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—¿Dallas también era islandesa?

—Tanto como las ovejas. Al menos dos generaciones de islandeses conocen Dallas mejor que las ovejas.

***

Cuando se habla de «racistas», se elige, sin excepción, a algún tonto afásico —se le presenta como la excepción en la sociedad, que afirma (mediante el rechazo a los tontos afásicos) no ser ni afásica ni racista—. Los racistas autoproclamados proporcionan una coartada a los abusos del sistema (como cuando se aloja cerca del aeropuerto internacional de Keflavík a los emigrantes que llegan a Islandia, a fin de poder expulsarlos del país a las primeras de cambio, incluso al amparo de la noche, o aplazar la decisión sobre sus solicitudes de asilo durante años, con la esperanza de que los emigrantes se rindan ellos solos y se marchen, convirtiéndose así en «problema» de otros países). La alterización revela menos de la inferioridad de los otros, y más de lo asquerosamente superiores que nos creemos nosotros.

***

—¿Tú crees que hay alguien que quiera vivir en Lituania?

—Solo era una pregunta.

—Ya, solo era una pregunta. Y la respuesta es no, no me apetece ni lo más mínimo vivir en Lituania.

—Pero ¿por qué se volvieron allá tus padres?

—Porque sí.

—¿No tienes también tú parientes allí?

—Claro que los tengo. Y de vez en cuando me apetece mucho ir a visitarlos. Pero no me apetece vivir en Lituania.

—Tiene que ser más entretenido que vivir en Islandia. No creo que haya en todo el mundo una ciudad más aburrida que Reikiavik.

—Venga, no digas eso.

—¡Lo digo de verdad!

—El mayor índice de suicidios. En Lituania.

—¿En serio?

—Sip. Somos el número uno. Los mejores del mundo. Ni siquiera los lituanos quieren vivir allí.

—La leche.

—Según unos estudios británicos, la islandesa es la cuarta nación más feliz del mundo, ¿lo sabías? Después de daneses, suizos o austriacos, todos ellos, países con Estado del bienestar donde ha enraizado la xenofobia. Y oye, ¿sabes en qué puestos estaban los lituanos?

—No.

—El 155.

—¡Anda! Ni siquiera sabía que hubiera tantos países en el mundo hasta que leí el estudio ese. Pero bueno, ya sabes. En el mundo hay 178 países. Islandia está en el puesto 4. Lituania, en el 155.

Pagaron el almuerzo y se instalaron en el coche, donde fumaron un cigarrillo en el aparcamiento antes de volver a casa de Agnes y hacerlo, sin hablar en ningún momento del Holocausto o de Hitler.

***

Queremos dejar esto bien claro:

Tú no eres de los nuestros.

Tú eres de los nuestros.

Tú no eres de los nuestros.

Tú no eres de los nuestros.

Tú eres de los nuestros.

Tú no eres de los nuestros.

Tú eres de los nuestros.

Tú eres de los nuestros.

Y nunca se sabe qué es peor.

***

Un día, Ómar le dijo a Agnes que en tres semanas enteras no habían pasado ni un día separados, y que llevaban dos semanas sin dormir cada uno en su cama.

—Pues a lo mejor es que somos novios —dijo Agnes, y cerró el ordenador que tenía sobre las piernas.

—No lo puedo interpretar de otra forma —dijo Ómar.

—Está clarísimo —dijo Agnes con un mohín.

—Claro como el cristal.

Los dos habían estado tan ocupados jugando el uno con la otra como para darse cuenta de que aquello se había convertido en un fait accompli ante el que no tenían más remedio que rendirse, habida cuenta de lo sucedido hasta entonces y de lo que tenía que suceder a partir de entonces. Se sonrieron y fueron juntos al dormitorio para dejarse sojuzgar por el destino.

1. Med allt a hreinu es una comedia de 1982 dirigida por Ágúst Gudmundsson sobre dos bandas de rock de gira por Islandia. [Todas las notas son del traductor].

