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Primero, los nazis mataron a los discapacitados. Pero encontraron considerable resistencia. Padres y tutores, hermanos y hermanas se pusieron furiosos, escribieron a los periódicos y telefonearon a las autoridades. No matéis a nuestros hijos, dijeron, no matéis a nuestras hermanas ni a nuestros hermanos. Se cerraron los campos de exterminio para discapacitados.

Cuando, más tarde, los nazis empezaron a matar judíos, el pueblo no puso pegas, precisamente porque las dos sociedades estaban separadas. Padres y autoridades, hermanos y hermanas se encontraban sencilla y exactamente en la misma situación que los niños a los que querían matar. Pertenecían a la misma sociedad, que fue totalmente exterminada. Lo esencial era que sus miembros estaban todos en el mismo lado de la línea divisoria.

***

El (hasta entonces) desmesurado interés suyo por la segunda guerra mundial o el Holocausto comenzó cuando su abuelo le dio un cachete. Como en cualquier manual de psicología. O en una de las novelas de formación del siglo xix.

Era el año 1987, y Agnes tenía ocho años. Estaba en Jurbarkas con sus padres (aunque uno huyera del comunismo, eso no significa que no pudiera volver de visita de vez en cuando). Su lituano no daba para entender todo lo que pasaba. Cuando era pequeña, a sus padres les dijeron que no causaran problemas a los niños haciéndoles aprender muchos idiomas, y cuando Dalia y Kestutis consiguieron adquirir un dominio aceptable del islandés, dejaron de hablar con Agnes en lituano, aunque siguieron haciéndolo entre ellos. Dalia aprendió islandés muy deprisa, pero Kestutis siempre cometía errores, y cuando Agnes era niña, hablaba en correcto islandés con su madre y en islandés chapurreado con su padre, y a veces hacía de intérprete entre ambos.

El padre de Dalia era Henrikas Zubovas. Su mujer, y abuela de Agnes, Sara Zuboviéne (Banai de soltera), era judía. Sus padres fueron asesinados por los nazis en el verano de 1941. O al menos eso es lo que se afirmaba en voz alta, si bien la verdad era un poco más complicada y no tan agradable (quizá recordaréis que ya hemos dicho que fue Vilhelmas quien mató a Izsak —¡después habrá más cosas!)—. Ella huyó al comienzo de la invasión, volvió después de la guerra y se casó con Henrikas, que era católico, y nunca hablaron de la guerra, ni siquiera cuando su hija se casó con el hijo de Lukauskas, aunque su padre y su abuelo paterno hubieran sido sicarios de los nazis.

Sara Zuboviéne era uno de los ocho judíos que vivían en Jurbarkas. A su muerte, el año 1999, solo quedaba ella. Era la única. De adulta, nunca practicó la religión judaica. Pero, con todo, fue la última persona judía de Jurbarkas, y algunos lo recordaban con pena al hablar de ella, aunque a ella esas palabras no le agradaran lo más mínimo.

***

Y todo esto encaja maravillosamente con la paradójica esencia del fascismo. Los nazis sentían una inmensa nostalgia del pasado, al mismo tiempo que un gran entusiasmo por la técnica, eran a un tiempo música retro y contemporánea, naturaleza y acero, holocausto organizado y masacres caóticas, pornografía, magia y cultura sublime, con una mano administraban medicamentos homeopáticos y, con la otra, gas nervioso, estudiaban astrología y estrategia militar, numerología y burocracia —un partido de derechas e izquierdas al mismo tiempo—. Y precisamente por esa idiosincrasia nos fascina —nos fascinan sus espantosos logros—. ¡Que fuera posible algo así! ¡Qué energía, qué capacidad de liderazgo, qué empuje!

¡Ay, jo, te amo!

***

Agnes no sabía nada de los judíos. Había oído la palabra, pero no la relacionaba con nada específico. En ese momento estaba sentada a la mesa de sus abuelos, en Jurbarkas, mientras los adultos hablaban de judíos en lituano, Žydai. De pronto, ella intentó participar en la conversación, nerviosa y agitada. No se estaba quieta en la silla.

