El rescate de un rey

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—Ricardo y Juan son hermanos; y normandos ambos. Los dos nos han sangrado en impuestos. Y nos han humillado tanto en público como en privado. Somos un pueblo sin hogar y sin un rey. No hay pues diferencia alguna entre ellos para nosotros.

—Pero Ricardo os ayudará, Jacob.

—¿Ayudar? —El judío arqueó una ceja con escepticismo. Sin terminar de creer que lo que el sajón le decía fuera cierto—. ¿Cómo? ¿Devolviendo todo lo que nos pidió? ¿También lo que paguemos ahora? No, no lo hará. Se olvidará de nosotros como lo han hecho el resto de monarcas en Europa. Volverá a tratarnos como lo que somos para sajones y normandos. Usureros, nigromantes, pero es algo a lo que ya nos hemos acostumbrado —el gesto de preocupación en el rostro del sajón alertó a Jacob—. Sin duda que sois su más firme defensor.

—Estuve con Ricardo en Jerusalén. Hasta que Saladino y él firmaron la tregua. Yo regresé a Inglaterra. Soy un firme defensor de la justicia, Jacob y esta no se está cumpliendo con el rey.

Jacob se limitó a sonreír de mala gana.

—Ricardo nos dejó casi en la miseria —le dijo paseando su mirada por la casa, algo que llamó la atención de los tres sajones—. No te prometo nada pero hablaré con el resto de la comunidad judía y os haré saber la respuesta. No soy solo yo quien decide sobre estos asuntos, joven sajón.

—Os estoy agradecido, Jacob. En nombre de Ricardo os aseguró que vuestro pueblo no padecerá más represalias, ni se verá sometido a vejaciones.

—Eso espero. Me gustaría invitaros a que os quedéis y os repongáis del camino.

—Y nosotros os lo agradecemos pero no tenemos tiempo que perder. Debemos seguir hablando con gente para recaudar el rescate de Ricardo.

—En ese caso, qué Dios os guíe.

Los tres sajones abandonaron la casa de Jacob y reemprendieron el camino de regreso a Torquilstone algo más esperanzados que cuando llegaron. Hereward confiaba en que su padre hablara con los nobles sajones que no habían sido despojados de sus pertenencias, y que pudieran contribuir a pagar el rescate de Ricardo. De lo contrario no sabía como reunirían semejante cantidad ya que los judíos no parecían estar muy dispuestos.

CAPÍTULO 2

El príncipe Juan observaba con semblante pensativo a Brian de Monfort y a Philip de Malvoisin. Estos intercambiaban su parecer al respecto de las distintas noticias que habían llegado a Inglaterra durante las dos últimas semanas. Mientras, en la mente de Juan retumbaba una y otra vez la misma idea y esta no era sino que temía que los sajones intentaran reunir el dinero para liberar a su hermano Ricardo. No podía confiar en su propio pueblo. ¡Malditos perros sajones! exclamó en su mente mientras cerraba sus manos en puños de rabia e impotencia.

—Sir Brian, ¿cuándo llega vuestra prometida?

Juan cambió de pensamiento tratando de no darle demasiadas vueltas al tema de su hermano y a la traición que se fraguaba a su espalda. Hablar de cosas banales como de la prometida de uno de sus más allegados caballeros le distraería por el momento.

—Dentro de dos días, señor —El gesto de falta de emoción por este hecho llamó la atención del príncipe.

—No parecéis muy feliz.

—No es más que un matrimonio para aumentar mis posesiones en Normandía y aquí en Inglaterra.

—Y que la dama en cuestión haga perdurar vuestro linaje con un heredero —apuntó Juan con una sonrisa cínica observando que podía sacar provecho del estado de ánimo de su noble—. Bueno, hasta que ese momento llegue, tendré que echar mano de vos para una nueva incursión entre la nobleza sajona.

—Lo que ordenéis, majestad —asintió el normando con una leve inclinación de cabeza.

—No podemos permitir que esos malditos sajones continúen reuniendo más plata para el rescate de mi hermano.

—¿Estáis seguro de ello, señor? —Malvoisin miró al príncipe con el ceño fruncido sin terminar de creer en esta posibilidad—. Habéis sobornado al emperador alemán para que este hecho no se produzca. ¿Pensáis que los sajones acaso puedan reunir esa cantidad?

El príncipe sonrió de manera cínica.

