Madrugada sin retorno

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—¡Ya está bien que se te vea el pelo! —exclamó la abuela, mientras le comía a besos —¿Has visto al abuelo? Ve a verle, corre, que le vas a dar una alegría.

Alex se fue al salón a darle la sorpresa a su querido abuelo, y los que estábamos en la cocina callamos por un momento para escuchar el recibimiento que le dispensaba.

—¡Coño! Pero si es el desaparecido —escuchamos desde la cocina, mientras que nos mirábamos y sonreíamos, porque nos habíamos hecho ilusiones de que mi padre fuera más tierno en el recibimiento con su nieto. Mi madre, continuó con su trajín, decepcionada, sin prestar atención a lo que se escuchaba desde el salón—. Yo pensaba que te habías olvidado de la abuela Ana y de mí... ¿Te ha dejado la novia que vengas a verme?...

—Cuñao, ¿un vinito? —me preguntó José Luis, que me tendió una copa, dando por hecho que no se la iba a rechazar.

—Padre no cambia —manifestó decepcionada mi hermana, mientras que mostraba la copa al aire para que su marido, Rita y yo le acompañáramos en el brindis.

—¿Qué tal está de lo suyo? —pregunté, a la vez que se oía desde el salón una conversación distendida entre abuelo y nietos.

—El médico dice que todo está igual... —Se encogió de hombros y volvió a llevarse la copa a la boca para apenas mojarse los labios y continuar—. El cáncer no va a más y dice el doctor que ya no le volverán a dar quimio, a su edad ya no la aguantaría.

Los tres nos miramos, nuestro gesto de resignación indicaba que aceptábamos la situación. La edad de mi padre marcaba la pauta de su enfermedad.

Marta entró en la cocina, se abrazó a Rita, la niña siempre había tenido buen aprecio hacia mi mujer.

—¿Qué haces aquí? ¿te aburre lo que cuenta el abuelo? —le preguntó.

—Ha sido comenzar el himno y rápido le ha dicho a Pablo que apagara la tele, ¿por qué el abuelo se niega a ver al Rey?

Entonces fue cuando los tres reímos con ganas, incluso mi madre, que llevaba callada todo el tiempo que estuvimos en la cocina, presa de satisfacción de vernos a todos juntos.

—Es una historia muy larga que el abuelo tiene en su cabeza— aclaró su madre, a la vez que Marta comenzó a ayudar a su abuela a colocar las bandejas con los dulces.

—Ya, si yo lo sé, porque todos los años hace lo mismo, pero...¿a él qué más le da? Eso que cuenta de la guerra, de su hermano el que murió...

—Al que fusilaron, Marta— la interrumpí para puntualizar.

—Bueno tío, al que fusilaron, eso ocurrió hace mucho tiempo, hay que olvidar.

—No se debe olvidar prima —le dijo Alex que acababa de entrar en la cocina para unirse a la conversación—. El abuelo tiene todo su derecho a guardar la memoria de su hermano, y si él entiende que el Rey, como bien dice, es cómplice, pues apaga la tele porque no le apetece verle la cara.

—No me fastidies, Alex, que no se puede estar siempre así, removiendo el pasado.

—Bueno, vale ya de discusión, que vosotros no vais a arreglar el mundo y comenzad a poner la mesa que se hace tarde—. La abuela intentó zanjar la conversación entre sus nietos, que por momentos estaba subiendo de tono—. Qué pesadez, siempre con la misma historia...

—Abuela no hay que olvidar —replicó Alex, a la vez que la abrazaba—. Y tú Marta, parece que no quieres entender al abuelo.

—Te vuelvo a decir lo mismo, que hay que dejar a un lado el pasado y mirar hacia adelante. Que la República ya es historia primo.— Marta se acercó a Alex, le guiñó un ojo, y se fue con unos platos que llevaba en sus manos hacia el salón, dando así por concluida la conversación para satisfacción de la abuela.

