Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

1. El agua
1.1 El agua de la Ciudad de México. Condiciones climáticas e hidrográficas

Para la Ciudad de México, el tema del agua puede resultar todo, menos marginal. Sus condiciones geográficas y climáticas están, en gran medida, determinadas por este elemento. Así, el líquido vital ha permeado y protagoniza tanto sus mitos fundacionales como el hilo de su historia y tiene, naturalmente, un papel central en sus imágenes artísticas y literarias. Mucha de la vida de esta urbe se desprende de la relación que mantiene con un elemento que, aunque jamás tuvo un carácter inocuo, originalmente la sostuvo y la nutrió y que hoy en día es fuente de una problemática continua. Desde la difícil obtención de un agua apta para consumo humano y su posterior y complejo proceso de desecho en un valle sin salidas naturales, hasta fenómenos como la constante inundación y el paulatino hundimiento de la ciudad en la cuenca de una laguna fantasma, ya sea por sobreabundancia o paradójica escasez, el agua en esta urbe jamás ha perdido su papel protagónico, dinámico, significativo, adverso, sagrado.

Los depósitos lacustres sobre los que la ciudad original, México-Tenochtitlan, fue fundada tuvieron una extensión de aproximadamente 1,575 km2. Este sistema de lagos se formó hace más de un millón de años con la aparición de la sierra de Chichinauhtzin, que represó a los ríos que corrían hacia el sur y produjo la acumulación de las aguas. La cuenca lacustre se alimentaba con las corrientes de más de setenta manantiales, ríos y afluentes. La más importante de éstas era, sin duda, el río Cuautitlán. Lo seguían el de las Avenidas de Pachuca y el Magdalena, procedentes del volcán Ajusco, y los de Tenengo y Tlalmanalco, por el rumbo de los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl. La laguna tuvo hasta 10 metros de profundidad en tiempos de los aztecas. En ella, dada la naturaleza de su lecho, se mezclaban agua dulce y salada (Álvarez, 1985).

A esta acumulación de agua por vía de los ríos, debe sumarse que en la cuenca de México existe un clima templado lluvioso y hay más días de lluvia que días secos durante el año. Si bien las mayores precipitaciones se concentran en el periodo de verano –la única estación bien diferenciada climáticamente, ya que el resto del año se diluye en una constante primavera interrumpida por algunos enfriamientos invernales–, la temporada de lluvias se alarga de mayo a noviembre. En general, los chubascos son parte de la vida cotidiana de los habitantes del valle y, en adición, cada año tienen lugar de 10 a 30 tormentas eléctricas, de 4 a 7 granizadas y, al sur y poniente de la ciudad, de 60 a 70 heladas. La nieve, por el contrario, es una rareza. La última nevada se registró en 1967.

Por su altitud de 2,240 metros sobre el nivel del mar, la Ciudad de México posee climas que van desde el templado hasta el frío húmedo y tundra alpina en las partes más altas de las sierras del sur. La temperatura media en la urbe es de 16ºC y el máximo calor –alcanzado durante los días finales de la primavera– llega a superar los 30ºC. Por otro lado, en algunos días del invierno las temperaturas bajan a 6°C en el centro histórico de la ciudad, a 2°C en el sur y a -3°C en algunas zonas periféricas.

1.2 El agua y la fundación de la ciudad. Realidad y mito

Los primeros habitantes del valle de México llegaron haceaproximadamente 22 mil años. Las poblaciones no se hicieron sedentarias hasta alrededordel año 3000 a. de C. y sólo existirían aldeas en el territorio hasta el 1100 a. de C. Sin embargo, para el año 100 de nuestra era Teotihuacan se erguía ya como la población más importante de la cuenca y contaba con 30 mil habitantes. Alcanzado el año 650, su población era ya de 85 mil.

