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Pero si preguntabas por el escritor Balys Sruoga, la poetisa Salomeja Néris, el artista Jurgis Maciunas, la actriz de Hollywood Ingeborga Dapkunaité, el pintor Sarunas Sauka, el violinista Jascha Heifetz o el matemático Jonas Kubilius, que era de Fermos, justo al lado de Jurbarkas, por no hablar del escultor Vincas Grybas, que era del mismo Jurbarkas y fue asesinado allí por los nazis, nadie sabía nada. Sobre esa gente nunca se escribió ni una letra. Pero seguramente habría habido alguien que escuchara si se le decía que Hannibal Lecter era de origen lituano. No es que existiera realmente. Pero eso nunca importa lo más mínimo.

Agnes abrió el ordenador y se dio cuenta de que ninguna de esas cosas tenía la menor relación con su tesis. ¿Hannibal Lecter? ¿Sruoga? ¿Había alguien a quien no les importara una mierda?

***

Los nazis encarcelaban también a los tontos, los esterilizaban y los mataban (lamentable).

Para averiguar quién era tonto y quién no, crearon un breve cuestionario. ¿Dónde vives, cuál es la capital, quién era Lutero, quién descubrió América, qué significa la Navidad, cuántos días tiene una semana? Y así sucesivamente. El examen era oral y el juez evaluaba la inteligencia del tonto. Durante el examen, tenía que prestar especial atención a lo siguiente: comportamiento durante la conversación; movimientos corporales, mirada, gestos, voz, pronunciación, orden de palabras, rapidez de las respuestas, rapidez de reflejos y grado de cooperación en la conversación.

***

Agnes se indignaba con esos reportajes, que los presentaban como unos canallas. Le indignaba que nunca se mencionara a los pedófilos «islandeses» ni a los matones «islandeses» ni a los violadores «islandeses». Pero lo que más le indignaba era cómo se convertía a los lituanos en una masa sin rostro ni nombre formada por personas depravadas. Y es que los delincuentes islandeses tenían nombre, eran algo. Eran Lalli Johns, delincuente de poca monta. Annþór Karlsson, mamporrero. Steingrímur Njálsson, pedófilo. Bjarki Már, violador. Franklín Steiner, camello. Los lituanos no eran más que lituanos. Dos lituanos. Los cinco lituanos. Los nueve lituanos. Los catorce lituanos. Y al parecer vivían todos en la misma casa, uno encima del otro, pese a que en su mayor parte eran delincuentes internacionales que pasaban ilegalmente drogas, putas y armas por valor de decenas de millones de coronas cada uno. ¿Dónde estaba Vytautas, el simpatiquísimo chorizo? ¿Y el simpático matón Rolandas? ¿Y Raimondas, el bondadoso chuloputas?

***

Erwin Ammann era un hombre de veintiún años de edad, que vivía en un asilo del Tirol. Respondió correctamente a la mayor parte de las preguntas del test de inteligencia. Supo mencionar su pueblo natal y la provincia a la que pertenecía, y enumerar deprisa los días de la semana y los meses (hacia delante y hacia atrás). Conocía las capitales de Francia y Alemania, sabía quiénes fueron Colón, Lutero y Bismarck, y fue capaz de explicar el significado de las navidades y de la Pascua. Preguntado por la forma de gobierno de Alemania, respondió: «Nacionalsocialismo, fundado por el Tercer Reich».

Pero, aunque Erwin Amman respondió con claridad y rapidez, al juez le pareció mentalmente idiota. Erwin Amman recibió un suspenso y, a continuación, fue esterilizado.

***

Lo que más molestaba a Agnes era que absolutamente todo era cierto. Nadie estaba acusando a nadie de nada falso. Al menos, que ella supiera. Realmente habían violado, robado, golpeado y aporreado, y a lo mejor, cosas aún peores. Pero otros habían hecho esas mismas cosas, pensaba, sin que los mencionaran de forma destacada, y sobre todo, los islandeses nunca habían necesitado ayuda de nadie para cometer violaciones y actos violentos. Durante toda su historia habían sido perfectamente capaces de violar a su propia gente y de golpear ellos solos a su propia gente. ¿A lo mejor eran estos los trabajos que tanto temían los populistas que fueran a quitarles los extranjeros?

Agnes sabía que estaba amargada. Pero le daba absolutamente igual.