CAPÍTULO 9

Los pasajeros estaban empezando a embarcar. Yo estaba en la cola. Con la mano izquierda en el bolsillo del abrigo, manoseando el anillo de pene. Goma estriada. Los demás de la cola iban al extranjero, a museos y restaurantes. Pero yo estaba allí confuso y con la cabeza en otro sitio, sobando el anillo de pene de mi rival, dentro del bolsillo, como si no hubiera nada más normal. Me llevé la mano a la cara —fingí que quería rascarme— para olisquear el aroma que me había dejado en la mano. Me pasé el índice entre los ojos mientras olfateaba: goma vieja, coño viejo y semen viejo. Cinco minutos después estaba hurgando en el cubo de basura en busca de mi móvil. Lo encontré medio metido en un bote de plástico, todo mugriento de yogur. No podía tirarlo. ¿Cómo iba a entrar en internet si no me llevaba el teléfono? ¿Y si pasaba algo? ¿Y si Agnes quería que volviera con ella? ¿Volvería? Me pasé unos minutos al lado del cubo, quitando el yogur con una servilleta. El avión estaba a punto de despegar y tenía que darme prisa. Me habían llamado, personalmente, por mi nombre. No podía seguir allí como si tal cosa. Media hora más tarde volábamos entre turbulencias. ¿Y si los hubiera encontrado juntos? El piloto debía de pensar que estaba en una montaña rusa. ¿Y si me hubiera encontrado a Arnór encima de Agnes? ¿O a Agnes encima de Arnór? Con las manos metidas en su cabello largo, el sudor perlándoles la espalda, frotándose la vulva contra su polla, gimiendo y acariciándose. ¿Y entonces? El piloto debía de creer que estaba agitando una coctelera. Con un martillo neumático. ¿Habría sido capaz de matarlos a los dos y decir que había sido un crimen pasional? No ante la justicia, sino ante mí mismo. ¿Habría podido apaciguar mi espíritu apelando a una locura momentánea? Aterricé en Roma y me pateé Europa. Bebí café solo en Roma, comí un croissant con jamón en la estación de ferrocarril de Milán, tomé el ferri de Palermo a Cerdeña, a Córcega y a Marsella. Comí bocadillos en Barcelona, pollo en Oporto y salchicha con ajo en Bremen. Fui de Estrasburgo a Kehl, cogí un tren de Luxemburgo a Lille y a Bruselas. Había sido, sin duda, una majadería, una estupidez. «Esto». La huida de Islandia, quemar la casa. Pero nunca había sido tan consciente de mi fuerza. Ahora estaba en el asiento del conductor. Era el que llevaba los pantalones en mi propia casa (muy lejos de casa). Seguía habiendo muchas cosas sin respuesta. Pero no estaba haciendo nada, aunque lo pareciera. Estaba poniendo un poco de orden en mis asuntos. Comí arroz pilaf en Tirana y salchichas asadas en Berlín. Miré el mundo desde la puerta principal del Sony Center de Potsdamer Platz y me imaginé que al otro lado de la calle estaba el búnker de Hitler y que yo era Iósif Stalin, el verdugo de nazis, a cuatro patas, con un cuchillo entre los dientes, atravesando la mierda de la jungla, determinado a acabar con todos los genocidios de una vez por todas… ¿O no era así? ¿Cómo era? Pese a todo, al anochecer lloraba mucho. Lloraba por las noches y en las madrugadas. No me esforzaba nada por parecer varonil. Me esforzaba por ser una persona. Por ser un varón. No estaba en retirada, sino atacando. No huía, sino que iba en vanguardia. Y tampoco me importaba nada llegar a mi destino, fuera cual fuese. No me importaba nada llegar a descubrir quién era yo. Todo se aclararía en su momento. Lo único que buscaba era tiempo para pensar, calma para pensar, libre de mí mismo, libre del mundo, de los sufrimientos, libre del viento del norte y de las montañas y el mar. Miré las tierras del Rin por las ventanas del tren y los Pirineos por la ventana del autobús, el Mediterráneo por un ojo de buey. Vi el Kaiserkeller en Hamburgo y pensé en los Beatles. Vi el Festpielhaus de Bayreuth y pensé en Richard Wagner. En Viena comí gofres que me recordaron a Sigmund Freud. París tenía la forma de la señora Gertrude Stein y Oslo era la Cristiania del señor Hamsun. En Wunsiedel me detuve un momento a contemplar el lugar donde estuvo hasta hace muy poco la tumba de Rudolf Hess —el verano pasado exhumaron al tipo y lo arrojaron al mar—. Demasiados turistas, dijeron las autoridades. Demasiados neonazis llorando a moco tendido. Yo estaba intentando ser una persona y la prueba de resistencia más dura a la que puede enfrentarse cualquier persona es ser consciente de su propia responsabilidad en sus propios asuntos, ser consciente de ella con toda claridad y sin excusas, sin rebajarla, sin deformarla, sin convertirse uno mismo en el punto principal de las historias ajenas. La vergüenza llega a hacerse repugnante, literalmente, e impropia de un auténtico ser humano. Quien pide perdón para conseguir tranquilidad no ha aprendido nada. Fumé cigarrillos en las paradas, bebí litros de café y me miré el ombligo todo el camino hasta Sofía, y pasando por Skopie hasta Atenas. Dormí sentado de Gdansk a Varsovia a Cracovia, dormí tumbado de Bratislava a Budapest, estuve en Zagreb sin hacer nada y caminé como un loco arriba y abajo por el andén de Liubliana. Al otro lado de la ventana del tren pasaban veloces campos de cultivo, un mundo europeo, campesinos que trasegaban vino tinto y toreros en mallas. Iba de un lugar de memoria de los nazis al siguiente. Extendí el brazo derecho y me miré los dedos con la palma abierta. La piel estaba seca y cubierta de estrías blancas, como callos viejos. Esperaba que el ácido láctico se dispersara por los músculos y que me entraran temblores, pero no sucedió nada. El brazo se extendía horizontal desde el hombro, al extremo de aquella mano, de esos callos y esos dedos. Como una gruesa rama de un árbol viejo.