—Si los sajones se presentan con ciento cincuenta mil marcos de plata ante él, nada ni nadie podrá evitar que mi hermano retorne a Inglaterra.

—Y eso sería un serio contratiempo para todos nosotros, caballeros —La voz de Fitzurse, consejero del príncipe Juan heló la sangre de todos los allí presentes—. Si el rey regresa a Inglaterra, no le temblará la mano para castigar a aquellos que lo han abandonado —dijo entornando la mirada hacia Juan.

—Debemos evitar que los sajones reúnan esa cantidad a toda costa —resumió el príncipe—. Por ese motivo iniciaremos una nueva recolección de impuestos, alegando que son para salvar a Ricardo —dijo sonriendo con malicia.

—¿Pretendéis hacer creer al pueblo que su dinero será para salvar a vuestro hermano? —Fitzurse se alarmó ante tan maquinación—. Si logran descubrir que no es así… Los sajones podrían levantarse en armas.

—¿Contra mis caballeros normandos? —preguntó Juan con gesto burlón señalando a estos confiado de que no sucedería nada malo—. Qué lo hagan si lo consideran como tal. Pero mientras se deciden a hacerlo, esos mismos caballeros recolectarán el dinero. Y tú mi buen Fitzurse te encargarás de redactar la proclama. Poneos en marcha de Monfort, de ese modo podréis llegar a tiempo para recibir a vuestra prometida. Aunque viendo vuestro interés en ella, pareciera que os esperara una maldita sajona. —Juan se reclinó contra el respaldo de su trono cruzando las manos satisfecho por lo que acababa de ocurrírsele.

Brian de Monfort asintió con los dientes apretados ante aquel último comentario. Lo cierto era que aquel matrimonio con lady Aelis solo tenía dos finalidades que había dejado claro ante el príncipe Juan. No habría cariño, ni amor, por supuesto. Era algo con lo que la propia lady Aelis contaría. Pero tampoco era cuestión de humillarla al compararla con una mujer sajona, por mucho príncipe de Inglaterra que Juan se hiciera llamar, pensó el caballero normando.

Lady Aelis y su ama de compañía desembarcaron en las costas inglesas bajo un cielo algo gris para gusto de la primera. Después de varios días de navegación desde las costas francesas, por fin llegaban a su destino. Y la primera impresión que se llevaba no era nada halagüeña.

—No es un buen presagio.

—Oh, no seáis tan negativa mi señora. Que el día esté nublado no significa nada. ¿Cuántos amaneceres como este hemos contemplando en Normandía, en los que después han terminado saliendo el sol? E incluso hemos disfrutado de un clima agradable.

—Te repito que esto es un mal presagio por haber aceptado venir a Inglaterra a un matrimonio que no deseo bajo ningún concepto —le recordó con ironía y descaro lady Aelis.

—Será mejor que dejemos esos presagios para después. Nos esperan, mi señora.

Pero Lady Aelis solo pensaba en la manera de escapar de allí cuanto antes. Durante el viaje había estado concibiendo infinidad de situaciones que podían darse y que debería aprovechar sin dudar. Pero cuantas más vueltas le daba, más se desanimaba porque al final siempre se encontraba en un punto muerto. Lo sencillo podría ser despistar a los guardias que la esperaban, pero entonces ante ella se habría una gran dilema, ¿qué hacer en una tierra desconocida y llena de sajones? Antes de intentar si quiera escapar y pese a que las oportunidades se le presentarían, debería tener muy claro qué haría después. Debería madurar sus propuestas de fuga antes de que expirara el plazo para contraer matrimonio con Brian de Monfort.

Un grupo de hombres armados la aguardaban junto. Al frente de estos un hombre de aspecto poco fiable, con una mirada heladora que le provocó un escalofrío a la propia Aelis. ¿Un normando al servicio de su futuro esposo? se preguntó mientras escrutaba su rostro.

—Mi señora, mi señor Sir Brian de Monfort me envía a recogeros para conduciros a su castillo. Soy Maurice y desde este momento quedo a vuestro servicio.

El hombre se inclinó ante ella con una reverencia formal.

—¿Y él? ¿Dónde se encuentra para no venir a recibirme? —preguntó con curiosidad y cierta altivez lady Aelis paseando la mirada por los allí congregados.

—En misión para su majestad. Me ha dicho que se reunirá con vos más tarde. Me ha pedido que os conduzca hasta vuestra futura residencia.

