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CAPÍTULO 11

Llevábamos juntos muy poco tiempo. Dijo que me iba a leer la mano. La examinó un momento y luego se tapó la boca con la mano derecha. No tienes línea de la vida, dijo. ¿Qué significa eso?, pregunté yo. Me resultaba realmente desagradable la idea de no tener algo que tenían todos los demás. A veces me apetecía ser excepcional, pero me apetecía aún más pertenecer a un grupo. Agnes se echó a reír. Me estoy riendo de ti. No sé leer las rayas de la mano. Dejé caer la mano que aún tenía extendida. A veces pensaba en lo que pensaría la gente del trabajo. Si creían que volvería. Pero lo más normal es que no pensara nada en el trabajo. No iba a ningún sitio, en realidad. Me compré una camiseta de manga corta en Brno, comí kebab de pollo en Belgrado y Bucarest y contemplé el Adriático entre Italia y Albania. En Bolzano miré el arco mussoliniano del triunfo en recuerdo de los caídos en la primera guerra mundial, con la inscripción:

Hic patriae fines siste signa hinc ceteros

excolvimvs lingva legibvs artibvs.

La apunté enseguida en mi estado de Facebook. Aunque no sabía lo que significaba. Google Translate me dijo: «¡En este punto las normas de la una parte del resto del país, los extremos del vuelo! Las leyes se desarrollan habilidades del lenguaje». Pero sonaba un tanto raro. Y encima, nadie me puso ningún like. Comí pasta boloñesa en Bari y pizza tropicana en Florencia. Longaniza en Zaragoza y gambas a la parrilla en Marsella. Habían robado el rótulo de Auschwitz. Lo robaron y lo cortaron en pedazos con una sierra, colocaron una copia, volvieron a encontrarlo, lo restauraron y lo pusieron en el museo —en el último momento renunciaron a volver a colocarlo en su sitio—. Miré el rótulo con los ojos muy abiertos y, como persona de escasa instrucción en la materia, me pareció totalmente igual a la copia que estaba colgada en la entrada del museo que había estado visitando con detenimiento quince minutos antes. Arbeit macht frei. El trabajo libera al ser humano. Estas palabras las tomaron de una novela del mismo título del filólogo alemán Lorenz Diefenbach, que contaba la historia de un delincuente de poca monta que, a fin de enmendarse, aprendió a comportarse gracias al trabajo (jadeo). (Jadeo). Saqué una foto, y estaba a punto de subirla a Facebook cuando me detuve en el último momento. Yo quería existir, pero no quería recordar mi existencia a los demás. El óvalo superior de la B de ARBEIT era un poco más ancho que el inferior, de modo que parecía estar patas arriba. Según las teorías de la conspiración más fidedignas (que encontré con mi móvil en Wikipedia), los presos (del movimiento polaco de resistencia) que forjaron el rótulo lo hicieron así intencionalmente. De este modo querían proclamar que había algo torcido en la promesa del rótulo y en los campos —que Adolf Hitler no era un hombre majísimo de honor, un libertador del género humano, como se jactaba él mismo—. A lo mejor, la B torcida de la copia indica una incongruencia distinta a la B torcida de esta. A lo mejor, la B solo indicaba