—Sabéis —dijo en su imperfecto lituano—. Sabéis… esto…

Pero los adultos siguieron hablando sin hacerle caso.

—Sabéis… bueno, ¿cuántos se pueden meter…?, esto…

Nadie la escuchaba.

—… esto… ¿cuántos judíos en un Volkswagen?

El silencio se adueñó de la mesa. Kestutis miró a Agnes, que sonreía de oreja a oreja. Por fin había conseguido que le hicieran un poco de caso.

—¿Qué decías? —preguntó Kestutis.

—Dos delante, dos detrás y seis millones en…

***

Este es el mensaje del libro. Nosotros somos el mensaje del libro. Intento llegar al núcleo de ciertas cosas. No olvidemos Hiroshima, Auschwitz, Guernica, Pearl Harbor y Dresde.

Si la segunda guerra mundial nos ha enseñado algo, nos enseñó a olvidar. A olvidar y no olvidar. A no olvidar el olvidar y no olvidar. A no dejar reposar la masa.

***

Agnes nunca terminó el chiste. Henrikas se puso de pie, estiró el brazo por encima de la mesa y la abofeteó con tal fuerza que Agnes se cayó de la silla. Kestutis agarró a su suegro y de pronto, los dos estaban en el suelo, peleando. Agnes chillaba tan fuerte que tenía las sienes hinchadas como pelotas de golf. Luego se fue al bosque corriendo y no regresó hasta después de medianoche. Estuvieron buscándola durante varias horas.

Mucho después, se le ocurrió pensar que, probablemente, sus padres estaban borrachos como cubas, y también sus abuelos, y, sin duda, la conclusión de este chiste tan extemporáneo, que había aprendido en Islandia, en el patio de recreo, habría sido muy distinta si alguien hubiera tenido el buen sentido de prestarle un poco de atención. Mejor, antes de que se pusiera a contar chistes del Holocausto.

Agnes recordó de pronto que nunca había preguntado de qué habían estado hablado. Seguramente, ya nadie se acordaría.

***

En 1938, Hitler quiso «unir Alemania». Las fronteras no eran tan nítidas como en otros países, sobre todo en la parte oriental: había alemanes en otros sitios, además de en Alemania. En primer lugar, mencionaremos los Sudetes de Checoslovaquia, Alsacia y Lorena, Schlesvig septentrional, Gdansk y zonas aledañas de Polonia, Steiermark, Tirol del Sur, Prusia Occidental, Alta Silesia, Posen, Eupen-Malmedy, Sarre, toda Austria, la región del Memel (Klaipeda) en Lituania —en realidad, podría continuar hasta mañana, enumerando territorios donde los volksdeutscher eran minoría o mayoría, porque territorios de esos los había hasta en el Bósforo, Georgia y Azerbaiyán—. Y Hitler no mentía tampoco al afirmar que a las minorías alemanas de los países vecinos se las maltrataba. Los alemanes habían recorrido Europa con enorme prepotencia durante la primera guerra mundial y en muchos sitios eran mal vistos o incluso despreciados. Además, los nacionalismos y los fascismos de línea dura no crecían solo en Alemania: en Lituania, los fascistas llevaban en el poder desde 1926.

***

En la escuela primaria, Agnes se empapó de todo lo relacionado con la segunda guerra mundial. Y, cuando pensaba que alguien pretendía, aunque fuera remotamente, hacerle daño o incordiarla de cualquier manera, enseguida se ponía a gritarle que no era más que un racista de mierda gilipollas y un lameculos de Hitler, sifilítico y asqueroso.

Agnes era una niña muy malhablada.

A los catorce años la echaron del colegio una semana por grabar una cruz gamada en la puerta del despacho del profesor de alemán. En realidad, el profesor de alemán era principalmente tutor de la clase de sexto, pero también enseñaba la asignatura opcional de alemán de décimo grado. Y cuando Agnes tenía catorce años, eso bastaba.

