Madrugada sin retorno

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—Eso, Alcalá Zamora —recalcó mi padre, agradeciendo con un gesto a su nuera por haberle ayudado en su lapsus mental.

—Pero si tú eras muy pequeño, ¿cómo te acuerdas?

—Porque a veces de tanto escuchar y rememorar las cosas uno siente que las ha vivido y yo lo viví, aunque como tú dices era muy pequeño.

—¿Pero tu hermano ya estaba en política? —insistió Alex.

—No, eso fue después de las elecciones, no sé muy bien cómo llegó a ser alcalde y ahora que lo pienso, nunca me lo había preguntado.

Los cafés, dulces y licores que mi madre y Rita nos sirvieron, no interrumpieron la grata conversación. Mi padre estaba retrocediendo a su niñez, a sus recuerdos con sus hermanos y sus padres, a su pueblo, a todo lo vivido en aquellos días tan convulsos, que seguramente, si no hubieran sido así, él no recordaría. Pero la muerte de Pablo y la represión vivida por ser simplemente padres o hermanos del alcalde rojo, les marcaría de por vida. Él, en un empeño provocado, retorcía sus recuerdos para satisfacer la curiosidad de su nieto.

—Pero abuelo, ¿por qué todo se complicó? —Alex quería saber más.

—Porque no querían que los pobres tuviéramos derechos

—contestó tajantemente, pero desviando su vista hacia mi.

—Hijo, exactamente no fue así. —Alex también me miró, los dos estaban esperando mi aclaración, en especial mi padre que sospechaba lo que iba a decir; ya lo habíamos hablado varias veces—. Al ganar las elecciones la gente se echó a la calle. La quema de conventos, la ocupación de tierras y algún atentado por parte de la ultraizquierda no gustaron a la derecha y en especial a una parte de los militares —mi padre movía la cabeza en un gesto de desacuerdo—, luego el asesinato de Calvo Sotelo fue la excusa perfecta para que los militares se sublevaran... —Mi padre me quitó la palabra.

—Ellos unos días antes asesinaron a José del Castillo —replicó—, que encima era Guardia de Asalto, como mi hermano Loren —apuntó.

—¿Qué es un Guardia de Asalto? —Para Alex, esa categoría militar le era desconocida.

—Pues como la policía republicana —le aclaré—. Fueron de los pocos que estuvieron fieles, en su totalidad, al gobierno.

—Ésos fueron los hechos que encendieron la mecha que hizo explotar la guerra —mi padre no quería seguir con la conversación—, si no hubieran sido esos, hubieran sido otros.

—¿Tan importantes eran aquellos dos señores para que hubiera una guerra? —Alex estaba desconcertado, tanta información le descolocaba.

—Calvo Sotelo era monárquico y Castillo, como ha dicho el abuelo, guardia republicano. Pero eso solo fue la excusa para que los militares se sublevaran. La conspiración llevaba tiempo fraguándose, no fue flor de un día. —Mi padre asentía con la cabeza, dando a entender a su nieto de que en eso estaba de acuerdo conmigo.

Echó su cuerpo para atrás, amoldándose al respaldo de la mecedora. Suspiró y bebió un sorbo de agua, dándonos a entender que ya no quería seguir hablando. Hablar durante tanto tiempo de lo vivido no le gustaba. La emoción le embriagaba y le provocaba que también se inundaran sus recuerdos de lágrimas, aunque su carácter no le dejaba mostrarlas.

