Ciudad de México, ciudad material: agua, fuego, aire y tierra en la literatura contemporánea

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Muy pronto fue patente la abrumadora cantidad de imágenes literarias vinculada a los cuatro elementos (agua, fuego, aire y tierra) y se volvió indiscutible el camino que había que seguir, el hilo conductor que daría forma a mi estudio. Resulta paradójico que este hilo de Ariadna tenga que ver muy poco con la ciudad hipermoderna y mucho más con la base más primitiva de la urbe: su mito fundacional y la materia más esencial y elementalmente simbólica. Pareciera que la megalópolis, para mantenerse una misma en su plasticidad, mirara siempre hacia sus raíces y las actualizara constantemente en su realidad enloquecida. Entre más iba extendiendo mis lecturas, más clara me fue pareciendo la importancia de este vínculo de la ciudad contemporánea con su materia primera.

Dadas las circunstancias geológicas, geográficas y ecológicas de la urbe, nada parece más natural. Asentada sobre una inmensa laguna y decenas de ríos, sembrada y rodeada de volcanes y montañas, atravesada por fallas geológicas y a una altura aproximada de 2, 240 m sobre el nivel del mar, la Ciudad de México tiene mucho que contarnos sobre ser una hipermetrópolis de más de veinte millones de habitantes con y en contra de estas condiciones. Sin embargo, debemos tener en cuenta que los cuatro elementos forman parte indiscutible de la historia natural y cultural de cualquier civilización, incluso hasta nuestros días. En palabras de Gernot y Hartmut Böhme,

Fuego, agua, tierra, aire hubo y seguirá habiendo siempre; y hasta la fecha no se puede concebir una cultura que salga adelante sin hacer referencia, en el fondo de su estructura –en lo simbólico, en la praxis cotidiana y en lo técnico-científico– a los elementos. Los elementos son lo que son, y, al mismo tiempo, aquello en lo que se convierten. Su historicidad vale para las formas filosóficas, culturales y prácticas en que, en un aspecto histórico-cultural, son pensados: qué son, el hecho de ser justamente, cuatro, cómo se relacionan unos con otros, en qué sentido son “elementales”. Los elementos son acuñaciones culturales, sin ser, no obstante, entiéndase bien, algo de lo que uno pudiera apropiarse del todo. Los elementos son siempre, simultáneamente, ambas cosas: dado y producido, phýsei y thései natura naturansy natura naturata, significado y significante, continente y contenido, es decir, lo que, de parte de la Naturaleza, mantiene unido y lo mantenido unido a la Naturaleza por el hombre, la medida y lo medido, el límite omniabarcante y lo limitado (por nosotros) (Böhme, 1998: 15-18).

Desde los albores de la civilización el hombre se ha reconocido a través de la aprehensión de lo otro. Los elementos, en este sentido, no han fungido solamente como espejos atemporales, sino enclavados en la historia. Cada cultura, en sus distintos momentos, se ha mirado en el azogue claro de la tierra, el agua, el aire y el fuego. No es de ninguna manera casual que los cuatro elementos personifiquen la disposición geométrica, mitológica e incluso filosófica del mundo. Baste recordar los cuatro humores, los cuatro temperamentos, las cuatro edades de la vida, los cuatro vientos, etc. Pero ¿qué podemos entender del hombre a partir de los elementos? ¿Por qué aparecen con tal insistencia en todas las dimensiones del saber humano? Los hermanos Böhme consideran, desde nuestro punto de vista, muy acertadamente que

La autocomprensión humana se ha formado partiendo de la experiencia y en medio de los elementos. El que los elementos sean medios quiere, aquí, decir que en medio de ellos se les reveló a los hombres lo que son y sienten. Por esta razón es lícito considerar a los elementos como medios históricos donde tiene lugar la representación de los sentimientos y las pasiones, las angustias y las aspiraciones. Decir que los elementos “caracterizan” al ser humano expresa una modalidad de entender hoy extraña, según la cual el hombre vive inmerso en la marcha de los elementos (Böhme, 1998: 19-20).