que había sufrido una restauración. Como la reconstruida ciudad vieja de Varsovia, la ciudad vieja que desapareció por completo en el pozo sin fondo de la guerra —los edificios que fingían ser los que hubo allí antes que ellos, y que en realidad eran edificios completamente nuevos—. Fingían ser los cuadros al óleo y las fotografías de los edificios que se alzaban antes allí. Este rótulo fingía ser la copia que fingía ser el rótulo. Así que de hecho era también una copia. Me puse la mano en el regazo. Dedos, nudillos, línea de la vida y todo eso. De pronto se me vino a la cabeza la idea de que, a lo mejor, Agnes se fue a vivir a casa de Arnór cuando yo me largué. Con el incendio, la había dejado sin casa. Seguramente, era lo más probable. Y a lo mejor lo hizo, aunque no hubieran hecho nunca el amor. Con el anillo de pene. O sin él. Aunque no lo hubieran hecho nunca. Pero ahora sí, claro. Segurísimo. Tenía que haberlo previsto. Habérmelo dicho a mí mismo. Naturalmente, ella tenía que, bueno, ya sabes. Dormir en algún sitio. Naturalmente. Una mujer adulta. Con un anillo de pene. O sin él. Era natural. Yo creí que estaba convencido de ser fuerte. De ser libre. Pero en el momento de la verdad, quizá no era más que un pobre hombre. Un pobre hombre de marca mayor, incapaz de enfrentarme a lo pobre hombre que era. En el momento de la verdad. Miré mi poderosa mano, que mentía con tanta tranquilidad como todo lo demás. El mundo era un engaño permanente. Todos querían hacerme daño. Siempre. Esto no podía seguir así. ¿Por qué no podía dejarme de historias y volver a casa? Entonces recordé que ya no tenía casa. Debatiéndome entre la convicción de mi propia fortaleza y la total desesperación por mi impotencia, me puse a pensar qué representaría una imagen más verdadera de mis auténticas circunstancias: la humillación… o la certidumbre de la victoria. Si era un héroe a punto de vencer sobre el mundo, un héroe afectado por una crisis temporal de identidad, o un pobre hombre que a veces se dejaba arrastrar por la megalomanía para poder seguir viviendo. Sin ilusiones, todos nos ahorcaríamos mañana mismo al amanecer. Al menos, no volveríamos a acudir nunca más al trabajo. Nunca subiríamos al próximo tren. Für Frieden, Freiheit und Demokratie. Nie wieder Faschismus. Millionen Tote mahnen. Miré con toda atención el rótulo que había delante de la casa natal de Adolf Hitler en Braunau am Inn y me pregunté por esas palabras. Esos eslóganes una y otra vez. Matemos a los judíos. No matemos a los judíos. No seamos fascistas. No empieces a fumar. Aquí tocaron los Beatles. Aquí descansó Rudolf Hess. Abajo el fascismo. Abajo la Unión Europea. Herbert es gilipollas. Un ciego es un hombre sin libros. Aquí, Stauffenberg intentó matar a Hitler. Einstein wore Khakis. Berlín - 423 kilómetros. Para mañana, dice el perezoso. A veces, estaba convencido de que otros se aprovechaban de mi modestia para abusar de mí. Cuando era fuerte, pensaba que quienes abusaban de mí eran unos desalmados y sentía lástima por ellos. Por mi inmensa modestia, ansiaba abrazarlos y besar sus heridas.

