El rescate de un rey

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—¿Qué pensáis hacer? —Maurice se dirigió a Hereward con desdén a pesar de estar en derrotado y en inferioridad.

—Ya os lo he dicho. Llevarme a las dos mujeres hasta Torquilstone.

—¡Maldito perro sajón! —exclamó incorporándose en su caballo dispuesto a golpearlo. Pero el filo de la espada de Athelstane lo retuvo.

—Cuidad vuestro lenguaje. Hay damas delante —ironizó Hereward apretando un poco más su brazo en torno a la cintura de Aelis como si ella fuera de su propiedad.

Esta acusó aquel gesto. El estómago se le encogió y su pecho se alzó generoso. Aelis se enfureció todavía más, aunque consciente de que no conseguiría nada.

—No os saldréis con la vuestra. Mi señor…

—Eso esperamos todos. Que vuestro señor eche de menos tanto a su prometida que esté gustoso de pagar su rescate. De ese modo todo volverá a la normalidad. Estoy seguro que la dama en cuestión lo estará deseando tanto o más que yo. Creedme —profirió Hereward con cierta burla mirando a Aelis a los ojos.

—Lo hará. Os aseguro que lo hará antes de veros colgado de una soga.

—Para tales menesteres, lo esperamos en Torquilstone. Decidle que acuda a negociar los términos del rescate. Ah, y recordadle también que no intente tomar la fortaleza por la fuerza. Saldría mal parado. Y por último no hace falta que os advierta del riesgo que corréis si se os pasa por la cabeza seguidnos.

Hereward espoleó su caballo y tirando de sus riendas emprendió el camino hacia Torquilstone con lady Aelis sentada en su regazo. Le gustaba sentirla tan cerca de él. Ese ligero temblor que la sobrecogía en ocasiones, o esas miradas cargadas de reproche, de ira y frialdad con las que lo miraba. Una mujer valiente y decidida que no había vacilado ni un solo instante en tratar de ponerse a salvo.

—Mi prometido pagará la cantidad que le pidáis por mí —le espetó entrecerrando los ojos y apretando los dientes con ira. Pero lo que consiguió de Hereward fue una sonrisa cínica que la encendió todavía más—. Sois un salvaje incivilizado.

—Gracias por vuestros cumplidos mi señora. Los tendré en cuenta. Y yo de vos, no estaría tan seguro de que vuestro prometido satisfaga mis demandas.

Lady Aelis alzó el mentó con orgullo mirando a Hereward con cierta superioridad.

—Deliráis, sajón. Mi prometido lo hará y después os veré colgado de una soga como ha señalado Maurice.

—No lo veréis. Porque o bien paga y vos os marcháis con él. O bien no lo hace y vos seguís conmigo. En cualquiera de los dos supuestos no me veréis colgado de una soga. Y ahora os aconsejo que os agarréis con fuerza a las riendas si no queréis acabar en el suelo —le dijo azuzando a su caballo para que galopara más deprisa y lady Aelis acusara el brusco cambio de velocidad.

Ella se agitó bajo el brazo de él sintiendo como si el corazón se le subiera a la garganta. Le lanzó una última mirada de desdén y prefirió centrarse en el camino que restaba hasta llegar a su castillo.

Por detrás, Godwin cabalgaba al lado de lady Loana. Había cogido las riendas de la montura de ella para que no intentara escapar. Pero además, iba rodeada de caballeros sajones lo cual hacía harto complicado si quiera intentarlo.

—¿Por qué hace esto vuestro jefe? —se atrevió a preguntarle a Godwin, quien mantenía su vista la frente. Pero la volvió al escuchar la voz de la dama.

—¿Os referís a llevaros a Torquilstone?

—A secuestrarnos, me refería —Lady Loana se mostró indignada. Frunció el ceño y contempló al sajón enfurecida. Su tono dejó entrever que no estaba muy por la labor de mostrarse dócil, pensó Godwin—. Porque es lo que está haciendo. Cuando el prometido de mi señora lo sepa, no vacilará en acudir en nuestro rescate —le dijo frunciendo sus labios en un mohín de disgusto al tiempo que entrecerraba sus ojos mirando a Godwin con frialdad.