***

Las exigencias de los nazis alemanes, reunir en una Gran Alemania todos los territorios donde hubiera hablantes de alemán, no estaba justificada en todos los casos, porque en muchos sitios vivían también polacos, lituanos, franceses, italianos —y austriacos que pensaban que no tenían nada en común con los alemanes—. Pero esas exigencias tampoco eran totalmente absurdas; las fronteras de los pueblos europeos llevaban tantísimo tiempo avanzando y reculando, que no existía ningún motivo para pensar que, de pronto, pudieran volverse inamovibles; incluso el Estado-nación, la idea del pueblo como unidad natural que debía tener su hogar dentro de unas determinadas fronteras, no tenía ni siglo y medio de antigüedad. Las naciones con las que solían «compararse» los alemanes tenían todas ellas colonias, graneros, Lebensraum.

***

Abandonó todas esas cosas en el instituto de bachillerato. Lo que no quiere decir que perdiera el interés por la segunda guerra mundial —lejos de ello—, simplemente dejó de ser tan malhumorada y le entró en la cabeza un poco de raciocinio. En realidad, en la cabeza se le metió mucho raciocinio, y quedó solo a unas décimas de ser la primera de la clase. Pero, lo que aún era más meritorio, dejó de despreciar a la gente y pensar que todos tenían algo que ocultar, dejó de pensar que la amabilidad era solo ostentación, y aunque, desde luego, no se llevaba bien con todo el mundo —nada de eso—, el odio se le fue disipando en cuanto las hormonas sexuales dejaron de ponerla como una moto y acabó la pubertad.

***

Los errores tácticos de Hitler no consistieron en ir por el mundo con total prepotencia militar y declarar que era suyo todo lo que le pudiera apetecer. El error de Hitler fue hacerlo en su propio jardín trasero, abusar de blancos civilizados. Franceses e ingleses tenían colonias donde vivían negratas; franceses e ingleses sabían que se podía abusar de los negratas. Los franceses se habían apropiado de la mayor parte del norte, el oeste y el centro de África, desde 1881 hasta la primera guerra mundial, mientras que los ingleses eran dueños de África oriental y de Sudáfrica, sin mencionar India y varios países más pequeños por todas partes del mundo.

 

Pero a ellos les pareció absolutamente tremendo ver cómo se comportaba Hitler con los polacos. Lo que tan difícil les resultaba comprender a esos simples era que, para Hitler, los eslavos, igual que los judíos, no eran mejores que cualquier tribu de negros, indios o gitanos.

***

Sus padres decidieron volver a Lituania en cuanto cayó el comunismo. Por entonces, Agnes solo tenía diez años. Todos los amigos que tenía eran de su escuela, la Hjallaskóli de Kópavogur, y la Hjallaskóli estaba a muchos mundos de distancia de Jurbarkas. Por eso esperaron. Originalmente, la idea era regresar a Lituania cuando Agnes acabara la primaria. Pero ella no quiso irse del país. Kestutis y Dalia no se marcharon hasta 1999, cuando Agnes, hecha ya una mujer adulta, terminó el bachillerato en el instituto de Reikiavik.

Agnes vivía sola. Durante un año estuvo trabajando en un café y divirtiéndose los fines de semana. El año siguiente capituló y se fue a Jurbarkas, donde se alojó en el Hotel Mamá, compadeciéndose de sí misma y echando de menos a sus amigos. Justo antes del ataque a las torres gemelas de Nueva York en el 2001, volvió a Islandia y empezó estudios de Psicología en la Universidad de Islandia. No hizo ningún examen, ni los del primer semestre ni los del segundo. El invierno del 2002-2003 estuvo trabajando en un café y divirtiéndose los fines de semana. Cuando no gastaba el dinero en borracheras de cerveza, lo gastaba en viajes al extranjero: Berlín a comienzos de otoño, Barcelona en navidades, Copenhague en Pascua y Edimburgo a principios del verano. Cuando quiso retomar los estudios en otoño del 2003, estaba agobiada de deudas. Además de deber una buena cantidad de los gastos de viaje (en la Visa), seguía debiendo el descubierto del tiempo que pasó haciendo Psicología sin préstamo de estudios (porque no había hecho ningún examen).

