Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea

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Si una ciudad que jamás tuvo un paisaje acuático pone un problema para fluir en su espacio, para leerla y habitarla, encauzarse dentro de ella y otorgarle un significado unitario, ¿qué sucede con una urbe que fue fundada en la unión íntima del agua y el fuego, conquistada en una batalla naval y en la que actualmente no se ve más que una infinitud de concreto y luces? La respuesta es compleja, pero pretendo exponerla poco a poco a través de las obras de los tres autores que nos competen.

1.3 José Emilio Pacheco: la eternidad y los fantasmas

Gonzalo Celorio no es el único habitante de la Ciudad de México que, cuando mira la inmensidad casi infinita de las luces que se extienden en el paisaje nocturno, piensa en la laguna desaparecida. Sin embargo, sí es, quizás, uno de los que mejor expresa esta reminiscencia:

De noche el panorama cambia. La ciudad parecería recuperar su antigua condición lacustre: el descomunal Valle de México se vuelve un lago de luces palpitantes. No sé por qué las luces tiemblan permanentemente, como si respiraran, como si se movieran, como si fueran pequeñas embarcaciones en una gigantesca laguna (Celorio, 2004: 40).

La cuenca vacía a veces se llena de agua. Y la mayor parte de las veces se trata de un agua melancólica, de cualidad nocturna, cuando no mortuoria, la que presta sus reflejos a la inmensidad de la urbe. Sin embargo, los diversos significados de este líquido, la múltiple posibilidad de sus imágenes, se mezclan en los autores que estamos tratando de maneras a veces insólitas, pero sumamente expresivas.

Tal es el caso de José Emilio Pacheco. Para este autor, el transcurrir del tiempo y sus signos son una obsesión continua, el punto de articulación de todos sus lenguajes. Así, la dialéctica entre la permanencia y la destrucción marca toda la obra de este escritor –tanto su poesía como su narrativa– y, curiosamente, la obsesión con el tiempo que lo hace un poeta del instante fugaz lo convierte también en un poeta de lugares. José Emilio Pacheco siente la necesidad de enclavar cada instante al sitio que le pertenece; el tiempo pleno y el espacio resultan para él inseparables. De acuerdo con Agnes M. Gullón, a este poeta “su presencia en ese tiempo, en ese lugar, le importa, porque la existencia coordinada de éstos no puede ser sustituida por nada” (1987: 124). La esencia del momento y su vida se conservan únicamente situando los pensamientos en el sitio en el que se originaron. Así, nos encontramos con que una gran cantidad de sus poemas ostentan nombres de lugares. Este autor no trata los espacios como referencias concretas, sino que, como parte del instante total, se convierten en metáforas profundas. Y, ejemplos de estas grandes realidades, existen dos inmensidades, dos polos de atracción enormes que se manifiestan en los textos de José Emilio Pacheco desde sus comienzos: la Ciudad de México y el mar.

La pasión por el océano la debe el poeta a las largas temporadas de su juventud pasadas en la costa de Veracruz. El mar y el agua tendrán una carga de eternidad en su obra. Pareciera en ocasiones que, en su forma líquida y moldeable, escurridiza, flexible, el agua fuera la única superviviente del incendio que es el mundo. La ciudad, por el contrario, va a significar el eterno devenir, la eterna destrucción y recreación.

Sin embargo, la relación que la metrópoli guarda con el agua en la memoria y en sus subterráneos se ve reflejada en la escritura de Pacheco en las concordancias con la propia historia y permanencia. La ciudad de la infancia y juventud de este poeta todavía tenía ríos, en algo aún recordaba a esa ciudad de agua de sus nostalgias y sus pesadillas que subyacerá siempre, a manera de un fantasma casi siniestro, a la ciudad seca de tiempos posteriores.

Como mencionábamos anteriormente, el agua –como el mar– tiene en la escritura de José Emilio Pacheco un significado de eternidad. En ella reside el ciclo de la vida, el eterno retorno del tiempo. En su filtrarse en la tierra, evaporarse en el cielo, formar parte de los cuerpos y retornar al ambiente, José Emilio Pacheco ve la persistencia de la vida y su curso por sobre lo circunstancial y lo humano, que está condenado a la destrucción.

