Illska

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

CAPÍTULO 7

Nunca tuve intención de quemar la casa. En el alféizar de la ventana había una vela que llevaba tanto tiempo encendida que ni siquiera me acordaba de haberla prendido. Cuando salí del váter me di con el pie desnudo en el umbral, grité de dolor y di manotazos al aire. Lo que quería era quitarme el dolor, quitarme el fastidio del cuerpo. Sentí que los dedos chocaban con la vela encendida y un instante después la sala estaba rodeada de brillantes llamas. Una vez me prometí estar al lado de Agnes en el placer y en la enfermedad. Ponerme siempre de su parte. Pero ¿qué tenía que hacer si de ello se derivaba un engaño en contra mía? ¿Si lo que ella quería hacer era asestarme una puñalada por la espalda, hacerme sentir mal? ¿Tenía que aguantarme si me sentía mal? Estaba en el quicio de la puerta de la cocina mirando el salón. El sofá que le habían regalado sus padres estaba ardiendo. En el revistero ardían los periódicos. La tapa del tocadiscos se derretía. Las plantas de las macetas gritaban. Las estanterías ardían, y los libros con ellas. Los álbumes de fotos. La alfombra que había tejido Agnes para regalármela en navidad. Los CD. Las ventanas del salón estaban negras de ceniza. La vela había caído debajo del radiador de la ventana. La mecha aún tenía llama. Y en la ventana, un mar de fuego. Tenía la impresión —y no conseguía quitármela de la cabeza— de que, si yo me hubiera comprado un anillo de pene, nada de eso habría pasado. Daba igual saber que era una idea totalmente absurda —a mi mente no le interesaba ni lo más mínimo la racionalidad, que yo creía que era una de mis dotes, sino que mis pensamientos chapoteaban en mi interior y lo enmerdaban todo con su estulticia—. Tendría que haberme comprado un anillo de pene nada más conocernos. Si lo hubiera hecho, esto no habría pasado. El corazón no miente. El momentum de la historia de la humanidad. Lo sentía en todas las fibras del cuerpo. Como si ya no fuera dueño de mí mismo. A veces, las cosas suceden tan deprisa que no puedes oponer la menor resistencia. Quizá nunca podemos oponer resistencia a nada. Pero cuando navegamos tranquilos, podemos hallar un instante de calma para explicarnos a nosotros mismos que los acontecimientos en los que estamos envueltos obedecen a un sistema. En una singladura muy calma, hasta no resulta impensable la sensación de que hay alguien que lo dirige todo. Que alguien vela por nosotros y nos guía entre los escollos. Pero cuando la mar está embravecida, o te caes por la borda o te atas al mástil esperando que no pase nada. Cuando encontré el anillo de pene, mi primera reacción fue probármelo. Sentí deseos de bajarme los pantalones y meter la polla en el anillo. Aunque no fuera más que para saber si me iba bien. Metérmelo por todos los medios —igual que las hermanas de Cenicienta se cortaron los talones y los dedos de los pies para demostrar al mundo que eran ellas las elegidas, y no Cenicienta—. Yo deseaba mostrar al mundo —que no me estaba mirando— que aquel anillo de pene era mío. Así, nadie sabría de mi vergüenza y hasta yo podría olvidarme de ella. Pero no me animé a hacerlo. Digamos que pensé en las llamas. Que pensé en el olor a quemado. En el hedor de algo que arde. En las pilas de los vibradores. En el olor a sexo —si el olor se debe a la presencia de unas partículas, ¿no se quemarían ellas también?