—Eso esperamos, mi señora —asintió Godwin de manera gentil inclinando su cabeza hacia lady Loana con respeto—. Pero decidme, ¿pagará vuestro rescate también, o solo el de vuestra señora? ¿O tal vez tengáis un prometido que pueda hacerlo? —Godwin se quedó mirando a lady Loana con una mezcla de diversión y extrañeza por pensar en ella como en una mujer atractiva o con dote para tener un prometido. Algo extraño por otra parte si acompañaba a su señora desde Normandía.

Lady Loana tenía el cabello oscuro, aunque Godwin no sabría precisar si se debía a que era noche cerrada. Sus ojos se asemejaban a un pozo sin fondo. Era de estatura media y sus curvas resaltaban bajo el vestido que lucía. Ahora, que ella le devolvía la mirada, Godwin pudo observar cierta sorpresa por lo que acababa de decirle. Esperó a que ella le rebatiera aquel comentario, pero en ese preciso instante las murallas y las altas torres de Torquilstone aparecieron frente a ellos. Godwin se quedó con las ganas de conocer la respuesta de Loana.

—Bienvenida a vuestro nuevo hogar, que espero que lo sea por un breve espacio de tiempo, mi señora —susurró Hereward en el oído de lady Aelis cuando esta menos lo esperaba.

Ella se agitó de nuevo entre los brazos de él cuando sintió la tibia caricia de su aliento sobre su rostro. No comprendía el motivo por el que reaccionaba así. ¿Tal vez se debiera a que estaba algo nerviosa y ofuscada con él?

—Yo también lo espero. ¿Qué haréis ahora? ¿Encerradme en una sucia, oscura y lóbrega mazmorra? —le preguntó con un aire de desdén. Era en un modo de defenderse de su estado de inferioridad ante él.

Hereward sonrió burlón sin decir nada más. Dirigió su caballo hacia la puerta del castillo, que se abría al mismo tiempo que se alzaba el rastrillo.

Aelis levantó la mirada hacia la fortaleza que se alzaba ante ella, con sus torres de vigilancia en una de las cuales ondeaba una bandera con un dragón rojo sobre fondo negro. Varios hombres acudieron a ellos cuando se detuvieron en el patio de armas.

—Llamad a Rowena para que las atienda —indicó Hereward dando órdenes antes de descender del caballo y tender los brazos hacia lady Aelis para que lo hiciera.

Ella se mostró reticente en un principio. No quería que las manos de él se posaran una vez más en su cuerpo, pero cuando quiso rechazarlo fue demasiado tarde. Él se había adelantado y en ese preciso instante volvía a rodearla por la cintura para bajarla del caballo como si de una pluma se tratara. Sin ningún esfuerzo, despacio, con parsimonia dejando que sus miradas no se apartaban la una de la otra en ese breve espacio de tiempo que duró ese gesto por parte de Hereward. Ambos permanecieron frente a frente, escrutando el rostro del otro como si buscaran algo. El corazón de lady Aelis brincó en su pecho acelerando sus latidos más y más deprisa hasta creer que le estallaría bajo la fija mirada del sajón. Pero lo que más le desconcertó fue su cínica sonrisa, que conseguía enervarle la sangre una vez más.

—Rowena —dijo Hereward cuando la joven muchacha de cabellos rubios y tez blanca se acercó hasta ellos—. Esta es mi hermana. Os ayudará a instalaros junto con vuestra dama de compañía.

Lady Aelis observó con detenimiento a la joven muchacha, quien le obsequió con una dulce sonrisa.

—Por cierto, creo que todavía no sé vuestro nombre.