Por esta razón la imagen del agua en la Ciudad de México es altamente significativa, pues representa la presencia de lo eterno que resulta, la mayor parte de las veces que Pacheco hace alusión a ella, aniquilado o corrompido por la urbe misma. Podemos ya empezar a ver lo que hacen a una urbe 70 ríos enterrados, fantasmas, y una inmensa laguna desaparecida. El agua es la vida de la ciudad y en este caso es vida abundante, pero oculta, acaso pervertida o invertida. Podemos prefigurar en nuestras mentes uno de los elementos que da a la Ciudad de México su calidad de urbe postapocalíptica en el imaginario de tantos autores e, incluso, de sus ciudadanos.

Si retomamos lo que afirma Barthes sobre la dificultad de lectura de las ciudades sin corrientes o costas, nos damos cuenta de que la presencia fantasmagórica del agua en la Ciudad de México la pone en un impasse de significación. Podría ser una ciudad en la que se fluyera ‒literalmente‒ y, sin embargo, la supresión de sus aguas la vuelve difícil y uraña. Si algo tiene esta complicada metrópoli es una resistencia a ser una sola y a dirigirse hacia un significado, una reticencia a ser leída e, incluso, habitada, y quizá deba algunos de estos signos al destino de sus aguas.

Ya se deja ver mucho de esto en “El reposo del fuego”, de Pacheco, uno de los poemas contenidos en Los elementos de la noche (1963). En él se trasluce el gran impacto que tiene el agua en la visión de la urbe de este escritor:

Aquí te expandes, vida mortal, / color de sangre, dicha /de tenerte un instante que no vuelve.

Tu reino es la ciudad de agua y aceite / que flotan sin unirse. Su equilibrio / es su feroz tensión. Y su combate / se disfraza de paz y tregua alerta (Pacheco, 2010a: 62).

La estrofa posee una alta densidad significativa pues, en primer lugar, se establece que el lugar de expansión –y de ser, por un dichoso instante– de la vida mortal, su reino, es la “ciudad de agua y aceite”. El aceite, como opuesto del agua, que jamás puede mezclarse con ella, representa la combustión de la vida urbana, su ser una hoguera que se consume –el fuego– y, a la vez, significa las cosas hechas por el hombre, la tecnología contaminante. Se opone al agua en cuanto a que representa las cosas fugaces y humanas, pero, además, en su carácter artificial, comparado con el natural del líquido vital. Nos encontramos asombrosamente ante la oposición y la conjunción del agua y el fuego que, de acuerdo con Gaston Barchelard, es la amalgama creativa y dinámica por excelencia. Así, Pacheco encumbra la urbe como al sitio de la vida y a ésta la define como una “feroz tensión” entre lo eterno y lo pasajero, lo puro y lo contaminado, lo natural y lo humano, lo masculino y lo femenino. El poema, que es particularmente denso y elocuente en cuanto a los significados que la Ciudad de México presenta para José Emilio Pacheco, insiste sobre la presencia acuática, esta vez partiendo desde el sentido del olfato y haciéndolo corresponder con el de la vista:

Brusco olor del azufre repentino / color verde del agua bajo el suelo. / Bajo el suelo de México se pudren / todavía las aguas del diluvio. / Nos empantana el lago, sus arenas/ movedizas atrapan y clausuran / la posible salida. / Lago muerto en su féretro de piedra. / Sol de contradicción. / (Hubo dos aguas / y en la mitad una isla. / En frente un muro / a fin de que la sal no envenenara / nuestra laguna dulce en la que el mito/ abre las alas todavía, devora / la serpiente metálica, nacida / en las ruinas del águila. Su cuerpo / vibra en el aire y recomienza siempre.) (Pacheco, 2010a: 77)

El espacio que se describe es el subsuelo, un casi no-espacio, desde donde parte, sin embargo, un olor a azufre ‒asociado culturalmente al infierno‒ que emana de un agua verde que descansa debajo de la tierra: el agua de la vieja ciudad prehispánica.