En aquel entonces los pueblos se distribuían en los alrededores del lago y la población no estaba estancada, ya que continuamente llegaban nuevos grupos inmigrantes: los chichimecas, acolhuas, tepanecas y otomíes, por mencionar algunos. Sin embargo, a pesar del aparente florecimiento de la cuenca en términos poblacionales, por razones que hasta ahora no quedan completamente claras, en un punto entre los años 750 y 800 Teotihuacan colapsó y fue abandonada.

Se calcula que los aztecas o mexicas dejaron su tierra de origen, Aztlán, en busca de la tierra señalada por el dios Huitzilopochtli alrededor del año 1 111 d. de C. Sin embargo, la localización exacta de su lugar de proveniencia es un misterio. Se cree que los mexicas fueron la última gran migración chichimeca al Altiplano Central. Su mito oficial, como he dicho anteriormente, señala que Aztlán es una isla desde la cual partieron por designios divinos. Autores como Wigberto Jiménez Moreno y Paul Kirchhoff la sitúan geográficamente, ya sea en la isla de Mexcaltitlán, Nayarit, o en el sur de Guanajuato, respectivamente. Sin embargo, la mayor parte de las opiniones coincide en que la idea de Aztlán responde, de la misma manera que otros simbolismos mexicas, a una concepción mítica y arquetípica del islote de México-Tenochtitlan. Es decir, al observar el esplendor de su ciudad acuática, los mexicas se atribuirían un origen idénticoa posteriori. Se marcarían mítica y originariamente con el símbolo del agua.

De acuerdo con los aztecas, la salida de la isla se hizo en siete grupos o calpultin que tenían como dios tutelar a Huitzilopochtli. Los teomamaques o sacerdotes eran los encargados de portar los tlaquimilollis o paquetes sagrados, que contenían restos de los antepasados y objetos de culto. No se sabe a ciencia cierta cuánto duró su migración, aunque ellos le atribuyen más de doscientos años y continúan contando como periodo migratorio su estancia en el valle de México previa a la fundación de Tenochtitlan. El Códice Boturini enuncia la ruta oficial hecha por los mexicas, que incluyó sitios de Hidalgo y México de los que fueron sucesivamente expulsados. Para este tiempo muchos de los pueblos asentados en el valle de México, unos cuarenta aproximadamente, ya contaban con siglos en la zona y con un grado de civilización y asimilación de la tradición mesoamericana superior al de los mexicas.

Al llegar al valle de México se establecieron primero en Chapultepec; sin embargo, tuvieron problemas con las tribus residentes, entre ellas los Tepanecas y los Colhúas, y fueron enviados a residir a Contitlán como vasallos de estos últimos, quienes pronto se vieron envueltos en un conflicto con los Xochimilcas y recurrieron a los aztecas para que vencieran a sus agresores. Los mexicas obtuvieron la victoria y le presentaron al rey sacos llenos con las orejas de sus enemigos como prueba de su proeza. Tras esta contundente muestra de valor, los aztecas le pidieron a Coxcoxtli, señor de Culhuacán, que les diese una hija suya. El gobernante, pensando que se trataría de una ceremonia de matrimonio con el fin de formar una dinastía y habiendo visto el valor de sus vasallos aumentado, se las cedió. El jefe colhúa fue, en efecto, invitado a una ceremonia; sin embargo, en ella, el sacerdote azteca portaba la piel de su hija sacrificada y desollada con el fin de caracterizar a la diosa Toci, la deidad terrestre. Coxcoxtli quedó completamente horrorizado y quiso exterminar a los aztecas, pero estos se refugiaron en los carrizales a las orillas del lago.

Esta época es, quizás, la más conocida de la migración mexica, pues se dice que en los duros tiempos que pasaron en estas condiciones de exilio forjaron su carácter ya de por sí aguerrido. Cuando incursionaban en los pantanos buscando hierbas, raíces, insectos y roedores para sobrevivir, entre los años de 1321 a 1325, quiso Huitzilopochtli que se cumpliera la profecía que marcaba su tierra prometida y apareció en un islote pedregoso en medio del lago un águila sobre un nopal devorando una serpiente, actual escudo nacional. El sacerdote Tenoch habría sido el elegido para el avistamiento de la señal, hecho que hemos detallado ya en la introducción de este trabajo.