Memoria

El 16 de febrero de 1936 se celebraron elecciones en España. La victoria del Frente Popular fue por estrecho margen ante la derecha. Esta no tardó en tacharlo de “pucherazo”. Manuel Azaña era el nuevo presidente del Gobierno de la República y, para la España rural, se presentaba un futuro alentador, si la reforma agraria propuesta por la izquierda se llevaba a cabo. Pero no todo tomaría los cauces de la normalidad. Las luchas internas dentro de las izquierdas entre republicanos de clase media, socialistas, comunistas, anarquistas y republicanos de izquierdas, crearon un clima de desacuerdo que lo único que hizo fue favorecer a la derecha. La ultra derecha, desde antes de las elecciones, ya había incitado a los militares para dar un golpe de Estado, aunque éstos eran reacios porque no lo veían claro. Algunos militares, que habían sido “invitados“ a sublevarse lo habían rechazado, otros lo deseaban, agarrándose al descontrol que se había creado desde que ganó las elecciones el Frente Popular, los menos, se postulaban a favor del gobierno constitucional republicano. El gobierno de Azaña y luego de Casares Quiroga, no fue capaz de hacer respetar la Constitución y, con un gobierno que se tambaleaba, surgió un proceso revolucionario que se transformó en huelgas, manifestaciones, incendios provocados de iglesias y conventos, ocupación de tierras, confiscación de propiedades y violencia política. Había programadas elecciones municipales para abril, pero con el caos reinante fueron suspendidas.

Abril de 1936

En el pueblo era alcalde don Salustiano, un burgués de clase media de Unión Republicana. El hombre ya era mayor y la situación política que se estaba cociendo no le invitaba a seguir defendiendo a sus paisanos. Por otro lado, las presiones que recibía por los caciques del pueblo, le convencieron de que lo mejor era dimitir. También al ser anuladas las municipales, vio que era el momento de marcharse y dar paso a sus compañeros de alcaldía de Izquierda Republicana. Dentro del partido nadie quería hacerse cargo de los destinos políticos del pueblo. La situación era complicada, pues la gente de derechas tampoco estaba por la labor de coger la alcaldía con el ambiente tan raro. Todas las miradas se tendieron sobre Pablo. El empuje que le proporcionaba su juventud, hizo de él el único candidato posible, aunque no se pronunciaba. Sus dudas venían por la negativa de sus padres a que fuera alcalde, ellos pensaban que le podía traer problemas. El apoyo familiar venía por parte de sus hermanos, en especial de Pepe, que deseaba que hubiera una pequeña revolución agraria dentro del pueblo.

—Pablo, tenemos que hablar —le dijo su padre, a la vez que se quitaba las alpargatas para descansar sus pies después de una larga jornada de trabajo.

—Usted dirá, padre.

—Sé que a tu edad yo no debo decirte lo que está bien o está mal —Lorenzo hablaba con prudencia a su hijo mayor—, pero no creo que sea el momento de que asumas la alcaldía.

—Aún no he decidido nada —hizo una pausa, sacó un cigarro de la pitillera y ofreció otro a su padre—, pero alguien se tiene que hacer cargo.

—¿Por qué tú? —le increpó su madre—. Digo yo que habrá otro, con tanto listo que hay y solo se habla de ti, ni que fueras la solución a todos los problemas de este jodío pueblo.

—Madre, repito que aún no he tomado una decisión. —Sus palabras pausadas contrastaban con las de su madre, que se alteraba con solo pensar que su hijo pudiera ser el alcalde en tan críticos momentos—. Si la tomara, usted no se preocupe que no pasará nada.

—No pasará nada..., no pasará nada —relataba Luisa—. Mira si está pasando en Madrid, que están quemando conventos y la gente está todos los días de huelgas de esas. Lo que hay que hacer es trabajar porque todos los días hay que comer y dejarse de tonterías.

—Aquí que no venga nadie a tocar a las monjas del convento —apuntó Benita, que estaba al acecho de lo que hablaban sus padres con su hermano —¡faltaría más!

—Si decido ser alcalde, ya me encargo yo de que eso no ocurra, estad tranquilas.

