El rescate de un rey

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

—¡Claro que lo vale si en verdad su prometido tiene interés en recuperarla! —le espetó él arrojando el hierro con el que removía los leños. Hereward estaba cada vez más ofuscado por lo que estaba sucediendo.

—Pero no estás seguro de que vaya a hacerlo, ¿no es así? Es mucho dinero…

Hereward sacudió la cabeza.

—Apuesto a que el príncipe Juan se lo prohibirá porque es consciente de la finalidad de esa cantidad.

—¿Y tú qué harás con ella llegado el momento? ¿Piensas dejarla libre para que regrese a su hogar?

Hereward mantenía la mirada fija en el suelo. Con los brazos cruzados y el ceño fruncido en una postura de estar pensando en todo aquello. Se limitó a levantar la mirada hacia Rowena con una expresión de desconcierto.

—No creo que quiera regresar a esta. Su padre la desheredaría por haber renunciado a su matrimonio. Por no hablar de la vergüenza que padecería su familia.

—Entonces, si la dejas libre puede que ella sola vaya a las tierras de Brian de Monfort y te quedes sin rescate y sin dama. O cabría una tercera opción que sería retenerla contra su voluntad, aquí en Torquilstone. En cualquier caso todo esto no habrá servido para nada, Hereward.

Este sonrió con desgana pasándose la mano por el pelo.

—Supongo que… tendría que dejarla marchar.

—¿Así, sin más?

—No puedo retenerla contra su voluntad sin recibir nada a cambio.

—No sé qué diablos quieres decir con eso, pero prefiero no pensarlo —le rebatió Rowena cada vez más alterada y sorprendida por el comportamiento de su hermano.

—Puedo proporcionarle una pequeña escolta para conducirla dónde ella desee. ¿Qué quieres que haga si Brian de Monfort no paga su rescate? —Hereward miró a su hermana sin comprender hasta dónde quería ir a parar.

—Eso debiste pensarlo cuando decidiste traerla aquí, ¿no crees? Ahora ya no tiene arreglo. Esperemos por tu bien que logres el dinero por otros medios y que las damas normandas no se vean implicadas en todo esto.

—Ya es tarde como bien dices.

Rowena entrecerró los ojos lanzando una mirada de recelo a su hermano.

—¿Qué te ha dicho nuestro padre?

—¿De verdad quieres saberlo? —Había un toque burlón en la pregunta de Hereward. Cogió una jarra de vino y vertió una generosa cantidad en una copa. Luego, le ofreció a Rowena, quien lo rechazó.

—Supongo que no le ha hecho ninguna gracia.

—Cree que con mi acción he puesto en peligro Torquilstone —le dijo antes de llevarse la copa a los labios y beber un trago largo que lo tranquilizara.

—¿Teme una represalia del príncipe? —Rowena arqueó una ceja con suspicacia mientras temía que ello se produjera por la locura cometida por su hermano.

—Supongo. Pero si después de todo Brian de Monfort no viene por ella…

—En ese caso tienes razón, pero ten en cuenta que Juan no es tonto. Sospechará que lo has hecho para recaudar dinero para el rescate de su hermano. Yo no me preocuparía en demasía porque Brian de Monfort no reclame a su prometida.

Hereward sonrió.

—Sabes que valdrías para consejera real —le aseguró señalándola con un dedo.

—Ya, pero mi condición de mujer no me lo permitiría —le soltó irónica.

—Deberías ser tú quien dirigiera Torquilstone cuando nuestro padre falleciera.

Rowena sonrió divertida por esa apreciación. Sabía que su hermano hablaba en serio. No le hacía mucha gracia ser el señor del castillo. No cuando él prefería alistarse en cualquier ejército de Europa y pelear. Por ese motivo siguió a Ricardo a Tierra Santa. Su hermano no valía para ser el señor del castillo, sino el señor de la guerra.

—En fin, pasaré a ver si tus huéspedes necesitan algo.

—Si quieres puedo encargarme yo.