México-Tenochtitlan significa en Náhuatl “el tunar divino donde está Mixitli”. Mixitli, a su vez, significa “ombligo de la luna” o “hijo de la luna” y es una advocación de Huitzilopochtli, colibrí del sur, del sol y de todos los guerreros cazadores representados por el águila real, ave suprema cazadora del cielo.

El nopal, por su parte, tiene otra historia. Cuenta la leyenda azteca que Huitzilopochtli y Malinalli, una hermana suya, patrona de la madrugada y de las artes mágicas, tuvieron un enfrentamiento durante la procesión. Huitzilopochtli habría abandonado a Malinalli en el trayecto, en medio de un paraje boscoso. Ahí, ella logró fundar el reino de Malinalco. Pasado un tiempo, la diosa habría dado a luz a un hijo, Copil, que creció furioso contra su tío Huitzilopochtli y pronto se convirtió en un muchacho valiente y atlético, diestro en todos los lances de la caza y de la guerra. Ardiente en deseos de venganza, un día partió en busca del hermano de su madre. Huitizilopochtli no mandó guerreros, sino sacerdotes al encuentro de su sobrino y les dio la orden de sacarle el corazón para después enterrarlo en un islote del lago. Al otro día de que se cumpliera su mandato, en el lugar donde había sido sembrado el corazón había brotado una hermosa planta: el corazón de Copil se convirtió en el vigoroso nopal de ovaladas hojas y flores encarnadas. El islote, a su vez, descansa en el pecho de la diosa de la tierra.

El simbolismo del hallazgo que marcó el lugar para la fundación de México-Tenochtitlan es muy complejo y engarza dos elementos antitéticos: el agua y el fuego. En palabras de Alfredo López Austin:

En esta historia se descubre el conflicto de dos fuerzas contrarias. Malinalxóchitl [Malinalli] es una maga, vinculada al mundo subterráneo, oscuro y frío; es la hermana poderosa que, al ser vencida por su oponente, le abre el camino a la gloria. Su hijo es el fundamento pétreo, frío, acuático, de lo que sería México-Tenochtitlan. […]Es decir, que tanto Cópil como su madre son las formas atávicas de la naturaleza que constituyen la materia de la fundación. El agua y el nopal que nacen debajo de la tierra. Además del significado de estos personajes, la oposición también se expresa en los fundadores de México-Tenochtitlan. Son hombres-dioses, líderes de grupos en migración. Uno de ellos es Ténoch, que identificamos con los seres de la lluvia. El otro, Cuauhtlequetzqui, está vinculado con el Sol y, por tanto, con el dios Huitzilopochtli o Mexi. Cuauhtlequetzqui significa literalmente “el que enhiesta el fuego aquilíneo”. En un pasaje relativo al milagro que nos relata el historiador Chimalpain Cuauhtlehuanitzin, el líder Cuauhtlequetzqui dice a su compañero: “Oh, Ténoch, partirás enseguida e irás a observar, entre las juncias, entre las cañas en donde fuiste a enterrar el corazón del adivino Cópil. Allí se yergue un águila que está asiendo con sus patas, que está picoteando a la serpiente que devora. Y aquel tenuchtli serás, ciertamente, tú, tú Ténoch; y el águila que veas, ciertamente yo” (Sartoris, 2002).