El deseo de las gentes del pueblo y la falta de alguien que se hiciera cargo de la alcaldía, disiparon las dudas de Pablo. También el apoyo de sus hermanos Pepe, Lorenzo y Antonio —aunque este último en menor medida—, le ayudaron a dar el sí. No pasaron tres días desde la conversación con sus padres, cuando en una reunión en el consistorio con Salustiano, el alcalde saliente, y los otros cuatro ediles colaboradores, tomó el cargo. Las reacciones, por la parte pudiente del pueblo, no se hicieron esperar; creando en éstos un recelo que no iba acorde con las intenciones del nuevo alcalde.

—Que se ande con cuidado... por su bien es mejor dejar las cosas como están —le decía don Ubaldo, antiguo matador de toros y el mayor terrateniente de la comarca a Luis, el boticario.

—Anda por ahí alentando a la gente, ofreciendo las tierras que no son suyas —apuntó el boticario, con el culto que le veneraba al mayor cacique de aquellas tierras—. Don Ubaldo, perdone usted que le diga con todos mis respetos, esto no me gusta, los jornaleros andan crecidos.

—Tranquilo, Luis, esto no puede durar mucho y si quieren trabajar tendrán que entrar por el aro y si no que se atengan a las consecuencias.

Pablo sabía que tenía que contar con todos los elementos del pueblo y no tardó en ir a ver a don Ubaldo a la finca que éste poseía a las afueras; no más de un kilómetro la separaban del pueblo. Lo suficiente para que en ese trayecto, el nuevo alcalde, pensara en cómo tenía que presentarse y en lo que le iba a proponer a la persona más influyente de la comarca.

—Buenos días —dijo Pablo al llegar a la casa y encontrarse con el torero retirado. Estaba a la entrada, sentado en una silla, observando todo lo que ocurría dentro de sus posesiones—. Me llamo... —no le dejó acabar.

—Ya sé quién eres, y si vienes a pedirme algo ya te puedes ir por donde has venido—. El recibimiento no fue de lo más alentador.

—No he venido a pedirle nada, tan solo a presentarme, y decirle que los jornaleros están dispuestos a trabajar en sus tierras para sacar el mayor beneficio para ambas partes.

Don Ubaldo era alto, detalle que quedó plasmado al levantarse de su silla. Su rictus serio se endureció al oír las palabras calmadas y serenas de Pablo. No tardó en responder.

—Yo decido cómo trabajo mis tierras y a quién contrato —puntualizó mucho la frase, señalando con la mano la tierra que ambos pisaban, para dejar claro, con el contundente gesto, que eran suyas.

 

—Eso está claro, que las tierras son suyas. Pero el trabajo es de los jornaleros y ellos ahora tienen sus derechos —respondió Pablo, viendo que sus palabras chocaban con la soberbia de aquel hombre.

—A mí, ningún gobierno de ideas marxistas me dice quién trabaja mis tierras —sentenció, dejando a las claras, con su inamovible gesto contundente, de que eran sus últimas palabras.

No valía responder. Pablo había entendido que por muy buena voluntad que él mostrara no le iba a dar la oportunidad de ejercer de alcalde. Se dio la vuelta sin despedirse, tomando el camino de regreso que llevaba al pueblo.

LA SUBLEVACIÓN

El abuelo, después de la sobremesa y de su obligada cabezadita, como decía él, volvió desatado en su narrar. No había terminado de contar detalladamente lo que Alex y yo le preguntábamos, cuando ya se notaba en su rostro que estaba dispuesto a seguir respondiendo a lo próximo que le consultáramos. De vez en cuando tomaba un trago de agua, para aclararse la garganta, porque no quería que nada le entorpeciera su relato. Por otro lado, mi hijo, era una esponja. Absorbía todo lo que su querido abuelo contaba. Incluso llegó a tomar notas, porque todo detalle, nombre o fecha nos podría valer para acometer la tarea que nos había encomendado el día antes.

—Después de que fuera alcalde su hermano ¿qué pasó?

—No sé —le costaba recordar, se puso las manos entrelazadas sujetándose la sien y la vista clavada en el techo del salón, como si aquella postura le ayudara a esclarecer sus recuerdos—. Creo recordar que fueron días intensos. Mis hermanos hablaban mucho entre ellos, solo recuerdo que una vez Pepe y Pablo discutieron.

