a todas luces siniestra. O, quizá, más bien, se trata de un agua a la vez erótica y siniestra que busca al narrador con su saliva, invadiéndolo hasta los huesos y tendones, hasta los “rincones más agrios y escondidos”, sólo el amor y la muerte permean hasta este punto. Y la ciudad está ahí, omnipresente en la lluvia que la habita y, a la vez, siendo invadida por ella en la cal de sus paredes como el narrador en el interior de su calzado y en su estructura ósea. Sin embargo, es en la última línea de la cita que la ciudad adquiere su densidad real y da un sentido mucho más redondo al párrafo anterior. “Eso”, el pensamiento obsesivo, no abandona al narrador debajo de la lluvia y, empero, hasta entonces no era más que un mal presentimiento que cuando se une a la visión de la ciudad plomiza: negra y pesada, aplastada por una lluvia emanada de sí misma, no puede sino ser un presagio funesto en toda la regla. Son la aparición de la negrura de la urbe y el sentimiento de un peso aplastante que la caracteriza los elementos que nos hacen presentir lo peor.

El joven que nos relata su caminata húmeda continúa en estado de desasosiego bajo el temporal, cantando para fingir alegría ante la gente, pretendiendo protagonizar una escena de Frank Sinatra –o, quizá, mejor de Gene Kelly– mientras, en realidad, lo invaden pensamientos terribles: “Lo malo es que la música que tarareo me hace tragar unas como lágrimas, de esas que se pasan tragando las actrices en el cine” (Villoro, 2010: 45), nos dice. Así, en una imagen clásica si las hay, la lluvia y las lágrimas se entremezclan. En medio de la lluvia, como diría Bachelard, mientras “El tiempo cae gota a gota en los relojes naturales; el mundo animado por el tiempo es una melancolía que llora” (2011: 90). La lluvia marca el tiempo, el transcurrir del relato, que a la vez es un llanto callado, que se traga el narrador. Ignorantes todavía de la razón del malestar del protagonista, nos internamos, mientras lo acompañamos en un trayecto con techos que escurren, en sus memorias y, así, sabemos que sus pensamientos se dirigen a Claudia, una chica cuya imagen está profundamente marcada por el agua.

Nos enteramos de que la conoció en una fiesta en la que compartieron un beso frío. La relación entre ambos está marcada por un misterio que se desprende de ella, de una especie de lejanía que la cubre como una pátina y que parece provenir del sufrimiento derivado de velar la agonía de su padre.3 Al narrador, su delgadez y su halo sufriente lo fascinan pues confiesa que este tipo de mujeres tienen el poder de seducirlo.

Si el primer vínculo de Claudia con el agua se da a través de la lluvia citadina que no abandona ni el momento de rememoración de los sucesos ni los sucesos mismos, poco a poco, nos vamos encontrando con que esta relación se agudiza hasta el punto de convertirla en una especie de Ofelia de la Ciudad de México. La chica, pálida, sufriente y ligada a diversos símbolos acuáticos, va adquiriendo, en términos de Gaston Bachelard, cada vez más características del agua profunda, aquella que “reúne los esquemas de la vida atraída por la muerte, de la vida que busca morir” (2011: 78).

Pero antes de ser profunda y oscura, el agua también es joven y clara. La primera vez que el narrador va a ver a Claudia a su casa, la segunda ocasión en que se encuentran, se quedan solos en la sala y él la mira duplicada, de pie frente al espejo. La relación del espejo con el agua es a todas luces evidente. El agua es el primer espejo de la humanidad. Claudia se duplica en el espejo de su salón como si se reflejara en un río. Esta imagen parece, sin duda, un vaticinio de la figura de Ofelia que se proyecta sobre ella. Y, sin embargo, se trata también de una imagen de erótica frescura y lozanía. El agua evoca la desnudez de la ninfa.