—¿Qué importancia tiene para vos? A vos solo os interesa el dinero que podáis sacar de mi rescate —le dijo encarándose con él de una manera peligrosa. Lady Aelis sintió como su pulso se le aceleraba así como ese extraño ahogo en el pecho cada vez que se acercaba en demasía a él. Debía procurar no dejarse llevar por su rabia e ímpetu cuando él estaba cerca.

—Cierto, pero al menos sabré a quién dirigirme —Hereward se inclinó un poco sobre el rostro de ella, acrecentando el nerviosismo en lady Aelis.

Esta deslizó el nudo que acababa de formarse en su garganta y decidió que sería mejor responderle. De ese modo se apartaría y la dejaría en paz.

—Lady Aelis.

Hereward no se apartó un solo centímetro del rostro de ella.

—Lady Aelis, dejad que Rowena os conduzca a vuestros aposentos.

Iba a alejarse de él y a seguir a la muchacha sajona cuando una voz semejante a un trueno la retuvo. Se volvió sobre sus pasos para contemplar avanzar hacia ellos a un hombre de elevada estatura y gran envergadura.

—¡¿Qué significa todo esto?! —Eadric caminaba a grandes zancadas seguido por varios hombres hasta el lugar donde se encontraban.

Lady Aelis sintió miedo por primera vez desde que llegara allí. Lady Loana se acercó hasta ella cuando Godwin la dejó ir.

—¿Quiénes son? —preguntó mirando a las dos damas con gesto autoritario.

—Te lo explicaré después, padre —El pronunciar aquella palabra hizo que lady Aelis se sobresaltara y paseara su mirada por los rostros de ambos hombres buscando cierto parecido—. Tienen hambre, están cansadas y ha de cambiarse de ropas. Deja que Rowena las atienda. Que les proporcione alojamiento y aquello que precisen. Yo estaré encantado de contarte lo sucedido. Lady Aelis —dijo inclinándose ante ella con respeto.

¿Quién era aquella mujer? pensó Rowena al contemplar a su hermano mirarla con algo más que admiración. Su manera de inclinar la cabeza ante ella y esbozar una sonrisa. Y la mirada última que ella le dirigió a este, era una mezcla de rabia contenida pero también de sorpresa. ¿Qué estaba sucediendo? Lo único que Rowena podía vislumbrar por sus ropajes era que las dos mujeres no eran sajonas, sino normandas.

Lady Aelis no se movió del sitio mientras contemplaba como Hereward se alejaba en compañía de su padre. De igual manera, Lady Loana se había alejado y se dio cuenta de que caminaba sola en compañía de la muchacha sajona, Rowena, había creído escuchar que así se llamaba. De manera que Lady Loana se volvió hacia su señora con el ceño fruncido y la mirada reflejando su contrariedad porque se hubiera quedado allí.

 

—Señora, la muchacha os está esperando —le advirtió situándose al su lado.

Lady Aelis pareció estar perdida en sus pensamientos porque después de un momento, reaccionó y volvió su mirada hacia su dama de compañía.

—Sí, es mejor que marchemos. Quiero descansar, comer algo y… —Aelis cogió aire relajando sus hombros y sintiéndose abatida por un momento—. Olvidarme de todo lo que ha sucedido por esta noche. Aunque dudo que lo consiga.

—Veréis que todo esto queda en algo pasajero. En cuanto vuestro prometido descubra lo sucedido, vendrá a por vos sin ningún reparo.

Lady Aelis sonrió de manera tímida. Algo en su interior le decía que no sería tan rápido, ni tan sencillo que ella quedara en libertad. Tal vez recordar las palabras del sajón sobre que tal vez ello no sucediera. No, cuando había reyes de por medio. En estos casos el resto de vasallos, incluidos los miembros de la nobleza, pasaban a un segundo plano. Aelis decidió que sería mejor aceptar el alojamiento y la comida de aquel majestuoso castillo donde por lo poco que había visto no se privaban de nada, pese a ser sajones. Ella pensaba que estos eran más rudimentarios y más salvajes, pero a cada paso que daba en aquel lugar su concepción de estos parecía ir cambiando. Incluso la del tal Hereward, se dijo entrecerrando los ojos y pensando en este.