—¿No recuerda por qué? —pregunté, ante la atenta mirada de Alex, al parecer le sorprendía que los dos hermanos discutieran.

—Pepe se arrimó a algún comunista que conoció en Madrid y recuerdo que mi madre le reprendió por sus ideas tan revolucionarias. Pero eso son algunos recuerdos vagos que tengo, en realidad ellos se llevaban bastante bien. —Se levantó ayudándose con su garrota, fue un momento al baño, no tardó en volver. El breve descanso parecía que le había refrescado la memoria—. Los días posteriores al golpe de Estado fueron muy ajetreados. Yo me tuve que emplear en ayudar a mis padres en el cuidado de la tierra, ya que mis hermanos iban y venían de Madrid, y cuando no, tenían reuniones del sindicato agrario. Pablo se pasaba la mayoría del día en la alcaldía. Entre mis hermanas y yo les suplíamos.

—Abuelo, ¿se acuerda qué pasó el 18 de julio?

—Pues claro que me acuerdo, ¿tú te crees que eso se olvida?

—le miró con rostro enojado, la pregunta de Alex parecía que le había ofendido—. Como tú bien has dicho —me miró —asesinaron a Castillo y luego los compañeros de este a Calvo Sotelo, eso ya dije antes que fue el detonante, pero ya estaban las cosas torcidas. Mi hermano Pablo andaba preocupado o eso creo recordar. Me vienen a la memoria las reprimendas de mi madre a mis hermanos por meterse en política, menos a Loren, porque ella entendía que era su trabajo. —Calló y tomó el aire que por momentos le faltaba. Después de un largo suspiro continuó—. Franco, los moros, la Pasionaria, Azaña, Mola, África, las milicias, la legión... Un montón de nombres y lugares que yo, con diez años, me tuve que familiarizar, se grabaron en mi mente a fuego. No se hablaba de otra cosa. Mi padre no decía nada, pero se multiplicaba en mantener las tierras que nos daban de comer, porque mis hermanos estaban inmersos en los problemas que se avecinaban, porque veían desilusionados cómo los parabienes que se presumían con la victoria del Frente Popular se iban al traste por culpa de los militares y los curas.

—Pero ese día, ¿qué pasó ese día? —Alex insistió en que le contara el día de la sublevación militar.

—En realidad, que yo recuerde, aquel día no pasó nada.— Sus ojos se tornaron cristalinos—. Todo ocurrió después, porque el golpe de Estado fue en serio, y recuerdo cómo mis hermanos, Pepe y Antonio, se alistaron a las milicias con el sindicato agrario, como otros tantos del pueblo. Bajaban a Madrid a la instrucción y volvían por la noche; así todo el verano. Loren estaba casi todo el tiempo en el cuartel, apenas le veíamos.

—Padre, ¿su hermano Pablo no se alistó en ninguna milicia? —quise aclarar mi duda.

—Tu tío no salía del pueblo. Trataba de calmar a la gente, pero creo que debía de andar preocupado. Todos lo estaban.

—Usted siempre me ha dicho que su hermano se ocupó de evacuar a todo el que quiso salir del pueblo —apunté, viendo a mi padre negar con la cabeza.

—Eso fue en el mes de noviembre, antes ocurrieron muchas cosas.

Mi padre llamó a mi madre, que seguía en la cocina con Rita, y ella no tardó en venir. Se levantó del sillón torpemente con la ayuda de mi madre y se fue lentamente a su habitación. Alex y yo comprendimos que ya no nos iba a contar nada más de sus recuerdos. Sin darnos cuenta, se había acabado el día de Navidad, en el que el viejo nos había desembuchado un trocito de su memoria.