CAPÍTULO 12

En la mayoría de las historias de la humanidad se trata el siglo xx con una especie de veneración por los tanques, combinada con una disimulada admiración por el inmenso alcance de los crímenes cometidos en las dos guerras mundiales, sin olvidar los demás horrores de este gran «siglo del progreso». En primer lugar, encontramos descripciones innecesariamente extensas y completas del armamento, muy en especial de los tanques, y los progresos realizados en la fabricación de herramientas de muerte. Apologías perversas —clásica veneración por los objetos—. En segundo lugar, se aprecia una extraña fascinación al hablar de la gente que murió —esas almas que fingimos echar de menos—. Dices seis millones, diecisiete, cuarenta y cinco, ochenta millones muertos en trincheras, genocidios, explosiones atómicas y gulags —y de pronto la gente se desmaya, se empalma y vomita.

***

—Tú…

—Sí, yo…

—Ay.

—Joder, qué mierda.

—Sí, lo sé.

—No puedes…

—Hace dos años que no los veo.

—Lo sé.

—Y acabamos de pagar los billetes.

—Lo sé.

—¿Y dónde vas a vivir?

—No lo sé. No me apetece nada ir a casa de mis padres. Un fastidio.

—No seas así. Son tus padres.

—Me las arreglaré.

—Si han vuelto a estar juntos no es para que te vayas a vivir con ellos.

—Me las arreglaré.

—Vale.

—Tengo amigos.

—¿Qué amigos? ¿Por qué nunca me has presentado a esos amigos?

—Vale. Bueno. No tengo tantos amigos. Aquí, en Reikiavik.

—Voy a enterarme, a ver si puedes irte a vivir a la casa. Pero está totalmente vacía, claro. Tendré que alquilar un vehículo y vaciar el guardamuebles…

—¿No tendrías que estar haciendo el equipaje?

—… claro, siempre que te dejen mudarte ya.

—Tú tienes que irte mañana o pasado. No tienes tiempo para encargarte de eso.

—¿Y quién se va a encargar? Tú no quieres ver a tus padres, ni tienes amigos a los que recurrir…

—Solo bromeaba. Claro que tengo amigos. De la universidad. Halldór, por ejemplo. Y Dísa. Y tampoco es que odie a mis padres.

—¿Quiénes son Halldór y Dísa?

—Te lo acabo de decir. Hicimos juntos la carrera. Ellos podrían ayudarme a hacer la mudanza. Si es que puedo mudarme ya.

—Ya.

—Si no, tendré que irme a casa de mis padres. Es un fastidio, pero quizá no haya otra opción.

—Vale.

—Tú vete a Jurbarkas. Pero no te gastes todo el dinero. Miraré si puedo cambiar el billete. Seguramente me cobrarán algo. Pero a lo mejor puedo ir justo después de navidades.

—¿Por qué nunca me has presentado a tus amigos de la carrera?

—¿Por qué no me has presentado tú nunca a tus amigos?

—No lo sé.

—Yo tampoco.

***

Sé que no es nada divertido leer esto, pero ni se te ocurra dejarlo. Es importante. Estamos hablando contigo.

***

Agnes localizó el coche de alquiler y pasó tres cuartos de hora en el aparcamiento antes de ponerse en marcha. El empleado que le había entregado el coche fue dos veces a comprobar si todo iba bien. Sí, sí, dijo Agnes. Stanno tutti bene. Recordaba esa frase desde que era niña, de un anuncio de fútbol italiano. Stanno tutti bene. Todos están bien. A lo mejor también era una película. El empleado sacudió la cabeza y se fue.

Agnes estaba intentando acumular ánimos. ¿Qué iba a hacer ella sola en Roma una semana entera? Casi se sentía inclinada a pedir audiencia al papa, después de todo. A lo mejor, a él se le ocurría alguna buena idea. Al papa, vamos. Al papa Ratzi. Al cardenal panzer. Al rottweiler de Dios. Había pertenecido a las Juventudes Hitlerianas. Seguramente no habría tenido opción de elegir. Pero incluso así. Las Juventudes Hitlerianas. Al pensarlo, Agnes se ruborizó.

 

Era tres de diciembre, había cinco grados bajo cero y nevaba. Agnes tenía frío en el trasero cuando por fin puso el coche en marcha e introdujo en el GPS la dirección de su alojamiento. Y salió del aparcamiento. La casa que había alquilado estaba en la aldea de Genzano, en los montes Albanos, aproximadamente a una hora del aeropuerto. Cuando llegó, lo primero fue meter la maleta en la casa. Luego fue en busca de una tienda de alimentación y volvió con yogur, fruta, café, pasta (penne rigatte), pesto y pollo al ajillo en pedazos.

Llenó la bañera y luego estuvo llorando hasta la hora de la cena.

***

Los alemanes perdieron la segunda guerra mundial pero treinta años después eran una de las naciones más ricas y poderosas del mundo.

También los japoneses perdieron la segunda guerra mundial y les pasó como a ellos.

