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—Yo también trabajé en una librería —dijo Ómar al poco.

Agnes no respondió.

***

Décimo primer intento de contextualización.

Da exactamente igual lo que queramos comparar con el Holocausto: todo parece minúsculo, e incluso justo y bello. Los violadores de niños nunca han llegado a matar a millones de personas por la única razón de pertenecer a determinada tribu. Tampoco los necrófilos. La crisis financiera fue mala, pero no fue nada en comparación con la hiperinflación de Alemania, que costó decenas de millones de vidas. El artista que mató de hambre a un perro en una galería de arte era un imbécil desequilibrado, pero ¿habéis visto las acuarelas de Adolf Hitler? Lo peor de padecer cáncer de testículos es convertirte en alguien como él. Aunque él nunca padeció cáncer: el testículo lo perdió por un disparo. Eso dice la historia (yo no sé si es verdad).

***

—¿Qué quieres decir con eso de que intentaste que no te afectara demasiado? —preguntó Agnes cuando el silencio se estaba haciendo ya incómodamente largo.

—¿Que no me afectara qué?

—Que tus padres se hubieran reconciliado. Dijiste que intentaste que no te afectara demasiado.

—Sí —respondió él.

—¿No te alegrabas de que tus padres volvieran a estar juntos?

Ómar daba vueltas en el plato a la taza vacía.

—Claro que sí. De verdad. Y me alegro. Pero, ay, es que es muy raro. Se separaron cuando yo tenía cuatro años y se reconciliaron diecisiete años después. Apenas los recuerdo juntos. Cuando se divorciaron no hacían más que machacar con que aquello no tenía nada que ver conmigo. Que yo no era el motivo de su separación. Imagino que es lo que hacen todos los padres divorciados. Y me pasé veinte años con el mismo sonsonete dentro de la cabeza. No es culpa mía, no es culpa mía, no es culpa mía. Pero, a fin de cuentas, parece que todo fue culpa mía.

—No hay nada seguro —dijo Agnes, cogiendo a Ómar por la muñeca para que dejara de darle vueltas a la taza—. Me estás volviendo loca haciendo eso.

Ómar levantó la vista.

—No, no hay nada seguro. Pero ¿no parece razonable? No podían estar juntos, no podían estar enamorados si tenían que dedicarse a educarme. Y en cuanto desaparecí del mapa volvieron a estar coladitos el uno por el otro.

—Tres es multitud —dijo Agnes—. Eres mucho más ingenuo de lo que pensaba.

Ómar se removió en la silla. De pronto se sintió incómodo.

—El alcohol me deja torpe y desnudo —dijo—. La resaca me roba mi escaso amor propio, que suele ser suficiente para que me deje de quejas y no suelte idioteces.

—Eres majo así de torpe y desnudo.

—Vaya. Antes dijiste que era más majo vestido.

—Eso fue solo para chincharte —dijo Agnes.

***

Décimo segundo intento de contextualización.

Estamos hablando del Holocausto. Nadie habría podido prever el Holocausto. Nadie podía imaginar que el odio racial de los nazis pudiera acabar teniendo semejantes consecuencias. El mayor logro del hombre moderno es la modernidad, y en la modernidad no suceden esas cosas. Ni ahora ni entonces.

Cuando Adorno dijo que después de Auschwitz no se podía seguir componiendo poesía, se refería a esto: a partir de ahora no hablaremos en voz alta. No vemos nada, no oímos nada, no sabemos nada y no comprendemos nada. Esto es demasiado doloroso. No podemos más. Ahora, callaremos.

***

Agnes intentaba escrutarle. Parecía tremendamente sensible. Quizá era por culpa del abrigo de marino y del chaleco, que le daban un toque dramático. Y las espesas cejas marrones prestaban testimonio de su pensamiento. A cambio, estaba constantemente jugueteando con algo. Con todo. Cuando Agnes consiguió que dejara de darle vueltas a la taza se puso a golpear rítmicamente la mesa con el dedo. Como para que se durmiera.