—No te enfades con ella, ya sabes cómo es —le dijo mi cuñado, el padre de Marta.

—No, si yo no me enfado —calló por un momento para continuar en un tono más bajo y resignado, a la vez que cogía una copa de vino—. Lo que digo es que no hay que olvidar...

—Venga, dejad la cháchara y todos a la mesa —ordenó mi madre.

Nos sentamos a cenar y mi padre miró su reloj, comprobando que el Monarca ya había acabado el discurso navideño. No tardó en ordenar a Pablito que encendiera el televisor.

—Ya ha acabado el mamarracho ese —dijo.

Alex y yo nos miramos, conteniendo la risa, mientras que Marta hizo un gesto de desacuerdo con el abuelo, pero sin que este lo notara. Su madre, que enseguida se percató, y para que la conversación no volviera a los derroteros políticos, llenó otra vez las copas de vino, pero esta vez con el que yo había traído.

—¡Venga, familia, un brindis por nosotros!

Todos nos levantamos para brindar, excepto mi padre, que miraba la copa que mi hermana le había llenado escasamente.

—Vamos, padre, levántese y brinde —dijo Carmen, pero él la miró muy serio antes de empezar a hablar.

—¿Tú crees que con lo que me has echado yo puedo brindar la última Navidad que voy a pasar con vosotros?

El silencio se apoderó del salón. Todos estábamos quietos, en pie, con las copas en la mano, cabizbajos, sin saber qué hacer, solo mi madre le recriminó sus palabras.

—¿Pero por qué dices eso?, no sabes lo que dices.

—Si sé lo que digo y vosotros también. Todos sabemos que me queda poco tiempo.

Mi madre le miró, las lágrimas surcaron su rostro y mi padre con la punta de sus dedos se lo secó. Acto seguido cogió la botella de vino y rellenó la copa, con lo que él entendió que era lo adecuado para un buen brindis, se levantó para ponerse a nuestra altura y nos la ofreció para que brindáramos. Yo fui el primero que choqué su copa y a continuación todos me imitaron, creando el sonido alegre que producían los cristales al ser chocados entre sí. La cena transcurrió con normalidad, pero tratando de no hacer comentario alguno a las palabras del viejo, mi viejo, nuestro viejo. Tan solo al final de la noche, cuando ya habíamos tomado los postres y todo ya era más distendido, Raúl, el mediano de los hijos de mi hermana, le preguntó por la maniática costumbre de apagar la televisión cuando salía el Rey.

—¿A ti te parece de maniáticos lo que yo hago? —Le correspondió a su nieto con otra pregunta, cruzando sus ojos cansados con los joviales de Raúl.

—No sé... me parece extraño. —El niño no sabía qué contestarle.

—Pero, abuelo, con ellos llegó la democracia —intervino Marta—, después de cuarenta años de dictadura.

—Eso no fue así, querida prima —contestó Alex, que parecía que se la tenía guardada desde la conversación de antes de la cena—, todo estaba atado y bien atado, como el dictador dijo antes de morir.

—¡Ya estamos otra vez! —protestó la abuela, con cara de hartazgo, porque no le gustaba que se hablara de la guerra, de lo pasado, y menos aquel día tan señalado.

—Déjalos, Ana, es bueno que opinen y que aprendan el uno del otro —intervino mi padre.

—Pero respetando lo que opina cada uno —apostilló José Luis, en un gesto de apoyo a su hija.

—Ése es el problema, que la derecha no ha respetado nunca. —Alex miró a Marta, esperando respuesta, al igual que todos nosotros—. Han humillado a los perdedores siempre, y no van a dejar que busquemos y enterremos a nuestros muertos, como al tío Pablo —a mi padre se le iluminaron los ojos al escuchar el nombre de su hermano en boca de su nieto—, que vete a saber en que cuneta está enterrado.