CAPÍTULO 10

Agnes quería a Ómar y Ómar quería a Agnes. Se enviaban besos por SMS e iban juntos al Hipermercado del Hogar a comprar macetas. Ómar preparaba comida tailandesa para Agnes y Agnes preparaba comida italiana para Ómar. Se alternaban para hacerle sexo oral al otro. Por las mañanas competían a ver quién se levantaba primero para hacer café, tostadas con mantequilla, huevos duros y llevar el desayuno antes de que el otro se despertara. Se ponían en un sitio de la calle por donde fuera a pasar el otro, daban la vuelta a la esquina y a punto estaban de que los pillase un coche porque iban como ciegos, cogidos de la mano en campo abierto, alocados e inconscientes, siempre en celo, con unas almas tan tiernas que se echaban a llorar en cuanto tenían la más mínima discusión.

 

Pasó la primavera y después el verano. Una noche durmieron en el césped, delante de la Universidad de Islandia. Otra noche, en la playita termal de Nauthólsvík. Cuando estaban tumbados en el parquecito de Hjómskálagarður, donde el quiosco de música, apareció la policía y los llevó a casa. La noche siguiente durmieron en el parquecito de Klambratún y, cuando se puso a llover, buscaron refugio en un bloque de viviendas vecino. Estaban sobrios y completamente vestidos y se iban a casa por las mañanas a hacer ñacañaca —no tenían ninguna intención de escandalizar a nadie—. Si hubieran tenido combustible para el coche de Agnes, se habrían ido a Þórsmörk para dormir en una tienda de campaña, pero todo lo que querían era dormir al aire libre, y aquello se convirtió en costumbre. No sabían si ir a dormir a casa de ella o a casa de él, y por eso dormían en sitios con césped, calveros y jardines.