—No era mi intención —dijo Ómar— contar cosas personales.

—Dormiste conmigo —dijo Agnes—. Me merezco que me cuentes algo personal de ti.

—¿Que escancie la copa de mi alma?

—Cuando estemos prometidos, quizá.

—¿Que nos prometamos?

—¿Es esto una proposición de matrimonio?

—Qué va.

—Podrías acabar con una tía peor que yo.

—¿Una tía?

—Una chica. Una mujer. Una compañera. Una esposa.

—Es que no estoy acostumbrado a que las chicas de ahora se llamen «tías» a sí mismas.

—Las chicas «de ahora» se llaman a sí mismas lo que les da la gana, déjame que te lo diga.

Luego, la conversación volvió a quedarse varada.

Ómar callaba y jugueteaba con su abrigo. Agnes callaba y miraba por la ventana. Era como si tuvieran miedo de decir algo insulso. Algo cotidiano.

Después de pasar un rato sentados en silencio, dedicaron unos minutos a decir tonterías hasta que Agnes se ofreció a llevar a Ómar a su casa.

—Sí, supongo que será lo mejor —respondió Ómar.

CAPÍTULO 3

Finales del verano del 2012. Fue como si hubiera caído del cielo.

El estudiante finés de intercambio Juha Toivonen estaba sentado en la terraza de madera de la taberna para turistas Olde Hansa, en Tallin, dedicado a escribir su diario, dar pequeños sorbos de cerveza con miel y observar a los turistas. En cierto modo también ellos parecían caídos del cielo. La ciudad estaba vacía en invierno, pero a partir de la primavera iban llegando en barco desde Suecia y Finlandia, en avión desde aquí y desde allá; venían a comer, beber, comprar recuerdos y follar putas. Ómar estaba tan absorto al otro lado de la calle, mirando boquiabierto las casas, que no podía ser otra cosa que un ángel caído del cielo, perdido y sin saber qué hacer, mientras los demás nos reíamos de sus ojos azules.

Juha se puso de pie y bajó de la terraza.

—Llevas una foto de Hitler en la camiseta —dijo.

Ómar no estaba del todo seguro de a quién estaba interpelando. No sabía muy bien lo que pretendía decirle. Pero seguramente sería una de las cosas siguientes:

(a) Si la gente iba por ahí con camisetas de Hitler, él no pensaba quedarse quieto sin más. Sabía perfectamente lo que les había pasado a los que se quedaron quietos cuando Europa empezó a ponerse camisetas de Hitler.

(b) Era una foto bonita. Adolf en un precioso coche alemán de lujo, con el brazo levantado. Un hombre apuesto en un coche bonito. Eso no tenía más relación con la política que la música de Wagner o las películas de Riefenstahl. La belleza era inmortal y los dramas cotidianos, por muy horribles que fueran, no conseguían mancillarla.

(c) Era un acto de libertad. Todas las violaciones de la corrección política representaban un paso hacia la libertad de expresión. Él combatía por la libertad de expresión.

(d) Quería provocar a la gente. No por motivos políticos, sino porque le fastidiaba la gente y quería mandarlos a todos a la mierda. Cinco veces, por lo menos.

(e) Hitler le recordaba a Agnes. A la mierda lo que pensaran los demás. Él no se vestía para los demás. Los demás no tenían nada que entender de su forma de vestir, porque ni siquiera él lo entendía. Y esto era una declaración de amor.

Juha tenía los ojos clavados en Ómar, que se encogió de hombros. Como si no esperase que le fuera a pasar algo así. Como si su intención hubiera sido ponerse una camiseta con el Taj Mahal y se hubiera confundido por la razón que fuera.

Estuvieron quietos un buen rato con los pies sobre los rugosos adoquines de la calle, sin decir nada. Juha esperaba que Ómar dejara de sonreír y dijera algo. Turistas con destinos variados pasaban ante ellos, masticando ruidosamente las almendras asadas que los estonios les metían en la boca a todos los que visitaban la capital. Un grupo de hare krishna se contoneaba calle abajo: hare krishna, hare krishna, krishna krishna, hare rama, hare rama, rama rama. ¿De verdad que esa gente no tenía nada mejor a lo que dedicar el tiempo?