—Pero, Alex, que no hay que remover el pasado, al menos eso es lo que yo pienso —contestó Marta, que no dilapidó la respuesta a su primo—. Además, yo no soy de derechas, y menos de la derecha a la que tú te refieres.

La tertulia continuó, no ya solo entre ellos dos, si no que intervenimos todos. Mi padre nos miraba con sus ojos iluminados, satisfecho de que sus recuerdos se expandieran entre sus hijos y sus nietos. Mi madre a su lado, ya había aceptado la tertulia, por eso, porque veía que era una simple conversación en que cada uno exponíamos nuestras ideas y que no iba a desembocar en una discusión; el respeto se palpaba.

Cuando ya la Nochebuena tocaba a su fin y todas las ideas estaban expuestas, mi padre volvió a intervenir, el respeto que le teníamos se hizo silencio para escucharle. Los colores de las luces cambiantes del árbol se reflejaban en su rostro, parecía que solo le iluminaban a él, haciéndole protagonista, que lo era. Todos intuíamos que lo que se prestaba a decirnos era de suma importancia.

—A mí ya no me dará tiempo, pero quiero que busquéis a mi hermano Pablo y que cuando lo encontréis, le deis sepultura como se merece. —Nunca había escuchado hablar a mi padre en ese tono, la voz no le temblaba y la tarea que nos encomendó fue como una orden, aunque él no pretendiera que fuera así—. Pienso que es la mejor manera de honrar su memoria y ya de paso la de mis padres, vuestros abuelos, que nunca supieron realmente dónde está enterrado. Y ahora me voy a dormir, que ya va siendo hora.

Se levantó de su mecedora, en la que pasaba la mayoría del tiempo, y ayudado por su bastón dio dos cortos pasos, se paró frente a mí, solo un instante, el suficiente para transmitirme con su semblante serio, que yo era el principal encargado de cumplir su último deseo. Mi madre le agarró del brazo y le acompañó a la habitación. Ninguno hablamos, ni nos movimos del sitio que ocupábamos alrededor de la mecedora, que poco a poco iba cesando en su balanceo. Sus palabras habían calado muy hondo en todos nosotros, porque mi padre se había despedido en vida, dejándonos un encargo que teníamos que realizar para que él descansara tranquilo. Marta y Alex se miraron, al igual que yo con Rita. Pablito y Raúl estaban desconcertados y miraron a sus padres, tratando de que les explicaran lo que habían escuchado de boca de su abuelo, porque no les pareció que aquellas palabras envueltas en seriedad fueran una de sus batallitas. Todos estábamos atrapados por su deseo, solamente había que llevarlo a cabo.

 

Memoria

Tras la dimisión del General Miguel Primo de Rivera, el rey Alfonso XIII hizo una tentativa, fallida, de reflotar la debilitada monarquía. Intentó volver a instaurar el sistema constitucional y parlamentario, pero los partidos dinásticos no tenían la suficiente fuerza como para llevar a cabo la estrategia del Rey. Después de varios rechazos, consiguió un gobierno de “concentración monárquico”, compuesto por partidos liberales y conservadores. Tras las elecciones municipales, los partidarios de la República se impusieron. La noche del 14 de abril, el Rey, junto a su familia, partió hacia el exilio. Se instauró la II República. Alfonso XIII en una carta que publicó el diario ABC el día 17, dejaba claro que asumía su derrota, y con gran dolor comenzaba diciendo: Las elecciones celebradas el domingo me revelan claramente que no tengo hoy el amor de mi pueblo...

La ilusión de los contrarios a la monarquía se desbordó, que vieron en la República la solución a una España caciquil, atrasada y antidemocrática. Tachan, con jubilo, el gesto del Rey de “espantada”. Por el contrario, los afines se sienten abandonados. Se instauró un gobierno provisional, presidido por Niceto Alcalá Zamora, hasta el 31 de octubre, que por desavenencias, presenta su dimisión. Es sustituido por Manuel Azaña —que hasta entonces ejercía como Presidente del Gobierno—. El 10 de diciembre vuelve a ser elegido Presidente de la República Niceto Alcalá Zamora, y estará en el cargo hasta 7 de abril de 1936, en el que fue sustituido en el cargo, otra vez, por Manuel Azaña, pasando a ser Presidente del Gobierno el abogado afín a la República Santiago Casares Quiroga hasta el comienzo de la sublevación.