Y naturalmente, ese era el motivo fundamental de la tesis. Poner freno a la xenofobia y observar su propia sociedad desde arriba. Como si, al observar desde arriba todos esos delitos, pudiera anular su propia nacionalidad y evitar así las responsabilidades (compartidas) que la prensa parecía insinuar que le correspondían. Entonces, ella dejaría de ser una cabeza sin rostro en la masa anónima de los lituanos. Lituano número 8. Lituano número 27. Lituano número 1589.

Pero la tesis no debía tratar de los lituanos. Tenía que tratar de los populistas.

***

Gitanos. Perdón: roma y sinti y todos los demás. Si dispusiera de una denominación más adecuada, que no molestara a nadie ni excluyera a nadie, la utilizaría. La utilizaríamos. Nos contentaremos con señalar que utilizo el concepto de gitano con el máximo respeto.

Gitanos. Podemos intentar decir lo siguiente:

Proporcionalmente, en el Holocausto murieron tantos gitanos como judíos.

***

Agnes se durmió enseguida después de la cena y a las tres de la madrugada volvía a estar en pie. Reinaba una oscuridad absoluta y la temperatura se acercaba a los cero grados. Aún no había visto el Coliseo ni había pedido audiencia al papa. Ni siquiera se había comido una pizza. La sencilla tarea de contemplar la vacía pantalla del ordenador le exigía toda la mente. A veces escribía una página, e incluso otra más, pero inmediatamente las quitaba del texto principal y las guardaba en otro documento, porque esas boberías no merecían, en absoluto, formar parte de una tesis de máster en historia.

Repasó las frases iniciales de la tesis.

Mi intención es comparar el populismo de derechas en la política islandesa con movimientos políticos semejantes de Europa continental, con especial referencia a los trabajos de Cas Mudde (Mudde, 2007) y las teorías del habitus, de Pierre Bourdieu.

Luego venía una larga lista de en qué teorías exactamente pensaba centrarse y en cuáles no, y por qué, qué tendencias y corrientes eran las dominantes en estudios semejantes en Europa, cómo pensaba recoger los datos y qué tipo de datos pensaba recoger y, finalmente, cómo lo pensaba unificar todo en un trabajo de investigación exhaustivo y totalmente excepcional como sería la sublime tesis de máster de Agnes Lukauskaite. Aquello ocupaba unas cien páginas, que había tardado en redactar año y medio, con pausas. Había leído varias decenas de libros y cientos de trabajos monográficos. Había dedicado cuatro meses enteros a peinar los medios de comunicación islandeses en busca de noticias y artículos sobre la postura de los partidos políticos islandeses y las organizaciones sociales en referencia a (a) los inmigrantes, (b) la élite, (c) las empresas e instituciones extranjeras y (d) la sociedad del bienestar, pues consideraba que eran estos los temas de mayor interés para los partidos populistas. A nadie debería extrañarle que el Partido Liberal obtuviera (casi) todos los puntos.

Luego llegó la crisis.

Luego, las elecciones.

Y ahora, el Partido Liberal pertenecía a la historia de los tiempos pasados. En consecuencia, un análisis de este partido era simple «material» para los libros de historia y no para la historia viva a la que se quería dedicar Agnes. Agnes quería formar parte del mundo. Quería influir en la marcha de la historia. Si no hubiera sido por los 45 años de ocupación de Lituania por la Unión Soviética, se habría definido (o se habría podido definir) a sí misma como historiadora marxista. Y lo era en realidad, aunque no pudiese decirlo en voz alta porque el gulag se le cruzaba en la conciencia. Pero no había pensado en obtener imágenes del pasado, no era de esa clase de historiadores. La tarea principal de los estudiosos era influir sobre el mundo, no solo describirlo.

***

De modo que: Proporcionalmente, en el Holocausto murieron tantos gitanos como judíos.

Eso dicen a veces, no solo en sentido irónico, sino que lo afirman incluso estudiosos respetados y especialistas en el Holocausto. Pero no hay forma de comprobarlo. Porque existe una inmensidad de investigaciones y teorías sobre el número de judíos muertos en el Holocausto —desde los cinco hasta los casi seis millones—. De ellos, se conoce el nombre de unos tres millones, pero el margen de error está en torno a los 700 000. Que no es una cantidad desdeñable de personas: dos veces Islandia. Dos veces Kaunas. Por otra parte, se calcula que el número de gitanos muertos en su Holocausto estuvo entre los 90 000 y el millón y medio. El margen de error es de 1 410 000. Unas cuatro Islandias. Cuatro Kaunas.