—. Pero el fuego no había llegado aún al dormitorio. Allí no había fuego. No había pasado más de medio minuto desde que lo encendí. Desde que se encendió. Él solo. Por accidente. Sí, sí. A veces las cosas pasan tan deprisa que no podemos hacer nada para evitarlas. Causa y efecto se suceden en tal confusión que nos resulta imposible prever qué sucederá a continuación. Los generales y los políticos llaman a esto el momentum de la historia de la humanidad. O bien aceptamos nuestro destino o nos rendimos. Llegados a ese punto, ya no podemos cambiar nada. Ya no somos actores, sino pacientes de la propia vida. Respiré hondo y tosí. Estaba a punto de ponerme en pie cuando la foto del alféizar empezó a ennegrecerse. Unos círculos de color rojo oscuro se fueron extendiendo por debajo del cristal del marco, se aclararon hasta volverse de un blanco amarillento, y los rostros de la foto se desdibujaron. Por un instante, por toda la eternidad, deseé salvar la foto del fuego. Para que me quedara algo. Pensaba que, si desaparecía la foto, las personas que había en ella desaparecerían también. Se perderían en algún abismo del que jamás podrían regresar. La foto estaba tomaba en las cataratas del Niágara, en Canadá, poco antes de que Agnes y yo subiéramos a bordo del Maid of the Mist para navegar por debajo de las cataratas. Al fondo estaban el museo de cera, Starbucks, Imax, Hard Rock Café, Planet Hollywood, la noria, hoteles que anuncian camas de matrimonio con forma de corazón y jacuzzi, restaurantes, un casino, luces de neón multicolores bajo un sol brillante y decenas de miles de turistas con sonrisas de oreja a oreja. En uno de los hoteles asomaba nada menos que King Kong. Todo ardía. En primer plano estamos Agnes y yo con impermeables azules desechables. Ella me tiene cogida la nuca con la mano derecha, me atrae hacia ella y me besa en la oreja. Yo sonrío como un tonto. Todo es muy irónico. Es el mundo del después. Un mundo de plástico y materiales sintéticos que no dejan sitio a nada que no sea la imaginación arbitraria del capitalismo. Aquí, el mundo ya no siente vergüenza. Yo sonreía estúpidamente en la foto, porque aquel lugar me producía al mismo tiempo temor y éxtasis. Además, es el testimonio de un exceso descomunal. Como una peineta que llega hasta el cielo. Como un dedo corazón que alcanza las nubes. Y al tiempo, es liberador. Como si aquí no tuviera que sentir vergüenza. Como si aquí tuviera total libertad para gozar. Agnes también aparece divertida en la foto. No es el lugar lo que la alegra. Las cascadas le parecen espectaculares, pero el entorno le parece de mal gusto. Incluso penoso. Y ver a su chico perdido en una alegría desvalida la llena de dicha. Yo intento parecer irónico, pero ella se da cuenta de que es una pose artificial. La sonrisa no es una simple mueca, es una sonrisa de verdad. En mis ojos brilla la felicidad. Parecía a punto de echarme a llorar. Ella solo me ha visto llorar en una ocasión, y no fue nada divertido. Me descontrolé y estuve como una hora llorando sin parar. Las convulsiones de los sollozos casi ni me dejaban respirar. Ella no recordaba ya la causa de mi llanto. Por eso me coge la nuca y me besa en la oreja. Para que no me eche a llorar. Cuando la fotografía se fundió y desapareció y las llamas empezaron a destrozar el marco y el cristal ennegrecido, solo deseé tener una foto de la monja que nos la sacó. Quizá para poder olvidarla también a ella. Para que desapareciera en la pira. Para que yo dejara de recordar su hábito azul debajo del impermeable transparente, para dejar de recordar que estaba bañada en sudor, con sus gafas de pasta de montura muy fina, y tan sonriente como las demás personas de la cola. En cuanto puso el dedo en el disparador, Agnes me cogió por el cuello y me metió la lengua en la oreja. Ahora pienso si habría debido sentir vergüenza. En aquellos momentos, ni se me pasó por la cabeza; yo no era yo. Pero la monja no dejó de sonreír pese al lametón del que había participado, aunque no de forma directa. Le devolvió la cámara a Agnes y dijo algo en italiano. A lo mejor, que hacíamos buena pareja. A lo mejor, que la foto había quedado muy bien. Y a lo mejor dijo que los esclavos de la carne arderían en el infierno. Pero no dejó de reír en ningún momento. Yo corrí descalzo hasta el dormitorio entre las llamas del salón y cerré la puerta. Luché allí, agitando brazos y piernas, contra llamaradas imaginarias, y me dejé caer sobre la cama matrimonial. Me tapé la cara con las manos, cerré los ojos e intenté insuflarme valor para cambiar de rumbo. Al otro lado