La II República, se dividió en dos partes, llamadas bienios. El primero Social-Azañista (1931-1933) y el segundo Radical-Cedista (1934-1936).

La característica principal de la República, fueron las reformas y contrarreformas que se aplicaron en los cinco años que duró. En el primer bienio se aplican una serie de reformas en lo social, agrario, territorial, religioso y educativo. Se intenta crear un estado laico y moderno, en el que los grandes beneficiados sean las clases más bajas. En el segundo bienio, los partidos de derechas, acusaron a la izquierda de desordenes públicos durante su mandato para aplicar las contrarreformas, y así recuperar los derechos perdidos por los militares, terratenientes, la Iglesia y la clase burguesa alta.

A pesar de las desavenencias entre las dos partes —derechas e izquierdas—, todo había cambiado en lo político. Las mujeres ya tenían voz y voto, la gente podía opinar libremente y expresar sus deseos en las urnas. Aquellos aires nuevos que había traído la II República en 1931, tomarían nuevos bríos para las clases más humildes en 1936, si como se presumía ganaban los partidos de izquierdas (Frente Popular) las elecciones de febrero.

Enero de 1936

El intenso aroma que había dejado el pan al ser cocido en el horno, inundaba la sobremesa de un domingo de enero de 1936. Era día de descanso tras la dura semana de trabajo. Los ocho hijos se reunían ante la chimenea. Por un lado los cinco varones con el padre; por otro las tres hijas con la madre. Todos tenían algo que aportar y que decir en sus tertulias tan distintas: unas hablaban de los chismorreos del pueblo, a la vez que se peinaban o acicalaban las uñas; a los otros la situación política del país copaba toda su conversación. El único que estaba en tierra de nadie era el pequeño Alejandro, que asistía ignorante a la tertulia de sus hermanos mayores, tratando de entender lo que hablaban.

—Si los partidos de izquierdas ganan las elecciones, como se dice, lo jornaleros viviremos mejor, recuperaremos los derechos que nos dieron las reformas que implantó Azaña y que la derecha nos ha quitado cuando han mandado ellos —decía Pablo, el hermano mayor.

—Pero que sepáis, hijos, que los jornaleros tendremos que seguir trabajando gobierne quién gobierne —apostilló el padre, Lorenzo, mirando a cada uno de ellos, para que entendieran sus palabras.

—Pero con derechos —respondió Pepe, el segundo de los varones, que ya estaba casado, pero pasaba bastante tiempo en casa de sus padres.

—Y los derechos de la mujeres, ¿para cuándo? —preguntó Benita a sus hermanos y a su padre, dejando por un momento de pintarse las uñas, para intervenir en la conversación de los hombres.

—Con la llegada de la República ya pudisteis votar —contestó Pablo.

—Gracias al voto de las mujeres ganó la derecha —aclaró Antonio, dejando claro con un gesto que no eran palabras suyas—, o eso se dice.

—Pero ahora no será así. —Benita ya estaba metida de lleno en la conversación con sus hermanos—. Además, querido Antonio, lo que dices son habladurías de taberna —dijo, alargando la “o” del nombre de su hermano en tono chulesco—, si hay derechos, que sean por igual para hombres y mujeres. Que yo también trabajo en el campo igual que el mejor hombre.

—¡Benita hija! —exclamó la madre—, no hables así, que esos no son modales de una mujer, y dejad la política a un lado que eso no nos da de comer—. A Luisa no le gustaba aquel tipo de conversación, y menos que su hija mayor interviniera como un hombre más.