—Oh no. Tranquilo. Bébete otra copa de vino antes de irte a dormir. Te vendrá bien.

—De verdad que…

—Ya he visto bastante por hoy —Rowena sonrió antes de volverse dejando a su hermano a solas junto al fuego del salón. ¿Qué había querido decir? ¿Qué había visto?

Hereward apuró la copa y en vez de quedarse sentado junto al fuego abandonó el salón y decidió darse una vuelta por las almenas de Torquilstone. Algunos hombres permanecían de guardia junto a las antorchas y los braseros para calentarse. Pese a que la rivalidad entre sajones y normandos parecía ir remitiendo, los últimos acontecimientos en torno al rey Ricardo y a su hermano Juan, habían vuelto a poner de manifiesto dicha rivalidad. Por eso, en Torquilstone los hombres montaban guardia día y noche por lo que pudiera suceder.

Caminaba envuelto en su capa intentando despejar su mente de pensamientos que le llevaran a error. La verdad era que tanto su padre como su hermana tenían razón cuando le habían preguntado lo que pensaba hacer con las damas, si Brian de Monfort se negaba a pagar el rescate. No había pensado en esa posibilidad porque desde el primer momento se había dejado llevar por su celo en favor de su rey. Pretendía libertar a Ricardo de Inglaterra a toda costa, sin importarle las consecuencias de sus actos. Pero ahora, apoyado sobre la almena y contemplando el cielo oscuro se preguntaba si había hecho lo correcto.

Athelstane vio a su amigo y señor Hereward solo en la almena y decidió acercarse a él. Había hecho la ronda para comprobar que todos los hombres estuvieran en sus puestos, y le había llamado la atención verlo a él.

—Hace una noche fría.

—Como las últimas semanas.

—¿Qué haces aquí arriba tú solo? Pensaba que te habrías retirado junto a compañía femenina —le dijo sonriendo de manera cínica, dándole un codazo en el costado.

—No. No tengo la cabeza para más cuestiones de mujeres —le aseguró sacudiendo esta.

—¿Es por todo este lío de las damas normandas por lo que estás así? —le preguntó mientras Hereward volvía su atención hacia su amigo sin saber qué quería decir—. No se habla de otra cosa en Torquilstone desde que llegaste. Los rumores y los cuchicheos circulan por cada rincón. Supongo que le estás dando vueltas ¿no? ¿Crees que Brian de Monfort tardará mucho en venir a por ellas?

Hereward se encogió de hombros.

—Depende de lo de este la eche de menos, ya me entiendes. Confío en que aparezca pronto. De ese modo todo será más rápido. Cuando lo vea, fijaré un precio por ellas y espero que el normando lo acepte y pague en la mayor brevedad posible. De ese modo podremos emplear el dinero en el rescate del rey, y ella quedará libre. Es una cuestión simple.

—Según tú, así lo parece. Salvo por un inconveniente del que seguro que ya te has dado cuenta.

—Si vas a contarme lo mismo que mi padre y mi hermana, ahórrate el sermón. Ya sé que si el normando no paga, estaré en un aprieto porque no sé qué diablos hacer con ellas —confesó Hereward apartándose de la almena y alejándose de Athelstane para no escucharlo.

—Entiendo.

—Ahora mismo estoy considerando todas las posibilidades que pueden darse llegado el caso. Pero prefiero seguir creyendo en la idea original: que Brian de Monfort pague el rescate de su prometida, y así no tendremos de qué preocuparnos —le dejó claro con un tono de enfado por lo que estaba sucediendo.

Todos venían a decirle lo mismo y él ya comenzaba a estar cansado. Hasta ahora nadie le había sugerido que se quedara con ella; salvo Rowena, pero no de una manera directa, sino asegurando que no podría retenerla contra la voluntad de ella. Esa posibilidad no la había si quiera contemplado porque no tenía la más mínima intención de alojar a dos normandas en Torquilstone. Estaría loco si aceptaba semejante propuesta como una posibilidad real.