El olor a azufre recuerda a la inmundicia infernal, pero también hace hincapié en el centro del poema que es el meollo del mito fundacional de la urbe prehispánica soterrada: la unión del agua y el fuego. Esas aguas sulfurosas están habitadas por la combustión, son una llama activa. Paradójicamente, como un antiguo fantasma, como un muerto eternamente vivo que jamás cesa su putrefacción y decadencia, asedian la ciudad nueva, “empantanan” a los habitantes, los “atrapan” en sus “arenas movedizas”, “clausuran la posible salida”. Se trata, pues, de un agua pesada, densa, que atrapa. Pero ¿qué es lo que constituye la densidad de este líquido? De acuerdo con Bachelard, la consistencia pesada se la proporciona, precisamente, la muerte. El agua es una materia cuya transparencia permite que en ella permeen otras sustancias y es particularmente proclive, cuando es profunda, a impregnarse de tinieblas. En su estudio sobre las imágenes del agua afirma que “El agua va a ensombrecerse. Y para ello va a absorber materialmente las sombras” (Bachelard, 2011: 87). Y continúa más adelante: “La noche es sustancia, entonces, como lo es el agua. La sustancia nocturna se va a mezclar íntimamente con la sustancia líquida. El mundo del aire va a dar sus sombras al arroyo” (Bachelard, 2011: 88). Así, las sombras, que, en este caso son una memoria aniquilada, un oscuro remordimiento, son lo que convierte para el poeta mexicano al agua subterránea de la Ciudad de México en un negro jarabe pegajoso que no nos deja irnos.

Es una constante en la literatura describir la Ciudad de México como un espacio del que no se puede salir y Pacheco explica este sentimiento con una imagen escabrosa, la de las aguas antiguas bloqueando la salida de sus habitantes, como queriendo cobrarse así su desaparición. El agua del subsuelo es el pasado, la memoria indestructible que reclama la violencia con la que fue sepultada viva.

 

El poema continúa con el endecasílabo “Lago muerto en su féretro de piedra”, afirmando las intuiciones del lector sobre la presencia activa y siniestra de un muerto enterrado en la oscuridad. No es la única vez que Pacheco va a referirse al lago en estos términos. En el cuento “La fiesta brava”, un escritor-personaje escribe un relato que cuenta el rapto de un general norteamericano por una especie de secta neoprehispánica que oficia sacrificios en las pirámides enterradas de la Ciudad de México y se refiere al paisaje subterráneo en términos muy similares.1

La presencia funesta de un muerto enterrado en vida en el centro mismo de la ciudad es gráfica y contundente. Sorprende mucho la coincidencia que existe entre estas aguas mexicanas y la poética de las aguas de Edgar Allan Poe, estudiada psicoanalíticamente por Marie Bonaparte y luego reseñada por el propio Bachelard. Para el escritor estadounidense, las aguas van cargándose con la figura de nuestros muertos y, por su capacidad absorbente, terminan por representar su misma sustancia: las tinieblas del abandono que habitan el corazón se vierten en un río de ébano, “henchido de sombras, pesado de penas y remordimientos” (Bachelard, 2011: 91).

Y, sin embargo, en el poema que nos compete, a la imagen de lúgubre enclaustramiento de las aguas expresada por Pacheco sigue un luminoso heptasílabo contrastante que en sí mismo lleva la palabra de su función: “Sol de contradicción”. Pacheco nos recuerda que la ciudad es el lugar de lucha entre la vida y la muerte y que la segunda no tiene todo ganado. Esa oscuridad tremebunda también relumbra en una contradicción diáfana. En seguida, dentro de un paréntesis, como si se tratara de una explicación de este repentino fulgor, el poeta introduce el recuerdo de la vida anterior de esa agua enclaustrada; nos cuenta que existieron una laguna de agua salada y otra de agua dulce separadas por un muro y que en la laguna de agua dulce había una isla en la que se representó el mito fundacional de la Ciudad de México: el hallazgo por parte de los aztecas de un águila sobre un nopal devorando una serpiente. Sin embargo, la interpretación de Pacheco de este mito vuelve a recalcar el aspecto de la eterna pugna de los contrarios que parece ser para él –y para otros– el fondo último de su urbe natal. El poeta nos describe un mito eterno, que todavía abre las alas, vivo, y es éste quien devora a una serpiente metálica, nacida de las ruinas del águila. Se trata de una imagen alucinantemente circular en la que el cuerpo de la serpiente, que “vibra en el aire y recomienza siempre” pareciera brotar –y ser a la par devorada por ella– de un águila en decadencia que, al mismo tiempo, sin embargo, le otorga sus alas al conjunto. Además, esta serpiente metálica y eternamente móvil representa a la ciudad moderna e hirviente, que nace de las ruinas de la ciudad azteca, que le da aliento con su espíritu. Así, es la metrópolis, alimentada de la vida y la muerte, nacida de y eterna representante del mismo mito de generación y destrucción, quien se yergue, luminoso “sol de contradicción”, desde la profundidad oscura de sus aguas.