Al otro lado de la sala, Luisina y María estaban a lo suyo, empeñadas en prepararse el pelo, las uñas y perfilarse los labios con carmín, para presumir por la tarde, si el tiempo lo permitía, en el paseo dominical. De vez en cuando le daban un manotazo a su hermano pequeño, Alejandro, por fisgar en sus cosas.

LOS HERMANOS

En el día de Navidad las palabras de mi padre en la cena de Nochebuena, aún retumbaban en mi cabeza. Me habían cogido como un jarro de agua fría, aun sabiendo su edad y la enfermedad que tenía. Volvíamos a su casa, a comer con ellos, con la agradable noticia de que Alex venía con nosotros, para disgusto de su novia. El corto trayecto en coche que separaba mi casa de la de mis padres por las desiertas calles de Carabanchel lo hicimos en silencio. Ninguno de los tres nos atrevimos a decir nada sobre lo dicho en la cena por el abuelo, pero eran aquellas palabras las que nos obligaban a volver aquel 25 de diciembre. Al llegar, lo primero que hice fue alzar la mirada en busca de la ventana de la casa. Allí, en el segundo piso, tras los cristales, como siempre estaba mi madre, mirando, esperando nuestra llegada. Vieja costumbre que adoptó cuando mi hermana y yo salíamos de jóvenes y de la que no se había desprendido ni con el paso de los años. Abrió antes de que llamáramos a la puerta y nos recibió con un silencioso: —Buenos días, pasad—. Su sigilo indicaba que él seguía en la cama. Su rostro se esclareció al ver de nuevo a su nieto. La comida de Navidad iba a ser más intima que la cena, porque mi hermana y su familia no venían. No tardó en levantarse, lo notamos al escuchar el sonido de su bastón al contacto con el suelo.

—Hombre, ¿pero qué haces tú de nuevo aquí? —estaba sorprendido al ver otra vez a Alex.

—¡Abuelo...! —se abrazó a él emocionado.

Rita fue enseguida con mi madre a la cocina. Los tres nos quedamos en el salón, alrededor de la mesa camilla, alumbrados por las parpadeantes luces del árbol, que daba la sensación de que no habían dejado de hacer su colorido trabajo en toda la noche.

—¿Dónde está el vino peleón que trajiste anoche?, porque apenas bebí—. Fueron las primeras palabras que me dirigió. Era su manera particular de abrir una conversación.

—Ése nos lo bebimos, para comer he traído otro.

Alex sacó de la bolsa una botella de Protos, que mi padre miraba como si su nieto hubiera sacado oro de un arcón. Mi hijo la descorchó, para alegría de su abuelo, porque no iba a esperar a la comida. Rellenó tres copas, sin hacer distinción en el contenido en la que correspondía a mi padre.

—Brindemos ¡Por nosotros! —exclamó, introduciendo la nariz en el cuenco de la copa para absorber el aroma del rico caldo, para dar a continuación un sorbo pequeño, que remató con un exagerado chascar de labios, demostrando que más que el grato sabor del buen vino estaba alegre.

Pero si mi padre estaba feliz, Alex lo estaba a la par. La presencia suya el día de Navidad era producto de las palabras de su abuelo la cena de Nochebuena. Yo le conocía, y sabía que a partir de aquella noche haría todo lo que fuera por pasar el mayor tiempo posible con su abuelo Alejandro. Las preguntas por parte del uno y las respuestas por parte del otro comenzaron a sucederse. Parecía que había un pacto entre abuelo y nieto. No daban tiempo a que yo pudiera intervenir, lo que provocaba en mí una envidia sana al ver que el abuelo contestaba sin reparo a todas sus preguntas. Él siempre me había contestado a medias, limitándose, muchas veces, a enseñarme un montón de fotos y recortes de periódico que guardaba con celo dentro de unas carpetas, pero que no levantaban mi curiosidad, debido al poco empeño por su parte de hablar del pasado. Con la enfermedad compartida, se había abierto un poco más, al igual que yo con él.