 

La duplicidad de Claudia ante el espejo prefigura su destino de Ofelia, pero, antes, la ofrece como imagen y como figura erótica. Nos sugiere el deseo, la proyecta en su feminidad y en sus posibilidades. Así, vista por los ojos del narrador, la imagen real de la chica proyectada en su reflejo la abre, la dota de una belleza infinita y trascendente a la vez que hace hincapié en su presencia física percibida por la mirada, en el deseo de quien la observa. Y, simultáneamente, esa duplicidad, la presencia de la imagen real y la de la reflejada en la heterotopía perfecta, según Foucault, el espejo ‒utopía que, sin embargo, existe‒, dotan a Claudia de una doble realidad, la concreta y la simbólica, la que se palpa y la que se imagina. Esta imagen creada por Villoro nos advierte que su personaje femenino tiene un doble peso: el anecdótico y el simbólico. Hay un mundo evidente y otro profundo. En su reflexión sobre el espejo, el fenomenólogo francés no deja escapar esta vertiente: “De la misma manera, el agua por medio de sus reflejos duplica el mundo, duplica las cosas. También duplica al soñador, no simplemente como una vaga imagen, sino arrastrándolo a una nueva experiencia onírica” (Bachelard, 2011: 80).

Así, una imagen que podría parecer nimia, la de una chica que se refleja en un espejo, aparece de pronto dotada de mucha profundidad y de la cualidad de vértice significativo. Por un lado, vaticina una conexión con Ofelia y una muerte trágica, por otro exalta la fisicidad de Claudia, su feminidad, y el deseo que el narrador siente por ella: otra vez el erotismo siniestro, la unión de la muerte y el amor. Finalmente, la imagen señala el carácter profundamente simbólico del relato, en el que los personajes se mueven en dos planos: el “real” y el onírico o imaginario.

La transición a la siguiente imagen de aguas claras es natural. Resulta sorprendente que, en su primer libro, a los 25 años, Villoro estuviera en posesión de semejante capacidad simbólica:

La fui empujando a la izquierda hasta que tocó el frío del espejo. Se estuvo igual, a pesar de que el frío se le untaba al cuello y yo le iba levantando la camisa para que su cintura topara con el vidrio helado y ella se me tuviera que echar encima con los ojos húmedos y llenos de cansancio. Sólo que Claudia siguió sin moverse y entonces fui yo el que me acerqué para besarla y sentir que nos disolvíamos, muy despacio, como si fuéramos figuras que emergen limpias del fondo de una acuarela (Villoro, 2010: 49).

¿Por dónde empezar? En una escena erótica con un ligero sadismo, el narrador empuja a Claudia hacia el espejo, con el propósito de que su piel toque el frío del cristal y reaccione acercándose a su calor corporal. Ella, sin embargo –ojos húmedos y llenos de cansancio– soporta el frío como si no lo notara, como si fuera parte de ella. ¿Está muerta ya? ¿Es un ser de agua? Ante la falta de reacción de la joven, el narrador es quien se aproxima a ella. Justamente después, Villoro vuelve a hacer énfasis en la calidad acuática del espejo. Al aproximar sus cuerpos entre sí y hacia el cristal, en medio del beso, el narrador siente como ambos se “disuelven” como si “emergieran” del fondo de una acuarela. Pura agua y erotismo. Si continuamos siguiendo a Bachelard en sus reflexiones sobre las imágenes de agua encontramos que las aguas claras y espejeantes están relacionadas con la frescura, con la juventud y la carne. Así, el filósofo francés afirma que “A todos los juegos de las aguas claras, de las aguas primaverales, espejeantes de imágenes, hay que agregar un componente de la poesía de ambas: la frescura” (2011: 55). Y continúa: “Así, los perfumes verdes como las praderas son perfumes frescos: se relacionan con carnes frescas y lustrosas, con carnes plenas como carnes de niños. Toda la correspondencia está mantenida por el agua primitiva, por un agua carnal, por el elemento universal” (Bachelard, 2011: 56).