En vez de volver a la universidad trabajó en un café, una residencia de ancianos y como limpiadora en unas oficinas del centro, sin divertirse nada en absoluto los fines de semana hasta que pudo pagar todas las deudas. En otoño del 2004 empezó Historia. Por fin consiguió un novio (durante seis meses, se llamaba Högni y era especialista en estupidez y profesional del hijoputismo, como supo más tarde) y disfrutaba de sus estudios.

***

En los años anteriores a la guerra se practicaba en Alemania una censura despiadada. Unos cuantos humoristas se dedicaron a empezar siempre el programa vespertino pasándose unos minutos sentados en mitad del escenario con una mordaza en la boca. Luego se levantaban y se iban detrás de bambalinas. El presentador volvía entonces al escenario e informaba de que había terminado la parte política de la velada y que iba a empezar el número de entretenimiento.

Y ahora, por fin, llega el número de entretenimiento.

CAPÍTULO 13

En trenes, autobuses, barcos, miraba la página de Agnes en Facebook. Llevaba muchas semanas sin escribir nada en su estado. Pero a veces daba likes a fotos. Con comentario. Guau, qué foto más guay. O: ¿No iba este al colegio con nosotros? No tenía amigos nuevos. Ni había compartido enlaces. Ni había comunicado nada sin que se lo pidieran. Pero algo tenía que estar haciendo. Yo esperaba solo que escribiera en su perfil: single. Yo nunca me había portado mal con ella. Nunca le había hecho nada. Todas mis agresiones —o prácticamente todas— habían sido pasivas. Incluso cuando me afeité y me dejé bigotito a lo Hitler. Cuando intenté que se enfadara conmigo, que se peleara conmigo. Siempre esperaba a que ella diera el primer paso. Que me cubriera de groserías. Porque, a pesar de todo, yo no quería descargar mi furia en ella. Pasara lo que pasase. Y en las rarísimas ocasiones en que me alejé de esta pauta, enseguida comenzaban interminables retahílas de excusas. En Graz visité una iglesia de fusión neogótico-barroca, la Stadtpfarrkirche zum Heiligen Blut. Durante unos instantes estuve debajo de las vidrieras del altar, donde se veía a Adolf Hitler y Benito Mussolini en un balcón contemplando cómo los esbirros maltrataban a Cristo. Estuve pensando por qué no participaban en la violencia, sino que se limitaban a mirar con cara de tontos. Por algún motivo, era como si al artista no le bastara con que fueran unos desalmados, sino que además tenían que ser perezosos y estúpidos. Luego pensé en Cristo y sus torturadores y recordé, nada menos, que durante mucho tiempo los cristianos pensaban que eran los judíos quienes mataron a Cristo. Y pensé también si los representantes del fascismo estarían mirando cómo los judíos mataban a Cristo. Y adónde coño pretendía llegar el artista con esa interpretación, si es que fue esa la que eligió. Los nazis habrían calificado su obra de degenerada. Pero claro, la vida conmigo era insoportable. Ahora me daba cuenta. Naturalmente, Agnes debió de haberse vuelto loca cuando conoció a un tipejo insignificante como yo, llamó a mi puerta, abrió y miró el fondo del abismo. Pero si ella me quería, tenía que reprochárselo ella a sí misma. Tenía que avergonzarse. Como uno se avergüenza por disfrutar leyendo un libro malo o viendo un programa horrible de televisión. Yo no era una persona. Yo era el remedo de una persona. Un imitador. Un sinvergüenza. A lo mejor no era tan horrible como para que nadie pudiera amarme. Pero nadie lo reconocería con sinceridad, ni siquiera ante sí mismo, sin echarse a llorar. Pero si hasta ese momento no era una