Esta luminosidad que emerge de las aguas profundas nos hace pensar que, como contraparte a su carácter mortuorio, existe un hálito vital dentro de ellas. Podríamos especular que un lago bajo tierra es casi literalmente un útero. Así, en la literatura de José Emilio Pacheco las aguas cumplirían el ciclo vital, abarcarían la muerte y el nacimiento y, en su devenir, serían eternas. Esto coincide con la descripción que hace, en este caso en torno al río, Rocío Peña Catalán, del cual dice que “es un símbolo ambivalente. Por una parte representa la fuerza creadora de la naturaleza, está en el origen de la vida, refleja la fertilidad de la tierra. Por otro lado, simboliza el paso del tiempo, el transcurso irreversible de la vida y del olvido” (2010: 38). Esta doble significación de maternidad y muerte, de líquido amniótico y tumba, que atañe de manera particular a las aguas soterradas de la capital mexicana, se observa mucho más nítidamente en la escritura de Fabrizio Mejía Madrid, como veremos posteriormente en este mismo capítulo.

Más adelante en el poema, José Emilio Pacheco insiste en la cualidad absolutamente contradictoria de la ciudad, de la existencia del hombre, por añadidura, y profundiza en ella:

Bajo el suelo de México verdean / eternamente pútridas las aguas / que lavaron la sangre conquistada. / Nuestra contradicción –agua y aceite– / permanece a la orilla y aún divide, / como un segundo dios / todas las cosas: / lo que deseamos ser y lo que somos (Pacheco, 2010a: 78).

La primera imagen es hermosa por su inmensa capacidad de síntesis. Las aguas que anteriormente nos habían aparecido muertas y sepultadas ahora se nos revelan, además, no sólo como aquellas de la ciudad prehispánica, sino, en un mayor protagonismo histórico, como las que “lavaron la sangre conquistada”. Son agua, pero también son sangre, recuerdo de muerte y, a la vez, redención. La poética de Pacheco vuelve otra vez a escaparse de la muerte absoluta y a abrazar su contrario. Si bien en un principio parece que la imagen sanguínea embona a la perfección con lo que Bachelard nos señala sobre las aguas cargadas de Poe, al final la alquimia de la unión del agua y el fuego que subyace a las imágenes de la Ciudad de México parece contradecirlo.

En efecto, las aguas subterráneas aparecen valorizadas como un líquido lúgubre y orgánico, como la sangre derramada, y, sin duda hay en ellas una poética del drama y el dolor pero, al mismo tiempo que el agua se ha convertido en sangre lo ha hecho por el acto de lavarla, es decir que se ha cargado de tinieblas en una función de purificación. El agua parece, en este caso, haber salvado a la urbe al llevarse consigo el remordimiento. No conforme con esta luz, las aguas en esta estrofa “verdean”. Si bien esa cualidad se corresponde con su putridez, el uso del verbo “verdear” las emparenta directamente con un jardín que renace. Además, si las aguas son “eternamente pútridas”, son, en principio, eternas. La sangre conquistada muere y renace en una espiral vertiginosa. Así, Pacheco juega con las palabras y nos muestra su cosmovisión, en la que la vida perennemente se sustenta en la muerte y en la destrucción. En esta ciudad heracliteana el devenir es la única constante.

La contradicción “agua y aceite” –el matrimonio del agua y el fuego, de Malinalli y Huitzilopochtli– es enaltecida al papel de “segundo dios”. Esto, sin duda, no es casual. Es el poeta que nos señala el meollo de su obra que comulga profundamente con el carácter de la ciudad que lo vio nacer, la violenta bivalencia en la que se sustenta y que se repite obsesivamente en fondo y en forma. Y la tensión de ese encuentro constante de contrarios es la razón por la cual las aguas de la Ciudad de México son tratadas como un espíritu que no ha obtenido descanso, que necesita una paz que no conseguirá nunca, como la urbe misma que muere y renace, alimentándose de su propia ruina en un ritmo enloquecido.