En los elementos, de manera natural y a través de sus concepciones culturales, el hombre ha sentido tanto el poder del entorno, de la naturaleza, como su propia fuerza. Cuando los elementos no le son favorables, producen escenarios –verdaderas catástrofes– en los que el ser humano ha tenido que probar su valor y su calidad de héroe trágico. En la actualidad, por añadidura, la crisis ambiental y el deterioro ecológico producen nuevas maneras en las que estas cuatro esencias conservan su potencia significativa.

En cuanto a su transfiguración imaginaria, Gaston Bachelard –cuya riquísima obra en torno al espacio y los elementos nos servirá de continua referencia en este trabajo– clasifica las fuerzas imaginantes de nuestro espíritu según dos ejes fundamentales alrededor de los que pueden desenvolverse. De acuerdo con el filósofo, un grupo de imágenes cobra vuelo ante la novedad, recreándose en lo pintoresco, lo original, con un suceso impensado, anclado en la historia y en el tiempo; el segundo, por otra parte, ahonda en fondo del ser, quiere descubrir lo primitivo y lo eterno: a este tipo de fuerzas pertenecerían, sin duda y, sobre todo, las imágenes que conciernen a los cuatro elementos. En sus propias palabras y en términos más filosóficos:

podríamos distinguir dos imaginaciones: una imaginación que alimenta la causa formal y una imaginación que alimenta la causa material o, más brevemente, la imaginación formal y la imaginación material.

[…]Es necesario que una causa sentimental, íntima, se convierta en una causa formal para que la obra tenga la variedad del verbo, la vida cambiante de la luz. Pero además de las imágenes de la forma, evocadas tan a menudo por los psicólogos de la imaginación, existen –lo vamos a demostrar– imágenes directas de la materia.

La vista las nombra, pero la mano las conoce. Una alegría dinámica las maneja, las amasa, las aligera. Soñamos esas imágenes de la materia, sustancialmente, íntimamente, apartando las formas, las formas perecederas, las vanas imágenes, el devenir de las superficies. Tienen un peso y tienen un corazón (Bachelard, 2011: 7-8).

No podemos perder de vista, sin embargo, que estos dos tipos de imágenes –formal y material– no se dan de forma completamente separada. La materia no se presenta sin ninguna forma más que en el Caos previo a la creación del Mundo; una vez inserta en el espacio y el tiempo, toda sustancia –no importa la profundidad de sus raíces oníricas– adquiere una forma. Por otro lado, cualquier imagen, por más volátil y formal que se nos presente, conserva al menos un lastre materialmente profundo, una cierta densidad, una semilla.

En el contexto de las imágenes literarias de la ciudad, hay que considerar que esa forma en la que encarna la imagen material se crea en el espacio de la urbe y hace alianza con esta última y con sus dinámicas profundas. Viene de una doble raíz: la del elemento que representa y la de los significados de una ciudad y de un espacio. Estos dos componentes se hermanan. Por otro lado, la urbe permanece como una realidad intermedia entre los elementos y el ser humano, de manera que, dependiendo de la circunstancia, de si la ciudad es un refugio para el sujeto o de si se le muestra hostil, ésta le sirve para protegerse de los embates de los elementos o se alía con estos como una segunda intemperie. Nuestro trabajo en este estudio será aislar, de alguna manera, todas las partículas de la imagen material de la ciudad, empeñarnos en encontrar, detrás de lo que se nos muestra, lo oculto, las simientes de las fuerzas imaginantes.