Memoria

La violencia política era constante entre los partidarios de la derecha y los defensores del gobierno elegido en las urnas en febrero. Se produjeron varias reyertas en las que los muertos de ambas ideologías se llegaron a contar por cientos. Los cedistas acusaron al gobierno de no controlar a la población e incitaron a los militares a dar un golpe de Estado. La idea de declarar un estado de guerra se venía cocinando desde antes de las elecciones, pero no se encontraba el momento. Franco y Mola eran los cabecillas de la sublevación, con el propósito de instaurar un Gobierno Militar[3]. Al mando estaría el general Sanjurjo, que contaría con el apoyo del 70% de los militares, más los carlistas, los monárquicos, los falangistas[4], y la CEDA[5]. Mola fue el “director” de la trama, que así es como se le conocía. El fin era recuperar los derechos de las viejas clases dominantes y derogar las reformas que había aprobado el reciente gobierno del Frente Popular; apenas habían pasado seis meses desde que se celebraron las elecciones.

El Frente Popular estaba más pendiente de sus luchas internas que de apaciguar a la población. Niceto Alcalá Zamora fue destituido como presidente de la República, pasando a ocupar el cargo Manuel Azaña, que dejó la presidencia del gobierno a Casares Quiroga. Los socialistas no eran parte del gobierno, por deseo propio de Largo Caballero, que buscaba una revolución proletaria, al contrario que Indalecio Prieto, que era más partidario de apoyar a la República. Los socialistas también estaban divididos.

El asesinato del guardia de asalto José del Castillo, por parte de la ultra-derecha, tuvo respuesta un día después con el asesinato del diputado monárquico Calvo Sotelo. Esto provocó a los militares, dando Mola la orden de Estado de Guerra el 17 y 18 de julio de 1936. La primera en sublevarse fue la guarnición de Melilla. Franco no tardó en llegar a Marruecos, procedente de Canarias, a bordo del Dragón Rapid (aunque dudó hasta el último momento en unirse a la rebelión). El alzamiento no triunfó como se esperaba en todas las provincias. Un tercio de la península estaba en manos de los sublevados. En las grandes capitales (Madrid, Valencia, Bilbao, Barcelona...) fracasó. La guerra había comenzado.

18 de julio de 1936

Aquel día María era la muchacha más feliz de todo el pueblo. Su madre había encargado a la costurera que le hiciera un traje; Paqui se llamaba la aprendiz de modista, que aunque nadie le había enseñado el arte de la aguja y el dedal, se daba muy buena mano en componer vestidos. Había sido un buen año de hortalizas, y con la demasía en lo ganado, Luisa compró, cuando fue a Madrid, un paño estampado en la plaza de Pontejos. La chiquilla estaba radiante, y nada más que hacía mirarse en el único espejo grande que había en toda la casa: el del interior del armario de sus padres. Era su primer vestido en propiedad, siempre había heredado los de su hermana Luisina, y que esta, heredaba a su vez, de su hermana Benita, total, que cuando llegaban a ella ya eran de tercera mano.

—Deja de mirarte en el espejo y quítate el vestido, que ya lo estrenarás el día del apóstol Santiago. —Luisa miraba con orgullo a su hija, que ya era una mocita de dieciséis años.

—Por favor madre, déjeme que lo estrene hoy domingo —suplicó María, poniendo todo su empeño en el gesto para convencer a su madre, y ya de paso a su padre, que estaba en la sala.

—Déjala mujer, si total, qué más da que lo estrene hoy o el día del santo.

—Lo que yo digo no vale para nada, siempre está su padre para darle lo que la niña pida por su boca —protestó Luisa, sabiendo que había perdido la batalla desde el momento que María se agarró a su padre para corresponderle con un puñado de besos.

—Antes de irte a misa, te vas a la tienda de Jeremías y traes una libra de harina. —María no dejaba de sonreír; se había salido con su empeño—. Y le dices que te lo apunte.

—Sí, madre.

No había que perder tiempo. Rápido se dispuso a obedecer, pero antes de cruzar el umbral de la puerta, su hermana Luisina se acercó y le dijo algo al oído.