de la puerta del dormitorio ardía todo lo que había sido mío. Todo lo que había ido acumulando a lo largo de casi treinta años. Ahora había que pasar página y no tenía más remedio que tomar una decisión sobre lo que debía hacer en esos momentos. No es que ella hubiera actuado a mis espaldas. Claro que lo hizo a mis espaldas. La gente está siempre haciendo cosas a espaldas de los demás. En las relaciones amorosas, la gente esconde como puede todo lo que pueda herir al otro. Y a mí no me hería que Agnes hubiera actuado a mis espaldas. Era como si fuera una obligación de ella hacia mí —no es que saberlo me fuera a gustar ni divertir—. No, no es que hubiera actuado a mis espaldas. Eran tonterías. Es que había dejado a otro que se la tirara. Y nada más. Me dicen que el hombre contemporáneo —el varón, claro— atraviesa una crisis histórica. Que está lleno de dudas sobre su virilidad. Que no sabe si tiene que ser enérgico o tierno. No sabe lo que se espera de él. Cualquier decisión será descarada. Todas las certidumbres, arrogancia. Todos los deseos, aberrantes. En sí no existen argumentos significativos que respalden esas ideas. Pero, de una u otra forma, allí, en medio de las llamas, yo tenía la sensación de que todo se refería a mí. Quizá a otros también. Pero sobre todo a mí. Era yo quien estaba hecho pedazos. Por algún motivo, no podía imaginar nada más horrible que convertirme en un cornudo. Lo peor, a mis ojos, era sentir lástima de mí mismo; pero no podía hacer nada para evitarlo. Probablemente no podía culpar a nadie más que a mí mismo. Pero no sabía si debía reprocharme haber arrojado a Agnes en brazos de otro por ser tan poco emocionante e incluso aburrido; o si debía reprocharme no haber descubierto antes el engaño; o si debía reprocharme no haberlo hecho nunca. Eso. Engañarla. Lo dicho. Por ejemplo, con una nazi. Rebusqué en el cajón de mi mesilla de noche. Debajo de libros sin leer, cajas de analgésicos, bolígrafos y lápices, estaba mi pasaporte. Lo abrí deprisa, con dedos temblorosos, y miré mi foto. No estaba tan guapo como recordaba. Estaba feo. Pero tenía que aguantarme. Rebusqué en el cajón de la mesilla de Agnes. Cogí el anillo de pene. Lo palpé. Lo olí. Me lo puse en la palma de la mano, lo apreté entre los dedos y me golpeé la cara con él, con todas mis fuerzas. Hice una mueca y lloré. Volví a golpearme. Volví a hacer una mueca y lloré más. Me golpeé por tercera vez. Sentía deseos de gritar, pero no conseguía tomar suficiente aire para hacerlo. El mundo no estaba quieto, sino en movimiento. El mundo seguía adelante, pisoteaba nuestro pasado y nos dejaba una y otra vez sin nada. Sin raíces. Sin memoria. Nos hacía huir gritando cada vez que pensábamos que llegaríamos a ser algo. Que las penas de nuestro viaje iban a encontrar alivio. Pero nunca se alivian. Me metí el anillo de pene en el bolsillo y volví a ponerme de pie. Temblaba y me estremecía. Di saltos agitando los brazos como un campeón de boxeo camino del ring. Clavé los ojos en la puerta del dormitorio. Tiré de la manga del jersey para cubrirme la mano y no me quemé con el tirador caliente. Abrí la puerta y volví corriendo a la cocina, cogí el cargador, que estaba en la ventana, y salí al vestíbulo. Aparté a manotazos llamas imaginarias, me puse el abrigo de terciopelo, comprobé que tenía las llaves del coche y la billetera, me puse los zapatos y salí. Detrás de mí quedó la casa en llamas. A veces, las cosas suceden tan deprisa que no somos capaces de hacer nada para evitarlas. El momentum de la historia de la humanidad aprieta también sus garras sobre aquellos de nosotros que parecemos más insignificantes en el gran marco global, y nos arroja hacia lo desconocido. Dos horas después estaba en el aeropuerto Leifur Eiríksson con una taza de café de 600 coronas delante de mí, esperando para embarcar en el primer avión que saliera del país. Cuando recorrí el largo corredor para llegar a mi puerta de embarque, saqué el móvil, lo apagué y lo tiré a la basura.