CAPÍTULO 3

Eadric permaneció de pie esperando que su hijo le explicara qué demonios había sucedido para que dos damas, de aspecto normando, hubieran llegado a Torquilstone.

—¿Vas a decirme de una vez qué está sucediendo? ¿Quiénes eran las dos mujeres? Porque sajonas no son. De eso estoy más que seguro cuando he visto sus caros y finos vestidos —declaró con extrema autoridad sirviéndose una copa de hidromiel y vaciando su contenido de un solo trago.

—No, no son sajonas, sino normandas como bien señalas —confirmó Hereward—. ¿Importa mucho su origen?

—Sí, si ponen Torquilstone en peligro.

Hereward cruzó los brazos sobre su pecho e inclinó la cabeza con gesto reflexivo.

—Confío en que esta situación se resuelva con la mayor rapidez posible para todos. Y sin que haya que recurrir a las armas —Hereward arqueó las cejas en señal de expectativa por lo que su padre pudiera decir.

—¿Qué has querido decir? ¿Quiénes son?

El viejo sajón apoyó las manos abiertas sobre la mesa contemplando a su hijo sin miramientos. Él era la máxima autoridad en aquella fortaleza y deseaba seguirlo siendo hasta el último día de su existencia. No quería ver Torquilstone bajo el mando de un normando.

—Esas mujeres son la prometida de Brian de Monfort y su dama de compañía, por lo que he podido deducir.

—¿Y qué pretendes conseguir trayéndolas aquí? Espero que por la mañana se hayan marchado. No quiero tratos con los normandos; y menos con De Monfort.

—Dinero para el rescate de Ricardo —le aseguró Hereward mirando a su padre con determinación.

El viejo sajón palideció al escucharlo. No podía cree que su hijo estuviera actuando de aquella manera tan irracional.

—¿Qué diablos estás diciendo? ¿Has osado secuestrar a la prometida de uno de los hombres más cercanos al príncipe Juan? —preguntó sin creer que así fuera. Pero ver a su hijo asentir sin vacilar provocó en el viejo sajón un ataque de ira que no vaciló en dejar salir—. ¿Eres consciente de lo que acabas de hacer? De Monfort se presentará a las puertas de Torquilstone, con cientos de caballeros, dispuesto a tomarlo si no se la entregas.

—No lo hará estando su prometida tras sus muros —le aseguró Hereward caminando hacia el generoso fuego que ardía en la chimenea del salón. Por un momento se había olvidado de que él también estaba calado hasta los huesos y que necesitaba entrar en calor.

—Te crees muy listo pero no lo eres. Con este acto provocarás la ira de Juan y la de los normandos.

—De Monfort está recaudando dinero y objetos de valor por orden de Juan. O más bien, robando.

—Sí, lo sé. Aseguran que es para reunir el rescate de su hermano Ricardo —le confesó el viejo sajón sacudiendo la mano en el aire restando importancia a este hecho.

—¿Y tú lo crees, padre? —Hereward siguió de pie frente al fuego con las manos extendidas pero giró el rostro hacia su progenitor para que este le asegurara que creía al príncipe Juan.

Eadric sacudió la cabeza.

—Claro que no. Pero eso no me da derecho a cometer la estupidez de raptar a su prometida.

—No he ido a raptarla sino que nos encontramos con la comitiva cuando regresábamos a Torquilstone, después de saber que De Monfort estaba saqueando las aldeas sajonas de los alrededores en busca de dinero u objetos valiosos para evitar que puedan contribuir al rescate del rey. ¿No lo ves padre?

Hereward se apartó del fuego y se acercó a su padre con el ceño fruncido y sus manos cerradas en puños por la rabia que sentía.