 

Así, el nopal nacido de un corazón acuático es el sostén del águila-sol, que devora una serpiente, también representante del mundo femenino, frío y nocturno. La laguna es la fuente de la vida y a la vez es vencida por el dios-sol. Todo junto es un símbolo de unión de los contrarios, de fusión de dos dioses que a su vez representan dos polos sensibles, dos categorías opuestas del universo. López Austin continúa:

Sí, y en el arreglo [para fundar la ciudad] están los representantes de los dos dioses, Tláloc y Huitzilopochtli o Mexi, pese a que las fuentes insistirán después en que es uno solo el dios patrono de la ciudad. Y con los dioses encontramos los opuestos complementarios: por una parte, el femenino –aunque Tláloc sea dios varón– que es acuático, del mundo inferior, de muerte, el fundamento; y por otra, el masculino, ígneo, superior, de vida, celeste. Debo aclarar que para los mesoamericanos la lluvia procedía del inframundo, pues estaba en la gran bodega del interior del Monte Sagrado; y que para ellos el agua era elemento de muerte, y en consecuencia generador de la vida en una concepción cíclica de las fuerzas cósmicas (Sartoris, 2002).

Si seguimos el hilo de estas ideas, encontraremos que el mito fundacional de la Ciudad de México, como señalamos brevemente con anterioridad, es una unión sexualizada de los dos elementos más contrarios que pueda haber. Según Gaston Bachelard no hay una amalgama más dinámica que ésta, ya que el agua extingue el fuego y son los elementos que ofrecen la contradicción más sustancial. Se llaman, se desean y se aniquilan: “¿Podríamos soñar con más altos genitores que el agua y el fuego?” (Bachelard, 2011: 151-152).

Y, en efecto, los aztecas vieron para su ciudad una génesis alta y contradictoria, sumamente poderosa y con una inmensa capacidad creadora. La imagen del águila sobre un nopal devorando una serpiente es una especie de círculo móvil, un emblema de la sucesión de los días, del triunfo de la vida a través de la muerte, de un continuo moverse en los opuestos, característica que arraigará profundamente en la ciudad. Bachelard continúa:

Frente a la virilidad del fuego, la feminidad del agua es irremediable y no puede virilizarse. Unidos, ambos elementos lo crean todo. Bachoffen ha mostrado en numerosas páginas que la imaginación sueña la Creación como una unión íntima del doble poder del fuego y del agua. Bachoffen demuestra que esta unión no es efímera. Es la condición de una creación continua. Cuando la imaginación sueña con la unión duradera del agua y del fuego forma una imagen material mixta de singular poder (Bachelard, 2011: 155).

Algo hay en la Ciudad de México de esa ambivalencia materializada, algo de una eterna lucha de contrarios necesaria para la subsistencia: una pugna por la vida que es caótica, violenta, desgarrada, y que pervive a estas alturas aunque no sobreviva ya ni el lago donde se posó su vaticinio. Algo en esta ciudad jamás se asienta ni setranquiliza. Esa es la marca de esta urbe originalmente acuática en la que, como dice Fabrizio Mejía Madrid, “todo se hunde, se inunda o se desbarranca” para que al final ella sobreviva.

Una vez que Tenoch encontró el signo que buscaba para la fundación de la ciudad, los aztecas se embarcaron en la inmensa proeza de fundar una metrópolis lacustre. Para ello, unieron los islotes en el lago, formando el conjunto urbano que encontraron los españoles. El centro de la urbe estaba rodeado por agua y conectado a las riveras por medio de calzadas: la de Tepeyac al norte, de Tlacopan (Tacuba) al oeste y de Iztapalapa al sur, con un ramal a Coyohuacan (Coyoacán). En esta zona, por tratarse del área de tierra firme, se encontraban los templos (teocalli), los edificios de gobierno (tecpan) y los palacios (pilcalli y tecalli), de piedra basáltica y tezontle.