 

CAPÍTULO 8

Agnes y Ómar estaban sentados en la oscuridad con la mirada fija en la pantalla blanca. Miraban a Tom Cruise, que los miraba a ellos. Ómar pasó la mano por el brazo del sillón, la movió un poco hacia el regazo de Agnes y le cogió la mano. Para recordarle que él era de carne y hueso.

Tom Cruise estaba sentado en la pantalla, en Túnez, escribiendo cartas. A su lado ardía una lámpara de aceite y, de vez en cuando, la cámara enfocaba la llama, que bailaba sin parar. Un monólogo interior en alemán seguía a la escritura de cartas. Tom Cruise había estado practicando. Se esmeraba mucho. En hablar alemán. Y quizá algunos espectadores tuvieran la sensación de que la voz estaba mal, pero esa película de nazis no estaba en inglés, sino en alemán. No había solo gente guapa y explosiones impresionantes. Y enseguida se oyó otra voz —la misma voz— que poco a poco dominaba a la primera. Cuando Tom Cruise I dijo Quälerei, Tom Cruise II repitió como un eco, torture. Las voces coincidían un momento y antes de darse ni cuenta, Tom Cruise estaba escribiendo en voz alta, en inglés. En americano. Los espectadores respiraban aliviados, porque, además, la parte en alemán no estaba subtitulada.

Ómar recogió la mano y se metió un dedo en la nariz. No tenía que preocuparse por Tom Cruise.

***

El judío era el presente encarnado —el pensador, siempre dispuesto a incrementar sus beneficios, capaz de un pensamiento innovador, capaz de abrazarse y negarse a sí mismo al mismo tiempo—. (Ahora hablamos del judío en pasado, como si estuviéramos en Varsovia, pero aquí no había judíos ni hay judíos). Un único judío puede someter a toda la sociedad. Un único judío era suficiente para contaminar el alma de la nación. El judío era el presente encarnado y el mundo le rechazaba.

***

Agnes Lukauskaite escribió su trabajo de fin de grado sobre la colaboración de los habitantes de Jurbarkas con el Einsatzkommando Tilsit en el asesinato masivo de judíos y otros indeseables del antiquísimo shtetl y sus alrededores. No resultó nada agradable, porque la mitad de las personas que identificaba eran parientes suyos, cercanos o lejanos.

Solo vio una vez a Vilhelmas Lukauskas. Por entonces era un anciano senil, sentado en una silla de ruedas, que no pronunciaba una sola palabra ni daba señal alguna de reconocer a su nieto, Kestutis, aunque le había enseñado a nadar en el río Niemen treinta años atrás, antes de que se transformara en un vertedero, le había enseñado a buscar setas y yerbas, le había enseñado los ejercicios de Müller y los cuentos populares —e incluso los principios básicos del arte de la imprenta—. Cuando Agnes fue a ver a Vilhelmas, este vivía en otro mundo, era un anciano baboso —eso seremos todos al final, incapaces hasta de limpiarnos el culo sin ayuda.