Y si es verdad que este momento erótico y lúdico entre adolescentes que se disuelven y emergen como figuras pintadas con acuarela está lleno de frescura y de corporalidad, también es cierto que la identificación de Claudia con el frío y la expresión fatigada y melancólica de su mirada empañan la alegría del momento y nos recuerdan el mal presentimiento que se cierne sobre ella. En este momento la chica está a la par en la apoteosis de la vida y rozando la muerte y estas dos facetas se unen en el agua. El agua, que es el espacio de las ninfas vivas, lo es también de las muertas: la materia de la muerte más femenina.

Pero, ¿dónde han quedado la Ciudad de México y sus aguas? Es curioso como la presencia de la urbe, aún en un segundo plano, no abandona jamás la narración y se mantiene como trasfondo de la figura acuática de Claudia, en cuya habitación –se nos dice– hay un vitral por el que “se meten” las sombras de la ciudad. Es decir que la urbe, en un tono lúgubre, también “se mete” en la narración desde la intimidad de la adolescente. En el siguiente fragmento, que relata lo que sucede inmediatamente después de la escena erótica junto al espejo, la urbe vuelve a hacerse presente:

Y ya estaba hecho un galanazo cuando sucedió lo que siempre sucede en la ciudad de México: un apagón que hizo que Claudia se fuera a un lado y su mamá gritara que ahorita venía con unas velas. Nuestros pasos se oían suaves y la silueta de Claudia se recortaba contra el espejo cuando llegó su mamá. Todo lo que duró el apagón se me fue en comer y hablar, aunque también pensaba en las sombras de la calle que se estarían metiendo por el vitral del cuarto de Claudia (Villoro, 2010: 50).

Como si la ciudad hubiese decidido recordarnos su presencia, interrumpe la escena amorosa con otro mal augurio: un súbito apagón típico de su naturaleza y fuertemente vinculado a sus lluvias. Cualquier habitante de la Ciudad de México sabe que, a lo largo de los años, tras una tormenta, ha sido normal pasar varias horas a la luz de las velas. Si en la primera vez que esta urbe aparece en el relato su imagen es plomiza y aplastante, en la segunda lo hace a manera de oscuridad. No conforme con esto, también se filtra en la habitación de Claudia –y en la mente del narrador– en forma de sombras. Parece formar parte de la primera y hablarle al segundo con un lenguaje oscuro. En este relato, en efecto, la ciudad parece estar vinculada con los malos presagios, pero también con la naturaleza del personaje femenino desde su intimidad y con su destino siniestro. Tiene una presencia sutil pero constante, extrañamente protagónica.

Hay un último elemento que redondea la identidad de ninfa acuática de Claudia. El narrador nos relata que en su casa hay gansos. El ganso es una mascota extraña y la chica revela tener un vínculo peculiar con estas aves. Al narrador incluso le parece en cierto punto que al caminar se “bambolea” como ellas. Desde mi punto de vista, la presencia de los gansos apunta, más bien, a otro animal muy similar: el cisne. No sería la primera vez que esto sucede, que el simbolismo de estas aves se confunda. Y, de acuerdo con Gaston Bachelard, “El cisne, en literatura, es un ersatz de la mujer desnuda. Es la desnudez permitida, es la blancura inmaculada y sin embargo ostensible. ¡Por lo menos los cisnes se dejan ver! Adorar al cisne es desear a la bañista” (Bachelard, 2011: 61).

No es, como hemos visto, la única vez que Villoro recurre en este relato a un símbolo que alude a la desnudez femenina. Y, sin embargo, el símbolo del cisne es más complejo. Si es femenino en cuanto a la representación de la delicadeza de la bañista, también es masculino en cuanto a la acción y la violencia. El cisne es un símbolo fálico, basta recordar el mito de Leda, poseída por Zeus en forma de cisne. Desde el punto de vista del símbolo femenino del cisne, Claudia vuelve a ser subrayada en su feminidad y en el deseo que provoca. Por otro lado, si pensamos en el símbolo masculino del ave, parece que la joven fuera continuamente acechada.

