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CAPÍTULO 16

Lituania, Patria nuestra, sois la salud misma, nadie sabe cuánto merecéis ser venerada, sino solo quien os ha perdido. Hoy vemos vuestra perfecta belleza y la describimos porque os ansiamos.

¡Santísima Virgen, vos que protegéis la clara ciudad de Czestochowa y brilláis sobre la Puerta de la Aurora en Vilnia! Vos, que defendéis el castillo de Nowogrodek y a sus devotos habitantes. Milagro- samente acudís para concedernos salud en la infancia, cuando nuestra madre os imploró protección, alzamos muertos nuestros párpados y al instante pudimos franquear el umbral del santuario para dar gracias al Señor por la vida que había sido devuelta a nuestros cuerpos, y por igualmente milagrosa acción nos permitiréis acogernos de nuevo al cálido regazo de la tierra patria. Hasta entonces podéis conducir nuestras apesadumbradas almas a estas colinas cubiertas de bosques, sobre estos verdes prados que se extienden por doquier junto al azul Niemen; hasta los campos henchidos de cereal, amarillos de trigo y plateados de centeno, donde crecen la amarilla mostaza y el alforfón blanco como la nieve, donde brota el trébol de virginal rojo, donde todo parece envuelto en cintas de verde hierba y donde reposan asimismo silenciosos perales.

Agnes abrió la botella de agua Ramlösa, bebió un trago y bostezó. Se puso el anorak —hacía 25 grados bajo cero—, volvió a cerrar los ojos y recogió la mochila en el momento mismo en que el autobús de línea se detenía enfrente del hostal de sus padres, en Jurbarkas. ¿Eso era volver a casa?

***

—Hola. ¿Me oyes?

—Sí. ¿Hay imagen?

—No veo nada.

—Espera, voy a encender el aparato. Tiene que funcionar.

—¿Me ves?

—Sí. Un poco oscuro, pero te veo. Hola.

—Hola.

—¿Me ves ahora?

—No.

—Espera, voy a intentarlo otra vez.

—…

—…

***

Este es el texto del libro. Yo soy el texto, soy el texto y estoy escribiendo el texto en el libro. Yo no soy el autor del libro. El autor del libro es Eiríkur (podéis llamarle por teléfono para confirmarlo, si hace falta). Todo es como Hitler.

***

—¿Hola?

—¿Estás ahí? ¡Hola!

—¡Hola!

—¿Qué tal andas? ¿Te encuentras bien?

—Regular. Pero ya estoy en casa. La primera semana fue la peor. Pero ahora, prácticamente se ha pasado.

—¿Te dieron Tamiflu?

—No.

—¿Qué te dieron?

—Nada. Analgésicos. Hay poco Tamiflu y no te lo dan a menos que estés muriéndote.

—¿Qué dices? Hay un montón de ruido. No te oigo.

—Que no te dan Tamiflu a menos que estés a punto de morir.

—¿Por qué no?

—El médico dijo que hay muy poco.

—¿Pero no desapareció la fiebre del pollo hace tiempo?

—La fiebre porcina.

—A esa me refiero.

—Sí. Más o menos. Pero las normas son las normas.

—Joder.

Y se cortó.

***

El valor de la exportación de productos del mar es el concepto que ocupa el lugar preeminente en toda la existencia de la nación islandesa durante el siglo xx, y durante los años de la guerra este valor se quintuplicó. Los británicos llegaron a Islandia y construyeron un aeródromo. Los estadounidenses llegaron a Islandia, construyeron otro aeródromo y abrieron carreteras, regalaron pantis y chicle a las chicas y dieron a Islandia nuevos hijos, nuevas hijas —Fulanito Hermannsson y Menganita Hermannsdóttir—. Los estadounidenses trajeron a los islandeses música rock, parties constantes y genes nuevos. Cuando terminó por fin todo el jaleo, y casi 80 millones de personas habían muerto —Dresde y Guernica borrados del mapa, París, Londres, Varsovia, Stalingrado y Berlín sin una casa en pie, por no mencionar Pearl Harbor, Hiroshima y Nagasaki—, los islandeses recibieron compensaciones por el chicle y los pantis, pensiones para los hijos ilegítimos y sobornos para construir un aeropuerto militar en Keflavik. En 1940 había 1700 casas de turba en Islandia. Mil setecientas casas de mierda. Porque no había nada más con que hacerlas. En 1950 no quedaban más que un puñado. En el continente, la gente seguía viviendo como podía en las ruinas de los bombardeos.