Agnes terminó el trabajo de grado en la primavera del 2007 y empezó a trabajar en su tesis de máster a mediados de verano, antes incluso de comenzar las clases. Quería escribir sobre los nazis en Islandia. No sobre nazis muertos —esos tíos embobados por los uniformes que marchaban Laugavegur arriba y abajo con su gorra de visera como los elegantes de Europa—. Ni sobre el interés de Himmler por Islandia. Ni por los islandeses de los campos de concentración, como prisioneros o como guardias, ni sobre los judíos devueltos a Dinamarca y tampoco sobre los islandeses de las Waffen SS —pese a que uno de ellos hubiera sido hijo de un presidente del país.

***

Los gitanos eran más bien como ratas. (Seguimos hablando en pasado; aunque los gitanos sean expulsados regularmente del país, extirpados como simples forúnculos). Individualmente eran prescindibles, pero el peligro radicaba principalmente en que se dedicaban a reproducirse a toda prisa (como… ratas. Por eso hablamos de ellos en plural). Los gitanos viven fuera del presente, aún no han llegado hasta aquí.

***

Su idea era escribir sobre nazis de carne y hueso. Chicos y chicas jóvenes y fuertes que podrían moldear el futuro. Pensaba escribir de los ultraderechistas y los populistas en el seno de los partidos políticos. Naturalmente, tendría que ir con cuidado en las definiciones —no estaba nada claro que le fueran a permitir que colgara la etiqueta de nazi a todos los populistas racistas que le apeteciera—. Pero tenía intención de poner de relieve los nexos ideológicos. Que, aunque en los últimos años los racistas han optado por vías menos radicales para conseguir sus objetivos, estos no han cambiado, ni las consecuencias son mejores. Tenía intención de poner de manifiesto que los racistas islandeses eran parte del mundo cultural europeo que apoyaba los crímenes y la ausencia total de humanidad, aunque, ahora, cometer atrocidades fuera un derecho exclusivo de las autoridades fronterizas, los burócratas de las oficinas de inmigración y los gobiernos más allá de las fronteras de Europa, que estaban obligados a cometer graves delitos contra aquellos de sus propios súbditos que intentaran salir del país.

Y es por esa razón por lo que, entre otras cosas, fue a hablar con Arnór. Este era uno de los poquísimos neonazis islandeses, si no el único, que no escondía sus ideas («Yo digo lo que todos pensamos. Lo que piensas tú también, en el fondo. A menos que seas más princesa judía de lo que yo creía. No es ningún delito decir la verdad») ni tenía un coeficiente intelectual de chichinabo, al contrario de lo que era habitual.

***

También el musulmán es (en presente, singular y con artículo) una especie de bárbaro. Su meta es llevar a cabo un «genocidio demográfico» reproduciéndose (como ratas), pero además pretende convertirnos al islam. No es una persona del presente, vive en el presente, pero lo rechaza. Y nos cautiva con la firmeza de sus valores, su solidez y su fortaleza de ánimo. Nosotros no creemos en nada tan firmemente como para poder lanzar un avión contra un edificio con el propósito de impulsar el avance de nuestras ideas. O hacernos estallar dentro de un autobús. Por algo. Aunque no sea nada más que para salir en un programa de televisión. Para nosotros, es sencillamente demasiado.

***

Después de comerse los morros en su primera cita y de ir al cine en la segunda (no incluyo entre las «citas» la cola de los taxis), en su tercera cita, en la zona de marcha de Reikiavik, Ómar y Agnes decidieron hacer una excursión en coche. Agnes fue a buscar a Ómar a su casa de Þingholt por la mañana, muy temprano, y se pusieron en camino hacia Fljótsdalshérað, al este del país. No pararon ni una sola vez en todo el camino, pues tenían bastantes horas de viaje por delante. Estuvieron charlando sobre el Holocausto, como suelen hacer los enamorados.

—Victimología comparada —dijo Agnes—. En el extranjero lo llaman comparative victimology —bajó el cristal de la ventana, encendió un cigarrillo y echó el humo hacia el aire gélido.

—Y se dedica a…

—… a probar o desmentir que algo es genocidio u holocausto.