El primer punto que constituye y articula la relación de la Ciudad de México con los cuatro elementos y la señala como un asentamiento profundamente ligado a ellos es, por su puesto, su mito fundacional. El imperio de los elementos surge de modo más potente en el origen y la desaparición del Mundo. La creación y la destrucción del Cosmos, sean cuales sean los mitos en los que se expresen, suelen ser representaciones hondamente complejas en casi todas las culturas. Se trata de expresar el orden psicológico y sensible del mundo habitado. Nos adentraremos en el mito fundacional azteca y en su simbolismo con mucho más detalle en el transcurso del libro. Baste ahora realizar un breve recuento de este relato mitológico para darnos una idea de la importancia de los cuatro elementos en la constitución del asentamiento urbano y explicar cómo las imágenes de la Ciudad de México posmoderna siguen hondamente vinculadas a él y lo actualizan de manera constante.

Fuentes diversas dan cuenta de que los aztecas se consideraban originarios de una ciudad llamada Aztlán, “lugar del color blanco” o “de las garzas”. Ignoramos si este sitio es verdadero –y, como lo señalaría el recuento de la procesión de los aztecas, se encuentra en algún lugar al norte del valle de México– o si se trata de un espacio mítico. Éste no es el lugar para hacer una disquisición al respecto. Baste señalar que, tanto gran parte de la caracterización de Aztlán, como la de la peregrinación del pueblo azteca, se encuentra también en otros mitos de pueblos migrantes, como los toltecas y los chichimecas, y que la descripción de su ciudad originaria coincide en buena medida –sobre todo en su constitución lacustre– con la de la México-Tenochtitlan, la ciudad fundada al final de la peregrinación, de manera que puede pensarse que Aztlán es un lugar mítico, espejo de Tenochtitlan, que da a la peregrinación de los aztecas una estructura circular.

Después de su salida de Aztlán, entre los años 890 y 1111, los mexicas habrían avanzado, guiados por Huitzilopochtli, dios de la guerra, en búsqueda de un lugar en donde fundar su nueva ciudad. Su peregrinación habría durado entre 214 y 435 años. De acuerdo con Eduardo Matos Moctezuma, director del Programa de Arqueología Urbana de la Ciudad de México,

 

El 13 de abril de 1325, año que varias crónicas señalan como el de la fundación de Tenochtitlan, ocurrió un eclipse total de Sol. El fenómeno comenzó a las 10:54 de la mañana y tuvo una duración de 4 minutos y 6 segundos conforme a los cálculos de astronomía moderna hechos por Jesús Galindo. Un fenómeno de esta naturaleza debió de tener un impacto enorme en una sociedad que, como la mexica, estaba pendiente de los movimientos celestes y bien sabemos que los eclipses, especialmente uno de esta magnitud, eran considerados como la lucha entre el Sol y la Luna, de la que, finalmente, el primero salía triunfante (Matos, 2006: 41).

Esta lucha entre el Sol y la Luna, que caracteriza la historia del nacimiento de Huitzilopochtli,5 dios tutelar de los aztecas, marca la fundación de la ciudad en más de una manera. No se queda en el relato de la génesis del dios que representaría al sol en su culto, sino que se materializa, como veremos a continuación, en la señal divina que localizaría el sitio donde debía ser edificada Tenochtitlan. Existe una primera señal que comienza a marcar el territorio como sagrado y prepara la aparición de la marca definitiva. Dice el Códice Ramírez que mientras los aztecas buscaban la señal de su dios Huitzilopochtli, lo primero con lo que se encontraron en medio de los tunales y carrizales del lago fue

[...] una sabina blanca muy hermosa al pie de la cual manaba aquella fuente; luego vieron que todos los sauces que alrededor de sí tenía aquella fuente, eran todos blancos, sin tener ni una sola hoja verde, y todas las cañas y espadañas de aquel lugar eran blancas, y estando mirando esto con grande atención, comenzaron a salir del agua ranas todas blancas y muy vistosas [...] (Códice Ramírez, 1979: 36).