Naturalmente, nadie salió tan malparado de la segunda guerra mundial como los judíos. Y sin que yo pretenda dar pie a las teorías de la conspiración de los neonazis, según las cuales el pueblo de Israel ejerce un dominio real sobre el mundo entero, parece que fueron capaces de arreglárselas estupendamente, dadas las circunstancias. Bueno, los judíos, no los neonazis.

***

Agnes tenía la mirada fija en la pantalla vacía del ordenador. Había dieciocho grados y brillaba el sol, y estaba sentada en el balcón, vestida solo con las braguitas. Dos días antes la temperatura era bajo cero y estaba nevando, y ahora había dieciocho grados. Los dioses tienen que estar locos.

No había escrito aún ni una letra, pero miraba la brillante pantalla con los ojos entornados, como si fuera suficiente concentrarse un poco para que las letras brotasen por sí solas. Se quitó el sudor de los pechos con la mano y se las pasó por el cabello reseco y ardiente, y cerró los ojos. En Roma había dieciocho grados. Era diciembre, invierno, y dieciocho grados no eran tantos, pero se sentía como si se estuviera asfixiando. Al mirar a la calle, a sus pies, vio que los italianos paseaban arriba y abajo por calles y plazas —vias y piazzas— con anorak y abrigo. Como si estuvieran en plena Islandia. Pero allí estaba ella, con una braguita blanca de dos gramos como única ropa, una cerveza helada entre las rodillas y un matamoscas en una mano. Era mediodía y aún no había tomado ni café. Hacía demasiado calor para un café.

Tenía la mirada fija en la vacía pantalla del ordenador.

***

Nadie puede dudar de las grandes proezas realizadas en este campo en el siglo xx, pues en tiempo de guerra se producen progresos un día sí y otro también —no solo en el siglo xx, también antes y después—. Pero, quizá precisamente por eso, es imposible decir nada verdadero o correcto sobre el siglo xx sin contar calaveras y describir exhaustivamente los tanques. Naturalmente, la admiración por estos aspectos no ocupa el primer plano de los libros de historia, sino que se halla cuidadosamente oculta detrás de un dolor respetuoso; probablemente, la intención no es disfrutar ni admirar la tragedia. La intención, desde luego, sí que es admirar bellas fotografías, el lustroso papel glasé, la exquisitez del estilo, el imponente formato y la precisión de las investigaciones expuestas, pero la reverencia ante el propio trabajo acaba contagiando a la mercancía misma que vendemos, la historia de la humanidad, de modo que de pronto, el Holocausto se convierte en un mundo mágico al estilo de Narnia y Nangijala.

***

Año y medio antes, cuando decidió el tema de la tesis, este era muy relevante. De lo más relevante. Chisporroteantemente fresco. Al principio, las palabras clave de la tesis eran desgarrador presente, sangrante presente, nuestras costumbres y expectativas frente a la decepción y la desesperanza inevitables. ¡Oh, tiempos modernos! El racismo populista de Islandia, contextualizado con los estudios sobre movimientos comparables en Europa.

En poquísimos años, se vio una gran cantidad de extranjeros —polacos, lituanos, tailandeses, filipinos y otros— en un país que prácticamente carecía de historia de inmigraciones desde que los nórdicos se establecieron en él con sus esclavos irlandeses (si no contamos el ejército estadounidense ni a los pocos marineros que llegaron por accidente a Islandia justo después de la baja Edad Media —como los vascos, que en realidad fueron todos asesinados por nativos enloquecidos y sedientos de sangre, en lo que se denomina «Masacre de españoles»).

***

Cómo me gustaría haber sido un superviviente de Auschwitz, se dice el niño a sí mismo durante la clase de Historia. En esos días, la gente no derrochaba los productos de primera necesidad, dice el ama de casa con remordimientos de conciencia al echar al cubo de basura los restos de comida del plato y meter la vajilla en el friegaplatos. Hitler podía no ser el mejor de los tipos, pero joder, fue una estupenda muestra de astucia eso de quemar el Parlamento, dice el hombre al que regalaron el libro en Navidad. Y tiene a su favor haber sido capaz de detener la inflación. Y nosotros vomitamos y ponemos unos ojos enormes y llenos de admiración.