—¿No ha intentando apuñalarte por la espalda?

Hereward miró a su amigo con un gesto de sorpresa por aquella cuestión.

—No. Me ha lanzado alguna que otra fría y cortante mirada. Algún gesto de altivez, ya me entiendes. Piensa que venir a Inglaterra le da derecho a mirarnos por encima del hombro. ¡Por muy normanda que sea y muy prometida de Brian de Monfort no voy a tolerarlo! —exclamó entre dientes mirando a su amigo como si él fuera el responsable de aquella situación. Pese a que en su interior no sentía esa necesidad. Recordaba la manera altiva y orgullosa con la que ella se había encarado con él momentos antes en la alcoba. Desafiante y preciosa a ojos de él. De haber estado a solas con ella, él no se habría andado con miramientos. La habría cogido y la habría…

—Dirás que no te ha apuñalado pero por tu manera de responderme… No me cabe la menor duda de que sabe cómo tratarte.

—Pues se equivoca. Estoy deseando que su prometido venga a por ella y se la lleve mañana mismo, si no puede ser ahora.

—Dime una cosa, ¿te comportas así porque es normanda o mujer? —Athelstane cruzó los brazos sobre su pecho y contempló a su amigo con un interés desmedido.

—¿Por qué? ¿Qué tienen que ver esas dos cualidades?

—Te lo pregunto porque es la primera vez que una mujer parece sacarte de tus casillas —ironizó Athelstane entre risas.

—¿Qué diablos estás insinuando? —Hereward entrecerró sus ojos escrutando el rostro de su amigo. Sí, ¿qué había querido decirle con aquella pregunta?

—He notado cómo la miras.

—¿Cómo?

—La deseas —le aseguró palmeando el hombro de Hereward mientras este ni se inmutaba—. Y no te lo discuto puesto que es una mujer bonita, pero ten en cuenta que no está destinada a ti. Está prometida, tú lo sabes.

Hereward contempló a Athelstane de la misma manera que si este acabara de insultarlo. Tal vez la deseara, no iba a negarlo. Pero tampoco iba a negar que sabía quién era y cuál era su inmediato destino. Regresar con su prometido.

 

—Conozco muy bien cuál es el final que le espera. Casarse con Brian de Monfort.

—Tú lo conoces, ¿verdad? A ese normando. Creo haberte escuchado hablar de él, y a más gente en Torquilstone.

Hereward no pareció escuchar la pregunta. Estaba absorto en sus pensamientos en torno a Aelis. No le importaba que se marchara con el normando porque de ese modo él se vería libre de sus responsabilidades. Y ni su padre ni su hermana podrían echárselo en cara.

—Dime, ¿conoces a su prometido?

—¿A Brian de Monfort? Sí. Coincidimos en Tierra Santa —le respondió Hereward con la mirada fija en el suelo y los recuerdos de aquellos días inundando su mente—. Es un guerrero. No le tiene miedo a nada ni a nadie. Estaba en el bando de los normandos que defendieron el estandarte de Felipe de Francia, como cabría esperar.

—Por ese motivo se ha aliado con Juan. Por la enemistad entre Ricardo y Felipe.

—Supongo. Y porque Juan paga bien a sus lacayos y a sus mercenarios. Ha sabido rodearse de la flor y nata de la aristocracia normanda.

—Tú estuviste con Ricardo y los sajones.

—Con los ingleses —matizó Hereward alzando un dedo—. Ricardo no quería distinciones entre sus filas. Ni sajones ni normandos, solo ingleses.

—Pero, Ricardo es normando. ¿Por qué esa distinción?

—Desde el primer momento ha querido zanjar las disputas entre ambos pueblos de una vez por todas, pese a que su padre ya lo consiguió.

—Si, pero siempre habrá recelos, envidias y diferencias entre ambos bandos. Los normandos no olvidan que ellos conquistaron nuestra tierra. Y nosotros, por nuestra parte, tampoco olvidamos al opresor.