—Ya lo veo y sé que Juan no es tonto aunque lo parezca. Una vez más saquea al pueblo para evitar que este pueda contribuir al rescate de su hermano.

—Y para justificar estos actos los disfraza de contribución a una buena causa.

Eadric se sentó en silencio sin mirar a su hijo. Todo aquello era una completa locura. Tras unos segundos volvió a fijar su atención en él.

—¿Pretendes que De Monfort pague el rescate de su prometida? —Había un toque de burla en la pregunta de Eadric.

Hereward inspiró hondo antes de responder.

—No estoy seguro de que vaya a hacerlo.

—¿Cómo dices? —el viejo sajón apoyó sus manos sobre los reposabrazos y se inclinó hacia delante mirando a su vástago como si estuviera loco.

—Sabe que estaría contribuyendo con su dinero al del propio Ricardo.

—¿Entonces, por qué diablos lo has hecho si concebías esa posibilidad?

Eadric se levantó de su asiento como un resorte para encararse con su hijo, a quien ahora señalaba con el brazo extendido acusándolo de semejante disparate. Su voz había sonado como un trueno. Miraba a Hereward sin terminar de creer que hubiera sido tan inconsciente.

—La opción se presentó en el camino. Sin más. No pensé en las posibles consecuencias sino en pagarle a De Monfort con la misma moneda, con la que paga él a los sajones.

—Entonces, ¿se trata de una venganza? —Eadric arqueó una ceja con suspicacia.

—No es tal, sino más bien demostrarle que los sajones también sabemos defendernos sin emplear la espada. Está recaudando dinero con el pretexto de pagar el rescate de Ricardo, ya te lo he dicho —Hereward parecía alterado en su intento por hacerle ver a su padre cuál era la situación.

—Juan se lo impedirá; lo del rescate. Le dirá que la repudie en cuanto sepa que está aquí. Que no será una dama de fiar y que es mejor dejarla a un lado. Si esa situación llega a producirse, ¿qué vas a hacer con las dos normandas? —Eadric arqueó una ceja con suspicacia ante el panorama que podía presentársela a su hijo—. Porque si tengo algo claro es que De Monfort no pagará. Obedecerá a Juan para no perder su posición en la corte. Tal vez venga con sus caballeros e intente llevársela por la fuerza. En ese caso, deberemos estar preparados.

Hereward apretó los labios con gesto de preocupación. Pero no porque Torquilstone pudiera sufrir un asedio, si no por la suerte que pudiera correr lady Aelis y su dama de compañía. ¿Qué haría si De Monfort no pagaba el rescate, como le había sugerido su padre? ¿Lo había llegado a considerar?

—Sí, en ese caso deberemos estar preparados.

—¿Dónde se encuentran las dos normandas en este momento?

—Las dejé al cargo de Rowena para que las instalara, ya lo has visto antes en el patio. No quiero que se lleven una mal imagen de los sajones ni de su hospitalidad —le informó mientras el viejo sajón asentía convencido de que había hecho bien—. Iré a hablar con ella a ver qué tal ha ido.

Eadric inclinó la cabeza con gesto pensativo. La situación a la que se veía abocado no le hacía ninguna gracia. Alojar en su castillo a dos damas normandas no era de su agrado, y menos si estaban allí contra su voluntad. Esto podría implicar una situación nada deseosa. Pero ya nada podía hacerse. Devolvérselas a De Monfort no tendría tampoco mucho sentido, una vez que Hereward se las había llevado. Harían bien en prepararse para las represalias normandas, las cuales estaba convencido de que no tardarían en producirse.

—¿Sabemos algo de Jacob y de la comunidad judía?

Eadric sacudió la cabeza lo cual preocupó a Hereward. Necesitaba recaudar el dinero lo antes posible. Y la comunidad judía era un puntal básico, y más si el rescate de la dama normanda no se producía.

—Y entre la nobleza sajona apenas si hemos podido reunir unos miles de marcos —le confesó Eadric sin ánimos—. Creo que es una completa locura lo que propones, y además, ahora te complicas la vida con esas mujeres normandas —le dijo sacudiendo la mano en el aire haciendo referencia a estas.