Finalmente, Ómar abrió la boca y empezó a hablar. Por primera vez en muchas semanas, para decir algo en serio.

—Te lo contaré todo —empezó—. Con todos los detalles. Te diré que he visto la «polla» de otro hombre entrando y saliendo del «coño» de mi mujer (es mentira, claro, o por lo menos una exageración, nunca vi nada parecido, aunque querría que te imaginaras esa escena con tanta precisión como yo mismo, porque, en cierto sentido, la auténtica verdad es lo que tengo metido en mi cabeza; lo que sucedió «en realidad» no es más que una ridícula ruptura de la realidad, que no le dice nada a nadie). No es que estemos casados —añadió Ómar al darse cuenta de que Juha podía pensar que era demasiado franco (con todas las exageraciones)—. Además, Arnór era nazi —continuó—. Con un anillo de pene.

Lo único que Juha quería saber era por qué ese hombre nada nazi llevaba una camiseta de Hitler. Porque, aunque sabía perfectamente que esas camisetas las vendían en el puerto, no es que la gente se las pusiera para ir por ahí —estaban reservadas al uso privado, no para exhibirse en medio de los turistas—. No le asustaban ni las descripciones sexuales ni la camiseta, pues había crecido en Joensuu, era un joven de los años de la crisis y conocía personalmente a más neonazis de los que era capaz de contar. Pero Ómar era más bien idiota, un cuerpo extraño, un anacronismo. Por eso habría podido ser alguien en blanco y negro, o de dos dimensiones, o dibujado, o pintado. Él no era un visitante ansioso de conocer la sociedad estonia, como los turistas a su alrededor, sino que había aterrizado allí envuelto en su propia realidad, como una pompa de jabón perpetua.

—Yo no soy raro —dijo Ómar. Juha rio—. No soy raro —repitió—. Estaré perdido, sin blanca, quizá. Un bisabuelo de mi novia murió en el Holocausto, ¿lo he mencionado ya? Y su bisabuela, también. Eso no me parece divertido. ¡Coño! Con lo que te estoy diciendo intento decir algo, pero te juro por lo más sagrado que no sé lo que es. Esa tía me engaña y se tira a un neonazi. ¡Coño! Me gustaría poder ayudarte, pero soy yo el que necesita ayuda. ¿Hacia dónde está Lituania? Tengo que ir a Lituania. ¡Coño! ¿Me ayudas a ir a la estación de autobuses?

 

Juha cogió a Ómar por el codo, le hizo subir a la terraza del Olde Hansa y le hizo seña de que se sentara.

—Ahora bebes algo.

—Pero voy de camino…

—No vas de camino a ningún sitio hasta que nos aclaremos. El que no se aclara no consigue nada por mucho que se le ayude. —Apareció el camarero, que les llevó unas cervezas sin que tuvieran que decirle nada—. Cuando uno es desgraciado, no tiene esperanza. ¿O es al revés? ¿Qué podemos hacer para alegrarte un poco o para despertar en ti nuevas esperanzas, dadas las circunstancias? ¿Quieres ligar?

Ómar sacudió la cabeza y lamió la espuma de su cerveza.

—¿Y comer? ¿Quieres comer?

—Estuve comiendo.

—Fumarte un… bueno, ya sabes.

—No consumo drogas.

—¿No consumo drogas? Tiene que haber algo que te apetezca.

—Ya, sí.

—¿Qué quieres hacer?

—Charlar, creo.

—¿Charlar?

—Sí.

—Yo no soy tu novia.

—…

—¿No prefieres, por lo menos, quitarte esa mierda de camiseta?

—La compré en el puerto.

—Me importa un pito dónde la compraste. Es de pésimo gusto. ¿No sabes lo que les hizo Hitler a los estonios?