Lady Aelis inspiró hondo.

—Esperaba que hubiera venido a recibirme en persona, ya que ha sido él mismo quien ha solicitado mi mano —comentó de pasada al sirviente de su futuro esposo, si ella o el destino no lo evitaban. Luego sonrió con ironía mientras lanzaba una fugaz mirada a su dama de compañía.

El gesto de esta le mostró a su señora, que no era de buen recibo decir esas cosas ante el hombre confianza de Brian de Monfort. Pero a la joven normanda no pareció molestarle. Ni tampoco al hombre que permanecía delante de ella a la espera de iniciar el viaje.

—Si sois tan amables de subir a los caballos. Nos pondremos en marcha cuanto antes. El cielo amenaza con echarse a llover de un momento a otro y no me gustaría que tuviéramos que pernoctar en algún albergue o posada sajona.

Lady Aelis inspiró cogiendo el vestido entre sus dedos y se dirigió hacia la yegua de color blanco que había sido destinada para ella. Sin duda que se reafirmaba en el comentario que le había hecho hacía un momento a su dama de compañía. No empezaba nada bien su vida en Inglaterra. Lanzó una mirada muy significativa a lady Loana por este hecho. Pero una vez más, esta le restó importancia sacudiendo la cabeza. Lo bueno de todo aquello era que contaba con un caballo, lo cual podría hacer su huída algo más cómoda en principio. Pero sus temores se acrecentaban si pensaba en las palabras del tal Maurice acerca de la lluvia y de los albergues y posadas del camino. No era partidaria de dormir en un lecho sajón.

 

Una vez que las dos damas estuvieron sobre sus respectivas monturas y sus pertenencias acomodadas en un carro junto con los pocos sirvientes que la habían acompañado desde Normandía, Maurice dio orden de emprender la marcha.

Lady Aelis no se consideraba demasiado supersticiosa pero debía reconocer que su nueva vida en Inglaterra no parecía iniciarse con buen pie. ¿Qué más le deparaba el destino? ¿Era todo aquello algún tipo de aviso para que no siguiera adelante con su matrimonio? Desde que salió de Normandía todo habían sido disgustos. Una tormenta en alta mar, los contratiempos causados por esta en forma de rotura de la vela; el cielo gris de Inglaterra, su prometido que no había acudido a recibirla y por último la posibilidad de pasar la noche en un albergue o posada sajona.

Lady Aelis resopló mientras sacudía la cabeza y procuraba dejar la mente en blanco.

Hereward y un nutrido grupo de sus hombres regresaban al castillo de Torquilstone en mitad de un aguacero. Había acudido a la llamada de un noble que había sido asaltado de manera literal por los normandos de Brian de Monfort. Este mismo aseguraba hacerlo en nombre del príncipe Juan, y que su contribución ayudaría a traer de regreso a Inglaterra a su hermano Ricardo. Ante esa opción, muchos sajones comenzaban a cuestionarse si el príncipe estaba en verdad interesado en liberar a su hermano.

El grupo marchaba al galope como si tuviera prisa por llegar cuanto antes a Torquilstone.

—Hereward, mira —le señaló Athelstane llamando su atención hacia un grupo de jinetes que en ese momento galopaban para escapar de la lluvia.

—Parecen normandos —dijo con inusitado interés.

—Llevan pendones de la casa de Brian de Monfort.

—Uno de los nobles más influyentes y cercanos al príncipe Juan. Encargado de recaudar el dinero para el rescate del rey, según nos han contado —apuntó Hereward obligando a su mente a trabajar a toda prisa para que una descabellada idea se le cruzara por su mente. Pero que sin duda podría contribuir a su propósito. Y de paso, dar un buen golpe al príncipe Juan—. Coge a la mitad de los hombres y córtales el paso a la salida del bosque. Yo lo seguiré por detrás obligándolos a adentrarse en este.

—¿Qué diablos pretendes? —preguntó Godwin temeroso de que su amigo y señor cometiera una estupidez.

—Si son hombres de Brian de Monfort, tal vez puedan llevar el dinero recaudado por este —le resumió con una sonrisa irónica.

—¿No se te ocurrirá atacarlos? Son normandos —le advirtió haciendo un gesto hacia el grupo de jinetes. Pero lo máximo que llegó a percibir Godwin de su amigo, fue una sonrisa concluyente de lo que pretendía hacer.