***

Adolf Hitler cultivaba la política como si fuera un arte, tomó como punto de partida la belleza para crear una nueva nación igual que quien mueve la batuta, y con ella destruyó tribus enteras, como había hecho en tiempos remotos el Señor de los Israelitas —igual que un escritor elimina de un libro a un personaje porque se ha hartado de él— y toda la realidad que lo circundaba estaba decorada y organizada, desde los detalles más nimios a ciudades enteras. Y todo, hasta el último detalle, se lo presentaban primero a Adolf Hitler: si no le parecían adecuados los diseños, hacía los uniformes él mismo, diseñaba las condecoraciones, decía aquí tiene que haber una hoguera y allí una cruz gamada de quince metros y aquí en el medio estoy yo con las llamas iluminándome la cara y con la omnipotencia en ambas manos.

¡Los espectadores tienen que estar donde puedan verme!

¡Tienen que verme!

***

En otoño, Agnes quitó la matrícula de su coche para ponerlo a la venta, pero nadie quería comprarlo. La crisis. Ómar llevaba pizzas a domicilio mientras le salía un trabajo mejor y Agnes le pidió que llevara a su casa el cepillo de dientes, que llevara la ropa interior, que llevara el bañador y los libros de poesía y le dijo que podía fumar dentro de la casa, aunque ella lo había dejado, siempre que no tirase la ceniza al suelo.

Ómar anuló el contrato de su apartamento de Þingholt y se mudó al de Agnes. No se podía mover un pie por la cantidad de libros que había. Sintaxis, gramática e historia, filosofía y poesía, montones de libros sobre el Holocausto, tanques y ofensivas en pinza, blitzkrieg y populismo. Estaban ocupadas todas las paredes, hasta el punto de que la estrechez de los pasillos los hacía intransitables excepto para las personas más delgadas.

Pero eso no era problema. Eso se solucionaría. Porque así quería Ómar a Agnes, y así quería Agnes a Ómar.

***

Adolf Hitler solo tenía un testículo (¿lo he dicho ya?), igual que el presidente Mao y Napoleón. Igual que Franco, Lance Armstrong y Tom Green. Entre todos, por tanto, tenían seis testículos, aunque lo normal hubiera sido que tuvieran doce. Llevaría demasiado tiempo explicar por qué creo que a ninguno de ellos le gustaba demasiado esa peculiaridad. En cambio, hay a quienes les viene estupendamente la falta del testículo. Ennoblece a Armstrong, aumenta muy considerablemente el estro humorístico de Green, ¿y no es incluso apropiado que afecte a los dictadores? ¿No les viene estupendamente?

***

—¿Tenemos dinero?

—Tenemos tarjetas de crédito.

—No es eso. ¿No tenemos dinero?

—¿Para qué quieres dinero?

—Por eso.

—¿Por qué?

—Nada, que estaba pensando si… Adivina.

—¿En el dinero?

—¿Te apetece ir a Lituania a pasar las navidades y la Nochevieja?

—¿Quieres presumir de mí con tus padres?

—¿Te apetece?

—Sí, sí.

—¿Vamos, entonces?

—¿Con qué dinero?

—¿No podemos ahorrar?

—Solo quedan ocho semanas para Navidad. Y tú tienes una beca de estudios y yo reparto pizzas. Podemos darnos con un canto en los dientes si conseguimos pagar el alquiler.

—…

—Lo que digo es ¿no deberíamos ser más realistas?

—¿Y la tarjeta de crédito?

—Esa podría bastar para los billetes, si no son demasiado caros. Pero ¿cómo pagaremos la renta de enero?

—¿No se podría aplazar el pago?

—No sé si bastaría con aplazar el pago. Sobre todo, si mientras estamos fuera tengo que dejar de trabajar en Domino’s.