***

Rodeado de cajas de cartón, muebles desmontados y planchas de madera pegadas con cinta adhesiva, alfombras y utensilios de cocina, Ómar estaba sentado en el suelo con el portátil sobre las piernas. Había estado conectado un rato a una red del vecindario. Pero había demasiada distancia hasta la casa más cercana que tenía conexión sin seguridad, y no hacía más que cortarse. En estos momentos no tenía conexión.

Se había mudado a la casa la tarde anterior. Halldór y Dísa lo habían ayudado a llevar las cajas. Pero luego tuvieron que irse. A lo mejor fue porque querían irse. Ómar había exagerado al decir que eran «amigos» suyos. Cuando les telefoneó para pedirles ayuda, ni se acordaban de él, y tuvo que mencionar los estudios de Islandés en la universidad —les había prestado los apuntes de tres asignaturas, y le debían un favor—. Y sí, fueron a ayudarle —pero luego desaparecieron inmediatamente—. Una vez se fueron, Ómar consiguió meter a rastras el colchón de matrimonio de muelles en el dormitorio y abrir la bolsa de plástico negro del edredón. Luego se dejó caer, agotado, y se durmió.

Y ahora estaba sentado en el suelo de la cocina. Había descansado bastante y se sentía mejor. Pero a lo mejor no lo autorizaban a viajar a Lituania antes de navidades. Ni después de navidades. En cualquier caso, carecía de medios y más valía que se tomara una buena temporada de descanso para recuperar la salud. La gripe porcina había causado algunas muertes. Incluso a personas con mejor salud que Ómar Arnarson.

***

Nadie fue más beneficiado por el Plan Marshall que los islandeses.

Proporcionalmente.

Las reglas de proporcionalidad están grabadas en el genoma de este pueblo vikingo y poseen casi el mismo valor que la exportación de productos del mar.

Proporcionalmente, la literatura islandesa posee categoría universal.

Proporcionalmente, tienes una polla más grande que todas las masas musculares del mundo juntas.

Un auténtico pollón de ballena azul.

¡Guau!

***

Primero, Ómar encargó una pizza y después se dedicó a las cajas de cartón. Nunca había sido dueño de demasiados trastos y la mayor parte de los que en algún momento habían sido suyos fue desapareciendo en el rastro a lo largo de las últimas semanas. La inmensa mayoría de las cajas contenían cosas de Agnes. No quería reconocerlo más que a media voz, se lo contaba en voz baja al cuello de la camisa entre un sorbo de café y el siguiente, pero era evidente que tenía intención de rebuscar entre las cosas de Agnes aprovechando que ella no lo veía. Quería mirarlo todo, desde la partida de nacimiento al último recibo de su tarjeta de crédito. Naturalmente, se moría de vergüenza por lo que iba a hacer. Sabía que no podía hacerlo. Que un hombre honrado tenía que limitarse a ordenar las cosas de las cajas sin mirarlas, sin abrir las carpetas ni, mucho menos, los diarios. Pero no podía contenerse. La tentación era demasiado fuerte. Desde que se conocieron, había estado todo el tiempo deseando introducirse en ella por completo; quería indagar hasta el último recoveco de su existencia; hacerla suya a ella, y hacerse él suyo. Así era el amor, pensó Ómar. Así quería amar.