persona, ahora sí que lo era. Ahora no había nadie a quien gustarle. Nadie a quien bailar el agua. Nadie a quien pedir perdón. Nada, excepto los recuerdos. Los judíos. ¿Tenía que pedir perdón a los judíos? ¿Y qué pasaba con todos los demás? Europa era un cementerio gigantesco. Habían echado un poco de tierra seca sobre los cráteres de bombas, las trincheras, las fosas comunes. Yo no debía nada a nadie. Pero si la paz que ahora reinaba desapareciera de pronto, sería precisamente porque personas como yo creían que era imposible romperla. Yo lo sabía perfectamente, pero no sabía si eso bastaría. Después, sudé camino del sur de Europa, hasta Albufeira —contemplé los restos del Estado Novo, las discotecas y las playas—, me harté de sudar y volví hacia el norte. Hacía un calor asqueroso. Ya había visto los restos, monumentos y ruinas más importantes del fascismo europeo, había comido de todo lo que existe en el mundo y apenas sabía qué hacer conmigo, aparte de sudar y atiborrarme de café. Lo cierto es que estaba arruinado desde hacía tiempo. Pero aún no me había llegado la factura de la tarjeta, permitían que cualquier Pedro y cualquier Pablo cobraran con ella por todas partes. Sentía curiosidad, cada vez que me servían un café, me daban un billete de tren o me ponían comida en la mesa. En algún sitio había leído que el dinero era una religión, en cuyo caso quizá lo mejor sea tomar a Kierkegaard al pie de la letra y lanzarse al mundo con ciega superstición y dejar que este se ocupe de las sobras. Si tú crees en la tarjeta, la tarjeta creerá en ti. Compré peras, plátanos y yogures en Hamburgo, un sándwich de pollo y un café de 7-Eleven en Aarhus, salchichas francesas en Copenhague, wok de noodles en Malmoe, knäckebröd con jamón y pepino en Gotemburgo, en un Subway de Oslo y un McDonalds de Trondheim. Si tú crees en la tarjeta, la tarjeta creerá en ti. Me harté del frío del norte y volví hacia el sur. Por todas partes, los nazis habían erigido tartas de nata en memoria de sus hazañas. Tartas de nata y arcos del triunfo que resplandecían al sol. Me puse las gafas de sol, entorné los ojos y me rasqué la nuca. Me había detenido allí para decir: Este ridículo pegote de hormigón señala una huella de la historia de la humanidad. Solo para poner de relieve el rollazo que es la historia de la humanidad y lo inútiles que son sus huellas. ¿Qué es lo que se esperaba esa gente? ¿Un Reich de mil años? ¿No preferís fusilarnos ya? Tal vez, mis recién adquiridas fuerzas se debían a que podía levantarme cuando fuera, donde fuera, y marcharme sin sentir que estaba traicionando a nadie ni abandonando a nadie. Poder dejar el panecillo en el café a medio comer, pasear hasta la estación de ferrocarril o de autobuses con toda tranquilidad y subirme al primer tren. No tener por qué permanecer en el tren o el autobús más tiempo del que me apeteciera. Podía apearme donde me pareciera. A lo mejor, es simplemente que no puedo sentirme bien sin esta libertad, igual que las flores no pueden vivir si no están al aire libre, igual que los animales, que mueren si están enjaulados. En ese caso, el adulterio de Agnes habría sido el mayor favor que me había hecho nadie en toda la vida. Fue por eso por lo que pude ponerme en pie en Reikiavik, seguro de que no me echarían de menos. De que podría marcharme sin que nadie lo lamentara. Habría podido hacerme con toda Europa sin que nadie pudiera reprocharme haber viajado; ahora, el mundo tenía que reconocer que ella no se preocupaba ni lo más mínimo por mí y no me necesitaba para nada, así que yo era libre.