—Ya de paso ves al Pepín, que estará ayudando a su padre.

—A mí ese no me gusta, pero tú si que tonteas con el Tele, que me lo han dicho —contestó entre dientes a su hermana.

—Ja, pero si ese es de tu edad... y un chuleta.

La discusión quedó zanjada cuando Luisa les lanzó una mirada imperativa. Las dos se fueron a realizar las tareas que les había encargado: María a la tienda y Luisina a tender la colada.

Bajó la cuesta que llevaba a la plaza, en los soportales estaba la única tienda del pueblo: la de Jeremías, en la que se podía comprar desde un cuartillo de leche hasta unas alpargatas y enterarte, sin desembolso alguno, de los últimos chismorreos del pueblo.

En el trayecto, de vez en cuando, se miraba su bonito vestido blanco, estampado con flores de distintos colores. Era su gran oportunidad para deslumbrar al tímido hijo del tendero, por el que sentía atracción, aunque se lo hubiera negado a su hermana.

María entró en la tienda con la doble intención de comprar lo encargado por su madre y de ver a Pepín. El ruido que hizo la campanilla al ser tocada por la puerta, fue seguido de un chistar al unisono por varias mujeres, Jeremías y Pepín, que se apiñaban alrededor de una radio que había en el mostrador. El hijo del tendero, al ver que era María la que agitó la sonora campanilla, se espantó cual conejo para ir a esconderse en la madriguera: la trastienda.

—¿Qué pasa? —preguntó en voz baja. Nadie contestó al momento, seguían atentos a las noticias que daba el flamante aparato. Arrimaban las orejas para que ninguna de las ondas se perdiera. Nadie prestó atención a su vestido.

—Está hablando el presidente —aclaró una chica de la edad de ella, que con el dedo en los labios le indicó que mantuviera silencio—. Al parecer ha habido un golpe de Estado.

—¿Qué dices?

—Lo que oyes, María, que los militares ayer se sublevaron en Melilla, pero dice el presidente que todo está controlado. Yo no sé, a mí esto... pero ¿dónde vas?

María no dio tiempo a la muchacha a acabar la frase, la dejó con la palabra en la boca. Su afán era llegar a su casa y contarle a su madre lo que había escuchado en la tienda. Poco ya le importaba Pepín y su vestido estampado.

—¡Madre, madre! —gritaba con desesperación—. ¡Ay madre! —exclamó al llegar frente a ella.

—¿Pero, hija, qué te ocurre?, ni que hubieras visto al demonio.

—¡Los militares, madre, que se han sublevado!

Luisa puso los brazos sobre los hombros de María, la miró fijamente, mientras su hija se recuperaba del sofoco, mas por lo que había escuchado que por la carrera.

—¿Dónde lo has oído? ¿no serán habladurías? —no soltaba a su hija, a la que incluso llegó a hacer daño en los hombros—, que mira que la gente habla mucho y tú eres muy exagerá.

—En la tienda, madre, lo escuchaban en la radio.

—No os preocupéis que esto no llegará a nada —dijo Lorenzo, que había entrado en la casa, al ver las caras de preocupación de su mujer y su hija—. Será como lo de Sanjurjo, nada de nada.

—¡Qué sanjurjo, ni sanjurja, ni niños muertos! —los nervios se apoderaron de Luisa.

—Tranquilizaos las dos que no va a pasar nada.

En los días sucesivos la incertidumbre crecía. Las noticias que llegaban del alzamiento, vía Madrid, no hacían pensar, cómo había vaticinado Lorenzo, que no iba a ocurrir nada. Franco no tardó en cruzar el estrecho al mando de los regulares y legionarios. En Madrid se pedían armas, lo que provocó uno de los primeros conflictos armados de la iniciada guerra, el asalto al Cuartel de la Montaña. Pepe y Antonio se alistaron, como la mayoría de los jóvenes, en las milicias populares; había que defender la República, que veía cómo los militares sublevados avanzaban hacía Madrid.