***

Pensó que, aunque fuera demasiado tarde para que la tesis destruyera al Partido Liberal, que se había destruido él solo, era factible que llegara a convertirse en una especie de parábola que podría servir de advertencia para otros. Antes o después, los populistas de derecha volverían a moverse sigilosamente. Y entonces la tesis ya estaría allí. Como un conjuro contra prejuicios e idioteces. Recítese dos veces al día con el estómago vacío, durante dos semanas.

Pero, pese a todo, no le apetecía escribir sobre un movimiento político muerto. Así que sería más emocionante escribir otra tesis de mierda sobre los tanques de la segunda guerra mundial, o sobre la degeneración de la Revolución francesa.

Fue entonces cuando empezó a hablar con Arnór. Había empezado a pensar que le apetecía cambiar la tesis. Escribir sobre la gente de extrema derecha en vez de sobre los populistas xenófobos. Escribir sobre gente como Arnór. Gente como los idiotas del Club. Pero también, aunque lo hiciera dando rodeos, sobre el elemento xenófobo generalizado que se extendía desde la derecha más extrema y recorría todos los partidos políticos, toda la burocracia y todas las instituciones de Islandia. Pero ya no estaba segura de nada.

 

***

Pero la explicación más plausible de esos márgenes de error es esta: los gitanos siguen estando perseguidos en Europa; es decir, no nos podrían resultar más indiferentes. Los gitanos son unos pobres desdichados y unos marginales que no pueden levantar cabeza en ningún sitio, perseguidos en todas partes por igual, sea en Islandia o en Lituania. Carecen de recursos para defenderse por sí solos. No pertenecen a las instituciones políticas de sus sociedades y no tienen acceso a nuestra justicia. En muchos sitios, ni siquiera tienen derecho de sufragio. Son muy pocos los que han dedicado su tiempo a estudiar el tema de los gitanos —y lo que les hicieron— durante el Holocausto, porque pertenecen al grupo de los salvajes y estamos convencidos de poder referirnos a su naturaleza de ladrones, su vida de puterío y su machismo. Creemos saber todo lo que sucede detrás de las puertas cerradas de sus caravanas, sin siquiera haber echado un solo vistazo a su interior. Son el pequeño otro, aquel que miramos, pero nos negamos a ver. Aquel de quien contamos historias a fin de agrandar nuestra propia moralidad, nuestra amplitud de miras y nuestra civilizada forma de vida.

***

Unos días antes de su partida, la llamaron para decirle que se iba a crear una Asociación de Lituanos de Islandia. Para «mejorar la imagen de los lituanos», como especificaron. Agnes deseaba liberar su pasado de Snorri Sturluson y Mindaugas. De violadores y víctimas. Liberarse del Contubernio Báltico y del Contubernio Nórdico (por no mencionar el Contubernio Balcánico del que les acusaban algunos islandeses un tanto despistados) en Eurovisión. Liberarse del Holocausto, la Unión Soviética, Hófí, Bogdan, Dorrit, la crisis y la guerra del bacalao. Liberarse de la Revolución Cantada y de la Revolución de las Cacerolas.

Respondió con evasivas a las preguntas de la mujer del teléfono, que insistía en que confirmase si iba a participar o no. Afortunadamente, estaría ya en Jurbarkas cuando se celebrara la reunión fundacional. Era imposible. No tenía sentido. Este pueblo. Estos pueblos. Racistas y violentos. Y estúpidos. Unos estúpidos de mierda que solo sabían ladrar.

Mierda.

Naturalmente, no odiaba a nadie. A lo mejor era por eso precisamente por lo que no podía integrarse en la Asociación de Lituanos de Islandia. Porque le costaba demasiado reconocer ante sí misma que hiciera falta un grupo de presión específico para decirles a los islandeses que los lituanos no eran simples violadores. Para que la gente comprendiera que no existía diferencia real entre los delitos islandeses y los lituanos —que los lituanos no eran más bestias ni sus delitos eran en absoluto más premeditados que los cometidos por islandeses—. Un grupo de catorce individuos robando pantalones vaqueros y cosméticos en un centro comercial no eran una mafia, sino una pandilla.