Las islas se fueron uniendo entre sí por medio de chinampas, bloques hechos de raíces acuáticas entretejidas que flotan sin contacto con el fondo a los que se les puede remolcar y fijar con estacas de arbustos que enraízan pronto. La experiencia demostró que superponer varias capas de raíces y recubrirlas con lodo del fondo lacustre aumentaba su fertilidad. Se cultivaban en ellas hortalizas y flores. Las casas de zacate (chinancalli) y de adobe (xacalli) estaban sobre las chinampas. Entre los agrupamientos de chinampas se fueron dejando canales que servían de límite a las parcelas, de sistema de riego y para transitar por ellos en canoas.

Se conocía como chinancalli al agrupamiento de casas con solares y chinampas rodeados en 2 o 3 de sus lados por callejuelas de tierra firme y el resto circundado por acalotes o caminos de canoas. Estaban dispuestos geométricamente, en una retícula perfecta. Los agrupamientos de chinancalli formaban los barrios o calpulli, comunicados por tlaxilacalli o calles. Un grupo de calpulli formaba un campan. La ciudad mexica estaba dividida en 5 de estos últimos.

Nezahualcóyotl, el príncipe poeta, decía de Tenochtitlan, en medio de su esplendor:

Flores de luz erguidas abren sus corolas / donde se tiende el musgo acuático, aquí en México, plácidamente están ensanchándose, y en medio del musgo y de los matices / está tendida la ciudad de Tenochtitlan: / la extiende y la hace florecer el dios: / tiene sus ojos fijos en sitio como éste, / los tiene fijos en medio del lago.

Columnas de turquesa se hicieron aquí, / en el inmenso lago se hicieron columnas. / Es el dios que sustenta la ciudad, / y lleva en sus brazos a Anáhuac en la inmensa laguna (Carballo y Martínez, 1989: 31-32).

Huitzilopochtli no quita los ojos de su ciudad majestuosa, la hace florecer y extenderse como un milagro sobre el inmenso sistema lacustre. Los españoles mismos, cuando llegaron, no pudieron dejar de expresar su admiración. Bernal Díaz del Castillo dice del Valle de México:

Y otro día por la mañana llegamos a la calzada ancha y vamos camino de Estapalapa. Y desde que vimos tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras grandes poblazones, y aquella calzada tan derecha y por nivel como iba a México, nos quedamos admirados y decíamos que parecían a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís (Díaz del Castillo, 1999: 158-159).

Y diré que en aquella sazón era muy gran pueblo, y que estaba poblada la mitad de las casas en tierra y la otra mitad en el agua, y ahora en esta sazón está todo seco y siembran donde solía ser laguna. Está de otra manera mudado, que si no lo hubiere de antes visto, dijera que no era posible que aquello que estaba lleno de agua que está ahora sembrado de maizales (Díaz del Castillo, 1999: 160).

A pesar de que, a primera vista, Tenochtitlan nos puede parecer una ciudad planificada como un reloj suizo, no debemos dejarnos llevar ni por los cantos de sus príncipes ni por los ojos admirados de los cronistas españoles que insistieron en ver en la ciudad que encontraron a Utopía o la nueva Jerusalén. La ciudad ha estado siempre a merced de los desastres, particularmente de los acuáticos. Los canales intentaban regular el agua para impedir inundaciones, pero no tenían mucho éxito. La cuenca que, como dije anteriormente, no tenía una salida natural, fue abierta por obra del ser humano a través de la construcción de los tajos de Huehuetoca y Nochistongo, en el actual Estado de México, que pretendían desviar el río Cuautitlán, el mayor causante de las inundaciones en aquella época. Pero como relata Rafael Pérez Gay,

Si sacar el agua de la ciudad era un calvario, traerla significaba un problema colosal. En 1449, Ahuízotl decidió traer agua del puerto de Coyoacán. Para realizar su obra magna, el tlatoani asesinó a Tzotzoma, que se negaba a compartir el agua. Antes de morir, el cacique les profetizó a los aztecas enormes calamidades. Días después de la inauguración del acueducto, el agua destruyó la ciudad y tuvieron que construir una nueva ciudad sobre la ciénaga. A esto, los historiadores le llaman ciudad lacustre. La obra hidráulica no era el fuerte de los tlatoanis (Pérez Gay, 2007: 21).