—Unas pizzas más o menos no van a hacer mucha diferencia.

—Hay diferencia cuando no se tiene dinero.

—Demonios. ¿Y las ayudas sociales?

***

Prácticamente nadie cree que Hitler fuera capaz de amar.

Se dice que Hitler estuvo loco de amor por una sobrina suya, Geli Raubal. Se dice que la violó, que orinaba y cagaba encima de ella, que la golpeaba. Son viejos chismorreos que a veces se repiten en escritos serios.

***

—¿Qué pasa con las ayudas sociales?

—¿No podemos pedir dinero al servicio de asistencia social?

—¿Para ir a Lituania a pasar las vacaciones de Navidad?

—No, bueno, para comer o algo así.

—…

—Ay, olvídalo.

—¿Te apetece ir a Lituania?

—Me muero de ganas.

—Entonces, lo arreglaremos.

—Ay, qué masculino puedes ser a veces.

—¿Qué quieres decir?

—«Lo arreglaremos». Como si fueras un pater familias con un pito mágico que eyacula dinero para «arreglar» las cosas.

—¿Un pater familias? ¿Estás enfadada conmigo?

—No estoy enfadada. Solo molesta.

—¿Conmigo?

—No. Déjame en paz.

***

Prácticamente nadie cree que Hitler fuera capaz de amar.

Se dice que Hitler amó a Eva Braun. Pero era un amor sin sexo. No se amaban. No había cariño entre ellos. No había un cariño auténtico. Ella admiraba la autoridad que tan bien le sentaba. A él le venía bien tener una mujer bien sujeta, le venía bien para su imagen de político responsable. Son viejos chismorreos que a veces se repiten en escritos serios.

***

Agnes empezó a dejar de lado su tesis de máster y a no asistir a las clases. A continuación, avisó que dejaría el apartamento a partir de diciembre, incluido. Así ahorraron 200 000 coronas. Después rebajó un tercio el precio del coche y lo vendió al día siguiente por 400 000 —lo había comprado de segunda mano, tres años antes, por 800 000—, pero el préstamo estaba ya pagado del todo, así que pudo quedarse el dinero de la venta. A continuación, cogió un trabajo de recepcionista de noche en un hotel, al mismo tiempo que se dedicaba a traducir al lituano folletos publicitarios de una fábrica de prótesis. Los folletos los traducía por la noche en el hotel. Los fines de semana, Ómar y ella iban al rastro de Kolaport y vendían sus libros, sus CD y sus películas en DVD —más tazas, platitos, platos hondos y de vez en cuando otros trastos—. Ómar hacía todos los turnos que podía en Domino’s y solía trabajar desde las doce del mediodía hasta las doce de la noche, y más horas aún los fines de semana. Por las mañanas revisaba traducciones de series de la Radiotelevisión Nacional. Desayunaban gachas de avena y cenaban espaguetis y zanahorias. Renunciaban al almuerzo, al café, a los cigarrillos y (naturalmente) a la cerveza.

Cuando Agnes volvía a casa al terminar su turno de noche, recorría diarios, editoriales y revistas intentando vender su (inacabada) tesis de máster, entera o por partes. Los diarios ya no compraban artículos remitidos, había crisis. En un sitio le ofrecieron trabajo de periodista con un sueldo inferior al que ganaba como portera de noche, pero con más horas de trabajo. Dijo muy educadamente que no.

***

Prácticamente nadie cree que Hitler fuera capaz de amar.

Se dice que Hitler amaba a su pueblo, pero era más con violencia animal que con amor humano.

Dicen que el Führer amaba a los niños. ¿Pero no era más bien, bueno, ya sabéis, porque era un poco… eh? ¿Amar a los niños? Vamos, hombre.