***

Los gitanos de Europa —igual que los inmigrantes procedentes de países pobres— son un problema que hay que atajar. No saben leer y mean en el agua que beben, venden a sus hijas a los prostíbulos y empujan a nuestros hijos a la droga. Y encima visten unas ropas grotescas.

Igual que Hitler no entendía que los polacos eran un pueblo amigable, de blancos, y no unos salvajes inmorales, tampoco se dio cuenta de que los judíos formaban parte de la franja superior de la clase media occidental. Uno puede permitirse muchas cosas contra los pobres que nunca se permitiría contra gente culta de clase media.

***

A favor de la crisis podría decirse, sin embargo, que, gracias a ella, los islandeses sintieron en sus propias carnes lo que era que otros los señalaran con el dedo y se burlaran de ellos. De pronto, solo se escribía de los islandeses en el extranjero para afirmar que eran unos reyes de las finanzas degenerados que les habían arrebatado el dinero mediante engaños a organizaciones benéficas y pobres ancianos de toda Europa. Los islandeses, a los que nunca les había molestado lo más mínimo que los medios de comunicación convirtieran en delincuentes a los lituanos —«¿Vas a seguir negando que fueron ellos los que violaron a esa mujer?»—, se sintieron de pronto terriblemente asustados por su propia imagen. Se celebraron montones de reuniones y se crearon asociaciones para decirle al señor Gordon Brown, primer ministro del Reino Unido, que los islandeses no eran terroristas (y que no podía bloquear los bienes de los comerciantes islandeses). Jamás tantos islandeses habían defendido una causa propia de forma tan unánime. Por todo el país, en los glaciares y en el mar, la gente posaba sosteniendo pancartas y se hacían fotos: Mr. Brown, we are not terrorists. Porque, como todo el mundo sabe, los terroristas son varones morenos con barba larga y turbante, de modo que en una foto no hay problema ninguno en saber quién es terrorista y quién no. Y los violadores, bueno, esos llevan el pasaporte lituano en el bolsillo del pantalón.

El Gobierno gastó cientos de millones en la campaña Inspired by Iceland, para convencer a los extranjeros de que Islandia no estaba pasando por tiempos difíciles a causa de las erupciones volcánicas (o las complicaciones económicas), pero el subtexto —y el significado— eran evidentes para todos: Nosotros no somos salvajes. Somos personas civilizadas. Guapos y fuertes. No nos odiéis. Nosotros no somos el otro. Nosotros somos nosotros. ¿No te acuerdas? ¿Björk, Sigur Rós? Somos Halldór Laxness. Comemos con cuchillo y tenedor. Somos hippies desnudos sumergidos en piscinas de agua termal. Raritos, pero no malos.

***

¿Qué creéis que fue de los gitanos tras la liberación de Auschwitz, y Ravensbrück, Dachau y todos los demás? Simplemente los llevaron de un campo de concentración a otro para que se fueran amansando durante unos cuantos años más, mientras las autoridades aliadas se convencían de que no eran simples carteristas que se hacían pasar por víctimas.

***

VIOLAN A UNA MUJER Y SE BURLAN DE ELLA

El Tribunal Supremo confirmó ayer la detención, hasta el lunes, de dos lituanos sospechosos de violar a una mujer de 45 años la noche del sábado al domingo. Los hombres fueron detenidos el domingo por la tarde, una vez la policía hubo visionado las cámaras de seguridad de la discoteca a la que había acudido la mujer.

La mujer acusó a los dos hombres y contó a la policía que estaba en una discoteca del centro de Reikiavik. Se le acercaron dos hombres, uno de los cuales empezó a hablar con ella en inglés. Al cerrar la discoteca, los hombres la acompañaron por la calle Laugavegur. Fueron juntos a un callejón, en la esquina de Laugavegur y Vitastígur, donde los hombres la agredieron violentamente. Uno de ellos, que la mujer identifica como el más fuerte, la empujó contra el capó de un vehículo, derribándola sobre este. Al mismo tiempo la golpeó en el rostro y le tiró del pelo. Mientras tanto, el otro hombre le bajó los pantalones y los dos hombres, juntos, le arrancaron el chaquetón, la camiseta y el sujetador. El más fuerte intentó introducir su miembro sexual en la vagina de ella, y la mujer afirma que le produjo mucho dolor. El otro hombre intentó también introducirle su miembro en la vagina, mientras el más grande la sujetaba por el cuello e intentaba meter su miembro en la boca de la mujer.