—¿Y lo que les hicieron los estonios a los judíos?

—Ómar. Esto no puede ser.

CAPÍTULO 4

Agnes se despertó sobresaltada. Había soñado con la invasión de Polonia. Ella era Goering y no quería ir a la guerra. Le parecía un lío tremendo. Se lo parecía a ella-Goering.

Se pasó la mano por la frente para quitarse el sudor, se levantó y se quitó la camiseta mojada. Abrió un cajón y sacó una nueva. Se frotó los sobacos y se vistió. Bostezando, fue a la cocina y miró el reloj de la pared por el hueco de la puerta. Cinco y media. No había dormido más que dos horas.

¿Goering? Ella no se parecía nada a Goering. Se parecía más a Churchill. ¿Por qué no había soñado que era Churchill? Por lo menos, Churchill era un poco sexy.

También tenía un estúpido aprecio por Chamberlain. Era un idealista. Goering no era más que un nazi. Chamberlain no se había rendido a las mentiras de Hitler como decía la gente. Eso pensaba ella. Ella-Agnes, no ella-Goering. Chamberlain, simplemente, no quería entrar en una guerra, porque apenas habían pasado veinte años desde el final de la primera guerra mundial. Y en esos tiempos (antes de que nadie supiera nada sobre el Holocausto), mucha gente estaba de acuerdo en que una guerra sería mala idea.

Agnes lo entendía.

Chamberlain lo entendía.

Pero Churchill no lo entendía. Churchill era un alcohólico maleducado y borracho.

Y a Agnes eso le resultaba, por lo que fuera, un poco sexy.

Se tomó un vaso de agua, hizo pis y se volvió a dormir.

***

En los años inmediatamente anteriores a la guerra se afirmaba en ocasiones que los islandeses eran los arios más puros y sin mezcla —como sacados de una versión del Anillo de los nibelungos estilo Riefenstahl—. Cuenta la historia que pocas cosas deseaba más el Führer que mantener fuertes lazos con la nación hermana de los islandeses, y tal predilección se manifestaba, entre otras cosas, en el amor de los nazis por las obras de Gunnar Gunnarsson y Snorri Sturluson.

Las ensoñaciones de los islandeses sobre el amor de Hitler por la aislada raza insular, que las malas lenguas consideraban innato, y la pena de desamor que debió de padecer más tarde no reflejaban una verdad auténtica, sino solo el deseo de los islandeses de ser los primeros en todo. Ese deseo aparece por toda la historia de Islandia y puede afirmarse que, cuando los conservadores de todo el mundo aún se atrevían a coquetear abiertamente con el fascismo, un gran pensador político lo convirtió en un gran acontecimiento.

¡Oye, que no, que los favoritos somos nosotros! ¡Qué bien!

***

Habían invitado a Agnes a visitar el «club» una tarde. El «club» era un garaje de Hveragerði, marcado exteriormente con una cruz solar, poco llamativa, encima de la puerta. Allí se reunía gente (o «la gente») que se definía a sí misma (voluntariamente) como seguidores del nazismo.

Era viernes por la tarde. Llamó a la puerta. Agnes volvió a llamar, pero no contestó nadie. En vez de golpear la puerta por tercera vez, abrió sin más y se adentró dos pasos en el garaje.

Los nazis estaban tan enmoñados y demacrados como había imaginado. Como si tuvieran por costumbre vivir enmoñados y demacrados. Como si tuvieran la costumbre de estar demacrados, con la piel hinchada y los ojos inyectados, como si tuvieran la costumbre de estar en movimiento constante, como si sus miembros se hallaran en constante estado de desasosiego, como si sus movimientos, sus palabras y sus actos fueran involuntarios. Con un toque de síndrome de Tourette y un poco de esclerosis múltiple y un toque de psoriasis y un toque de parálisis cerebral y una pura y simple mierda de desventura generalizada. No activa, como en el caso de Arnór, no llena de voluntad y fuerza vital, sino fruto de la inconsciencia y la sordidez. Ella no osaría decirlo en voz alta por nada del mundo —porque todo eso era un componente del esencialismo biológico de los racistas—, pero esa buena gente era pura basura.