Hubo también un dique en el oriente cuya función era defender a Tenochtitlan de las aguas del lago de Texcoco. Lo diseñó el mismo poeta que líneas arriba leemos loar la condición lacustre de su urbe. Con su sorna característica, Rafael Pérez Gay continúa relatándonos el nacimiento del dique mientras compara los problemas hidráulicos de la antigua ciudad azteca con los de la actual megalópolis:

Todo vuelve, nada se va para siempre. Persiste el mismo problema que enfrentó Moctezuma I. Después de la inundación de 1449, el Tlatoani le pidió a nuestro primer ingeniero hidráulico, Nezahualcóyotl, que construyera un dique para defender a la gran Tenochtitlán de la furia del agua. El ingeniero reunió a veinte mil hombres y levantó un muro de 16 kilómetros de largo, desde Atzacoalco hasta Iztapalapa. La abundancia de agua sucia y la carencia de corrientes potables nos persiguen como una maldición de la orografía del Valle de México, una cuenca cerrada por montañas y ríos en cuyo desagüe natural se edificó una ciudad. Conclusión de este breve perfil: estamos locos (Pérez Gay, 2007: 13-14).

Los españoles ganaron la Ciudad de México en una batalla naval, con bergantines. A un actual habitante de la metrópolis, ésa le parece una imagen surrealista. Con la conquista, las exigencias de la nueva urbanización empezaron a modificar las calles anfibias reduciendo la anchura de las acequias. La ciudad, muy poco a poco, comenzó a parecerse más y más a las urbes europeas terrestres, aunque conservó muchos de sus canales, sus puertos, sus ríos y, en general, su esencia acuática, por siglos. Para los nuevos habitantes, el emblema de la ciudad ya no era un águila sobre un nopal devorando una serpiente, sino que, siguiendo las fuentes clásicas y con un ánimo bastante idealista, adoptaron como icono a Pegaso, del que hablaremos más extensamente en el capítulo dedicado al aire. Por lo pronto, para darnos una idea, Guillermo Tovar de Teresa y Ursus Sartoris cuentan:

Geográficamente hablando, la ciudad de México es un ombligo, una fuente. Eso significa la palabra indígena. Por eso el intento universalista del siglo XVII que, en pleno auge del neoplatonismo barroco, tomó como emblema capitalino el del Pegaso, el caballo alado que preside la fuente del patio principal del antiguo palacio virreinal y que hoy conocemos como Palacio Nacional. Al ser el Pegaso un ser que nace de la fuente y México es Pegaso: el intento por alcanzar los astros (per ad astra) impulsado por una fuerza de elevación, liberada por la cabeza decapitada de Medusa, identificada entonces con el fin de la idolatría y el egocentrismo (Tovar de Teresa y Sartoris, 2002).

Pero, como siempre en la práctica, la ciudad estaba en muchos aspectos bastante alejada de esa poesía alada que toca a las estrellas abandonando la cabeza de la Gorgona. En realidad, la cabeza de Medusa suele ser una imagen bastante más ilustrativa de la Ciudad de México que un albo caballo volador. La época colonial vio crecer una urbe que se levantaba de las ruinas de otra, una ciudad herida cuyos orígenes le pesaban y que muy frecuentemente fracasaba en sus proyectos de urbanismo y se sumía en la anti-higiene, en el caos y, hay que decirlo, en el agua. De acuerdo con Pérez Gay, que continúa en su tono sarcástico:

 