—Los que le seguimos a Tierra Santa éramos ingleses, que combatíamos bajo la misma bandera. Debiste haberle seguido a luchar contra los sarracenos como hicimos Godwind y yo.

—Alguien debía quedarse en Torquilstone —se excusó Athelstane. Godwin y él lo echaron a suertes para ver quién acompañaba a Hereward hasta Jerusalén—. Según hablas del prometido de lady Aelis no parece que esté dispuesto a pagar. Si es un guerrero…

Hereward suspiró.

—Ya lo veremos. Que sea un guerrero no lo hace invencible —le aseguró sonriendo al recordar las justas que se hacían en honor de los reyes en San Juan de Acre, y como los caballeros de Ricardo, habían logrado imponerse a los de Felipe de Francia, entre los que se encontraba Brian de Monfort—. Es mejor retirarnos. Mañana promete ser un día largo.

—¿Crees que Brian de Monfort dará señales de vida mañana mismo?

—Debemos esperarlo en cualquier momento. Y además, es lo mejor para todos.

Hereward se dirigió hacia su habitación, pero no pudo evitar pasar por delante de la puerta de la que ocupaban Aelis y Loana. Se quedó de pie frente a esta con el deseo de tocar y ver si necesitaban algo. Si todo era de su agrado. Que fueran sus rehenes no significaba que fuera a matarlas de hambre o a torturarlas en las mazmorras. No era un hombre sin corazón ni piedad, aunque ella lo pudiera ver como tal. Quería que su estancia en Torquilstone fuera de su agrado hasta que hubieran de marcharse. Pensar en su futura partida hizo que Hereward golpeara de manera inconsciente la pared con su puño. ¿Por qué? Sacudió la cabeza y tras lanzar una última mirada a la puerta decidió alejarse de allí, no fuera a ser que alguien lo viera; o bien que alguna de las damas normandas abriera la puerta y lo encontrara allí. Aunque esto último le parecía más bien poco probable. Apostaba a que ambas damas permanecerían en su alcoba hasta que alguien fuera a buscarlas para conducirlas junto al normando. Pero no había terminado de pensarlo cuando los goznes chirriaron.

Una figura menuda con una vela en la mano apareció en el umbral. Al ver a Hereward se sobresaltó hasta el punto de dejar caer la vela al suelo. Esta rodó hasta el mismo pie de este, quien se agachó para recogerla y entregársela pero antes la prendió en una de las antorchas del pasillo. Cuando Hereward la acercó y la tenue luz iluminó el rostro de ella, Hereward creyó estar soñando. Le pareció que aquella mujer no era si no una aparición. Alguna especie de espíritu que habitaba en el castillo y que lo contemplaba con los ojos abiertos como platos y boqueando como un pez fuera del agua.

Aelis ahogó el chillido de espanto o de sorpresa que la aparición de él le había provocado. Su corazón latía de manera frenética en el interior de su pecho. Y no encontraba el aliento ni las fuerzas necesarias para decirle lo que pensaba de él y de su aparición.

—Disculpadme si os he asustado, mi señora —se apresuró a expresar Hereward con calma y contemplándola como si esta fuera una completa desconocida para él.

—¿Qué… qué hacéis aquí? ¿Habéis llamado a la puerta?

Hereward no supo qué decirle puesto que seguía ensimismado con su aparición. Su mirada brillaba con una mezcla de ira, de espanto y de emoción. Sus labios entre abiertos eran toda una tentación. Se había recogido el pelo en una trenza que ahora caía sobre su hombro, y que le permitía contemplarla en toda su naturalidad. Sin joyas, ni adornos de ninguna clases. Era ella. Hereward se sobresaltó y bajó su mirada hacia aquel cuerpo de exquisitas formas, que se dejaban entrever bajo la tela de camisón. Hubo de hacer un esfuerzo titánico para no raptarla una segunda vez y llevarla a su propia alcoba. Deslizó el nudo que le impedía hablar. Sintió la boca seca. En verdad que aquella mujer era deseable, pero era una normanda. Y aunque él concibiera la posibilidad de retenerla en el castillo, ella nunca vería en él a nadie más salvo a un salvaje. A un sajón.