***

Los islandeses eran un pueblo enano luchando una guerra por su independencia, lo que para los locales era siempre cuestión candente, fuera cual fuese la realidad. El mensaje nacionalista de los nazis tenía el camino abierto a los corazones de (algunos/muchos) compatriotas. Quizá, a los islandeses les resultaba difícil identificarse con el odio racial y la xenofobia —los islandeses casi ni sabían que existieran países extranjeros, pues en esa época Islandia no era un destino turístico popular y eran poquísimos los islandeses que viajaban—, pero el chovinismo hacía sonar todas las campanitas en el alma de la nación islandesa.

La ignorancia del racismo no impidió, sin embargo, que los islandeses devolvieran emigrantes judíos a Dinamarca, sin problema alguno de conciencia. En realidad, los islandeses aún no han aprendido nada y siguen expulsando a las tinieblas exteriores a extranjeros sin hogar (si se me permite moralizar un poco, desviándome del hilo del relato). Y quizá no hace falta saber nada de la existencia de países extranjeros para no querer saber nada de ellos.

***

En las paredes había cruces gamadas, cruces solares, banderas confederadas, pósters de Screwdriver y Prussian Blue, dibujos de Mahoma de Kurt Westergaard y Lars Vilk, la bandera islandesa, una placa de White Pride y una calavera de Combat 18 Totenkopf, en metal plateado. Coleccionistas de cachivaches, pensó Agnes. Para reforzar y enfatizar la debilidad de su autoestima. Era la misma tendencia visible en los adolescentes que tapizan sus dormitorios con Justin Bieber, Michael Jackson, los Sex Pistols y chicas desnudas.

Agnes carraspeó y los nazis dejaron de mirar sus latas de cerveza para mirarla a ella. Eran quince en total. Cuatro de ellos, mujeres (tres novias y una hermana). Agnes tuvo la sensación de que unos y otras estaban más o menos desdentados. Pero no debía de ser así. Tenía que ser pura imaginación. Prejuicios. Volvió a carraspear, puso un pie delante de otro y se zambulló en el odio y la estulticia del brazo en alto.

***

Otto Rahn, medievalista y oficial de las SS, visitó Islandia en el año 1936. Era un hombre hambriento de aventura y viajó por el mundo entero. Se le ha mencionado muchas veces como el modelo más claro de Indiana Jones (aunque los productores de sus películas lo niegan, como sería de esperar).

Otto Rahn describió su estancia en Islandia como sigue:

«Estuve casi al borde de la enajenación mental. Pero ¿por qué? Había soñado con este país de cuento, y de pronto me encontré en un país sin cuentos. La inacabable soledad de esta isla desolada en el último confín de las tinieblas del mar helado se adueñó de mí con poderoso abrazo. […] Quise «volar» como Lucifer, pero me mareé. Dondequiera que fuese, dondequiera que me detuviese, pensaba y reflexionaba: todo me atraía hacia aquí durante años. ¿Son estas las playas de Islandia? ¿Es esta la isla de Thule, por la que Piteas puso su vida en peligro? […] Lo que me rodea es una realidad horrible y despiadada. Ni un árbol, ni un bosque, ni una flor, ni un campo cultivado. Casuchas miserables, construidas sin pies ni cabeza, unas sirven de oficinas, otras como tiendas de modas, otras son redacciones de periódicos, cinematógrafos. Todo produce la impresión de algo aberrante, desarraigado, de algo que llegó a ser como es sin que nadie lo pretendiera».

***

—Lo cierto es que todo está lleno de violadores y camellos —dijo Jónas.

Agnes se reprimió para no escupirle a la cara, para no arrearle una bofetada, se contuvo (intentaba que el desprecio no la enfureciese, para poder sacarle algo).