Sin embargo, en el cuento, la imagen de la doncella, la correspondiente a la frescura y la alegría de las aguas cristalinas, vuelve a ser ensombrecida por la muerte. En otra visita a su casa el narrador le pide a Claudia que le muestre a sus mascotas. Así, salen al jardín. Villoro continúa:

Estábamos ahí porque le pedí que me enseñara sus gansos. Ella iba rasgando una camisa vieja con una navaja Gillette y me decía que quería trabajar en un hospital, que no podía alejarse de los enfermos, y yo pensé que no se alejaba de los enfermos sino del sufrimiento que había sido andar despierta toda la noche aplicando medicinas; pero ella me lo dijo con esa seguridad de cirujano con que hacía todo, con esa rara entrega al dolor y a quién sabe cuántas fregaderas que le daban esa expresión como de estarse yendo, como de estar zarpando en un barco que se va por veinte o treinta años (Villoro, 2010: 51).

Esta imagen está curiosamente bien lograda. La navaja que rasga sugiere algo herido y que hiere y la entrega al sufrimiento de Claudia le inspira al narrador la imagen de un barco que se va. Claudia tiene la apariencia de estarse yendo y su camino es acuático. Un poco más adelante, uno de los gansos hiere al narrador. Esto nos hace pensar en la simbología masculina del cisne, como si el ave defendiera su territorio en torno a la joven.

Esa noche el narrador no puede dormir. La imagen del barco regresa en la forma de un presentimiento terrible. Cuenta: “Tenía un sueño de esos donde hay algo que te duele y te quieres voltear para despertarte de una vez porque sientes como si un barco hubiera encallado en tu vientre” (Villoro, 2010: 52). ¿El barco es Claudia? No lo sabemos, pero el teléfono suena en medio de la noche y del otro lado no hay nadie. Tras la llamada fantasmagórica, el narrador continúa:

Después me tomé un vaso de leche y dormí otro poco soñando que Claudia estaba acostada junto a mí y no me decía que se iba a tirar al río porque en la ciudad de México no hay ríos, pero me decía que se iba a matar, y yo pensaba tengo que salvarla, pero no hacía más que dormir hasta que la idea de la llamada telefónica se fue metiendo en mi sueño, picándome en la cabeza para despertarme, para que me diera cuenta de que debía salvarla, que no importaba la hora ni que estuviera lloviendo (Villoro, 2010: 52).

Así como los cisnes no son cisnes sino gansos, a falta de agua, en la continuación de su sueño, Claudia no le dice que va a tirarse a un río porque en la Ciudad de México no hay ríos. Los gansos son cisnes y no. Claudia es Ofelia y no. Ha perdido a su padre, languidece, se sumerge en el frío del espejo, se va como un barco melancólico, podría tirarse a un río… y sin embargo no hay río. Todos son sueños. Pero había ríos. La Ciudad de México tiene más de 70 afluentes enterrados. De pronto, la urbe vuelve a irrumpir en la historia y súbitamente parece que toda la fantasmagoría del relato se deriva de un agua ausente que, sin embargo, abruma con su presencia. La nostalgia del agua, la carga de sus espectros que hemos visto ya en la obra de Pacheco vuelve a hacerse tangible en este relato. Llueve. Llueve siempre. El narrador sale bajo la lluvia y emprende esa caminata de la que hemos sido testigos desde el principio. “Eso”, en lo que piensa, es la posible muerte de Claudia, su posible suicidio. Se le ocurre que los gansos pudieron haberla destrozado.