Después de esta visión hierática, en la que todos los elementos de la fuente lacustre resplandecen en el color blanco como sacados de su ser habitual y elevados a arquetipo, los sacerdotes aztecas, satisfechos, pensando que ya habían encontrado la señal para construir su ciudad, se van a descansar. Pero Huitzilopochtli se le aparece en sueños a uno de ellos y le avisa que aún faltan más cosas por ver. Le recuerda que Copil, sobrino del dios,6 había sido vencido en los alrededores,que su corazón había sido lanzado en medio del lago y que ahí había caído sobre una roca en la que creció un tunal que era el asiento del águila devoradora de serpientes y, por lo tanto, el sitio que les había señalado para la construcción de su ciudad. Al día siguiente, prosiguen con la búsqueda del ave majestuosa, a la que encontraron con las alas extendidas hacia los rayos solares. Cuando los vio, el águila bajó la cabeza en señal de reconocerlos y saludarlos. Fernando Alvarado Tezozomoc lo cuenta así en la Crónica Mexicáyotl:

Pues ahí estará nuestro poblado, México Tenochtitlan, el lugar en que grita el águila, se despliega y come, el lugar en que nada el pez, el lugar en el que es desgarrada la serpiente, México Tenochtitlan, y acaecerán muchas cosas […] (Alvarado Tezozomoc, 1975: 65).

Así, pues, con el hallazgo del águila parada sobre un nopal, con la serpiente vencida entre las garras y el pico, en medio de un sitio que ya desde antes se había revelado hierático, los aztecas dan por señalado –y bendecido por Huitzilopochtli– el sitio en el que habrían de edificar la gran México-Tenochtitlan. Resulta interesante notar cómo el punto preciso destinado a alojar la visión azteca es, primero, sacralmente validado. De acuerdo con Mircea Eliade, “Hay, pues, un espacio sagrado y, por consiguiente, ‘fuerte’, significativo, y hay otros espacios no consagrados y, por consiguiente, sin estructura ni consistencia; en una palabra: amorfos” (Eliade, 1973: 25). En este sentido, la visión del paisaje blanco le da forma de lugar a un espacio antes fuera del Cosmos, lo integra a la Realidad y lo prepara para recibir la ciudad.

Es importante detenerse en el denso significado simbólico, fuertemente ligado a los elementos, que tiene esta imagen del ave rapaz en plena acción devoradora. Hay que recordar que el tunar en el que se encuentra posada ha nacido de dos fuentes simultáneas en medio de la laguna: del corazón de Copil, hijo de Malinalli, diosa de la hechicería y las artes ocultas, de lo cavernoso, frío y acuático y, por lo tanto, extensión de ella y representación del agua, y de una grieta en la roca donde cayó, es decir, de una hendidura en la tierra profunda. Por lo tanto, la planta que sostiene al ave es un símbolo simultáneamente acuático y terrestre. No conforme con esto, el animal vencido por el ave es una serpiente, bestia de la que puede afirmarse lo mismo que Eliade sostiene sobre el Dragón:

Como tendremos ocasión de volver a decir, el Dragón es la figura ejemplar del Monstruo marino, de la serpiente primordial, símbolo de las Aguas Cósmicas, de las Tinieblas, de la Noche y de la Muerte; en una palabra: de lo amorfo y de lo virtual, de todo lo que no tiene aún una “forma”. El dragón ha tenido que ser vencido y despedazado por el dios para que el Cosmos pudiera crearse (Eliade, 1973: 43).

Este dios que despedaza al dragón primordial para crear el Cosmos azteca es, por su parte, el águila, representación de Huitzilopochtli. Se trata de un animal alado y aéreo que es a la vez, en efecto, figuración del dios solar y, por lo tanto, del fuego.