—¿Es una disciplina seria? —Ómar extendió la mano para gorronearle un cigarro. Agnes se inclinó sobre el salpicadero, cogió el paquete y el encendedor y le puso las dos cosas a Ómar en la mano.

—¿Estás loco? Es más bien un pasatiempo, transversal a varias disciplinas —prosiguió Agnes—. Historia, sociología, politología. No bajes el cristal. Hay demasiada corriente.

—¿Entonces, no quieren reconocer, por ejemplo, que el genocidio de los armenios fue un holocausto?

—¡Ja ja! ¡Muy bueno! La palabra holocausto no tiene plural. No existen «holocaustos». El genocidio de los armenios no está reconocido como genocidio.

—¿Por qué no? ¿Y qué es, entonces?

—No me acuerdo. Tragedia. Crimen. Crimen masivo. Persecución. Pero genocidio, no. Existe toda una industria basada en souvenirs del Holocausto, baratijas y cachivaches relacionados con el Holocausto, aparte de los libros y otros trastos, congresos y especialistas que se ganan el pan con el Holocausto. Y ninguna de esas cosas funciona a menos que el Holocausto sea único e incomparable.

—…

—… la gente discute acaloradísimamente sobre esas cosas. Las discusiones sobre la segunda guerra mundial giran en torno a las virtudes y los defectos de los distintos tipos de tanque, y la discusión sobre el Holocausto gira en torno a la posibilidad o la imposibilidad de compararlo con alguna otra cosa.

—¿Y no se puede?

—No, exacto. No se puede.

Agnes y Ómar pasaron a toda velocidad por delante del Jökulsárlón sin detenerse. Los azulados y antiquísimos hielos del glaciar se deslizaban por la laguna y desde la carretera se oían voces de focas excitadas.

***

«Alterización» se llama al arte de aparentar que el mundo está compuesto por personas fundamentalmente distintas de uno mismo. Los otros son peligrosos, tontos, malos, estúpidos, tienen intereses que ponen en peligro nuestra visión del mundo, y así sucesivamente. Curiosamente (y comprensiblemente, añadiríamos), los populistas (léase: «nazis») se ven repetidamente «alterizados» (y son, además, peligrosos, tontos, malos y estúpidos al mismo tiempo).

***

La serpenteante carretera de la costa sur le recordó a Agnes una película islandesa. Tenía la impresión de haber visto ya ese paisaje desde un helicóptero, con un tiempo magnífico, y los bancos de nubes apoyándose, como almohadones de plumas, sobre el horizonte, rodeados por un cielo lila, formando un increíble paisaje lunar que dejaba a los turistas sin respiración. Esta montaña es increíblemente bella, decían los turistas. Estamos a punto de echarnos a llorar, añadían unos mirando fijamente a Agnes, esperando que ella les mostrara su aprobación. Sí, es totalmente justificado que te eches a llorar por mis montañas, se supone que debía decir ella. Son las montañas más majestuosas del mundo. Un paraíso en la tierra. Pero sentía repugnancia ante semejante patrioterismo. Podía alzarse en defensa de la pequeña Islandia cuando la criticaban —y lo mismo le pasaba con Lituania—. Pero no podía compartir de ninguna forma, ni por lo más sagrado, los jadeos de los turistas.

Miró de reojo a Ómar, que estaba mirando por la ventana sin hacer ni el más mínimo gesto. Parecía haber dormido regular. A menos que la noche antes se hubiera metido en el cuerpo demasiadas cervezas. Ella decidió no preguntar nada y dejarle que siguiera mirando por la ventana para contemplar aquel paisaje de película.

***

Los «otros» de los populistas incluyen, entre otros, a modernas que apoyan el multiculturalismo, terroristas con turbante llegados de Kebabistán, burócratas de la Unión Europea, capitalistas «corruptos», la élite de los medios de comunicación, la élite universitaria, la élite cultural, la élite política, tíos blancos de mediana edad, siempre cachondos, sudorosos y de espaldas peludas, vecinos malcriados e impertinentes, «emigrantes económicos» (solicitantes de asilo y refugiados), heavies, minusválidos, feministas radicales y «mendigos agresivos» (gitanos).