—No hay vuelta atrás, padre. Conseguiremos que Ricardo vuelva a sentarse en trono de Inglaterra.

Eadric sonrió con un deje burlón.

—¿A qué precio? Dime —le exigió Eadric con una sonrisa cargada de ironía—. Tú y tus románticas ideas. Todavía no te has dado cuenta de cómo funciona todo esto. Pero lo harás, no te preocupes.

Hereward contempló a su padre con semblante serio mientras este se reclinaba en su asiento y volvía a adoptar una pose de preocupación, ajeno a la presencia de su propio hijo. Este se volvió y abandonó el salón sin decir ni una palabra más. Iría en busca de su hermana para saber qué había sido de las dos damas normandas. Las palabras de su padre lo invadieron sin remisión arrojando más intranquilidad a su ánimo. De Monfort no pagaría el rescate de su prometida y ello significaba que la presencia de ella allí en Torquilstone carecería de valor.

Lady Aelis y lady Loana habían sido conducidas a una amplia e iluminada alcoba con vistas al patio del castillo. En este, la gente se recogía debido a la lluvia que volvía a arreciar con violencia. Aelis permanecía asomada a la ventana. Había dejado su mente en blanco por esos instantes con el firme propósito de que su dolor de cabeza fuera remitiendo. Los últimos acontecimientos vividos habían sido demasiado para ella. Ni por un instante pensó que su llegada a Inglaterra fuera a ser tan… convulsa. Ni quería rememorar el momento en el que el sajón había salido en pos de ella. Ni como al darle alcance la había subido a su propia montura con extrema destreza y facilidad. Como si ella no le representara ningún contratiempo. Y por último sentir su cuerpo durante todo el viaje hasta ese castillo; su aliento en su nuca, en su rostro y esa mirada que en ocasiones le intrigaba y en otras la estremecía. El roce de sus manos con la suyas, pese a que ella llevaba guantes de piel, atrapando las riendas de su caballo, el escalofrío que recorrió su espalda… Aelis sintió que su respiración se agitaba de una manera inusitada pensando en todas esas situaciones. Se volvió hacia su dama de compañía, Loana, quien permanecía sentada observándola desde un escaño junto al generoso fuego que ardía en el hogar.

—Espero que no pasemos demasiado tiempo encerradas entre estas cuatro paredes —comentó Aelis caminando hacia Loana con las manos cerradas en puños y apretadas contra sus costados.

—Seguramente, vuestro prometido vendrá a por vos en cuanto conozca la noticia. Imagino que al menos esta noche la pasaremos aquí —le dijo tratando de calmarla, ya que su señora aparecía furiosa con aquella mirada fría como la noche que se había quedado en el exterior de aquellos muros de Torquilstone.

Aelis frunció el ceño y sonrió con ironía ante ese comentario. ¿En verdad iría a por ella? No estaba segura después de todo, y más tras conocer el verdadero motivo por el que lo había hecho el sajón.

—Yo solo espero que nos den de comer y nos presten algo de ropa para cambiarnos. Estoy calada hasta los huesos, mi señora.

El sonido de varios golpes en la puerta alertó a ambas damas. Primero, se miraron entre ellas buscando alguna respuesta la una en la otra. Y luego, juntas dirigieron sus atenciones hacia la puerta que se abría dejando paso a la joven muchacha sajona que las había conducido hasta allí.

—Os traigo ropas para cambiaros, señoras —dijo penetrando en la habitación con varios vestidos, así como calzado para ambas—. Y algo de comer ya que supongo que estaréis hambrientas.

 

Aelis sintió el pálpito repentino al ver al propio sajón con una bandeja en la mano llena de comida, que se apresuró a dejar sobre la mesa.