—¡Cojonudo!

***

A raíz de las enormes inversiones realizadas en la industria, y que no vale la pena especificar aquí en detalle, de pronto había en Islandia tantos inmigrantes como en Dinamarca —y todos y cada uno de ellos, de primera generación—. El invierno anterior, Jón Magnússon, magistrado del Tribunal Supremo y parlamentario del Partido Liberal, publicó su famoso artículo «¿Islandia para los islandeses?», en la misma época en que Agnes pasó por delante del kebab recientemente inaugurado en Reikiavik, sobre cuya pared alguien había pintado una esvástica. Aquel artículo echó a rodar la pelota, con la consiguiente atención de los medios de comunicación, y se produjo un auténtico acoso sobre la rama xenófoba del Partido Liberal —un partido que hasta entonces se había limitado a manifestar opiniones sobre la pesca del bacalao— cuando Viðar Helgi Goebbelson se hizo cargo de la Asociación de Jóvenes Liberales y se dedicó a asociar a los inmigrantes con «violaciones organizadas», «trabajo esclavo», «tráfico de personas» y «propagación de la tuberculosis», además de exigir que se obligara a los inmigrantes a seguir cursos de «formación nacional» —alguien debería especificar lo que significaba tal cosa—. En primavera se celebraron elecciones parlamentarias: por primera vez entró un inmigrante en el Parlamento y durante un tiempo se produjeron discusiones histéricas por todos los rincones sobre si el tal Paul Nikolov, llegado de la gran potencia americana, sabía o no sabía hablar islandés, pero todos se pusieron de acuerdo, al parecer, en que hablaba islandés —pero con acento—. Después, Jóhanna Sigurðardóttir, recién nombrada ministra de Asuntos Sociales, tomó la decisión de retrasar hasta el año 2009 la autorización a búlgaros y rumanos para viajar al país sin limitación, al contrario de lo que sucedía con los residentes del Espacio Económico Europeo y la Unión Europea (más tarde, Jóhanna prorrogó el plazo hasta el 2012 —aunque en ese año iba a terminar el mundo, según las teorías de Hollywood sobre las teorías de los mayas de México, de modo que daba igual).

***

El carnaval judío se llama Purim y se festeja el decimocuarto día del mes de Adar, en memoria de la hazaña de la reina Ester y su primo, que salvaron a los israelitas de la aniquilación en Persia, como se cuenta en el Libro de Ester (¿o no es ahí?). En Purim es costumbre comer, beber, divertirse y vestirse con ropas raras, coronas y gorros de bufón, narices de payaso, pelucas y toda clase de trastos y cachivaches viejos. Cuando se celebró festivamente el Purim en Tel Aviv en el año 1935, los participantes en los desfiles disfrazaron los vehículos de tanques y ellos mismos se vistieron con uniformes nazis. Llevaban en alto un gran muñeco nazi con la inscripción: «¡Todos los judíos tienen que morir!». Y recorrieron la ciudad riendo, marchando al paso de la oca, dando vítores y gritando el saludo hitleriano.

***

En verano llegó al país un grupo de gitanos, dispuestos a tocar el acordeón en el centro de Reikiavik a cambio de un poco de calderilla, pero la policía los expulsó del país inmediatamente, sin hacer constar su expulsión en los archivos legales, con la excusa de que se estaban llevando a cabo los preparativos para la Fiesta del Arte de Reikiavik, que empezaría con el gran concierto de Goran Bregovic unos días después. Por todo el país se expulsó a los vendedores callejeros extranjeros, con sus cuadros de flores y sus joyas de circonita. La Sociedad Islámica de Islandia había solicitado (muchos, muchos años antes) un solar para construir una mezquita, pero la solicitud se quedó atascada en algún recoveco de la burocracia municipal de Reikiavik, por algún pretexto nada claro, al mismo tiempo que las empresas constructoras edificaban viviendas por toda la ciudad y los hombres de negocios organizaban el derribo de los edificios más antiguos del centro de la ciudad para edificar más castillos de cristal. A raíz de los dos atentados terroristas de Londres, a finales de junio, los blogueros islandeses tuvieron ataques de histeria que duraron varias semanas. En otoño se reeditó el «libro para niños» Diez negritos —(dicho sea sin la menor ironía)— del año 1922, con dibujos «clásicos» del artista gráfico Mugg. Se produjo otra tormenta en los blogs.