—Os pido disculpas, mi señora. Pasaba por delante de vuestra habitación camino de la mía cuando tropecé y hube de sujetarme contra la puerta. Siento haberos asustado —le explicó empleando una mentira tal vez poco convincente.

Aelis le lanzó una mirada de pies a cabeza en la que no escatimó ni un ápice de desdén. Entrecerró los ojos y escrutó su semblante. Aquel maldito sajón le seguía pareciendo atractivo. Tal vez fuera su lado indómito o primitivo lo que le provocaba a ella ese pensamiento. Se decía que no podía andar pensando eso de otros hombres. Y menos de un sajón como el que tenía delante. ¡Su captor!

—En ese caso tened cuidado en no volver a tropezar. Podríais abriros la cabeza de un golpe —le advirtió con una mueca cargada de ironía, adornada de una sonrisa. Sintió una ola de calor en sus mejillas cuando sintió la mirada de él en su cuerpo. Aelis había olvidado que tan solo iba cubierta con un fino camisón y que la luz de la vela dejaba entrever sus formas bajo este. Por ese motivo dio un paso atrás rápido cerrando la puerta con virulencia. Se volvió apoyada contra la espalda y cerró los ojos por unos segundos en los que trató de recomponerse de aquel mal trago pasado. El sajón la había visto poco menos que desnuda ante la puerta de su habitación. Pareciera que lo estuviera invitando a pasar como si fuera una meretriz.

—¿Qué sucede Aelis? —La voz de Loana la sacó de su ensimismamiento. Había perdido la noción del tiempo por un momento. Y tal vez el sentido común al pensar en el sajón como un hombre atractivo. Abrió los ojos y miró hacia su dama de compañía mientras caminaba con la vela en la mano, que depositó en la repisa de la chimenea.

—Pensé que habían llamado a la puerta y salí a ver quién era —le comentó sin darle importancia. Llevaba despierta un rato siendo incapaz de conciliar el sueño y justo cuando parecía irse quedando dormida, aquel golpe en la puerta, ¿o tal vez había sido en la pared? ¿Por qué se aventuró a salir de su alcoba en mitad de la noche?

—Pero… ¿cómo has podido hacerlo? ¿Y si fueran una banda de sajones dispuestos a entrar en la habitación para violarnos? —Loana se había incorporado en la cama sujetando la sábana para cubrirse ante la atenta mirada de su señora.

—No lo eran. De manera que quédate tranquila.

—Entonces, ¿con quién hablabas? —Loana entornó la mirada cargada de curiosidad por averiguar qué había sucedido en el pasillo.

Aelis inspiró. Pensó no contarle nada a Loana para que no sacara conclusiones erróneas. Pero finalmente optó por hacerlo.

—Era ese sajón que nos ha traído aquí —le refirió con cierto desprecio, mirando hacia el otro lado.

—¿Hereward? —Loana se quedó con la boca abierta debido a la impresión que le causó saberlo.

—El mismo.

—¿Y… qué quería? —Loana entornaba la mirada con preocupación aferrándose con fuerza al borde de la sábana.

—Nada. Se había tropezado y en su caída había golpeado la puerta.

Loana se quedó callada meditando aquella explicación que no le parecía muy creíble. Pero ante la cual no dijo nada más para no importunar a su señora. Era mejor dejarlo estar. Ya había observado las miradas que Hereward lanzaba a su señora. A ella no le engañaría. Sabía cuál podía ser su interés en su dama. Pero por fortuna, Brian de Monfort aparecería de un momento a otro y sus inquietudes cesarían.