La lastimó y le golpeó el rostro con el miembro hasta que la mujer no tuvo más remedio que abrir la boca. El otro hombre se dio la vuelta, se subió sobre ella y le puso el trasero en el rostro. Le metió el pene en la boca y le dijo en inglés que la dejarían libre en tres minutos si colaboraba. Una vez terminada la agresión, los dos hombres la dejaron libre. La mujer añadió que los dos se habían burlado de ella durante la violación y después de esta.

Agnes se levantó, fue al baño y vomitó.

***

Una vez me preguntaron qué imagen tenía yo de mí misma. Si yo era la que creía ser o la que los demás creían que era. La respuesta a esta pregunta, en esa ocasión, fue que yo era la que creía que los demás creían que era. Los filósofos hablan del Otro, con O mayúscula, esa persona imaginaria que se encuentra en algún sitio en lo alto de la imaginaria cima de alguna montaña mirándonos con la boca abierta de perpetuo asombro acusador. El Otro es un producto de nuestra imaginación, pero eso no lo hace menos verdadero. Es el mensajero de lo que creemos que creen de nosotros los demás. El Otro es el ojo en la pared, el agujero de la cerradura, la mirilla, la webcam. Si en algo adquiere forma corpórea, es en las cámaras de vigilancia ocultas y disimuladas, esos ojos desconfiados que velan por nosotros, pero sin decirnos nunca lo que piensan, sin preguntar nunca la hora ni pedir fuego, aunque nos acechen en todas las esquinas.

***

Cuando los israelitas estaban sumidos en la postración, tras la expulsión de Babilonia, Dios les dijo: Vosotros sois mis testigos, los faros de la eternidad, y yo soy Dios. En los escritos midráshicos, se esclarece así: Si vosotros sois mis testigos, yo soy Dios, y si no sois mis testigos, yo, por así decir, no soy Dios.

Porque ni siquiera el Señor de los Israelitas existe si nadie lo mira.