Toda esa turbación estaba como hecha a propósito para la tesis, y las mezquinas proclamaciones de individuos e individuas desconocidos, pero también de honorables periodistas, popes de la cultura y políticos diversos, se acumulaban a tal velocidad que Agnes apenas llegaba a comentarlas todas.

Después llegó Ayaan Hirsi Ali a la Fiesta de la Literatura y enseñó a los islandeses que la cultura occidental es distinta a la oriental, que la cultura islámica es una cultura de salvajes. A comienzos del 2008 se creó la sección islandesa de la organización racista internacional Blood & Honour-Combat 18. Apenas se hablaba de sus acciones violentas, bien organizadas, y aunque de vez en cuando se decía algo sobre la violencia ejercida en Islandia contra extranjeros, no parecía despertar mucho interés en los medios, de modo que Agnes tenía dificultad para seguir el curso de los acontecimientos. En primavera, Magnús Þór Hafsteisson, alcalde de Akranes, se opuso a recibir a treinta palestinos que vivían en campos de refugiados de Irak, madres solas con sus hijos, alegando, entre otras cosas, que la ciudad tenía que acabar primero con la lista de espera de viviendas sociales. Durante casi dos años no se habló más que de extranjeros en Islandia, musulmanes en Europa, gitanos, europeos orientales y otros mandriles insignificantes e inmorales.

Fue ciertamente una época próspera.

***

«No hay motivo para desesperar», dijo Albert Einstein a los periodistas poco después de la victoria electoral de los nazis en 1930 —en dos años habían pasado de un 2,6 % de los votos al 18,3 %—. «El éxito electoral de Hitler es solamente un síntoma, no tanto de odio a los judíos, sino de una irritación temporal por la pésima situación económica y el desempleo entre los jóvenes alemanes, que no saben cuál será su futuro. Durante el caso Dreyfus en Francia, en una época quizá más peligrosa, la mayoría de los franceses compartía el antisemitismo. Espero que, en cuanto la situación mejore, también el pueblo alemán pueda ver las cosas con más claridad.»

A Albert se le consideró siempre un hombre razonable, y así se le sigue viendo hoy en día.

***

A finales del 2008 fue reduciéndose poco a poco el «debate», como se llamó siempre a esta discusión, que oscilaba entre lo inane y lo racional. A principios de año cayó una estrella fugaz: la corona perdió valor y en verano las noticias trataban casi en su totalidad de asuntos económicos. ¿Podía seguir creciendo en Islandia una industria de elevadas necesidades energéticas? Las empresas pesqueras ¿se verán beneficiadas por la caída de la corona? ¿Qué está pasando realmente en los bancos? Finalmente, en octubre se supo lo que estaba pasando en los bancos, y que ahora conocemos perfectamente: se iban derrumbando uno tras otro y se produjo una crisis total.

La crisis.

De pronto, fue como si no existieran los extranjeros, excepto como protectores, consejeros y ayudantes: el Fondo Monetario Internacional, la Unión Europea y Joseph Stiglitz, Eva Joly, Noam Chomsky, Yoko Ono, Hardt y Negri, David Lynch, el dalái lama y Dios único y omnipotente sabe cómo se llamaba o se llama toda esa gente que vino de visita a salvar a los islandeses (pero ¿dónde andaba Bob Geldof?).