 

Pablo trataba de apaciguar a sus paisanos, aunque los partidarios del alzamiento se empeñaban en hacerle responsable de todo lo que ocurriera a partir del 18 de julio. La visita de don Ubaldo a la alcaldía, acompañado por el boticario y el párroco, cogió por sorpresa al alcalde. Era raro ver al terrateniente fuera de sus terrenos, no así a los otros dos, que estaban pendientes de todos los movimientos que ocurrían en el pueblo desde que se produjo la sublevación.

—No estás cumpliendo con tu obligación de alcalde —le recriminó don Ubaldo nada más entrar en el despacho—, esto se te va de las manos, te viene grande.

—Pero esto ¿a qué viene? —preguntó Pablo, que le había cogido por sorpresa la irrupción en el despacho de los tres, que iban con la intención de reprenderle—. Entran ustedes aquí, sin llamar, dando voces...

Don Ubaldo continuaba con las malas formas, no dejando acabar al alcalde.

—Ayer varios campesinos, entre los que se encontraba uno de tus hermanos, amenazaron con ocupar mis tierras. —No dejaba de dar voces, queriendo demostrar con su postura altiva, que no iba permitir que a nadie se le ocurriera pensar en lo suyo como parte de las reformas agrícolas que había aprobado la República—. También sé que varios han ido a Madrid a por armas, pero que sepáis que no me dais miedo, ya se encargarán los militares de poner orden.

—Mire usted —la voz pausada y embaucadora del cura contrastaba con la bravuconería del matador—, la ira y la soberbia de algunos jóvenes del pueblo les condena ante Dios, tiene usted, desde su posición de alcalde, que reprenderlos para que no sigan obcecados en hacer el mal.

Pablo estaba atónito escuchando, sin interrumpir, mascullando una respuesta que no encendiera el ambiente más de lo que ya estaba, observando cómo el boticario no articulaba palabra, pero que aprobaba, con su pose altanero lo que decían sus dos acompañantes.

—Debemos de estar tranquilos. —Las palabras de Pablo eran en tono conciliador—. La situación provocada por el golpe de Estado contra la República, se solucionará más pronto que tarde.

—Yo digo que no se le ocurra a ningún campesino poner un pie en mis tierras —el terrateniente continuaba con sus advertencias—, porque me lo llevo por delante, sea quién sea —miró desafiante al alcalde, dejando claro que sabía qué hermano había sido el que le había amenazado con ocupar su tierra: Pepe.

Don Ubaldo abrió la puerta, no dando opción a Pablo a la réplica, porque tenía que ser quien dijera la última palabra para demostrar que era él quien dominaba, aunque gobernara un alcalde de izquierdas. Salió primero, escoltado por el farmacéutico, pero no por el cura, que se quedó rezagado para decirle algo.

—El libertinaje que se está apoderando de la gente es obra del demonio...

—Por favor padre, salga de aquí y deje los sermones para la homilía del domingo.

El cura abandonó el despacho con su frase a medio terminar, pero con la sonrisa constante en su cara, que distaba mucho de la del alcalde, que veía cómo la situación provocada por la sublevación poco a poco se trasladaba al pueblo que gobernaba.

La preocupación a Pablo le acompañaba, se había hecho su compañera. Su rostro serio hablaba por sí solo, y su madre se lo notó nada mas entrar por la puerta.

—Pasa y siéntate a la mesa que te estamos esperando para comer —Luisa movió la cabeza en desacuerdo con lo que estaba ocurriendo—, y deja los problemas a un lado que al final caerás enfermo.

Se sentó, no sin antes clavar la mirada en su hermano Pepe, que estaba allí, y que se hacía el despistado removiendo con la cuchara la sopa. Entendía que lo que le había dicho al terrateniente ya había llegado a oídos de su hermano.