CAPÍTULO 15

Estaba en el tren, esperando alguna novedad en el perfil de Agnes. De vez en cuando miraba por la ventana la yerba, los árboles y los postes de la electricidad. Ya no recordaba adónde viajaba. Recordaba haber sufrido de niño. Recordaba que el mundo se me había hundido muchas veces. Recordaba veranos tan repletos de sensaciones tan permanentes que apenas podía pensar en ellos sin perder la respiración —no de pena, sino de felicidad—. No recuerdo nada más. Oradour. Iba a Oradour. Anoche estuve en la ciudad natal de Franco, en el norte de España. Ferrol. Luego tomé el autobús hasta Santiago de Compostela. Luego, en tren por Burgos y San Sebastián. Ahora me estaba acercando a Burdeos y en mi billete decía «Limoges». Pero pensaba ir más allá. Quería ir a Oradour-sur-Lane. En 1944, los nazis borraron el pueblo de la superficie de la tierra y mataron a todos sus habitantes. Quizá sería mejor que no me detuviese nunca. Que continuara viajando de un pueblo a otro hasta morir. De hambre, tal vez. Quizá sería mejor estar siempre solo a partir de ahora. Al parecer, era capaz de ser yo mismo plenamente siempre y cuando no hubiera nadie cerca. En tanto en cuanto nada me perturbara. Pero era obvio que era incapaz de hacerlo si me relacionaba con otros. Tenía que estar solo. El tren estuvo parado tres horas y media en Burdeos. De tanto en tanto, el jefe de tren decía algo por el sistema de altavoces, y los pasajeros franceses protestaban airadamente con violentas gesticulaciones antes de enfrascarse de nuevo en Le Monde, el iPad y las noveluchas policiacas de quiosco. Yo no sabía el motivo de la parada del tren. El revisor se encogió de hombros cuando se lo pregunté. Sentía deseos de preguntarle a alguna otra persona, pero no me atreví. Sabía que los franceses no eran, ni de lejos, tan maleducados como me habían contado, pura mentira —aunque esa mentira la tenía muy enraizada—. En lo más hondo, estaba seguro de que alguien se pondría furioso conmigo si le preguntaba algo. Maté el tiempo jugando en mi móvil a Second Life, el juego de realidad virtual. Busqué el antiguo cuartel general del Front National, que había sido transformado en casino, según leí en internet. Cuando lo abrieron se produjeron enfrentamientos. Los enfrentamientos se recrudecieron en una semana de guerra en la que los contendientes utilizaron todas las armas disponibles: bombas, cohetes y cerdos explosivos. Porque las posibilidades no son tan amplias en la vida paralela como en la real. Tardé —o, para ser exactos, mi avatar digital tardó— hora y media en encontrar el casino que en tiempos sirvió de centro neurálgico del Front National. Y cuando por fin lo encontré, no había nada de especial. No había ni una plaza con una solemne inscripción explicando los sucesos históricos acaecidos en ese lugar, en esa parcela al otro lado de la realidad. Nada de eslóganes mencionando libertad, justicia, cerdos explosivos o fraternidad. Yo (es dudoso en qué plano, llegada la historia a este punto) callejeé por París, con escala en una playa nudista, en Nuevo Berlín y en una exposición de pintura, mientras buscaba un colegio electoral que sabía que ya no existía —pero en todo ese tiempo estaba varado en la estación de Burdeos a bordo de un tren, esperando llegar al pueblo que habían borrado del mapa—. Apagué el móvil y en ese momento se oyó silbar el tren, se cerraron las puertas y poco después se puso en marcha. Respiré aliviado. Unas horas después estaba en un soportal abierto. Me puse la baguette debajo del brazo y salí a la plaza, olisqueando todo en el camino. Enfrente de la panadería había un café y al lado de este, dos restaurantes. La plaza tenía suelo adoquinado. Yo estaba en la realidad. Pero este pueblo no era. No era el pueblo original. Este era el pueblo vecino, a pocos kilómetros al noroeste de Oradour-sur-Glane, pero no era Oradour-sur-Glane, no era el de verdad, aunque se llamara igual. Oradour-sur-Glane se había quemado —los nazis dispararon a los vecinos en las piernas y los dejaron morir entre las llamas—. Arrojaron a los niños a los hornos de la panadería antes de huir. Y dispararon a la gente a las piernas para que se quemaran vivos, igual que los niños en los hornos. Aquí vivían otros habitantes, nuevos. A veces era todo como en un sueño, y entonces no sabía si era yo el que no existía o si era el mundo, la tierra bajo mis pies, los coches, las casas y los pájaros. Si era el Señor quien soñaba o eran las cámaras de vigilancia, las bases de datos y los satélites. ¿Se me vería en Google Earth? En la pacífica aldea de Oradour-sur-Glane vivían menos de 700 personas cuando los nazis decidieron visitarla. Reunieron a todos en la plaza del pueblo, vaciaron las casas una tras otra, y luego separaron a los habitantes —quemaron a las mujeres y los niños y ametrallaron a los hombres en garajes, restaurantes, almacenes y la panadería. A las rodillas y después, prendían fuego. Solo por hacer algo—. Pero este no era el pueblo. Este no era más que una copia del pueblo. Pero el pueblo estaba muy cerca. Las siluetas de las casas se difuminaban mientras los recuerdos del lugar se hacían enormemente nítidos. Lo sucedido —o, en cualquier caso, lo que el mundo recordaba de lo sucedido— se fue haciendo poco a poco más y más claro hasta que nadie tuvo ya la menor duda. Miré el mundo que se erguía de las cenizas, miré las cenizas que saltaban empujadas por el viento y me pregunté por qué había tenido que suceder aquella monstruosidad. Aquí, unos hombres derrotados habían visto su última oportunidad para desatar su ira sin freno alguno. Y arremetieron con toda la agresividad que les quedaba —la masacre de Oradour fue como la réplica de un violento orgasmo que retrocedía y volvía hacia Berlín con los sollozos en la garganta—. En una placa ponía que las ruinas se reforzaban regularmente; algunas, incluso, habían sido reconstruidas. Las casas estaban quemadas, los coches estaban oxidados y quemados, la vegetación asomaba por las grietas y el sol tostaba las paredes —pero la ceniza había desaparecido—. Y las ruinas no se habían derrumbado porque los especialistas las mantenían «in perfect ruined condition», como ponía en la placa (entre comillas). Levanté los brazos al cielo y la baguette se cayó al suelo. Luego di media vuelta y seguí buscando la realidad.