***

En su vergüenza proporcional ante las aportaciones económicas estadounidenses, esta nación amante de las patrañas empezó a explicarse cosas a sí misma, cuando la gente se sentaba a la mesa de la cocina, y surgieron unas leyendas de lo más islandesas que a nadie le apeteció desmentir de forma explícita. En esta ocasión, los islandeses se contaron a sí mismos que durante la segunda guerra mundial habían sufrido una extraordinaria mortandad. Proporcionalmente a la población, está claro. Marineros islandeses, en barcos de pesca o de carga, se hundieron en el fondo del mar con tal estruendo que las masacres más espantosas del mundo palidecían en la comparación. Unos vikingos islandeses lograron sacar a sus compatriotas de sus cabañas de tierra, pusieron en peligro sus vidas y navegaron hasta Europa en barcos atiborrados de pescado, para regresar con enormes cargamentos de dinero.

Proporcionalmente, los islandeses fueron quienes más muertos sufrieron en la guerra. Proporcionalmente.

¡Y fueron los nazis quienes los mataron! ¡Ellos mataron a nuestros héroes! ¡A los héroes del mar!

Ellos dieron sus vidas para que nosotros pudiéramos extraer inmensas cantidades de dinero de las insondables bóvedas de los Estados Unidos de América.

Pero, claro, todo eso no era más que una burda trola. Y lo sigue siendo.

***

Ómar encontró la partida de nacimiento de Agnes en la primera hora, nada más llegar la pizza. La puso en la mesa de la cocina y siguió comiendo. Allí empezaba a existir Agnes. A partir de ese instante pudo seguir el hilo, y deshizo la red que mantenía todos los acontecimientos de su vida ensamblados en una unidad absoluta, para poder ir examinando uno a uno todos sus componentes.

Agnes Lukauskaité, n. 13/01/1979. Hospital materno-infantil de Reikiavik.

De pronto, se dio cuenta de que se iba a perder el cumpleaños de Agnes. Se lo perdió cuando cumplió los treinta —se conocieron justo cuando ella se estaba yendo a su casa después de la fiesta—. Y aún estaban en fase de conocerse cuando llegó el día del cumpleaños propiamente dicho. Y ahora, ella estaría en Lituania.

Desde que nació, Agnes había triplicado su estatura y pesaba veinte veces más. Al nacer pesaba 3,36 kilos y medía 50 centímetros —el nacimiento se produjo a las 12.23 horas—. Ómar no estaba seguro de que esa información le fuera a acercar a la verdad. Pero algo era. Números. ¿Acaso los números no eran algo firme, algo que se podía presentar ante un tribunal y decir: mirad, aquí está el mundo tal y como ha sido medido?

 

Probablemente todo eso no era sino la pregunta de cuál era la verdad que quería encontrar. De qué estaba buscando. Pero Ómar no tenía ni idea de qué era lo que quería saber. A lo mejor quería saber lo que no habría querido saber, y se daría cuenta de ello después de averiguarlo.

Bueno: lo sabría cuando lo viera.

***

El 0,16 % de los islandeses cayeron en la guerra —doscientas almas, redondeando—, es decir, la mitad menos que, por ejemplo, los estadounidenses. En términos proporcionales. Los islandeses ocupan la cuadragésimo cuarta posición de un total de cincuenta y siete.

Murió el 16 % de los polacos. Murió en torno al 14 % de los soviéticos. Murió aproximadamente el 14 % de los lituanos. Aproximadamente el 11 % de los letones. Casi el 7 % de los yugoslavos. En torno al 6 % de los húngaros. Casi el 5 % de los estonios. En torno al 4 % de los rumanos.

***

El listado de movimientos de la tarjeta de crédito de Agnes estaba vacío y sin dato alguno, a excepción de una transferencia automática para la suscripción a un diccionario digital —pero eso ya lo sabía Ómar y no le servía de nada—. Los diarios de Agnes estaban en lituano. Ómar fijó la mirada en aquellos garabatos sin comprender nada. En algunos sitios vio su nombre, junto a otros nombres propios islandeses. Intentó pasar las frases por Google Translate pero no sacó nada interesante.