***

Las revistas preguntaban a Agnes si tenía algo más animado. Todos estaban con una depresión de muerte por la coyuntura económica y las revistas tenían que contrarrestarlo con una alegría vacía e infinita. ¿A lo mejor podía escribir sobre la fiesta de pompas de jabón de Vilna o sobre el Baltic Pride? Agnes intentó explicarles que la fiesta del orgullo gay en los países bálticos no era una celebración festiva como la de Reikiavik, era una manifestación reivindicativa y no se hacía para que la gente estuviera feliz y contenta. Las revistas preguntaron, a su vez, si no sería una exageración. ¿Maricones y violencia? ¡Pero si los maricones son una ricura!

Algunas editoriales se mostraron interesadas por la tesis. Citaron a Agnes a una reunión para discutir una serie de cosas, asuntos diversos, que había una gran carencia de libros serios sobre ese tema y que qué bien que las mujeres jóvenes progresen como lo hacen escribiendo cosas serias, y que estaba más que justificado luchar contra el avance de la xenofobia y el fascismo en el mundo. En cuanto Agnes mencionaba el dinero, los editores respondían al instante que tenían que acudir a una reunión en algún sitio, pero le pedían que volviera a la mañana siguiente para hablar más del asunto. Finalmente, los editores reconocían que ellos no tenían poder de decisión en la edición de sus libros, y que «los del dinero» les habían pedido que no malgastaran más fondos en café para Agnes, a menos que estuviera dispuesta a escribir algo vendible. Y entonces Agnes iba a la siguiente editorial, y así una vez tras otra.

***

Un chiste viejo (y de mal gusto que, gracias a Dios, casi nadie se atrevía a contar en voz alta en esa época): Adolf Hitler y Heinrich Himmler están en el bar de una pequeña ciudad de Austria mucho después de la guerra, cuando el hombre de la mesa vecina se vuelve hacia ellos y pregunta:

—Perdonen, pero ¿no son ustedes…?

—Sí —dicen Himmler y Hitler, con una sonrisa tan amplia que se les veían los dientes—. Lo somos.

—¿Pero no están ustedes muertos?

—¿Eso cree? —responden los líderes arios.

—Bueno, es que, vaya… —dice el hombre—. Pero estoy muy extrañado. ¿Qué están haciendo ustedes aquí?

—Estamos organizando nuevos crímenes, peores que cualquiera que haya habido nunca. Esta vez no pensamos limitarnos a aniquilar a todos los judíos del mundo, sino que además robaremos la Venus de Milo y le pegaremos los brazos de Sylvester Stallone, los antebrazos de Justin Bieber, los dorsos de las manos de un gorila y las palmas de las manos de Steven Spielberg.

El hombre hizo un gesto de total desconcierto:

—¿Pero por qué demonios quieren robar la Venus de Milo, pegarle los brazos de Sylvester Stallone, los antebrazos de Justin Bieber, los dorsos de las manos de un gorila y las palmas de las manos de Steven Spielberg?

Himmler mira a Hitler con gesto de victoria y dice:

—Te dije que a nadie le importarían los judíos, ¿no?

***

Pese a no lograr vender la tesis de máster, la pareja consiguió acumular 1,3 millones de coronas en cuatro semanas. Quedaba algún sueldo por cobrar, pero no tardaría. Pagaron 800 000 como depósito por una casucha cerca de la avenida Sæbraut —el hogar que les estaría esperando en febrero— y el resto bastaría para los billetes de avión a Vilna, los billetes de autobús a Jurbarkas y un tren de vida aceptable hasta finales de febrero, cuando recibirían los cheques de sus sueldos.

Se organizarían. Se sentían casi capaces de todo, podían hacer cualquier cosa. En algunos momentos no comprendían cómo la gente podía ser pobre. Luego recordaban que ellos eran jóvenes, felices, sanos, sin hijos, con formación, de una clase media decente y que, a fin de cuentas, vivían en un país donde el desempleo era prácticamente desconocido. Lo que no cambiaba nada al hecho de que se les abrían innumerables posibilidades, ni a la pequeña hazaña personal que habían conseguido llevar a cabo.