Hereward había interceptado a su hermana junto a varias sirvientas en el pasillo y tras una breve charla, había decidido ser él quien acompañara a Rowena a ver a las damas normandas. Quería comprobar in situ que tenían todo lo que necesitaban.

—Espero que os sirvan. De todas maneras puedo traeros algunos más si no es así —aclaró Rowena dejando los vestidos sobre la amplia cama que había en la habitación.

Hereward se había acercado a la chimenea para atizar el fuego y colocar más troncos. En un momento, la estancia se caldeó de manera asombrosa.

Aelis se fijó en él. Se había cambiado de ropa y ahora lucía un jubón sencillo de color ocre sujeto con un cinturón y unas calzas grises. Se incorporó girando de repente hacia ella haciéndola retroceder como un animalillo asustadizo. Ella experimentó una ola de calor cuando sintió el golpe del fuego en pleno rostro. Agradecía que el sajón hubiera atizado la chimenea ya que la estancia se estaba quedando desangelada.

—Comed o se os enfriará la cena —le dijo él haciendo un gesto hacia esta.

—¿No pretenderéis que nos cambiemos de ropa delante de vos? —le espetó Aelis reuniendo fuerzas para enfrentarse a su presencia. Dio un paso al frente como si aquel hombre ejerciera influjo sobre ella. Apretó sus brazos contra los costados reprimiendo sus ansias por abofetearlo allí mismo por el rudo comportamiento que había demostrado con ellas.

Hereward balbuceó sin que ninguna de las mujeres comprendiera muy bien qué había querido expresar.

—Mi hermano y yo nos marchamos, señoras. De ese modo podréis cambiaros de ropa y cenar tranquilamente a solas —intervino Rowena tirando del brazo de Hereward para sacarlo de allí. Esta tenía la impresión de que él se había quedado eclipsado con la presencia tan cercana de la dama normanda.

—Os he puesto más leña para que no se os apague el fuego. Pero si precisáis…

—Descuidad, sabemos hacerlo nosotras mismas —le cortó Aelis entrecerrando sus ojos para dirigirle una nueva mirada cargada de frialdad—. No penséis que no sabemos hacerlo por el hecho de ser damas de la nobleza.

—Ni vos penséis que los sajones somos una bárbaros sin modales, mi señora —Hereward se inclinó de forma respetuosa antes ellas pero sin apartar la mirada de Aelis en ningún instante para ser testigo del rubor en las mejillas de esta—. Hacedle saber a mi hermana cualquier necesidad y me encargaré de satisfacerla al instante, mi señora.

Aelis se vio sorprendida ante aquel gesto de caballerosidad, aunque ella lo interpretó más bien como una burla. Y para demostrarle que no le temía se envaró delante de él mirándolo de manera fija con el mentón ligeramente elevado, como prueba de su orgullo.

—En ese caso, dejadnos marchar a lady Loana y a mí ahora mismo.

Estaba segura de que aquel sajón no era de los que se arredraba de manera fácil. Lo había visto esa noche cuando trató con su escolta. De manera que tampoco lo haría ante una mujer. Pero tenía que intentarlo de todas formas. Ahora, con la distancia entre ellos más corta y a la luz de la antorchas y las velas, ella pudo contemplar los rasgos del sajón. Su cabello negro como la fría noche, su mirada sombría y los rasgos bien esculpidos. Su fino bigote y la perilla le otorgaban un aspecto caballeroso, después de todo. Lo contempló esbozar una sonrisa burlona.

—¿Disponéis de ciento cincuenta mil marcos de plata? Si tal es el caso entregádmelos y os podréis marchar con una escolta hasta vuestro destino —le aclaró él apoyado en la pared con los brazos sobre el pecho y su ceja arqueada. La miró con una mezcla de ironía y deseo por besarla. Tal vez fuera el hecho de estar cansado, alterado o preocupado por el devenir de la situación tras la charla con su padre y pensaba que un beso de ella lo tranquilizaría

—De sobra sabéis que no los poseo conmigo —le respondió enrabietada porque quisiera burlarse de ella. Lo miró con el deseo de golpearlo mientras cerraba sus manos en puños y los retenía contra sus costados—. Pero si los tuviera, con gusto os los daría para que nos dejaseis libres y de paso podáis liberar a vuestro querido rey Ricardo. Pero no temáis, mi prometido no tardará en abonarlos en cuanto sepa dónde me encuentro.