—¿Qué le has dicho a don Ubaldo? —Pepe no contestó, estaba dando cuenta de la sopa, evadiéndose, dando a entender que la pregunta no iba con él.

—¡Contéstame Pepe! —el tono de voz de Pablo creció.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Lorenzo, repartiendo su mirada para sus dos hijos.

—Lo único que le he dicho es que si no va a trabajar la tierra que se la ceda a los campesinos, que ellos le sacarán provecho.

—¡Tú no eres quién para decirle lo que tiene que hacer ni a él ni a nadie! —Pablo ya no se contuvo, su tono de voz era fuerte—. ¡Bastantes problemas hay para que tú me crees más!

—Hermano, ellos van a ser los que te creen los problemas

—dijo Pepe sin alterarse, no dejando de comer—. Están crecidos con la sublevación, andan contando las horas que les quedan a Franco y a Mola para tomar Madrid.

—Las milicias no se lo permitiremos —intervino Antonio—. No dejaremos que nos quiten nuestros derechos.

—Pero qué derechos ni niños muertos, ¿qué dices hijo? Nadie de esta casa cogerá un arma, ¡¿entendido?!, que para eso están los militares y ya bastante tenemos con Loren. —Luisa no quería que sus hijos se involucraran en algo que no les correspondía.

—Lo que ocurre en Madrid es de Madrid, pero lo de este pueblo me incumbe a mí y no permitiré que mís hermanos me traigan problemas —Pablo seguía mirando a Pepe.

—Las ideas comunistas, que no sé quién te ha metido en la cabeza, no son buenas, Pepe, no son buenas —le recriminó su madre.

—Qué quiere madre, que estemos toda la vida callados, como han hecho usted y padre. Que los ricos llenen sus bolsillos gracias a nuestro trabajo, a cambio de nada. No, eso se tiene que acabar, tiene que haber igualdad, porque todos merecemos los mismos derechos. —Nadie interrumpió a Pepe, sabían que tenía razón, pero lo de la igualdad a sus padres les quedaba lejano y extraño, porque no lo habían conocido.

—Hay que andarse con ojo, la situación de vuestro hermano no nos beneficia en nada —explicó Lorenzo.

Se calzó las alpargatas para volver al campo a continuar labrando la tierra que necesitaba de su cuidado. Todos imitaron a su padre, la vida continuaba a pesar de que un grupo de militares se empeñara en que no fuera así.

Alejandro, el pequeño, estaba asustado. No entendía por qué sus hermanos habían discutido. ¿Todo cambiaba porque Pablo fuera alcalde? ¿Por qué sus padres estaban de parte de Pablo? Si Pepe quería trabajar una tierra, ¿dónde estaba el mal?, si eso era lo que les habían enseñado: trabajar la tierra.

El ver a sus hermanos discutir le hacía sentirse mal, y el pequeño siempre utilizaba el mismo recurso: se arrimaba al regazo de su hermana mayor, Benita. Ella le pasaba la mano por el pelo y le acariciaba la cara, sabía que le consolaba. A Alejandro le reconfortaba.

EL VERANO

Las fiestas navideñas habían quedado atrás. El Día de Reyes fue el último que estuve con el viejo, no hablamos de la guerra, lo que me sorprendió. Él se pasó todo el día disfrutando de sus nietos más pequeños: Pablito y Raúl. Cómo estaba su salud, me llegaba a través de mi mujer Rita. Todos los días llamaba a mi madre para preguntarle cómo se encontraban o si necesitaban alguna cosa. Yo me había acostumbrado a que ella se encargara de ese cometido, lo que ocasionaba que me lo echara en cara, porque decía que eso me correspondía a mí. A Rita no le faltaba razón. Yo había cogido la costumbre de ir a dar mi paseo todas las mañanas, que terminaba en el kiosco de prensa de mi amigo Paco. Allí ojeaba los periódicos de manera gratuita a cambio de darle conversación a mi amigo.

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