En cuanto a su dimensión sexualizada, es notable la manera en la que el mito azteca cuadra con las pautas que proponen los hermanos Böhme para este género de relatos cosmogónicos. De acuerdo con ellos, la representación de la creación suele albergar una serie de imágenes y figuras que expresan la relación entre los sexos a través de los elementos:

Esquemas sexuales, sometimiento de lo acuático-caótico femenino al masculino héroe cultural, así como el motivo mitológico del descuartizamiento sacrificial de un dios (Burket, 1972), de cuyo cuerpo surge el mundo (cf. También el mito de Osiris), he aquí lo que constituye la base casi carnal del drama de la creación. Con razón Kurt Schier (1963: 315) ha calificado a este tipo de cosmogonía de “cosmogonía acuática”. El agua primigenia, el fluido primigenio (tehòm), como se la [sic.] llama en Gén., 1,2, es lo increado; y es lo tenebroso, lo yermo, lo caótico. […] En lo histórico cultural y simbólico perdura asociado con lo femenino. Pues el fluido primigenio que designa el amorfo mar de materia encierra en sí el aspecto doble de la Magna Mater, la cual es un mismo ser, seno fructífero y abismo que todo lo devora (Böhme, 1998: 46).

Así, en el símbolo del águila y la serpiente –después tomado como escudo nacional– se condensa toda la cosmogonía azteca. La masculinidad aérea y solar –típicamente racional– vence sobre el caos femenino, generativo, acuático y terrestre. Sin embargo, la feminidad representada en estos dos elementos no queda anulada como fuerza actuante, ya que el águila está sostenida y acunada por el nopal nacido del corazón de Copil y de la tierra y por la laguna misma. En este sentido, se trata de un símbolo dinámico, casi circular, en el que los elementos, la masculinidad y la feminidad interactúan sin cesar dando cabida a la existencia de los contrarios, a la sucesión del día y de la noche, y retratan, al mismo tiempo, el territorio destinado a sostener la urbe azteca, profundamente marcado por una violenta y constante interacción de las cuatro sustancias del Cosmos. En este sentido, se confirman una vez más las consideraciones de Mircea Eliade en torno a la fundación de las ciudades:

Desde el momento en que lo sagrado se manifiesta en una hierofanía cualquiera no sólo se da una ruptura en la homogeneidad del espacio, sino también la revelación de una realidad absoluta, que se opone a la no-realidad de la inmensa extensión circundante. La manifestación de lo sagrado fundamenta ontológicamente el Mundo (Eliade, 1973: 26).

El Mundo azteca queda inaugurado con esta visión y la hierofanía revela el centro de la nueva ciudad a la que se le pondría por nombre México,“ombligo de la luna”. La nueva urbe, desde entonces y hasta tiempos muy avanzados, hace honor a su nacimiento sagrado y a su fundación sobre los cuatro elementos. En palabras del historiador Serge Gruzinski:

La riqueza y la hegemonía de la ciudad descansaban sobre pretensiones cósmicas. La sacralización del espacio efectuada por el cristianismo barroco al distribuir conventos, capillas, iglesias e imágenes milagrosas sobre el suelo de la ciudad tuvo –los españoles no lo ignoraban– un precedente pagano. Con una intensidad superior aún, el área sagrada de Tenochtitlan concentraba la energía de la Tierra y de los Cielos. Sobre aproximadamente quinientos metros cuadrados, este espacio agrupaba las casas de las divinidades, de sacerdotes y sacerdotisas, los colegios, los patios, los lugares para el sacrificio, es decir, un conjunto de más de setenta edificios. Dominando esta zona ceremonial, la pirámide del Templo Mayor se elevaba hacia el cielo: los santuarios de Huitzilopochtli, “colibrí zurdo”, dios de la guerra, y de Tláloc, dios de la lluvia y los agricultores, ocupaban la cúspide. Dos tramos de escaleras conducían a esos oratorios desde donde la vista se extendía sobre la ciudad y los lagos, abarcando el conjunto del valle hasta los volcanes divinos resplandecientes de nieve (Gruzinski, 2004: 266).