Cuando el narrador entra en la casa, sólo recogemos la imagen del vitral de Claudia destrozado y un charco de sangre. ¿Fueron los gansos? ¿Claudia decidió herirse contra el vidrio? ¿Fue la ciudad la que destrozo el cristal por el que permeaban sus sombras y reclamó la muerte de Claudia en sus aguas ausentes? Claudia, siempre sufriente, queda marcada de una manera oblicua, extraña, por el signo de Ofelia, una Ofelia sin agua. Bachelard resume así el complejo de este personaje shakespeariano:

Ofelia podrá ser, pues, para nosotros, el símbolo del suicidio femenino. Es realmente una criatura nacida para morir en el agua, donde encuentra, como dice Shakespeare, “su propio elemento”. El agua es el elemento de la muerte joven y bella, de la muerte florecida. […] El agua es el símbolo profundo, orgánico, de la mujer que sólo sabe llorar sus penas y cuyos ojos se “ahogan” en lágrimas con tanta facilidad (Bachelard, 2011: 128).

 

Claudia es una mujer llena de pena, rodeada de símbolos acuáticos que no acaban de serlo porque la que la rodea es un agua que no está, es una Ofelia que, nacida para morir en el agua, sólo encuentra frente a ella, el cristal.

Por otra parte, El disparo de Argón, la primera novela de Villoro, publicada en 1991, es una obra de indiscutible calidad literaria. Al igual que todas las grandes novelas –y en general, piezas de arte–, como diría Julio Cortázar, puede ser equiparada a una máquina de interpretaciones. Esto quiere decir que posee muy diversos niveles significativos y una cantidad de lecturas considerable, sin contar que está escrita en un lenguaje ágil e impecable, dotado de una fina ironía.

La estructura esencial de la trama coincide con la de una novela negra; sin embargo, va más allá. En síntesis, dos temas la articulan: la mirada y la ciudad. El espacio es un elemento central en esta obra, pues se desenvuelve como una serie de muñecas rusas que se contienen, se reflejan y se comunican entre sí. La ciudad real se vierte con sus significaciones en el inventado barrio de San Lorenzo que, a su vez, se refleja en la clínica de ojos del Dr. Suárez, edificio plagado de símbolos que sirve de vértice a las acciones y los espacios. El doctor Antonio Suárez, que habría sido discípulo del célebre doctor Barraquer, en Barcelona, ha creado esta clínica que imita en su estructura a la existente clínica oftalmológica catalana y la ha enclavado en un barrio que, aunque no existe en realidad –no será la única vez que Villoro invente una zona de la ciudad con el fin de reflejar mejor la serie de rasgos que le interesa retratar–, es típico de la Ciudad de México tanto en su constitución como en sus dinámicas.

La historia está contada desde el punto de vista de Fernando Balmes, alumno de Suárez y nativo del barrio de San Lorenzo, zona con la que se identifica plenamente y a la que jamás ha abandonado a lo largo de su historia, ya sea recorriéndola como mensajero en bicicleta a lo largo de su adolescencia o trabajando posteriormente en el hospital de ojos que habría tomado mucho del protagonismo de la vida del lugar. La trama se desarrolla –con algunas retrospectivas– cuando Balmes tiene alrededor de 35 años y es un médico oftalmólogo soltero, no muy atractivo, con un puesto mediano en el hospital y envuelto en una relación amorosa ocasional. Nada emocionante sucede en la vida de Balmes y, a decir verdad, tampoco él aspira a nada en particular. Como muchos de los personajes de Villoro, este médico se aleja considerablemente del prototipo del héroe y está instalado en una confortable mediocridad. Sin embargo, como también es frecuente en los personajes de este escritor, pronto nos damos cuenta de que posee una capacidad de observación y una sensibilidad notables y de que sus defectos acentúan su condición profundamente humana.