—La gente honrada prefiere no salir de casa —continuó él—. No se dedica a joder a los demás. La gente honrada quiere vivir con su familia. Pero tampoco es eso solo —añadió—. No solo la droga y la violencia. Sabes, cuando oigo a los tailandeses esos intentando hablar islandés, ya sabes, en una tienda o así. Quinsimil colona, o quieles bosa o algo por el estilo, ya sabes, esa mierda, esos putos ruidos que nadie llama islandés menos quizá esas tiparracas de la Casa Internacional, que tienen todas el cerebro lavado. Cuando oigo a esas tías intentando hablar islandés, me dan ganas de vomitar. Sé que suena jodidísimamente mal, pero es verdad. ¿Cómo se puede estar al mismo tiempo orgulloso de la propia herencia y dejar que alguien la maltrate de semejante forma? Y quiero decir que ¿es que no importa nada estar orgulloso de los propios antepasados? Eso es totalmente antinatural. Se me revuelven las tripas. Esto no puede seguir así si esa gente y yo compartimos el mismo espacio. Y yo llegué aquí primero. Mi vida está aquí. Tengo todo el derecho a vivir mi vida. Yo pago impuestos. Mis padres pagaban impuestos. Y sus padres. A lo largo de muchas generaciones, hemos estado viviendo en este país. Y uno ya ni siquiera puede entender a las cajeras del supermercado. Eso es todo menos normal.

***

Y eso, qué. Por supuesto, la historia del amor de Hitler hacia los islandeses no dice nada sobre los auténticos intereses del Führer, sino que es mera copia exacta de la imagen que los islandeses tienen de sí mismos. Es la mirada del gran Otro, que ve una prueba en este orgulloso grito de guerra. Y es que la idea de que el Führer pudiera pensar que una pequeña colonia danesa de sojuzgados campesinos, al norte del océano, fuera un ejemplo destacado de la raza aria es simple y llanamente una estupidez. Claro que Islandia fue un punto de gran importancia táctica en la segunda guerra mundial, pero los islandeses no lo fueron nunca. Islandia era un aeródromo en mitad del Atlántico, pero no una cumbre de la poesía ni de la bravura —ni sangre pura ni límpido ideal.

***

—La gente piensa que no somos más que unos pobres miserables —dijo la chica en voz baja, como si le diera miedo que la oyeran. Se llamaba Sólveig y probablemente era la única allí dentro que no estaba borracha. Ni demacrada. Tenía el pelo rubio (teñido) y dedicaba todas sus atenciones a la misma cerveza desde que Agnes entró en el local una hora antes—. No somos unos miserables, no somos pobre gente. Bueno, quiero decir que sí, claro, vaya, quizá no tengamos unos títulos universitarios de narices… Yo «solo» soy maestra de educación infantil. Y Siggi es «solo» maquinista. Por desgracia, no hemos hecho esos cursos de palabrería barata. Nada de teoría de género ni filosofía barata. Somos gente práctica y hemos aprendido cosas prácticas. Pero los medios de comunicación hablan de nosotros como si fuéramos tontos. Por eso hemos dejado de hablar con los medios.

—¿Yo no soy un medio de comunicación? —preguntó Agnes.

—¿No estás escribiendo una tesis?

—Sí.

—Pues eso no es más que palabrería barata. Lo que quizá sea mucho mejor, en realidad no lo sé. Pero tú no vas a poner una foto nuestra en la portada de DV con un titular diciendo que pensamos que los negratas son idiotas.

—¿Y no pensáis que los negratas son idiotas?

 

—NO. Bueno. No tienen las mismas capacidades. O no les valen para este país. O algo así. Sabes perfectamente lo que quiero decir.

—¿Qué negratas?

—Bah, todos los negratas.

—…

—Ya me has liado.