Hoy me llevó Ómar a stomatologas.

Ómar buscó en Google imágenes de stomatologas y la respuesta consistió en babeantes bocas abiertas, a centenares, llenas de brackets de acero, infecciones, puentes dentales y caries. Pocas semanas antes había llevado a Agnes al dentista.

Busco gafas nuevas en el centro comercial Kringla.

Megas estuvo hoy en el radioteléfono.

Qué raro está Laugavegur.

Ómar pensaba que allí no había nada que sacar en limpio.

***

El nazi e islandófilo doctor Paul Burkert podía llamarse «ojos y oídos de Heinrich Himmler» en Islandia. Quizá más de palabra que de hecho (cuentan que era un poco «bocazas», como se decía «en mis años mozos»), pero en cualquier caso solía venir al país a defender los intereses del Tercer Reich en Islandia y a organizar la visita de altos mandatarios nazis. El doctor Burkert afirmaba ser científico, aunque otras veces decía que era artista o diplomático —a fin de cuentas, era una especie de hombre del Renacimiento.

En 1935, el doctor Burkert hizo uno de los primeros documentales rodados en Islandia. La película estaba financiada por la Autoridad de Asuntos Pesqueros y se confesaba que tenía la finalidad de aumentar las ventas de productos islandeses de la pesca.

***

Dos cajas grandes estaban llenas de chismes sobre el Holocausto. Agnes tenía libros para llenar una estantería entera —seis baldas de medio metro— sobre la segunda guerra mundial, el Holocausto, historia de Lituania, Islandia y la guerra mundial, así como el surgimiento y la historia del populismo y el racismo en la Europa de los siglos xx y xxi. Y seguro que, en casa de sus padres, en Lituania, tenía otra igual. Pero en estas cajas no había más que trastos. Puras naderías. Recortes de periódico —nazis tatuados, conversaciones con skinheads islandeses, folletos de Resurrección Aria y Humanidad Nórdica, artículos sobre filosofía aria y sobre la geóloga y ocultista doctora Helga Pjeturs, más toda clase de adornos y medallas. Cruces gamadas, anillos con la calavera, insignias de las SS, CD de punk nazi. Incluso había una Luger vieja y oxidada. Ómar la cogió y miró el interior del cañón y le pareció que no estaba obstruido para inutilizarlo. Dejó la Luger y cogió un librito. Era como una novelita pornográfica. La portada estaba ocupada por un dibujo de dos muchachitas de las SS vestidas de cuero y de pechos grandes y gruesos. En medio de las dos sujetaban a un prisionero de guerra arrodillado. Una de ellas sostenía una Luger contra la garganta del prisionero, mientras la otra le tiraba del pelo a la vez que le sujetaba el brazo por detrás de la espalda. Ómar vio que el libro estaba escrito en hebreo. Pasó unas cuantas páginas y cayó una nota de papel en la que estaba escrito: «I was Colonel Schultz’ Private Bitch. Jerusalem, Israel, 1961».

***

El doctor Paul Burkert, nazi y hombre del Renacimiento, iba muy por delante de sus contemporáneos. Cuando se proyectó su documental ante los que lo financiaban, resultó que consistía en su mayor parte en escenas de fiestas en el Hotel Borg, donde mujeres islandesas ligeras de cascos, someramente vestidas y un poco borrachas, alegraban la vida a hombres extranjeros.

Mucho después, cuando Icelandair lanzó una campaña publicitaria titulada Fancy a Dirty Weekend?, las ideas del doctor Kurbert se vieron finalmente reivindicadas. Pero, para entonces, todos, desde tiempo inmemorial, habían perdido cualquier interés por el pescado y por cuál fue el destino de 10 900 del total de 11 000 coronas abonadas por la autoridad pesquera para la producción del documental (las fuentes no indican qué pasó con las cien coronas de diferencia entre ambas cantidades).