Y sin embargo la vida no siempre gana. La maternidad de las aguas de la Ciudad de México parece ser muy frecuentemente una maternidad frustrada. Un fragmento literario que apunta a este ser malogrado que parece vivirse en la urbe de acuerdo con este poeta –y con otros autores, como Fabrizio Mejía Madrid, que cotejaremos más adelante– es el texto “Acrosoma”:

En la ciudad para siempre a medio hacer, para siempre a medio destruir, abundaban en aquel tiempo los terrenos baldíos, reinos del cempasúchil y el pirú, la flor azteca y el árbol quechua, inermes ante la tempestad del progreso. El asfalto y los edificios avanzaban sobre tierras que hasta ayer habían sido campos y haciendas. La estación de las lluvias dejaba pozas habitadas por seres destinados a no alcanzar la edad adulta (Pacheco, 2010b: 756).

El escritor nos pinta un paisaje de expansión urbana. Una vez más nos topamos con la oposición entre lo natural y lo producido por el hombre, entre lo prehispánico-originario (los árboles y las flores son quechuas y aztecas) y lo posterior. Parece que justamente este estado intermedio, de transición entre ambos puntos, produce las charcas en donde viven los renacuajos o ajolotes a los que Pacheco llama acrosomas, comparándolos con espermatozoides, células genésicas que nunca cumplirán un destino, seres que “nunca alcanzarán la edad adulta” porque morirán antes. Su signo es ser incompletos, como el autor vive a la urbe, a sus habitantes y, por ende, a sí mismo en sus momentos más pesimistas. Que sirva este pequeño fragmento de José Emilio Pacheco para introducir el tema del ajolote, tan ligado a las aguas de la Ciudad de México y a su transición terrestre, tratado polémicamente por Roger Bartra con respecto a la identidad del mexicano y en el que, a propósito de la novela Materia dispuesta de Juan Villoro, profundizaremos mucho más extensamente en el siguiente apartado.

Volviendo a Pacheco y a su tratamiento de las aguas, un texto escrito muchos años más tarde, “A la extranjera”, toca el tema del Río Magdalena, uno de los afluentes de la urbe que más ha resistido en el tiempo, pero que se ha visto cada vez más asediado por el crecimiento desmedido, la contaminación de sus aguas y drásticamente marginado por el paisaje urbano:

En los bosques de Viena usted me dio a probar el vino recién nacido y me dijo: “La Ciudad de México también fue parte del imperio habsbúrgico. Por tanto, más que un Schönbrunn o un Belvedere, tendríamos la obligación de regalarle un poco del Danubio. En la cuenca lacustre sólo quedan el Lago de Xochimilco y el triste Río Magdalena. A fines del XIX un violinista pobre de veintiún años le compuso al Magdalena, quién lo diría, Sobre las olas, el mejor vals vienés del mundo. Lo digo como austríaca”.

A usted le duele esta ciudad que también ha hecho suya y lamenta ver cómo la hemos destruido y seguimos arrasando. No entiendo sus razones para amar un sitio desesperante y sin esperanza. O tal vez existe la esperanza porque usted se encuentra aquí una vez más y llena de luz otra estación sombría.

Nací en un lugar que se llamaba como éste y ocupaba su espacio. Ahora también en mi suelo natal soy extranjero en tierra extraña. Ya no conozco a nadie ni reconozco nada. Usted, en cambio, no es extranjera en ningún lado. Usted es de todas partes como la música.

Por favor no se vaya. No se lleve al partir un fragmento de luz entre el desierto pardo y la barbarie que por codicia y estupidez hemos engendrado (Pacheco, 2010b: 752).

En primer lugar, podemos darnos cuenta de que este texto es un digno descendiente del romanticismo no solamente en cuanto a su exploración del poema en prosa, sino también en lo referente a su temática. La interlocutora del yo lírico, la extranjera, es un personaje proveniente de la simbología utilizada por autores como Novalis y heredada por el propio Baudelaire, a quien tanto homenaje rinde Pacheco con su escritura. En la obra de estos autores esta figura representa a un ser superior al resto, con mayores capacidades perceptivas, mayor sensibilidad e investido de un aura sagrada que incluso colinda con el misticismo. El extranjero y, particularmente la extranjera –dotada de un aura de erotismo– suele ser una representación de la Otredad, de esa parte del universo que se nos escapa, en palabras de Octavio Paz, de la“otra orilla”, que nos llama con su seducción a dar un salto hacia ella para, realmente, devolvernos a nosotros mismos.