***

 

Hitler está ahí. Me saluda como a un viejo amigo. Y se preocupa por mí. ¡Cuánto lo amo! ¡Qué hombre! Luego habla. Me siento tan pequeño. Me da una foto suya. Con saludos a los países renanos. Heil Hitler! Quiero que Hitler sea mi amigo. Su foto está en la mesa de mi despacho.

Del diario privado de Josef Goebbels.

***

—Me parece que lo más barato es hacer escala en Roma.

—¿Me tomas el pelo?

—No, qué va. Ir por Copenhague cuesta 77 329 coronas cada uno, y 59 297 si viajamos por Roma. Fui a una agencia de viajes y…

—¿Pero qué locura es esta? ¿Y si vamos en avión a… Berlín, por ejemplo, y tomamos el tren desde allí?

—El tren es mucho más caro que el avión.

—Pero ¿no es mucho más ecológico? Yo creía que el combustible estaba por las nubes.

—No lo sé. Pero es mucho más caro. Ya lo he comprobado.

—Vaya.

—Pero bueno, si me dejas terminar, en realidad es aún más absurdo. Es un vuelo especial de navidades a Roma. Viajes de esos para la tercera edad. Para los que aún tienen dinero. Así que compramos el paquete entero.

—¿Vuelo y coche de alquiler?

—Y alojamiento.

—¿Por dos meses?

—No, solo una semana.

—Pero pasaremos fuera dos meses.

—No vamos a quedarnos en Italia.

—Pero, quiero decir… ¿los vuelos nos permiten pasar dos meses fuera?

—Sí. La chica me dijo que lo más sencillo era hacerlo así. Comprar el paquete entero y cambiar el billete de vuelta.

—¿Qué chica?

—La de la agencia.

—Ya.

***

La palabra hebrea Jai —— significa «vida». Está formada por las letras «jet» y «yud». En la numerología de los judíos, la primera letra corresponde al ocho, y la última al diez. Jai es 18, y 18 es un número sagrado. Los judíos «dan dieciocho»: en las festividades, se regalan unos a otras cantidades divisibles por dieciocho. Así se regala vida.

Dieciocho es también un número sagrado en la numerología de los nazis. La rama terrorista de la organización neonazi Blood & Honour se denomina a sí misma Combat 18, por la primera y la octava letras del alfabeto latino.

1: A(dolf)

8: H(itler)

(Esta no os la esperabais, ¿eh?).

***

—Pero también podemos quedarnos una semana en Italia. Con coche y alojamiento. Porque, a fin de cuentas, lo pagamos.

—Roma es espantosamente cara.

—No por una semana. Comemos en casa. Vemos el Coliseo solo por fuera.

—¿Cuesta dinero entrar al Vaticano?

—Joder, qué católica eres.

—Yo no soy católica. No pretendo asistir a una audiencia del papa. Lo que quiero es ver la Capilla Sixtina.

—Eres una fundamentalista religiosa en la negación.

—Vamos a dejar eso, si no te importa.

—Te estoy tomando el pelo.

—Esto es ridículo. No puedo creer que sea así.

—¿El qué?

—Que la forma más barata para ir a Lituania sea comprar vuelo, alojamiento y coche de alquiler para Italia.

—De todos modos, es carísimo.

—En coronas.

—Malditas coronas de mierda.

***

En cierta ocasión, en el Tercer Reich, una mujer dio una conferencia (totalmente en serio) explicando el intercambio verbal con un perro que se cruzó en su camino. En la fuente de que dispongo no se indica qué raza de perro era, pero se puede suponer que sería un pastor alemán. En cualquier caso, el perro tenía que ser germánico.

Excepto que. La mujer se dirige al auditorio y afirma haberle preguntado al perro: «¿Quién es Adolf Hitler?», como si fuera la cosa más normal del mundo. Como si los perros supieran ese tipo de cosas. Como si alguien capaz de entender la lengua hablada no supiera (en el año 1939) quién era Adolf Hitler. Cuando precisamente, el Time Magazine acababa de nombrarlo «Hombre del año». Y esto sucedía en la época en que la gente leía el Time Magazine. Mucho antes de internet.