El Protos me estaba sabiendo estupendo, ya no solo por la calidad del formidable vino, sino porque Alex estaba consiguiendo que de su boca saliera lo que yo no había logrado nunca, que mi padre hablara de lo ocurrido con su familia a partir de la triste guerra. Sabía que si quería que le ayudáramos a encontrar a su hermano, tenía que contarnos lo que jamás antes había contado. Alex y yo seríamos sus herramientas, y él nos prestaría sus memorias para poder realizar su último deseo.

—Abuelo, ¿cuántos hermanos erais?

—Ocho, tres mujeres y cinco varones, yo era el pequeño. Apenas tenía diez años cuando estalló la guerra. —Comenzó a balancearse en la mecedora, parecía que aquel pausado vaivén le ayudaba a agitar sus recuerdos—. Los veo tal si fuera ayer, yo siempre estaba alrededor de ellos, escuchando, aprendiendo. Entonces no había posibilidad de ir al colegio y al instituto, eso no existía. Pero de mis hermanos aprendí mucho, en especial de Pablo.

—Movió la cabeza al nombrar a su hermano mayor—. Era grande, casi no entraría por esa puerta —señaló con la mano la del salón, haciendo un gesto exagerado de cómo era su hermano—. Luego estaba Benita, que me regañaba porque yo era muy travieso, pero yo la quería mucho, era mi segunda madre; Pepe, Loren, Antonio, Luisa, María y así hasta llegar a mí. Loren era Guardia de Asalto, de él tengo pocos recuerdos, murió en Francia; Pepe trabajaba en el campo, junto a mi padre. En el tema de política era... cómo se dice... ¿más radical? —me miró, dando opción a que interviniera por primera vez en la conversación entre ellos dos con un escueto sí—. Al Antonio es al que más recuerdo, porque vivió después de la guerra, y luego estaban las dos chicas, Luisina y María, que no se separaban la una de la otra.

La afable tertulia, en la que yo era un simple espectador, fue interrumpida por Rita, que traía los cubiertos para preparar la mesa de la comida de Navidad. No tardamos en estar sentados y la conversación se reanudó entre ellos dos. Rita y mi madre me acompañaron en la escucha.

—Abuelo, digo yo que si su hermano era el alcalde del pueblo, sería porque se metió en política.

—Más o menos, pero antes la política no era igual a la de ahora. En aquellos tiempos uno se hacía político para ayudar a sus paisanos. No hacían falta carreras universitarias, y en algunos casos valía con unos simples conocimientos básicos, que mi hermano los tenía y de sobra. Lo que había que tener era intención de cambiar las cosas y ayudar a los demás.

—Su hermano tendría que pertenecer a algún partido, digo yo.

—No me acuerdo muy bien, lo tengo que tener en algún recorte de periódico o papel, de esos que tengo guardados en las carpetas. —Silenció por un momento, la memoria le había fallado—. Lo que tengo seguro es que era de izquierdas, todos éramos de izquierdas. Es más, mi padre y mis hermanos pertenecían al sindicato de agricultores o algo así.

—Entonces, lo que no entiendo, abuelo, es... —dudó, no sabía cómo iba ha encajar la siguiente pregunta —¿por qué le fusilaron?

—Si no lo entiendes tú... ¿Piensas que yo lo podía entender con trece años?, que era los que creo que tenía cuando ocurrió esa desgracia. —Calló un instante—. Perdí a uno de mis hermanos, que para mí eran lo más.

Levantó la copa e hicimos un brindis, en silencio, en el que solo sonó el ruido de los cristales, y después todos nos sentamos, excepto mi madre, que comenzó a servir los platos con su sonrisa perenne.