Si el edificio levantado por Suárez, digno de un estudio aparte –y al que abordaremos con mayor detalle en el capítulo dedicado al aire–, cuajado de símbolos esotéricos como si se tratara de un códice egipcio, pretende servir a la salud de la visión, pronto se descubre que dentro de él suceden también cosas muy diversas. El intrincado espíritu de la urbe permea en la clínica y pronto Balmes, junto con otros dos médicos, Sara y Lánder, descubre una confabulación que involucra la venta ilegal de ojos y a Iniesta, un médico sui géneris que, además de dedicarse a la medicina, extiende sus actividades a negocios aledaños de mayor a menor legitimidad. Este personaje resulta una encarnación caricaturesca del carácter de la Ciudad de México, una urbe donde el tráfico de órganos es una de las muchísimas manifestaciones de un comercio con grandes variaciones entre lo formal y lo informal. En medio de estos sucesos, Suárez no puede ser localizado; el gran mago de la vista y de las secciones de sociales de todos los diarios se ha vuelto imperceptible. Balmes, con su inmensa capacidad de observación, es quiendebe buscar el hilo que lleve hasta su maestro en medio de una serie de tramas y enredos de intereses cuyos motores verdaderos le es imposible ver. El verdadero enemigo no se materializa jamás y hasta los personajes de la novela llegan sólo las consecuencias –a veces terribles, como el propio asesinato de Iniesta– de los hilos que mueve un enemigo invisible. Nada es lo que parece y, aunque todo lo que pasa frente a los ojos de Balmes se somete al rigor del oftalmólogo, la extraña presencia de Mónica, una mujer frágil y misteriosa, de una belleza parca y un tanto enferma –hay que recordar la importancia de los defectos físicos en las mujeres creadas por Villoro–, turba su visión y lo inquieta hasta límites insospechados sometiéndolo a una dinámica amorosa al borde del abismo en la cual la persona que ama podría ser parte de las conjuras que lo rodean o, incluso, cómplice de quien quiere matarlo.

En su búsqueda de Suárez, Balmes descubre al fin que el director del hospital se ha retirado de la vista pública porque se está quedando ciego y no quiere que nadie lo sepa. Suárez elige a Balmes para realizarle la cirugía que podría –o no– devolverle la capacidad de ver. Esta operación, hecha con un disparo de argón, da título a la novela porque significa el momento en el que Fernando Balmes toma en sus manos su propio destino y el curso de la trama y decide, con la precisión de su pulso, oponerse a las mafias que quieren impedir que devuelva a Suárez al hospital y lo amenazan con asesinarlo si lo hace. También implica un momento en el que toma posesión de un destino heroico y sale de su mediocridad habitual. El final de la obra se decide con la suerte. La operación es un éxito, pero cuando Balmes se topa con Julián, un viejo rival amoroso de su adolescencia que resulta formar parte de la mafia que lo amenaza, sobre un puente que lo sacará real y simbólicamente del barrio y lo llevará a unas vacaciones al lado de Mónica, Julián, que agoniza de alguna enfermedad crónica derivada de su mala vida, intenta matarlo. El primer tiro apenas le roza una pierna, el segundo resulta un intento completamente fallido y, para la tercera tentativa, ya no había balas. Balmes, dudando a qué destino incierto puede llevarlo Mónica, pero reafirmando su pasión y el vínculo amor-muerte que tanto le gusta a Villoro, cruza el puente hacia ella y fuera de la zona de la ciudad que hasta entonces había contenido su identidad: va más allá de sí.

La ciudad, por su parte, no es solamente el escenario de la obra, sino que, incluso, de manera mucho más aguda que en “Después de la lluvia”, toma parte en la historia como la coprotagonista de Balmes. Todo sucede en ella y a través de ella, lleva sus signos y se mueve a su ritmo. La novela abre con una descripción del ambiente caótico y decadente, vital y colorido de la urbe y, poco a poco, la narración nos adentra cada vez más en la personalidad de esta ciudad. Y, por supuesto, el agua es un factor muy importante en el acabado del retrato. Ya en las primeras páginas, en una descripción del barrio de San Lorenzo, se hace evidente la nostalgia por el agua perdida tan característica de esta megalópolis, como hemos podido ver:

La vida sin veleros es perfectamente tolerable para alguien de San Lorenzo. A veces paseo por nuestras calles, me llega un viento fresco y pienso en un flujo bueno y oculto, como un río inasequible. Aquí el agua es cosa de la imaginación y hemos pasado una Semana Santa con los grifos secos (Villoro, 2005a: 50).