José Emilio Pacheco vuelve a hacer gala de la complejidad de sus imágenes. La extranjera, una especie de ser mítico sin nombre, con orígenes inciertos y distintos, que reaparecerá en otros textos, introduce en el yo lírico la imagen de su ciudad a través de un trago de vino Schönbrunn y le recuerda que alguna vez aquella urbe perteneció al imperio habsbúrguico;2 es decir, la mujer convierte, de pronto, la tierra natal del poeta en otredad, en una tierra ajena e idílica de valses y vino blanco que se anhela en la distancia. La imagen melancólica que la extranjera pinta de la ciudad es acuática; es la “cuenca lacustre” en la que en estos tiempos sólo quedan el Lago de Xochimilco y “el triste Río Magdalena”.

Y la visión del agua comenzada con un sorbo de vino revienta en música cuando la mujer relata que a este río “un violinista pobre de 21 años” le compuso “Sobre las olas, el mejor vals vienés del mundo”. Esta vez no es una nostalgia azteca, sino curiosamente vienesa la que cubre la Ciudad de México. Otro tiempo perdido, que jamás volverá y que se refleja en la fantasmagoría de las aguas, que flotan en notas musicales imperecederas, pero desaparecen ante la vista.

 

El sujeto lírico responde a la extranjera que puede ver el dolor que esta ciudad, suya también ahora, le causa. Y manifiesta su asombro ante este amor por un lugar “desesperante y sin esperanza”, aunque es evidente que él comparte el amor por esta urbe un poco suya y un poco extranjera –siempre completa en la lejanía y nunca en el presente– a la que el amor y la luminosa presencia de la forastera devuelven, de alguna forma, la confianza.

También en este fragmento encontramos una dicotomía. La ciudad es propia y extranjera, el sujeto lírico la siente suya y, a la vez, se siente ajeno a ella. Así, José Emilio Pacheco combina un sentimiento de dolorosa pertenencia con otro de anhelante desarraigo, deseando formar parte de una ciudad que existe en la idealidad, en la lejanía, y rechazando la ciudad real que se consume con el tiempo y le parece monstruosa. Es un constante desgarrarse del sujeto lírico, una eterna incompletud que se manifiesta en la cruz –mejor dicho aquí que nunca– que forman el espacio y el tiempo, enclavándolo en su muerte.

En el cuento “Tenga para que se entretenga”, Pacheco expresa esta misma nostalgia por la ciudad imperial de una manera mucho más oscura. En realidad, más que nostalgia es una reiteración del terror que sentimos ante las ciudades soterradas debajo de la nuestra. Me detendré más largamente en este relato cuando me refiera a las imágenes de la ciudad y la tierra; sin embargo, adelantaré que se trata de un espectro de los tiempos del Segundo Imperio –un soldado pálido como un caracol y con un insoportable olor a humedad enclaustrada– que emerge de la tierra para llevarse a un niño con él para siempre,a las entrañas de una urbe perdida en otro siglo.

Así, para Pacheco los fondos de la ciudad, el lago oculto, son un despeñadero que todo lo devora: a nosotros, a la urbe misma en su dimensión viva, al tiempo que no vuelve nunca. Nos dice el poeta en “La casa”, texto al que también volveremos posteriormente para analizarlo bajo otros puntos de vista: “La Ciudad de México es el otro Cañón del Sumidero: sus aguas jamás devuelven lo que se precipita a sus abismos” (Pacheco, 2010b: 771).

Identificada con una inmensidad terrible, mas de gran hermosura, que devora todo cuanto cae en ella –pero lo acumula en la eternidad de sus aguas–, la Ciudad de México se yergue en la obra de este escritor como el escenario del acaecer del tiempo y sus estragos, hecho que le confiere la cualidad del horror y, sin embargo, al mismo tiempo, nos deslumbra con una belleza que se guarda en sus líquidos impregnados de fantasmas.