CAPÍTULO 14

Agnes creció cuando Hófí y Jón Páll eran los personajes más populares de Islandia. Ella era guapísima y él era fortísimo. Ella era muy modesta, y él, muy recto. Ella, muy inocente, y él, muy honesto. Ella, muy amable, y él, grande y fornido. Los dos eran rubios y tenían ojos azules, ella como un ángel y él como un vikingo. Los dos tan perfectos. Lituania no era más que una cosa lamentable, en comparación. Solo cuando Agnes terminó el instituto empezaron a hacerse notar los lituanos en el campeonato del hombre más fuerte del mundo —en el que Jón Páll había reinado ininterrumpidamente durante años—, pero hubo que esperar hasta el verano del 2009 para que se llevaran el título. Para entonces, Agnes había perdido todo interés por aquel concurso.

Los concursos de belleza eran ilegales en las repúblicas soviéticas. Todo parecía lastimoso en Lituania. Por una cosa u otra siempre se les tenía lástima. Pero en Islandia estaban el hombre más fuerte del mundo y la mujer más bella del mundo, y aparecían por todas partes: anunciando refrescos Svala y el Equipo Antitabaco y todo lo limpio y bueno, sin mencionar a Islandia misma. Pero, por encima de todo, eran virtuosos. Hófí no quería ser miembro de la jet set y, en cuanto concluyó sus compromisos como reina de la belleza, volvió a la guardería para seguir trabajando como educadora infantil. Según parece, sigue allí.

***

Pero ¿no estábamos hablando del Holocausto? ¿Qué fue del Holocausto?

En diciembre de 1941, los nazis ordenaron, con la excusa de falta de espacio, que 20 000 judíos y gitanos abandonaran el gueto de Łódź y fueran trasladados al campo de exterminio de Chełmno, donde fueron asesinados con monóxido de carbono. El traslado se documentó parcialmente en película.

***

Agnes había escrito media página. Intentaba entender su propia postura en la cuestión de la nacionalidad. Sobre ella misma en tanto que islandesa. Intentaba responder, para sí misma, si era una inmigrante lituana de segunda generación en Islandia o una inmigrante islandesa de primera generación desde Lituania. Estaba lloviendo y había refrescado mucho desde el día anterior. Estaba completamente vestida, con un fino jersey blanco y pantalones vaqueros, e intentaba recuperar anuncios de Jón Páll y Hófí. Porque era así como los recordaba. En los anuncios. Recordaba los anuncios de refrescos Svala y, vagamente, los del Equipo Antitabaco —¿o quizá eran de los campeones del mundo de la serie B de balonmano, que andarían por ahí, en alguna parte?—. Y entonces recordó de pronto a Bogdan Kowalczyk. El entrenador polaco de balonmano cuando los islandeses ganaron el campeonato mundial serie B de balonmano en 1989. ¿El equipo B? Agnes no sabía bien lo que era, pero no sonaba tan bien como debería.

***

Los judíos de Łódź empaquetaron sus bártulos, por segunda vez en poco tiempo, y se prepararon para viajar. Los congregaron en una larga fila, salieron del gueto y subieron a vagones de transporte que los condujeron al campo de concentración. Al salir, pasaron por delante de los cámaras de cine nazis. La mayor parte de los judíos estaban cansados y hartos. Las condiciones de vida en los países del Tercer Reich eran de todo menos buenas, pero empeoraron aún más cuando recluyeron a cantidades de gente en el gueto, en unas condiciones que fueron haciéndose más y más insoportables cuanto más los torturaba el Rey Chaim y cuanto más aumentaba la población a la par que el Tercer Reich iba extendiendo sus garras más y más al este. Estaban hambrientos, pues apenas les daban de comer, y exhaustos, pues debían realizar largas jornadas de trabajo. Era una vida de miseria, pero, ya que está reflejada en las crónicas, no es necesario relatarla aquí. Si queréis haceros una idea de la situación debéis ver La lista de Schindler, de Steven Spielberg. Está en blanco y negro, igual que las tomas que hicieron los nazis (aunque esa película no la hicieron los nazis).