Memoria

 

Las elecciones que se avecinaban crearon una nueva ilusión en las clases menos pudientes. El posible triunfo de la izquierda se veía con optimismo, porque, si ganaban, se reanudarían las reformas que paralizaron los partidos de derechas durante el segundo bienio. Se daría respuesta a las demandas de las clases populares, aplicando las reformas agrarias, laborales, eclesiásticas y militares; que eran las causantes del distanciamiento de la sociedad española en dos grupos: ricos y pobres.

Se repartirían las tierras, entre los jornaleros y campesinos pobres —expropiándoselas a los grandes terratenientes, en especial a los del sur—; los obreros tendrían mejores condiciones laborales, sueldo mínimo, asistencia sanitaria, indemnizaciones por despido, vacaciones remuneradas...; la Iglesia había que separarla del Estado, limitar su influencia sobre la población, prohibirla ejercer la educación y desarrollar cualquier actividad económica, sobre todo en lo industrial, que no tuviera que ver con la Iglesia; organizar y modernizar la estructura militar ofreciendo jubilaciones anticipadas a los oficiales, anulando los ascensos de los últimos años, en especial a los africanistas, y acabar con la corrupción militar.

Todo sería bueno para un sector de la sociedad, que hasta el momento había sido la gran perjudicada a lo largo de la historia por los sistemas y gobiernos de turno. Pero, como era de esperar, todas las reformas azañistas encontrarían una fuerte oposición en los terratenientes, la Iglesia, los patronos y militares que, si ganaban las izquierdas, verían amenazados sus intereses.

Febrero de 1936

Los nuevos tiempos, que auguraban progreso, a Lorenzo no le gustaban, y solo veía que aquellos cambios, que a los agricultores y jornaleros tanto entusiasmaban, traerían problemas. Luisa era de la misma opinión que su marido. Ella lo único que quería es que sus hijos fueran buenos trabajadores, es lo que pedía, no deseaba nada más. Ambos, pensaban que siendo cumplidores en el trabajo los dueños de las tierras se fijarían en ellos y no les faltaría un jornal.

—Pablo no me gusta que te hayas afiliado a un partido político —le dijo su padre, que andaba preocupado—, no creo que tú soluciones nada.

—Padre, en Izquierda Republicana queremos cambiar el destino de este país, que a la clase trabajadora se nos tome en serio. Que dejemos de ser la mano de obra barata de los terratenientes. —Pablo se encrespaba al hablar de política—. Ya hemos estado mucho tiempo callados y es hora de hablar, de demostrar a los señoritos que tenemos derechos.

—Mira hijo, todo eso está muy bien, pero... El rico siempre ha sido rico y el pobre siempre pobre...

—Pues tendremos que cambiarlo, no podemos estar trabajando por las migajas que nos quieran dar, mientras que ellos se enriquecen a costa de nuestro sudor.

Lorenzo sabía que su hijo tenía razón, aunque su mentalidad no le dejaba entender que hubiera una España en la que no hubiera distinción de clases, en la que ricos y pobres fueran iguales ante la ley y ante la Iglesia, sí, ante la Iglesia, que estaba más cerca de la clase pudiente que de los necesitados.

Pablo, junto a sus hermanos Pepe y Lorenzo, acudían siempre que podían después de las labores del campo a Madrid. Allí iban a mítines, charlas, coloquios... todo lo relacionado con el partido. Izquierda Republicana[1] estaba presidido por Manuel Azaña, y lo refunda con las nuevas siglas en 1934. El partido estaba integrado dentro del Frente Popular; coalición de izquierdas que pretendía derrocar a la CEDA[2], en las elecciones de febrero. Pablo había quedado prendado de la oratoria y del poder de convicción de Azaña, desde que le escuchó por primera vez en octubre de 1935 en un mitin en los Campos de Comillas. Su pasión se la había trasladado a sus hermanos. Cuando volvían al pueblo, venían hablando y debatiendo lo escuchado en aquellos mítines que les fortalecían en sus pensamientos de izquierdas. Luego, no les faltaba tiempo para que en cualquier momento expresaran sus ideas en el casino a sus paisanos, en especial Pablo, que incluso debatía con los sindicalistas agrarios que iban por el pueblo.