***

Después de buscar un poco en Google, Ómar comprobó que el libro que tenía en las manos era una de las «noveluchas de stalag». Las editaban en Israel en los años sesenta como si fueran relatos autobiográficos reales. Oficialmente estaban escritas en inglés y luego traducidas, pero en realidad se habían redactado en hebreo. Solían tratar de prisioneros de guerra británicos a los que unas carceleras alemanas sometían a humillaciones y violaciones, y se publicaron por primera vez más o menos en la época en que estaban juzgando a Adolf Eichmann. En Wikipedia se aseguraba que la edición de esos libros se interrumpió cuando los editores fueron acusados de antisemitismo.

Ómar se rascó la cabeza. En aquel libro podía discernirse un juego de símbolos entremezclados en muchísimos niveles, que podía desentrañar. Unos escritores israelíes fingían ser militares británicos supervivientes de un stalag, un campo de concentración nazi, que escribían trágicas históricas de las torturas, cargadas de sexo, a las que los sometieron los nazis. Naturalmente, los británicos eran los antiguos dueños coloniales de Palestina (Israel). Y los alemanes… bueno, no vamos a dar ahora más vueltas de las que hemos dado ya. Y la edición de novelas escritas por israelíes que contaban cómo los alemanes torturaban a los ingleses tuvo que interrumpirse porque eran antisemitas.

Ómar lo repasó todo mentalmente otra vez. No dudaba de que debía haber algo de cierto. Sonaba razonable. Pero, al mismo tiempo, era muy raro. Muy complicado. Judíos diciendo guarrerías sobre tommies y nazis durante la guerra… Volvió a meter el libro en la caja y renunció.

***

La asamblea exhorta a los islandeses a rechazar la participación de Islandia en la «Exposición colonial» que tendrá lugar en Copenhague el verano próximo, ya que es discorde con nuestra causa y nuestra nación contribuir a dicho certamen. Ítem más, la asamblea expresa su desagrado con el hecho de que algunos islandeses hayan llegado a comprometer su asistencia a la exhibición, lo que es más aún de lamentar al tratarse, precisamente, de quienes, en virtud de su condición social, con mayor ahínco habrían de defender la honorabilidad y la independencia de Islandia.

Exponer a Islandia en el mismo plano que Groenlandia y las islas danesas de las Indias Occidentales, como está previsto en dicha exposición conjunta de tales partes del reino, se basa en la total ignorancia del lugar de Islandia en el reino y en el desprecio a su cultura y a su pueblo.

Resolución de la asamblea de la Sociedad de Islandeses en Copenhague, sobre la prevista exposición, por la Sociedad Danesa de Artesanías Nacionales, de objetos de Islandia, Groenlandia, Islas Feroe y colonias danesas de las Indias Occidentales en Tivoli, el año 1905.

***

Ómar dejó de rebuscar unos momentos en las cajas de cartón, en la mañana del 19 de diciembre, para escuchar la radio. «La policía polaca carece aún de pistas sobre los autores del robo del rótulo que colgaba en la entrada del campo de concentración de Auschwitz, durante la segunda guerra mundial, y que es ahora un museo. El rótulo fue robado la noche pasada, mide cinco metros de largo y pesa 40 kilos. El texto que figura en el rótulo, “El trabajo os hará libres”, fue utilizado durante mucho tiempo por las autoridades alemanas para alentar la actividad laboral de los trabajadores, pero en tiempos de los nazis adquirió un significado distinto y más siniestro. El rótulo fue fabricado por prisioneros polacos de Auschwitz en el año 1940».

Sacó el teléfono y llamó a Agnes.

Silencio.

Tono.

Llamada.

Llamada.

Llamada.