 

***

A mediodía llegaron a Skriðuklaustur.

—Fue por aquí, en algún sitio —Agnes señaló la ladera.

—Absurdo.

—Ya lo sé.

—¿Y qué se supone que estaba haciendo él aquí?

—Nada. O, bueno. Ya lo sabes. Huir. —Agnes se encogió de hombros—. Solo fueron a comprobarlo. Pero, naturalmente, estaba en su búnker de Berlín, aunque entonces no lo sabían.

—… Y pensaban que un escritor islandés tenía a Adolf Hitler escondido en el sótano de su casa, en pleno culo del mundo, en los límites del mundo habitado…

—Podría haber sido así, perfectamente. Rudolf Hess se tiró en paracaídas sobre los campos de Escocia.

—Pero ¿esconderse en Islandia? Eso es totalmente absurdo.

—Radovan Karadzic se escondió en Belgrado haciéndose pasar por médico homeópata. Los caminos de la maldad son inescrutables. ¿Vamos a echar un vistazo? Cogió la manilla de la puerta y la abrió; el frío de febrero entró a raudales en el coche.

***

La regla de oro del periodismo es esta: Es noticia que un hombre muerda a un perro; no lo es que un perro muerda a un hombre. La regla de oro del periodismo amarillo («la regla amarilla del periodismo») es esta: Todo lo que yo desee es un-hombre-muerde-a-un-perro, aunque sea un-perro-muerde-a-un-hombre. Esto se consigue haciendo que parezca que todo lo que escribes y publicas es algo único y especial, aunque sea la regla (un-perro-muerde-a-un-hombre) y no la excepción (un-hombre-muerde-a-un-perro).

***

Agnes se sentó sobre la nieve y encendió un cigarrillo. Ómar le cogió otro.

—Siempre estoy intentando dejarlo —dijo—. Siempre estoy dejándolo. Y volviendo a empezar. —Dio una calada—. En realidad, me da asco. No sé por qué siempre vuelvo a empezar.

—¿A lo mejor porque fumar es adictivo?

—¿Crees tú?

—Ya lo sabías, ¿no? Ya te habías enterado, seguro.

—Bueno, sí, lo oí en algún sitio. Y que es malo para la salud.

—Terriblemente letal. La gente muere.

—Todo el mundo muere.

—La gente muere antes.

—¿Antes de qué?

Agnes calló.

—Qué curioso —dijo al poco—. Mira. —Echó el aire por la boca y, con el frío, el aliento se transformó en neblina—. No importa si soplo humo o aire. Son exactamente iguales.

***

Por lo que a mí respecta, se podría proclamar la siguiente afirmación: Quien vive en una sociedad donde un-hombre-muerde-a-un-perro es siempre noticia, pero un-perro-muerde-a-un-hombre no lo es nunca, podría pensar que, prácticamente en todos los casos, la sociedad en la que vive está mucho más trastornada de lo que lo está en realidad. Pensará inevitablemente que la excepción es la regla y que los perros corren gran peligro por culpa de las personas.

***

En el viaje de vuelta aparcaron el coche al lado del Jökulsárlón. Agnes sacó del maletero los sacos de dormir, bajaron el respaldo del asiento trasero y se echaron a dormir en el maletero.

—¿Por qué se tiró en paracaídas Rudolf Hess sobre Escocia?

—Uf. —Agnes levantó los brazos—. Ojalá lo supiera. Entonces podría escribir un libro y ganaría montones de dinero. —Se quitó el jersey dentro del saco y se entretuvo en desabrochar el sujetador en la oscuridad. Ómar se limitaba a mirar la noche.

—¿Nadie lo sabe?

—Del todo, no. Algunos dicen que quería negociar la paz con los ingleses. Otros, que se había peleado con el Führer y decidió desaparecer. Lo único que se sabe es que, en plena guerra, el líder número dos del Tercer Reich apareció en un lugar perdido de Escocia y pidió que lo llevaran ante lord Hamilton.