***

Durante casi mil años, los islandeses tuvieron tan poca relación con el resto del mundo que no se les mencionaba más que como moneda de cambio en la política internacional de los países nórdicos. Pero la confianza de los islandeses en sí mismos hizo que eso los dejara indiferentes, porque son totalmente inasequibles a la burla. En las mentes y los corazones de los islandeses nunca ha habido espacio para otra idea que no fuera que ellos son los mejores del mundo. En lo que sea.

***

Poco antes de medianoche, Agnes se fue del club, cogió el coche y se marchó a casa. Al llegar, se quitó los zapatos, cogió el portátil y se metió en la cama completamente vestida. En Facebook no había nada. O casi nada. Claro que estaba rebosante de vida, de películas en YouTube con gente haciendo volteretas en bicicletas y de caballos tocando el piano. Enlaces a publicaciones académicas y propaganda política, fotos de niños y promesas de corrección y mejora: hacer más footing, hacer más bizcochos, dedicar más tiempo a la familia y, sobre todo, pasar menos tiempo colgados de Facebook.

Es que todos eran tan listos. Sus fotos, tan perfectas. Agnes había leído en algún sitio —en algún sitio, pero ¿dónde?— que en Facebook la gente era totalmente distinta a como era en la realidad. Los insolentes y listos (en Facebook) eran tímidos y reservados (en los bares). Los guapos (en Facebook) eran más gordos, sudorosos y sucios (en los bares). Facebook era fruto de la imaginación. Una pura y simple cáscara, decían los críticos. Pero Agnes pensaba entonces si la realidad no sería también un fruto de la imaginación. Pura apariencia. Meras poses y postureos. Desde los tacones altos que no aguantaba pero que le encantaban, a los vestidos elegantes. ¿Y qué decir de la silicona? ¿Y de esos punks escrupulosamente harapientos o de los que eran listos en la realidad? ¿Era más real ser listo en un pub que ser listo en Facebook? ¿Era más interesante ser guapo en un baile que ser guapo en internet? ¿Por qué? ¿No nos pasaba a todos, que no éramos más que una cáscara?

¿Y qué significaba la cáscara del club ese, las cruces solares y las gamadas? ¿Qué intentaban comunicarle al mundo? Casi creía que estaban pidiendo que los sacrificaran. Puso el documental Männer, Helden und Schwule Nazis, sobre los nazis homosexuales de Alemania, colocó el ordenador a su lado, en la parte vacía de su cama de matrimonio, y se echó el edredón por encima de la cabeza.

***

El amor de Hitler por Islandia se convirtió en desamor porque los islandeses eran demasiado buenos para él. Eran una raza demasiado mezclada, y por eso eran los mejores. La mejor de las razas. No como esos arios asquerosos de sangre pura.

¡A la mierda!

***

Agnes despertó en una clase sobre los bombardeos de Dresde. Se había quedado dormida. Con todo el estruendo. Sintió deseos de levantar la mano y preguntarle al profesor qué había sido de la ciudad. Si aún seguía allí… Si las casas eran las mismas u otras nuevas. Copias construidas a partir de las ruinas originales, o simples fachadas de casas de nueva construcción, como en Danzig. Perdón, quise decir Gdansk.

La obscenidad: tres mil novecientas toneladas de explosivos. Treinta y nueve kilómetros cuadrados destruidos. 39 000 000 de metros cuadrados (lo que corresponde a la superficie que ocupa medio millón de viviendas unifamiliares de tamaño grande). 3 900 000 kilogramos de explosivo. Eso hace en torno a 10 gramos de explosivo por metro cuadrado.

¡10 gramos! ¡Eso no es nada!

Y, sin embargo, fue suficiente para borrar del mapa esa parte de la ciudad. En la posición de Dresde en el mapa tendría que haber un vacío, pero no lo hay. Dresde es una ciudad fantasma. Como Disneylandia. Con la diferencia de que la gente de allí tiene las cabezas más pequeñas y la entrada no cuesta ni un céntimo.

El profesor terminó la clase recordando a los estudiantes que no se podían comparar los bombardeos de los Aliados con el Holocausto, y luego los dejó libres para el rato de descanso.