Y, naturalmente, el perro (que conocía la lengua hablada), sabía quién era Adolf Hitler, y respondió alto y claro: Mein Führer!

Un miembro del auditorio se puso en pie y gritó a la mujer. Pero a qué venía una historia de tan mal gusto. Pero la mujer, que por lo menos era tan lista como el perro, respondió altanera: «Ese inteligente animal sabe que Adolf Hitler ha promulgado leyes contra la experimentación con animales, así como contra el sacrificio ritual judío de animales, y, agradecido, aprendió que Adolf Hitler es su Führer».

***

Una noche, poco antes de la medianoche, Ómar vomitó en el trabajo. Los vómitos se repitieron en la Radiotelevisión Nacional al día siguiente. Si él hubiera sido Agnes, probablemente se habría hecho una prueba de embarazo (no eran las personas más conscientes de lo estupendos que son los métodos anticonceptivos). Pero como no era muy explicable tener vómitos matutinos por las mañanas y por las noches, se dejó de farmacias y fue directamente al médico. Era el treinta de noviembre y solo faltaban cuatro días para tomar el avión a Roma con Agnes.

El médico miró muy atentamente los ojos de Ómar y le preguntó si había hecho algún viaje recientemente. Como si esperase que le fuera a mentir en el examen clínico.

—No. Pero salgo de viaje dentro de unos días.

El médico carraspeó.

—¿Ha tenido dolores de cabeza? ¿Fatiga? ¿Mareos?

—Sí. Pero las últimas semanas he trabajado muchísimo. Pensaba que sería solo por eso.

—¿Solo vomitó dos veces?

—Una vez anoche y otra esta mañana.

El médico anotó algo. Luego sacó un largo bastoncillo de algodón y se lo metió un momento en la boca a Ómar, lo sacó y metió el bastoncillo en una bolsa de plástico con precinto. Luego sacó otro bastoncillo y se lo metió por la nariz. El médico no consideró necesario decir nada, se limitó a sujetar la frente de Ómar y moverle la cabeza adelante y atrás, como si no estuviera fija a los hombros, sino que dispusiera de bisagras.

—Vuelva dentro de tres horas.

***

Hitler no era político, sino un fantástico prestidigitador, dijo David Bowie (nada más ver El triunfo de la voluntad con Mick Jagger, ¡no me lo he inventado yo!). Qué métodos usa con los espectadores, prosiguió Bowie. Las chicas querían follárselo y los chicos querían ser él. El mundo nunca volverá a ver algo parecido. Convirtió a todo el país en su escenario personal.

***

Ómar salió del hospital central como perdido, cruzó el antiguo bulevar Hringbraut y entró en el restaurante de la estación de autobuses turísticos. Pidió un menú grande, con café gratis. Sabía perfectamente lo que se avecinaba, y pensó en no volver por el hospital. Todo se había jodido y no se podía hacer ni una mierda. ¿Por qué siempre pasa lo mismo? Era como si le hubieran echado una maldición. ¿Por qué nunca tenía un momento de respiro? Mierda de los cojones.

Sacó el teléfono para llamar a Agnes. Entonces le avisaron. Su hamburguesa estaba lista. Cogió la comida y volvió a sentarse. Respiró hondo. Juntó las manos. Probablemente parecería que estaba rezando sus oraciones de antes de comer. Pues bueno. Resopló. Se metió en la boca una patata frita y levantó el teléfono. Era incapaz de llamar. Un SMS.

Probablemente no podré ir a Lituania. Creo que tengo la gripe porcina.

***

No me veis todos, dijo Hitler en el congreso de los nacionalsocialistas de 1936.

Y yo no os veo a todos.

Pero siento que estáis aquí.

Y vosotros sentís que yo estoy aquí.