—¿Lord Hamilton? —Ómar se volvió hacia Agnes, que estaba hecha un ovillo con la espalda hacia él, sin conseguir soltarse el sujetador. Ómar cogió el cierre y tiró, uno de los cierres se soltó y la golpeó.

—¡Ay! —gritó Agnes cuando la tira le golpeó la espalda. Se dio la vuelta con un gesto de fastidio.

—Perdona.

Agnes hizo un gesto para decir que no pasaba nada.

—Lord Hamilton tenía muchos amigos alemanes —sonrió.

—Vaya. —Ómar se quitó el anorak y bostezó.

—Pero Hamilton reconoció a Hess, que había dado un nombre falso, así que lo metieron en la trena. Y allí tuvo que seguir hasta que murió de viejo en algún momento de los años noventa. Se había vuelto senil mucho antes del final de la guerra. Ya sabes, lo declararon loco. Quedó libre de todos los cargos. En Núremberg. Dijo que no recordaba nada. Dijo que no reconocía a su hijo ni a su propia esposa. Hasta sus colegas del Tercer Reich estaban convencidos de que se había vuelto loco. Totalmente gagá. Solo decía cosas sin sentido, soltó algo así como que le habían echado veneno en las galletas, y mencionó una conspiración de los judíos —que habían envenenado a Hitler y lo habían obligado a construir campos de exterminio y a matar judíos para detener el avance del nacionalsocialismo de una vez por todas—. Y los jueces de Núremberg lo declararon inimputable. Y fue un escándalo, claro, eso de no condenar al número dos del régimen. Pero entonces pidió que le dejaran hacer una declaración, confesó que lo recordaba todo y que a partir de ese momento diría la verdad sobre todo lo que había pasado. Y que todo había sido una simple broma.

—Una simple broma.

—Ya me entiendes. Fingiendo.

—Mierda.

—¡Pues sí!

Ómar se bajó los pantalones y se echó encima de Agnes, que le abrazó con un cálido suspiro.

***

La prensa amarilla (¡que te está espiando!) no alteriza todo lo que existe en el cielo y la tierra para poner de relieve lo que es único. Pone de relieve las diferencias (hombre-muerde-perro) y no las semejanzas (perro-muerde-hombre). Si habla de un «extranjero» que se supone que ha hecho algo, suelen añadirse declaraciones (recogidas de labios de «vecinos» anónimos), afirmando que en su apartamento se oían con frecuencia «músicas raras» o se notaban «olores extraños», como si fuera evidente que alguien que se empapice de estofado de bacalao con bechamel a todas horas mientras escucha rock islandés a todo meter no puede ser culpable de nada (a menos que se pueda demostrar de forma incontrovertible que su interés por el rock islandés y el estofado de bacalao con bechamel sea «extraño» por algún motivo).

***

Ómar y Agnes decidieron apartar la segunda guerra mundial durante su cuarta cita, y simplemente se fueron a comer. Hamburguesas, patatas fritas y Coca-Cola grande con pajita. Mucha salsa cóctel, ensalada de col y pepinillos. Si no hubiera estado prohibido fumar en el interior de los locales, habrían acabado echando la ceniza en las sobras pletóricos de felicidad.

—Una vez le recomendé este sitio a dos turistas —dijo Ómar—. Andaban buscando «comida islandesa».

Agnes rio.

—No, lo digo en serio. Esto es lo más islandés que conozco. «Patatas fritas, salsa y ensalada». Lo dicen las crónicas. —Canturreó: ¡Es el mejor el mejor el mejor el mejor chiringuito en el que he estado y se come fenomenal!

—En la película esa, ¿no les entraba diarrea a todos?

—¿En aquella que se llamaba Todo está claro?1

—Sí. ¿No habían echado laxante en la salsa cóctel?

—Ah, sí, es cierto. Pero no por eso es menos islandés. Tan islandés como Bubbi Morthens y Dallas.