 

***

No sabíamos, ponía en las pancartas que los alemanes sacaron a calles y plazas en los días posteriores a la guerra. Bien claro, y negro sobre blanco: no sabíamos. No se especificaba cuál era el objeto de su ignorancia. El mundo, la guerra, el nazismo. La frase carecía de complemento directo. Los alemanes no declaraban su inocencia, pues de poco serviría en una nación derrotada. Declaraban su ignorancia absoluta, sin límites: no sabíamos. Bien claro, y negro sobre blanco. No sabían a qué hora empezaba el día ni a qué hora terminaba, cuándo se abrían las flores, cómo nació la música, por qué era azul el cielo, o qué había sido de toda esa gente. Simplemente, no sabíamos.

***

Agnes estaba segura de que la crisis perjudicaría sobre todo a los extranjeros. «Si somos tan racistas cuando tenemos los bolsillos llenos de dinero en efectivo, ¿os imagináis cuál sería la situación si fuéramos pobres? Y antes o después volveremos a ser pobres. Esperad y veréis».

Pero se equivocaba. Al estallar la crisis, las iras de la gente no se descargaron contra los trabajadores polacos de la construcción ni las mujeres tailandesas de las congeladoras de pescado. Ni siquiera se descargó sobre los traficantes de drogas lituanos ni las putas estonias. Se descargó sobre varones islandeses con traje de chaqueta: políticos u hombres de negocios. Los enemigos favoritos de los populistas: la élite. Estos degenerados poderosos que están tras los bastidores y que son el extremo opuesto de todo lo que se puede llamar «bueno y honrado», más allá de la gente «normal».

Con los extranjeros se evaporó también el Partido Liberal. Con la desaparición del Partido Liberal, Agnes perdió su entusiasmo por la cuestión de la inmigración. Un día tras otro no hacía más que mirar la pantalla sin escribir ni una sola palabra. Aparte de con Arnór, al que veía todas las semanas, en todo el invierno hizo como cuatro o cinco entrevistas. Habló con un politólogo en un café. Básicamente de la crisis, más que de populismo o xenofobia. Lo único a lo que se dedicó en realidad fue a profundizar en las cuestiones económicas y legales, como indexación de valores y préstamos multidivisa. Las operaciones del Banco Nacional a lo largo de las semanas previas al hundimiento. Hacía mucho tiempo que no se enfrascaba en la lectura de sus montones de libros. Incluso había dejado de acumular libros. Iba todos los días a la Biblioteca Nacional, se encerraba en su despacho y se dedicaba a mirar las musarañas o internet. Para estirar las piernas, subía al piso de arriba e iba al despacho de Arnór a decir hola. Miraba internet. Iba a por un café. Cuando se le metió en la cabeza la fijación de visitar a sus padres en Lituania (y matarse a trabajar para pagarse el viaje), encontró la excusa ideal para dejar la tesis de lado sin sentir remordimientos. Además, sentía la necesidad de salir de Islandia. Escapar de la crisis y de la mentalidad de crisis. De tanta economía y tanto derecho. No tenía que descansar de legalismos, sino de excusas legales, de todas las grandes palabras que parecían imprescindibles para implantar la justicia en el mundo.

Ahora estaba en bragas en una terraza en una aldea de las afueras de Roma. Era invierno y tenía los ojos fijos en la pantalla del ordenador. Pensaba en economía, en derecho y en su novio, que estaba en Islandia, en algún sitio, delirando por la gripe porcina y que no respondía a sus SMS.

***

Hoy día, la ignorancia de los alemanes nos parece inverosímil. Sus afirmaciones nos parecen falsas. ¿Cómo era posible que el pueblo no llegara a enterarse de que el Estado asesinaba a millones de personas?

Y entonces nos acordamos de… eeeeh… de Irak, por ejemplo: quizá 650 000 desde la invasión hasta junio del 2006, no lo sabemos.

E Irak la vez anterior: aproximadamente cien mil en pocas semanas, más o menos, en números redondos, no lo sabemos.