Aelis recordó la manera en la que el sajón la había contemplado cuando le entregó la vela. Había sorpresa, inquietud, admiración y un toque de calidez en su mirada, que sacudieron el interior de ella. ¿Podría un hombre como él sentir y expresar al mismo tiempo todas esas cualidades? ¡Era un sajón! ¡Un bárbaro incivilizado! O esa era la idea que ella tenía de estos cuando viajó a Inglaterra. Esa era la idea que había preconcebido escuchando a los nobles hablar de los sajones. Pero, ¿y si no era cierto? Por lo poco que había visto, vivían igual que ella en Francia. Sus modales eran parecidos. Atentos y caballerosos por parte de todas las personas con las que había tratado. Y él, pese a haberla secuestrado y llevado a su fortaleza, no la había tratado mal. La habitación era amplia y acogedora. Le habían proporcionado ropas y comida para que se recuperaran del viaje. Tal vez después de todo, el sajón no fuera el salvaje que ella esperaba que fuera desde la primera vez que lo vio esa noche.

CAPÍTULO 4

Brian de Monfort llevaba días cumpliendo las órdenes del príncipe Juan. Esto era, recaudar dinero, joyas o cualquier objeto que tuviera valor y que pudiera servir a los sajones para reunir el rescate de Ricardo. Juan había considerado la posibilidad de ofrecerle más dinero al emperador alemán para no libertar a su hermano, aunque los sajones no lograran reunir los ciento cincuenta mil marcos de plata que este exigía. No creía que hubiera esa suma en toda Inglaterra después del saqueo al que la sometió el propio Ricardo para pagarse su cruzada. No obstante, Juan quería tener las espaldas cubiertas por lo que pudiera suceder. No se fiaba de los sajones.

Hasta el momento Brian de Monfort había recaudado una suma más que interesante. Aunque pensaba que los sajones todavía se guardaban más dinero, estaba cansado y con ganas de regresar a su castillo, al que se suponía que a estas horas ya había llegado su prometida. Tenía ganas de conocerla en persona y fijar la fecha para desposarla; consumar el matrimonio y que la joven normanda la concediera un heredero lo antes posible. De ese modo lady Aelis estaría ocupada con el recién nacido mientras él cumplía las órdenes de monarca Juan. De camino al castillo había hecho un alto en un pueblo donde tomar comida caliente, un buen trago de vino y desquitarse de los sin sabores de la misión con alguna sirvienta.

Cuando llegó a su castillo, los sirvientes aparecieron en el patio para atender a su caballo y llevarlo a las cuadras. Maurice con gesto contrariado, acudió a recibir a su señor, quien con una sonrisa de satisfacción le entregó sendas sacas de dinero y joyas.

—Estos malditos sajones deben de criar el dinero en los árboles. Por más que les pides, más tienen. No logro imaginar de dónde diablos lo sacan —dijo sacudiendo la cabeza y palmeando a Maurice en el hombro—. ¿Y, bien, ha llegado ya mi futura esposa?

Maurice notó un toque de premura en la voz de su señor por conocerla. Entregó lo recaudado a un sirviente y miró a Brian de Monfort con preocupación. Lo cierto era que no sabía por dónde empezar a contarle lo sucedido.

—¿A qué vienen tu silencio y tu mirada? Vamos, dime, ¿qué sucede? No tengo todo el tiempo del mundo —le ordenó deteniéndose frente a él mientras paseaba la mirada por el patio del castillo como si la estuviera buscando.

—Se trata de vuestra prometida…

—¿Qué le pasa? ¿No ha llegado todavía? —Brian de Monfort entornó la mirada hacia su hombre más leal esperando su aclaración. Y este se limitó a sacudir la cabeza—. Entonces, ¿qué sucede?

Maurice sintió la duda en la mirada de su señor.

 

—Ha sido raptada, señor.

Brian de Monfort se quedó contemplando a Maurice e intentando asimilar lo que este le acababa de decir. Arqueó una ceja en señal de no parecer haber comprendido bien lo que había escuchado.