La desconocida voz femenina del contestador dijo en lituano algo que Ómar imaginó que significaría que, o bien el teléfono estaba apagado, o bien que no tenía cobertura. Envió un mensaje de texto.

Vi noticias. Robaron en Auschwitz «Arb.Ma.Fre». Amor&besos. O.

***

Para aumentar la afluencia de público al Tivoli de Copenhague, se solía (a principios del siglo xx) traer personas de culturas lejanas y ponerlas en exposición. Se pudo ver, entre otros, papúes con hueso en la nariz, esquimales con la boca ensangrentada, pequeños mexicanos «con som-sombrero», chicas negras con los pechos desnudos e indios del Oeste con penacho de plumas y agujeros de disparos en el chaleco (tejido con cueros cabelludos de hombres blancos). Gentes de distintos colores de piel, con distinta constitución ósea y vestidos con ropas exóticas, no resultaban, naturalmente, menos emocionantes que gorilas, jirafas y llamas. Eso sucedía mucho antes de que en cada casa hubiera una colección de libros ilustrados con fotografías. Mucho antes de que Steve Irwin muriera picado por una raya en la pantalla del televisor o Timothy Treadwell fuera devorado por un oso en la televisión. Mucho antes de que los episodios de la serie televisiva sobre Shaka Zulu llenaran a los islandeses de amor por los salvajes. Mucho antes de Cocodrilo Dundee, Los dioses deben de estar locos y la música étnica de Afganistán.

***

El rótulo apareció dos días después. El tercer día dijeron que el jefe de la banda criminal responsable del robo era un joven sueco que pretendía vender el rótulo a un millonario sueco, con la finalidad de realizar actos terroristas en Estocolmo. A Ómar, tal explicación le pareció de lo más inverosímil. Y precisamente en plena campaña librera de Navidad. Tenía que tratarse de una campaña viral. Enseguida se anunciaría que todo era parte de una campaña publicitaria para vender el nuevo libro de Stieg Larsson. Porque ¿Stieg Larsson no iba a sacar un nuevo libro? ¿O a lo mejor había muerto? Ómar decidió pasarse por una librería camino del súper y comprobar si Stieg Larsson seguía con vida o, en caso contrario, si sacaba un nuevo libro.

***

Los islandeses opuestos a la llamada «exposición de salvajes» estaban muy molestos con todo aquello y se consideraban equiparados a las «negras». Pensaban que ellos no se contaban entre los pueblos primitivos sin cultura, que comen alimentos asquerosos y tienen costumbres extrañas. Los islandeses no solo formaban una nación contemporánea, eran también un pueblo antiguo con una gran historia. Eran los autores de las sagas nórdicas. Un pueblo espiritualmente superior. Muy distinto de esos salvajes de las Indias Occidentales que apenas eran capaces ni de pintar sus cuevas, por no hablar de ponerse a escribir.

***

Era ya Nochebuena cuando Ómar acabó de vaciar la última caja. Había manoseado hasta el último objeto contenido en casi treinta cajas de cartón, lo había examinado todo por arriba y por abajo, había estrujado, estirado, sobado, adivinado y especulado. Había repasado extensas partes de los diarios usando Google Translate —sin encontrar nada especial—. No eran más que la crónica de cosas sucedidas. Sin condenas. Sin cotilleos. Sin secretos emocionantes. Sin alusiones misteriosas ni mensajes cifrados. Lo que más extrañó a Ómar fue que en ningún sitio se mencionara la segunda guerra mundial ni el Holocausto, que estaban presentes en todas las demás cosas. Era como si esto fuera la única parte de la vida de Agnes que hubiera quedado libre del Holocausto. Como si lo que quiso encerrar en sus diarios fuera una cotidianeidad total en la que la gente no moría por millones —donde los sucesos no estaban en grado superlativo. El mundo sin Hitler—. Sin hambre. Aquello era quizá como salir al campo, como buscar refugio, como escapar a un lugar donde solo hay cantos de pájaros, rocas y hierba.