 

***

Bogdan Kowalczyk fue un ídolo del balonmano polaco. Pertenecía a la tropa de modelos de los jóvenes islandeses, aunque un tanto a escondidas. Que Agnes recordara, Bogdan nunca hizo anuncios de refrescos Svala. Fumaba cigarrillos como un poseso y, sobre todo, se había ganado fama de portarse mal con «nuestros chicos». Bueno, la palabra no era exactamente «mal». Se decía que se pasaba con la disciplina. Los islandeses eran hijos de la naturaleza y para refrenar un poco esas fuerzas naturales (sacadas de volcanes, vientos, glaciares y mares) fue preciso ir a buscar a alguien nada menos que a Varsovia, Polonia. Hacía falta alguien capaz de enfadarse. De enfadarse mucho mucho. Alguien capaz de echarles broncas a esos hijos de la naturaleza. Y hacer de ellos auténticos guerreros. Hacía falta aplicar historia del bloque del Este.

Pero lo cierto es que no pasaba nada porque Bogdan se enfadara, porque hablaba un islandés rarísimo. Y aunque se pusiera furioso, nunca lo estaba tanto como para no resultar ridículo al mismo tiempo. Lo imitaban hasta en la última salita de café de la última empresa de todo el país. Los humoristas se burlaban de él en las festividades, y en cierta ocasión incluso se pudo ver a uno esforzándose por hablar como él en un talkshow tan serio como Hablando con Hemmi Gunn. Pero todo lo hacían en broma.

Bogdan Kowalczyk era lo más próximo a un modelo lituano de que dispuso Agnes en Islandia. Pero era polaco, no lituano. Bueno, ahora tenía a Dorrit Moussaieff, la esposa del presidente. Era de origen judío, no lituano. Y Agnes no lo había pensado hasta ahora. Ni se había pensado en relación con Dorrit ni con Bogdan. Cuando ella era niña, Bogdan no era más que un extranjero raro que no sabía hablar islandés correctamente. Igual que sus propios padres. Igual que Dorrit, ahora. «El país más grande del mundo». Todo eso. Cuando cayó el comunismo, Bogdan volvió a Polonia. Igual que sus propios padres. Claro que él se fue ya al año siguiente, mientras que sus padres esperaron casi diez años. Pero es igual. Pensándolo bien, en ella había más de Bogdan que de Hófí y Jón Páll.

***

El Rey Chaim era el jefe máximo del gueto, y gozaba de la confianza de los nazis. Probablemente, pensaban que los judíos se dejarían manejar mejor con una autoridad judía, y a lo mejor les parecía hasta poético dejar que fuera uno de los suyos quien ejerciese de tirano. Para los nazis, eso confirmaba lo que habían pensado siempre sobre la traicionera naturaleza de los judíos, y por eso mismo les alegraba. El Rey Chaim imaginaba, probablemente, que habría más supervivientes si él les pedía que se esforzasen más aún en el trabajo, si se convertían en objetos valiosos para los nazis, un número mayor de personas se salvaría del exterminio. Nadie mata a la vaca mientras sigue dando leche, como dice el refrán. Y hasta cierto punto tenía razón. De todos los guetos judíos, del que se discutió más y en el que más se retrasó el exterminio fue el de Łódź.

Pero ese día enviaron a veinte mil judíos a Chełmno.

***

Agnes se despertó con un escalofrío. No recordaba lo que había soñado, pero se sentía como si alguien la estuviera vigilando. Se levantó de la cama y fue al baño a hacer pis. La sensación era insoportable. Tenía la sensación de que los ojos de alguien estaban abriendo un agujero a sus espaldas. Pero detrás de ella no había nada más que la tapa del inodoro. Se secó, hizo correr el agua y fue a la entrada. Echó el pestillo, miró por la mirilla, cerró con llave la puerta del balcón y se tumbó en la cama. Mierda de escalofríos. Pero ¿qué estaba soñando? Algo le había arrebatado la sensación de seguridad. Y aunque sabía que no era más que un sueño, no conseguía quitárselo de encima.