Si los mexicas eran imprudentes, los conquistadores fueron unos necios. Ante el azote de las inundaciones en Nueva España, en 1607 las autoridades decidieron consultar a un cosmógrafo alemán: Heinrich Martin, quien propuso abrir un canal que llevara el agua por Nochistongo y Huehuetoca, una parte al aire libre, otra cerrada. Se trata del primer desagüe de la ciudad. Los aguaceros de junio de 1629 trasminaron los diques. La inundación duró cinco años, un desastre acuático de epidemias y éxodo. Los frailes y las monjas abandonaron los conventos, las familias emigraron a Puebla. En algún momento se supo que Enrico Martínez, nombre hispanizado del cosmógrafo, cerró el canal para que la fuerza indomable de las aguas no destruyera la obra de su vida. El virrey Cerralvo propuso trasladar la ciudad a Puebla, pero las ciudades no se mudan como se mudan de casa las familias. Y reconstruyeron en el mismo lugar en el que ahora vivimos los capitalinos (Pérez Gay, 2007: 22).

Cinco años de inundación y peste. La imposibilidad de moverse es otra de las constantes que acompañan a la Ciudad de México. Parece que lo menos sensato es que la ciudad esté donde se encuentra y que sus habitantes continúen en ella, pero, como sostenida por una especie de maldición funcional, la ciudad permanece. La decisión de desecar el sistema lacustre fue tomada durante la época virreinal. Aunque estas obras se realizaron como consecuencia de la inundación de 1629, fueron incapaces de evitar que la Ciudad de México se anegara en repetidas ocasiones entre los siglos XVII y XVIII.

La expansión de la metrópolis ha siempre significado el secamiento. A partir de 1794, la ciudad creció casi sin planeación. De 1891 a 1929 los límites perdieron toda regularidad y de 1929 a 1935 se hicieron acentuados avances hacia el este. El crecimiento pasó de ser anárquico a exponencial a partir de 1960. Al mismo ritmo se ha movido la desaparición de las aguas. Todavía a principios del siglo XIX había puertos. Llegaban embarcaciones con mercancías de Texcoco y Chalco y se llevaban a la Merced. El 17 de marzo de 1900 el presidente Porfirio Díaz inauguró el Sistema de Desagüe del Valle de México, que sigue vigente e imposibilita el incremento del agua en el suelo capitalino. Dependemos de este sistema colosal de desagüe para sobrevivir y no volvernos a convertir en laguna.

En la actualidad la ciudad, a pesar de haberse hundido poco más de metro y medio en los últimos años y siempre y cuando no se haya registrado una lluvia torrencial que la haya reconvertido en lago, parece haber nacido seca. Los últimos remanentes de los cuerpos de agua son los sistemas de canales que riegan la chinampería de Xochimilco y Tláhuac, así como los humedales de ésta última. La explotación de los recursos hídricos con propósitos de consumo humano e industrial provocó la desaparición de los manantiales de las zonas aledañas. Durante el siglo XIX se desvanecieron los manantiales de Chapultepec. En el siglo XX, muchos de los todavía existentes en Xochimilco y Atlapulco fueron canalizados para abastecer de agua al centro de la ciudad hasta su agotamiento. Desde de la década de 1980 los canales de Xochimilco, Mixquic y Tláhuac son alimentados con aguas tratadas de la planta del cerro de la Estrella.

El agua de los ríos que aún bajan a la Ciudad de México –aunque sea imposible verlos gracias a que se encuentran entubados y enterrados debajo de vías rápidas que llevan su nombre– es conducida al lago de Texcoco o al Gran Canal del Desagüe para ser drenada hacia el Golfo de México, a través del sistema Tula-Moctezuma-Pánuco. Los únicos cursos de agua que sobreviven en la entidad federativa nacen en la sierra de las Cruces o en el Ajusco, y son de poco caudal. Muchos de ellos corren entre barrancas que han sido ocupadas por asentamientos humanos, lo que pone en peligro tanto a los habitantes como a los ecosistemas asociados al río. Ejemplos de estos ríos son: San Joaquín, Tacubaya, San Ángel, Barranca del Muerto, Los Remedios, Río Hondo, Mixcoac, Magdalena, etc. El más largo de estos ríos es el Magdalena, que corre por el área protegida de Los Dinamos, antes de ser entubado y desembocar en el río Churubusco.