 

Ómar se sentó junto a la ventana de la cocina. Levantó el pasador y empujó el marco de la ventana, con los vidrios llenos de hielo, encendió un cigarrillo y echó el humo hacia el invierno. Observó la vivienda. Ahora tenía que poner en orden todos los trastos. Meterlos en los armarios. Montar los estantes. Había albergado cierta idea de encontrar algo así como un hallazgo definitivo, pero este no se produjo. Bueno, vale.

***

Mucho después de que los islandeses se avergonzaran de compartir espacio con esquimales groenlandeses y mujeres caribeñas de piel oscura, se pusieron a cultivar la misma imagen que antes les había hecho sentirse avergonzados: la de aborígenes en una especialísima relación con la naturaleza, una gente que come alimentos extraños, practica costumbres raras y apenas pertenece de lejos a la llamada «civilización» del mundo occidental. No, los islandeses creen en elfos que viven en las colinas y hablan con los muertos. Los islandeses creen en las fuerzas mágicas de montañas y glaciares. Devoran comida podrida y beben hasta emborracharse con un ansia insaciable. Los islandeses son salvajes. Porque eso vende. Porque es cool. Ya no es cool ser danés. Todos son daneses. Escandinavia es como salsa bearnesa y glutamato de sodio. Ya no son raros. Islandia es como tamarindo y hierba limón. Pero eso no es más que un camelo. En realidad, Islandia no es más que Dinamarca. Nada más que salsa bearnesa. Elaborada y distribuida masivamente en botes de plástico. En venta en el hipermercado. Porque así es como lo queremos. Porque es cómodo. Y además hay un montón de canales de televisión. E internet. También nosotros queremos estar en Facebook. Y nadie puede estar en Facebook a menos que sea salsa bearnesa.

***

Agnes se había empeñado en que, en lugar de los «tradicionales» regalos de Navidad, harían una aportación económica a una ONG internacional de ayuda a la infancia para comprar alimentos. Así, harían el mundo un poco mejor, podrían aportar algo a la balanza que tiene dolor y tragedias en un platillo y en el otro la generosidad incondicional. Así podrían contribuir a aumentar la felicidad en el mundo.

Ómar estaba sentado debajo del árbol de Navidad del salón. No había tenido ganas de poner las lucecitas de adorno, pero la estrella coronaba la cúspide del árbol y Ómar llevaba puesto el gorro de Papá Noel, rojo y con purpurina. Sacó el acuse de recibo de su aportación. Cinco mil coronas habían ido a parar a la ayuda alimentaria de Unicef. No había sido idea suya. Él habría preferido hacerle a Agnes un regalo de Navidad. Habría querido que también ella le hiciera un regalo de Navidad. Y ahora, ni siquiera podía disfrutar de las ventajas morales que acarreaba vengarse de la sociedad de consumo. Porque lo que él quería era un regalo de Navidad. Además, todo había sido idea de ella. Exigencia suya. Las diez mil coronas que se suponía que entregaban conjuntamente procedían de ella —no porque ella hubiera trabajado para conseguir ese dinero, sino porque ella exigió que fuera así—. Pero lo único que quería Ómar era un regalo de Navidad.

***

Lo que no querían los islandeses de Copenhague, a principios del siglo pasado, era ser otros. Ser el pequeño otro. Querían ser los que miraban, no los que eran mirados. Querían ser el gran otro. Querían ir ellos al Tivoli a ver a los papúes tatuados comer carne cruda y follarse a sus parientas. Pero, evidentemente, eso no era posible mientras los daneses hicieran cola para ver a los islandeses comer manuscritos y penetrar ovejas. Y por eso reaccionó la Asociación de Islandeses con semejante energía e indignación —como si los daneses estuvieran confundiéndose—. Como si los islandeses no comieran manuscritos ni follaran ovejas. Como si no fueran ellos los que tejían esos jerséis de lana.