—Tenemos que hacer una revolución agraria, y demostrar a los terratenientes que no dependemos de ellos para trabajar las tierras ¡La tierra para quién la trabaja! —exclamaba convencido cuando tenía ocasión.

—Pero hay que ir con cuidado, Pablo —le aconsejaba algún presente—, no será fácil, los dueños de las tierras no están por la labor de cederlas al campesinado. Ya lo vimos con el anterior gobierno.

—Nosotros trabajaremos las tierras y les daremos la parte que les corresponda, haremos una reparto justo de los beneficios —insistía, haciendo un alarde de buenas intenciones, pero a la vez llenas de utopía.

—Pablo, ¿con la Iglesia qué hacemos? —alguien preguntó, creándole dudas, porque la Iglesia a él no le incomodaba.

—No lo sé, ¿tú qué harías? —Su indiferencia le obligó a contestar con otra pregunta a su paisano.

—Ya sabes que, si por mí fuera, no quedaba ni un solo cura.

—Pero esa no es la solución —contestó—, tenemos que crear una sociedad en la que quepamos todos, y en la que la Iglesia se dedique solo a sus menesteres.

—¡Ya estamos hartos de que nuestros hijos pasen hambre, y que la Iglesia tan solo se dedique a enseñarles a rezar, mientras los curas llenan la panza! —contestó ensalzado.

—¡Y que nuestros pequeños se mueran! —gritó otro.

—¡Pues todo eso lo podemos cambiar con nuestro voto, en las próximas elecciones, si votamos a los partidos de izquierdas! —les contestó, a la vez que levantaba el brazo y cerraba el puño.

Algunos, con aplausos y gestos de aprobación a las palabras de los que más debatían, refrendaban lo que allí se decía, otros callaban, y algunos tomaban nota para luego ir a contárselo a su amo. Pero a Pablo no tardaron en ofrecerle un puesto en Izquierda Republicana. Su carisma entre la gente del pueblo no había pasado inadvertido para los dirigentes del partido que controlaban las zonas de influencia de la comarca.

—¿Quieres presentarte por tu pueblo como alcalde?

No dudó y el sí no se hizo esperar. Tenía la oportunidad, la que él tanto deseaba, de ayudar a los suyos. El convencimiento que le daban sus ideas no le hicieron recapacitar en la dura labor que le esperaba si en las elecciones de abril salía elegido. Pero antes tenía que producirse lo que se esperaba: el triunfo del Frente Popular, con Manuel Azaña a la cabeza y derrotar a la inestable derecha de la CEDA y a los radicales, que habían dominado en el último bienio de la República, con cuatro presidentes distintos. Gobiernos que habían beneficiado a los terratenientes, militares y curas, volviendo a crear una brecha importante entre ricos y pobres, al derogar muchos beneficios, en especial agrarios, que se había conseguido en el primer bienio.

LAS ELECCIONES

La sobremesa de aquel día de Navidad fue la más larga que yo recuerdo. Alex no apartaba su mirada del abuelo y mi padre no cesaba de contestar a sus ingenuas preguntas. Mi hijo estaba fascinado. Yo, seguía sumido en mi satisfacción de ver cómo los dos me regalaban ese momento.

—¿Quién ganó las elecciones?

—El Frente Popular, y recuerdo a mis hermanos dar saltos de alegría, comparable a... cuando ahora a la gente le toca la lotería de Navidad —explicó, haciendo la comparación para que Alex entendiera el momento.

—Supongo que el presidente sería Azaña.

—Pues claro, lo que no me acuerdo quién era el Presidente de la República, esta cabeza mía a veces se me queda en blanco.

—Niceto Alcalá Zamora, abuelo —apuntó Rita.