Hereward mudó la sonrisa. Por un instante pensó en la posibilidad de que tal situación no se produjera. ¿Cómo actuaría lady Aelis sin llegaba ese caso? Por ahora él no le comentaría nada acerca de esto. Dejaría que todo siguiera su curso hasta ver la reacción del prometido de ella.

—Es mejor que las dejemos a solas —comentó Rowena sacando a Hereward poco menos que arrastras de la habitación. Este no apartó su mirada de la de Aelis, quien enfurecida se volvió como una fiera enjaulada hacia la ventana presa de una agitación extrema en su interior. Y cuando escuchó que la puerta se cerraba se volvió hacia esta con el odio reflejado en su rostro.

—¡Maldito sajón! —murmuró crispada sin igual mientras era lady Loana la que acudía a su lado para tranquilizarla.

—Mi señora, calmaos.

—¿Cómo quieres que me calme? —le preguntó levantando la mirada hacia ella y en la que su dama de compañía pudo leer la desesperación de la que era presa su señora. El arrojo demostrado ante el sajón no eran si no el fruto de la desesperación y la impotencia por no poder decidir su propio destino. Siempre en manos de los hombres, normandos o sajones.

—Estoy segura de que todo se habrá solucionado mañana. Ahora sería mejor cambiarnos de ropa, comer algo y tratar de dormir un poco. Todo será distinto al alba, mi señora.

Aelis contempló a Loana entre las lágrimas que hasta ese momento no había derramado por orgullo. No quería que el sajón la viera llorar. Pero ahora, libre de su presencia y de su mirada, Aelis no tuvo reparos en hacerlo. Trató de calmarse y de sonreír tomando un vestido sencillo de color verde para probárselo. Debía olvidarse de todo por unas horas. Tal vez con el nuevo día viera la situación de otra manera, como le aseguraba lady Loana.

Rowena y Hereward regresaron al salón principal donde el fuego crepitaba con furia en la chimenea. No había rastro de su padre, ni de ningún hombre. Hereward se apoyó contra la repisa de piedra caldeada fingiendo interés por remover los leños a medio consumir. En su mente, la imagen de Aelis enrabietada por su situación y el deseo de él por besarla.

—¿Puedes contarme qué está pasando? ¿Por qué has secuestrado y traído a dos damas normandas a Torquilstone, Hereward? —Rowena se plantó delante de su hermano con las manos en las caderas, el ceño fruncido y una mirada que lo expresaba todo.

Hereward levantó la atención del fuego para contemplarla en aquella postura tan arrogante. Su hermana podía ser muy convincente cuando la situación lo requería, se dijo Hereward observando el reflejo de las llamas su piel más pálida y sus cabellos más luminosos. Se enfrentó a la mirada de ella por un segundo y después la esquivó.

—No lo sé —Hereward arrojó furioso el hierro candente con el que atizaba el fuego. Después, volvió a centrar su atención en su hermana, tal vez en busca de su respuesta.

—¿Cómo?

—Fue lo primero que se me ocurrió cuando dimos con la comitiva que las conducía al castillo de su prometido. Pensé que con ello lograría dinero para el rescate de Ricardo, y que le daría una lección a Brian de Monfort y al príncipe Juan.

—¿Por qué? ¿Porque se oponen a que Ricardo regrese al trono de Inglaterra? Es por eso, ¿verdad? Y después de hablar con nuestro padre no estás seguro del todo de que su prometido vaya a pagar el rescate —dedujo frunciendo los labios en una mueca de cinismo—. El rescate de un rey. Ella no lo vale y lo sabes.