—¿Raptada, dices? —Maurice asintió sin mediar palabra—. ¿Cuándo? ¿Por quién? ¿Y cómo es que tú estás sin un solo rasguño? —le preguntó con suspicacia mirando a su sirviente en busca de alguna herida o magulladura que le indicara signos de lucha para defenderla de sus captores. Pero no los halló.

—Nos sorprendieron en mitad del aguacero cuando nos dirigíamos aquí.

—¿Qué os sorprendieron, dices? ¿Quiénes? ¡Habla! —Brian de Monfort sujetó a Maurice por el cuello y se encaró con él a continuación.

—Sajones, señor.

De Monfort apretó los dientes y soltó a Maurice de golpe. Luego cerró las manos con furia.

—¿Sajones? —había un toque de incredulidad en su pregunta porque no lograba comprender cómo era posible semejante disparate. Que él supiera, los sajones y los normandos convivían en relativa paz desde hacía ya algunos años. No se habían producido más revueltas, ni más rebeliones. Los sajones habían alzado su voz contra el exorbitado pago de impuestos, pero no se había llegado más lejos. Por eso le chocaba que un grupo de sajones fuera el causante de la desaparición de su prometida. Salvo que se tratara de una partida de exaltados que buscaba hacer la guerra por su cuenta. Pero ver a Maurice asentir con gesto de no estar mintiendo hizo que De Monfort indagara un poco más en el asunto—. ¿Quién los mandaba? ¿Cuántos eran? ¿Y qué han hecho con lady Aelis? ¡Habla o te juro que te arranco la lengua!

—Nos superaban en número.

—¿Y a pesar de ello la dejaste marchar con ellos? ¿Sin luchar si quiera? —Brian de Monfort contempló a Maurice con los ojos entrecerrados, calibrando la veracidad de sus respuestas.

—Nos rodearon y nos desarmaron antes si quiera de poder defendernos. Y además, no quería poner en peligro a vuestra prometida ni a su dama de compañía.

—Está bien. ¿Lograste saber quién era su cabecilla? ¿Dónde se encuentra? Juro que lo colgaré del primer árbol que encuentre una vez que libere a mi prometida.

—Hereward de Torquilstone, mi señor.

Escuchar aquel nombre hizo que Brian de Monfort soltara a su hombre de confianza.

—¿Hereward? —el noble normando pronunció su nombre en un susurro dejando su mirada perdida en el vacío y sonriendo de manera lenta. Aquel nombre le evocaba recuerdos de Tierra Santa, algunos de ellos no muy agradables. Pero estos ahora no tenían importancia—. ¿Te dijo dónde las llevaba?

—A Torquilstone. Dijo que os esperaba para negociar el canje de vuestra prometida.

—¿Negociar? ¿El canje? —repitió Brian de Monfort contrariado por aquellas palabras—. No tengo por costumbre negociar con sajones y menos si entre estos está Hereward. Saldremos para Torquilstone en cuanto me haya cambiado. Prepara una escolta de hombres armados para el combate. Traeré a mi prometida cueste lo que cueste, pero no entregaré ni un marco de plata a la causa sajona.

—Sí, señor —Maurice inició su retirada cuando la mano de su señor lo retuvo volviéndolo hacia este.

—Y espero que en esta ocasión demuestres tu valía como guerrero, o tendré que buscarme a otro.

Brian de Monfort dejó libre a Marice mientras le lanzaba una mirada fría y amenazante. Luego, se volvió para dirigirse hacia sus aposentos y quitarse el polvo del camino. Saldrían para Torquilstone en seguida. No tardaría demasiado en traer a su prometida al lugar que le correspondía por derechos. ¿Un rescate? ¿Quién se creía que era Hereward? En Tierra Santa contaba con el beneplácito de Ricardo y de todos los ingleses. Pero en Inglaterra estaban Juan y los normandos. Este le obligaría a entregársela. Hereward tendría que atenerse a las consecuencias que implicaba secuestrar a la prometida de otro. ¡Un sajón! se dijo cerrando su mano en torno a la empuñadura de su espada.