Eran las seis.

Después de pasar casi una hora en la cama sin sentirse mejor, decidió levantarse e intentar trabajar un poco.

***

Por delante de las cámaras cinematográficas de los nazis pasaron tres niños, podían tener unos ocho años, y no tenían ni idea de que alguien tuviera intención de matarlos. Se detuvieron al ver las cámaras, miraron directamente a la lente y sonrieron de oreja a oreja, como la gente que se pone detrás de los periodistas en una calle llena de gente y saluda a los espectadores sentados en su salón. Allí se quedaron un ratito, sonrientes, dejando que el mundo entero los mirase por última vez. Finalmente, se pusieron en marcha, riendo, y se fueron a por sus padres.

***

Los lituanos eran ladrones. Vendían drogas y violaban gente. No había sido siempre así, pero era así cuando Agnes empezó su tesis, dos años atrás. Cuando era pequeña, en Islandia podían vivir entre cinco y diez lituanos, aparte de sus propios padres. A veces se reunían para celebrar la fiesta nacional —los primeros años, la antigua, el 16 de febrero (fue el día de 1918 en que se creó la República lituana); después de 1991, se reunían para festejar la nueva, el 11 de marzo, y al final, las dos—. Si invitaban también a estonios y letones, llegaban a juntarse treinta personas. En una ocasión asistió Jón Baldvin Hannibalsson, ministro de Asuntos Exteriores, que fue el primero en reconocer la independencia de los países bálticos. Algunos tuvieron la impresión de que bebía muchísimo y era un poco raro, pero nadie se atrevió a criticarlo en voz alta. En los años noventa, Jón era casi Dios a los ojos de los lituanos islandeses.

***

Es un gusto dejarse mirar por una cámara de cine. Te sientes bien cuando otros te dedican su atención. Te das cuenta de tu importancia. Algunos te consideran lo bastante importante para querer verte cuando se les antoje, mientras estés aún en el mundo, o cuando ya estés en el cielo. Sientes la eternidad en tu interior. A un lado de las cámaras de cine hay algo incomprensiblemente grande. Algo divino.

Esto es lo que dejo tras de mí. Da igual lo que suceda, aquí seguiré yo, sonriendo a las cámaras de cine de los nazis. Sé que estás mirando. Sé que me observas.

Y aquí estoy yo, sin parar de mirar a los tres niños sonrientes —todo el tiempo— por última vez. Como si el fantasma fuera yo, y no ellos.

***

Los lituanos se multiplicaron rápidamente a partir del cambio de siglo. Según documentos oficiales, en el año 2000 eran quince. Tres años más tarde, 254. Un año después, Lituania se convirtió en miembro de pleno derecho de la Unión Europea y los lituanos pudieron viajar y trabajar libremente. Entonces llegaron a ser unos 1500. Un cero con cinco por ciento de la población. Como el número de habitantes de una ciudad islandesa de cierto tamaño. Pronto empezaron a aparecer lituanos en los medios de comunicación. De repente, los islandeses, que no habían mostrado ni el menor interés por ese país desde que dejaron de darse palmaditas en la espalda a sí mismos por haber reconocido su independencia, adquirieron un interés incontrolable por los súbditos de Lituania. Los lituanos partían rodillas, formaban bandas organizadas y atracaban tiendas. Torturaban a unos jóvenes honradísimos para que les sirvieran de camellos en la venta de drogas. Vivían por decenas en pequeños apartamentos, bebían, se drogaban y se peleaban, y causaban pánico a las personas honradas. E introducían en el país putas tan drogadas que no sabían ni en qué lugar del mundo estaban. Al poco, era casi imposible abrir un periódico sin encontrar un reportaje sobre «la mafia lituana».