Pero ¿cuál es la relación de la megalópolis con esta ciudad sagrada y los cuatro elementos? Al fundar la ciudad se ha formado un Cosmos, al deformarse ésta o desaparecer se esfumaría también el mundo. Todo ataque a la ciudad amenaza con devolver el mundo al Caos primigenio. El Caos es un mundo sin imagen, innombrable más que a través de la negación, una masa sin forma, sin orden, sin luz, sin diferencias. Y no es posible hablar de un mundo carente de imágenes y signos. Pero el Caos no está falto de materia, sino de orden. El desorden y no la nada es el auténtico enemigo del cosmos.

Si la Ciudad de México contemporánea puede calificarse en nuestros días primordialmente de algo es, justamente, de caótica. ¿Qué significa esto? Que el inmenso desorden que la invade es el principal enemigo del establecimiento de Tenochtitlan. Implica, sobre todo, que existe la necesidad de fundar continuamente el Cosmos, regresando al mito, para contrarrestar las fuerzas que amenazan con disolver el Mundo. También significa que la historia primordial de esta urbe en nuestros días es la de su lucha contra las fuerzas caóticas, su conjuración de los elementos, su intento constante por amansar la ira que ha ocasionado al extenderse y ser en contra de su entorno. Hoy más que nunca, la victoria del dios Huitzilopochtli debe ser repetida ritualmente para que el mundo siga naciendo cada día. La Ciudad de México en su versión posmoderna vive una lucha diaria por separar el cielo de la tierra y sus habitantes, quenes en su necesidad de adaptación, han, incluso, declarado en ocasiones el Caos como un Mundo habitable. Ése es el vivir postapocalíptico al que nos referiremos constantemente.

La función de los escritores en este sentido es, precisamente, reformular, reinventar y recomponer el mito y, así, a la ciudad. La literatura no únicamente registra a la urbe que cae y se devora constantemente, sino que va creando otra al vuelo y la vuelve habitable. Una cita de Vicente Quirarte me parece particularmente conmovedora e ilustrativa de este fenómeno:

Porque en la Ciudad de México donde el horror cotidiano es patrimonio de cada día, la arquitectura hechizada y sus vivos y luminosos fantasmas, no constituyen un escape de la realidad, sino el rescate de un mundo donde la ciudad es más digna y poderosa, más íntima y desafiante. La ciudad no caerá mientras tú, su lector, sostengas el reino de la imaginación y así defiendas tu espacio […] (Quirarte, 2010: 636).

No es al escritor y sus capacidades demiúrgicas a quien convoca el poeta y cronista espiritual de la ciudad, sino a las habilidades re-creativas del lector, que, al leer las imágenes de la urbe, la mantiene viva. El hecho es que la metrópolis mexicana palpita en el papel, en las plumas de sus autores y en las pupilas del lector que la recrea.

Emprender un estudio generalizado de las imágenes de la Ciudad de México contemporánea relacionadas con los cuatro elementos representaría una tarea inacabable. Por ello y para tener un punto en torno al cual gravitar, sin prescindir de ejemplos diversos, he elegido a tres autores cuya obra sobre la ciudad no es únicamente nutrida, sino inmensamente representativa y particularmente volcada en el aspecto mítico y material de la ciudad: José Emilio Pacheco (1939-2014), Juan Villoro (1956) y Fabrizio Mejía Madrid (1968). No es el lugar para hacer un esbozo de la vida y obra de estos escritores. En el caso de los dos primeros, es una tarea que se ha emprendido ya profusamente. El tercero cuenta con menos bibliografía relacionada; sin embargo, tampoco resultaría pertinente desviarnos de nuestro tema principal. Me interesa, sobre todo, adentrarme en el dominio de las imágenes materiales relacionadas con el espacio de la Ciudad de México.