Sobre la desecación de la ciudad, le dijo doña Paula, una habitante de más de 80 años del valle de México, a Angélica Simón, periodista del diario El Universal:

A ustedes ya no les tocó, y por eso no se lo pueden imaginar, pero donde hoy pasan carros, yo alcancé a ver trajineras que llegaban llenas de las cosas que se cosechaban allá por Xochimilco, y que venían a vender por aquí cerca de lo que hoy es la Merced (Simón, 2006).

Esta mujer fue testigo de la transformación del Canal Nacional, en el tramo conocido como Canal de la Viga, de un canal pluvial a un canal de asfalto. Con ello se interrumpió el curso de las aguas provenientes de Xochimilco, mismas que llegaban hasta el centro de la ciudad; se interrumpió también el transporte de pasajeros que se hacía en pequeñas lanchas y el mercadeo que ahí se realizaba. En palabras de la periodista, “La transformación ha sido tal, que actualmente ‘la hidrografía de la Ciudad de México se puede estudiar en la Guía Roji [callejero de la urbe]’” (Simón, 2006).

Hoy en día, la ciudad sigue siendo sujeto de la paradoja de haber sido acuática y no tener agua para el consumo de sus habitantes. La metrópoli y sus afluentes son víctimas de un urbanismo esquizofrénico que consideraba un valor de progreso convertir los ríos en calles. El agua se había contaminado y, en lugar de sopesar la posibilidad de tratarla, los arquitectos e ingenieros urbanistas se propusieron esconderla debajo de inmensas vialidades y tirarla. Fue en los últimos años de la década de 1930 que un arquitecto de nombre Carlos Contreras propuso por primera vez edificar un anillo de circulación sobre los ríos de la Piedad, el río Consulado y la Verónica. Sin embargo, fue hasta 1952 cuando se concretó esta idea siniestra y se construyó el viaducto Miguel Alemán. Muchos más entubamientos le siguieron a lo largo del siglo XX, de manera que de los más de setenta ríos de la Ciudad de México sólo queda una minúscula parte del Río Magdalena al aire libre, peligrando terriblemente gracias a la creación de una súper vía. Los ríos de la Ciudad de México se convirtieron en tan sólo noventa años en drenajes de agua negra.

Sobre el río, Rocío Peña Catalán afirma: “En ocasiones, este cauce de agua se convierte en el elemento más significativo y definitorio de una ciudad” (2010: 35). Si una laguna que era descomunal ahora es invisible y se expresa sólo a través de la inundación y el hundimiento, si una cantidad ingente de ríos corren sepultados vivos hacia el desperdicio debajo de un tráfico intrincadísimo y enloquecido, ¿qué relación puede tener la Ciudad de México con su pasado acuático, con la actualidad de sus aguas y la violencia de sus lluvias sino la inmensa nostalgia, la paranoia y el remordimiento? La compleja situación de su hidrografía y sus fuertes vínculos con un pasado desaparecido e idealizado, contribuyen en gran manera al sustrato caótico y hostil de esta ciudad, a la vez que la enriquecen enormemente de imágenes melancólicas y de fantasmagorías. El significado del agua en esta urbe nunca es banal y simple. Al respecto, resultan iluminadoras las consideraciones de Roland Barthes:

Por ejemplo, numerosas encuestas han subrayado la función imaginaria del paseo, que en toda ciudad es vivido como un río, un canal, un agua. Hay una relación entre el camino y el agua, y sabemos bien que las ciudades que ofrecen mayor resistencia a la significación y que, por lo demás, presentan dificultades de adaptación para sus habitantes son precisamente las ciudades que no tienen costa marítima, plano acuático, sin lago, sin río, sin curso de agua; todas estas ciudades presentan problemas de legibilidad (Barthes, 1993: 265).