Hereward estaba levantado cuando el alba no había rasgado todavía el velo de la noche. La oscuridad inicial comenzaba a dejar paso a una amalgama de colores más claros. La luz de un nuevo día se filtraba por los postigos de la ventana de su alcoba. Abrió las contraventanas de madera y se asomó al patio del castillo donde la actividad comenzaba a esas horas. Resopló cuando el pensamiento derivó hacia sus nuevas inquilinas y en si habrían sido capaces de descansar algo después de lo ajetreado que había sido el día anterior. La imagen de Aelis lo había perseguido durante toda la noche sin darle tregua; como si se tratara de una cacería por los bosques aledaños y él fuera la pieza a cobrar. No había podido desprenderse de la imagen de ella vestida con aquel fino camisón, con la trenza cayendo sobre uno de sus hombros. Con gusto la habría cogido en su mano y la habría acariciado primero para deshacerla después dejando que sus dedos se enredaran en sus hebras color del trigo. Hereward no pudo evitar sonreír recordando a lady Aelis y lo que le gustaría haberle hecho la noche pasada. Por suerte ella y su dama no pasarían demasiado tiempo en Torquilstone ya que estaba seguro de que el prometido de esta acudiría en cuanto conociera su paradero. Pensarlo hizo que Hereward tensara su cuerpo ante la posible visita del normando con quien no tenía una relación muy cordial. Y más si se hacía caso de los comentarios negativos de su propio padre y de su hermana.

Se aseó de manera rápida y tras deslizarse un jubón por la cabeza y atarlo con su correspondiente cinturón, buscó un par de botas que calzarse antes de abandonar su alcoba. No se detuvo delante de la puerta tras la que descansaban lady Aelis y su dama, sino que continuó su camino hasta la planta baja saludando a quienes encontraba a su paso, entre ellos Godwin, quien lo retuvo por un instante con el semblante serio.

—¿Preparado?

—¿Para recibir al normando? —Hereward arqueó una ceja y sonrió con burla.

—Supongo que no vendrá solo.

—Supones bien. Pero te recuerdo que antes de llevarse a su prometida, deberá entregarnos la cantidad acordada.

—Sabes que no pagará el rescate de Ricardo.

—En ese caso, tienes dos opciones. O paga una parte que considere apropiada, esto es al menos la mitad; o su prometida se quedará en Torquilstone hasta que él decida.

—Ten cuidado. El normando está muy cerca del príncipe Juan en la corte. Es alguien de renombre por sus acciones en Tierra Santa.

—Lo sé. Pero no les temo —le aseguró con naturalidad—. En cuanto a las acciones de las que hablas en Tierra Santa, yo matizaría que goza del favor de Juan debido a la cantidad de oro que le entregó para asentarlo en el trono. Pero todavía le quedan dinero y joyas para liberar a su prometida.

Los dos hombres se miraron en silencio.

—¡Se acercan una columna de jinetes!

Hereward y Godwin dirigieron sus respectivas miradas hacia lo alto de la almena. Subieron a esta con celeridad para mirar hacia donde el vigía les indicaba. A través del bosque pudieron contemplar un número nada desdeñable de jinetes que avanzaban al trote hacia el castillo. El estandarte de la casa de Brian de Monfort ondeaba al viento precediendo la comitiva.

—Parece que tienes prisa por llevarse a su prometida. De lo contrario no habría madrugado tanto —comentó Hereward con suspicacia. Apretó las mandíbulas y metió los pulgares en su cinturón de cuero desgastado del que pendía su espada.

—Será mejor que te prepares. Presiento que no será una negociación amistosa, a juzgar por el número de caballeros que lo acompañan —le sugirió Godwin.

—Lo estoy desde anoche mismo —le aseguró sin mover un solo músculo ni apartar la mirada de la columna de jinetes que se aproximaban a las murallas de Torquilstone.

Godwin sonrió.

—Prepararé a los hombres por si hubiera que intervenir.

To koniec darmowego fragmentu. Czy chcesz czytać dalej?