Y luego, el embargo económico a Irak: como millón y medio en veinte años, en su mayoría, niños; sin duda es una exageración, dirán algunos, pero otros confirman que esa cifra representa el mínimo; en cualquier caso, no lo sabemos.

Y luego la guerra civil que siguió a la invasión: unos trescientos mil hasta el 2008, aproximadamente, desde luego no lo sabemos con exactitud.

Todavía sigue muriendo gente en Irak: sin que nadie tenga la menor idea del número de muertos. Se realiza una contabilidad exacta de todos los nuestros que mueren (muertos lituanos: 1; muertos islandeses: 0), pero nadie cuenta a los muertos nativos. Y es que es evidente que hay algún problema con una gente que confunde una toalla con una prenda de cabeza, como lo expresó en cierta ocasión un cantante pop islandés.

***

Al anochecer, el sol desapareció. Agnes sintió de pronto mucho frío y de pronto le entró un miedo horrible a estar haciendo el ridículo. Hasta que bajó la temperatura, ni se le había pasado por la cabeza que a lo mejor no era lo mismo hacer topless en una playa de Ibiza que en un balcón de Genzano. Que aquí las reglas eran distintas. Le dio un estremecimiento y entró corriendo, con el portátil en brazos. Había pasado como tres horas allí sentada, todo el tiempo mirando un documento de Word vacío. Debía de estar perdiendo la cabeza.

Los primeros tiempos tras el comienzo de la crisis, la vida era fantástica. Como si todos estuvieran más vivos que antes. Más animados. Más amorosos. Más guapos. Pero un año después todo se volvió más apagado que nunca. La sociedad floreció para volver a marchitarse enseguida. El nuevo Gobierno del país era tan lamentable como el viejo, el debate era tan penoso (y estúpido) como siempre, y la nueva Islandia era tan penosa como la vieja Islandia. Ya no se hacía nada más que mirar sin ver, con la esperanza de que todo aquello terminase algún día. Con la esperanza de que pronto echaran algo entretenido en la televisión. De que pronto uno se interesara locamente por algo asombrosamente emocionante, que le haría olvidarse de tanto fastidio.

***

Cuando Adorno dijo que escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie, no fue porque la belleza fuera una frivolidad en un mundo feo por naturaleza, ni porque los seres humanos no merecieran un poco de distracción o de reposo refugiándose de las fatigas cotidianas en brazos de los artistas, sino porque él (y la población mundial) habían visto de pronto, en un instante, con toda claridad, que la verdad de los artistas era al mismo tiempo manipuladora y autoritaria. La belleza era letal. El arte mataba. Ese artista austriaco de la acción, Adolf Hitler, se había apropiado de la lógica de la belleza y la había exprimido hasta el fin, la había puesto a prueba, y el resultado fue el mayor baño de sangre en la historia de la humanidad. Escribir poesía siempre había sido una forma de barbarie, pero hasta los días del Holocausto podíamos negarlo. Podíamos cerrar los ojos y hacer como si la pulsión de belleza no tuviera nada que ver con la pulsión de muerte. Pero después de Auschwitz, la realidad ya no es así. No lo será hasta que consigamos olvidar de nuevo.

***

Agnes cogió otra cerveza. Echaba de menos a Ómar. ¡Joder, qué horrible! Pensaba que ojalá no se hubiera marchado. Debería estar al lado de Ómar, cuidándolo, claro que sí. Ni siquiera sabía si había recibido el alta en el hospital. O si podía vivir en casa —los antiguos dueños no estaban seguros y pensaban llamarlo en cuanto tomaran una decisión—. Pero qué iba a hacer él solo en la casa. Había goteras y el viento entraba por los marcos de las ventanas, cuando soplaba crujía hasta la última plancha de madera. Y ella allí, en tetas, bebiendo cerveza como si en la vida no hubiera más que lujo desenfrenado. Agnes se sentía mezquina.