***

Cuando un año dio paso al siguiente —2009 se convirtió en 2010—, Ómar estaba sentado en las escaleras de la casa que compartía con Agnes en Sæbraut. Faltaba aún un mes para que volviera, pero, al menos, ahora todo estaba listo. Podía irse a vivir allí. Él lo había colocado todo en su sitio, había pasado la aspiradora y había fregado, había comprado papel higiénico, arroz y sal, y todo lo que tenía que haber en cualquier casa, y ya solo faltaba Agnes. Había visto el programa de fin de año y le había parecido psa-psa. Ahora dieron las doce y miró los fuegos artificiales que llenaban el cielo nocturno. Escuchó las explosiones que se confundían en un único estruendo pulsátil, como si la tierra tuviera violentas palpitaciones, bebió sorbitos de champán que había comprado con motivo de la festividad, subió la cremallera de su mono Kraft y soltó el humo del cigarrillo.

Había empezado a fumar demasiado.

***

Victor Cornelins era pequeño cuando llegó a Dinamarca por primera vez, como pieza de exposición de las colonias danesas en el Tivoli. No era islandés de cuna, sino que procedía de las Indias Occidentales. Victor era un chico lleno de curiosidad y se lo pasó muy bien en la exposición. Le gustaba contemplar a los salvajes de mundos tan extraños como Islandia, las Feroe y Groenlandia, y le encantaba desplazarse a sus pabellones para ver las barcas balleneras feroesas, los trineos de perros de Groenlandia y los zapatos de piel de Islandia. Pero no le gustaba demasiado, como quizá pueda parecer evidente, dejarse mirar como si fuera un nórdico cualquiera de esos que comen cabeza de cordero socarrada, tocino de foca, testículos de cordero y cecina de cordero.

***

Agnes cumplió los treinta y uno en la intimidad. Al menos, en Sæbraut. Para la ocasión, Ómar compró un donut en el que metió una velita. Después sirvió café. Había hecho un círculo rojo en el día del calendario, aunque poco indicaba que la otra inquilina de la casa fuera a cumplir años. Tenía cierta esperanza de que le llamara —o de que se presentara en Skype si él conseguía entrar en la red de los vecinos—. Pero no había sabido nada de ella desde que se cortó la conexión el mes pasado. Ni siquiera un SMS. No desesperaba. Sabía cómo era Agnes. No podía estar en muchos sitios al mismo tiempo. Si tenía que estar ahora en Jurbarkas, no podía estar también en Sæbraut. Sencillamente, Agnes era incapaz de semejantes acrobacias psíquicas. Como casi todo el mundo, era un poco autista. Ómar pensó que no tenía motivo alguno para acusarla de ser rara, cosa que él sí era.

***

Un día, cuando la dirección de la «Exposición colonial» se hartó de ver al pequeño Victor Cornelins paseándose con demasiada frecuencia en el pabellón groenlandés, trajeron una jaula. Lo metieron en ella junto a su hermana Alberta, a quien, igual que a Victor, no le gustaba demasiado estar en exposición.

Los niños daneses solían congregarse delante de la jaula, animándose unos a otros a meter los dedos para comprobar si Alberta o Victor los mordían —pues se había corrido la voz de que eran antropófagos— y estos se hicieron mucho más populares enjaulados que paseando por ahí.

***

—¿Con quién crees que tienes más en común, con un obrero de Uganda o con ese tal Hreiðar Már, el que fue presidente del Banco Kaupþing?

—¿En Uganda sirven pizzas a domicilio? —Ómar miró en el ordenador. Agnes había apagado la cámara para que no se entrecortara el sonido, y en lugar de imágenes en movimiento de su novia, solo veía una foto de dos gatitos grises rayados, acostados en un mullido cojín rojo.

—¿Por qué no iba a haber pizzas a domicilio en Uganda?

—Espera. Voy a mirar en Google…

—Mm.

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