 

Estos tres autores tienen en común el sentimiento de esta urbe como algo que les concierne hasta el punto de ir a buscar en ella su propia esencia, de enlazar el destino de sus personajes y el propio a sus calles y su materia. Los espacios urbanos se les presentan como la encarnación de sus propios padeceres y deseos. Son escritores que, como los personajes que emergen en su obra, cumplen con las características que Pierre Sansot exige a un hombre que de verdad quiera entender una ciudad: “El esteta, al edulcolorarla, la domestica. El hombre concernido por una ciudad la afronta de frente, esquiva apenas sus golpes y continúa existiendo en su inevitable compañía” (Sansot, 2004: 369).7 La Ciudad de México no es para ellos una distracción elegida, un pasatiempo, sino un verdadero sino. Como para muchos de los escritores a los que Vicente Quirarte hace referencia en su biografía literaria de la Ciudad de México, para Pacheco, Villoro y Mejía Madrid,

la ciudad es un espacio complejo, desafiante, inexplicable. Con todo, no caen en la fórmula preconcebida según la cual la ciudad es el espacio deshumanizado. La ciudad es para ellos una creación humana, falible y perfectible, sitio donde se ponen a prueba los valores de la especie y donde también se exhiben sus defectos más deleznables. Tal es el eje temático de una literatura que busca las maneras de hablar de la urbe, sus comportamientos y sus mitologías (Quirarte, 2010: 541).

La megalópolis es para estos escritores un espacio hiper-humano, en absoluto desprovisto de significados y mitologías, sino saturado de ellos. Es verdad que cada uno de estos autores tiene su particular manera de afrontar la urbe posmoderna. El oponerse a los elementos y a la ciudad desmesurada, incomparablemente más grandes que sí mismos, y dar la cara ante lo monstruoso de su fuerza, puede experimentarse como algo sublime y la escritura resultante puede investirse de un tono trágico –como frecuentemente ocurre en la poesía de José Emilio Pacheco y en algunos momentos de la literatura de Villoro– , pero el roce con los elementos desbocados puede también generar personajes demoníacos o bien héroes tragicómicos, estos últimos abundantes tanto en muchas de las obras de Juan Villoro como en la escritura de Mejía Madrid.

En cualquier caso, estos amantes literarios de la Ciudad de México, a veces con aguda ironía y otras con profundo desencanto, desmitifican la ciudad únicamente para remitificarla y resemantizarla, para acercarse a ella con nuevos ojos y, a través de sus imágenes, comprenderla y comprenderse mejor.

Para llevar este estudio a cabo de una manera satisfactoria lo he dividido en cuatro capítulos, uno por cada uno de los elementos: agua, fuego, aire y tierra. Cada uno de ellos comienza con una introducción en la que, para comodidad del lector y para establecer la dialéctica entre espacios reales y literarios que demanda la geocrítica, expongo un resumen de las características naturales, históricas y mitológicas de la urbe que la vinculan con ese elemento en particular y que aparecen, de alguna manera, retratadas en la obra literaria de los autores que he mencionado. La división por elementos no sirve únicamente para descubrir los vínculos particulares que la ciudad de México mantiene con cada una de las esencias materiales, sino que, al dividir a su vez cada capítulo –posteriormente a la introducción– en un estudio de la obra particular de cada uno de los escritores y sus vínculos con el elemento retratado, esta disposición es de utilidad para adentrarse en el discurso particular de cada uno de los autores y en la personalidad y naturaleza de su escritura.

Aunque la mayoría de las obras que abordo son de índole narrativa –cuentos y novelas– también me detengo extensamente en el análisis de la obra poética de José Emilio Pacheco, gran parte de cuyas imágenes urbanas tienen profundas raíces materiales. Por otro lado, con el afán de señalar que las imágenes creadas por José Emilio Pacheco, Juan Villoro y Fabrizio Mejía Madrid no solamente provienen de su imaginación individual, sino que están fuertemente conectadas con el imaginario urbano y el espacio vivido, procuro poner en constante relación con su escritura la obra de otros autores contemporáneos cuyas imágenes resultan paralelas e ilustrativas del argumento en turno.