—La mitad de los hombres. Seguidme —dijo en voz alta para que se le escuchara por encima del sonido provocado por la lluvia al caer sobre las copas de los árboles; y el propio viento que azotaba sin piedad sus ramas—. El resto partid con Godwin.

—¿Qué diablos pretende? —preguntó Athelstane mirando a este sin comprender nada.

—Una completa locura. Vamos, es mejor que nos demos prisa.

—¿Para qué?

—Tiene la intención de cortar el paso a aquel grupo de normandos para ver si llevan dinero sajón con ellos. Algo que no me agrada nada. Y menos en estos días que corren.

El grupo de jinetes normandos seguían su marcha, ajenos a sus perseguidores. Lady Aelis cabalgaba lo más rápido que podía y se aferraba a las bridas de su yegua. A su lado lo hacía lady Loana.

—¿Decíais algo antes acerca de los malos augurios? ¿Qué tenéis que decir ahora del aguacero que llevamos encima de nuestras cabezas?

Lady Loana no respondió. Estaba más preocupada de no caerse de su montura que de los comentarios negativos de su señora. Pero si se dio cuenta de su tono mordaz. ¿Acaso pensaba que el destino se había confabulado contra ella? ¿Por su matrimonio con un noble normando al cual no conocía?

Uno de los soldados llamó la atención sobre Maurice cuando se dio cuenta de que los seguían un grupo de jinetes.

—Sajones —le dijo haciendo un gesto hacia el grupo.

—Escapan de la lluvia de igual manera que lo hacemos nosotros. No hay por qué preocuparse. Las relaciones con ellos son buenas pero tomaremos precauciones por las damas. Que algunos hombres se retrasen y se pongan en los flancos —aclaró Maurice temiendo la represalia de su señor su a su prometida le sucedía algo a manos de una partida de sajones.

Cuando Lady Aelis escuchó la palabra <<sajones>> sintió un frío todavía mayor al que le provocaba la lluvia que comenzaba a calarle las ropas. Sintió su miedo acrecentarse cuando se percató de los movimientos que hacía algunos de los hombres de la escolta. Y no pudo evitar volver el rostro hacia atrás para comprobar que en efecto, un grupo de ocho jinetes cabalgaban detrás de ellos.

—¿Qué miráis con tanta curiosidad? —la pregunta de lady Loana no logró que lady Aelis apartara la atención del grupo, que parecían ir ganando terreno con respecto a ellos.

—Nos sigue un grupo de sajones. Lo escuché cuando el capitán se lo comentaba a Maurice —le relató intentando imprimir algo más de velocidad a su yegua.

Lady Loana abrió la boca para decir algo, pero en el último momento pareció pensárselo; o bien el temor a caer en manos sajonas atenazó su garganta. Abrió los ojos como platos sorprendida por este hecho y mudó el color de su rostro. Aquello no podía estar sucediendo, se dijo. Lluvia, frío, el prometido de su señora que no se había presentado a recibirla y por último un grupo de jinetes sajones cabalgando tras ellas. Después de todo, su señora iba a tener razón con lo de los malos augurios desde que salieron de Normandía.

—Seguramente no nos sigan, sino que más bien huyen de la lluvia como nosotros —comentó lady Loana en su intento por quitar hierro al asunto y apartar cualquier atisbo de temor de la mente de su señora, y de la suya propia.

Maurice dio las órdenes para proteger a las damas. Lady Aelis se aferró con determinación a las riendas de su yegua. Experimentó un ligero temblor cuando varios soldados se rezagaron hasta situarse junto a ella y a lady Loana. ¿Acaso temían por sus vidas? ¿Representaban un peligro real aquellos sajones? Pero si había escuchado decir a sus padres y a mucha gente, que la rivalidad entre ambos pueblos había cesado. Pero… sus fantasmas se materializaron a la salida del bosque. Otro grupo más numeroso que el que los perseguía, los aguardaba cortándoles el paso. Aquello no tenía nada de casualidad ni de amistoso, pensó lady Aelis deslizando el nudo en su garganta.

Maurice refrenó su caballo al ver que estaban completamente rodeados de sajones.

—¡Capitán! Proteged a las damas con vuestra propia vida. En especial a la prometida de nuestro señor —le ordenó con el semblante serio mientras buscaba la empuñadura de su espada como si temiera que no estuviera en su sitio.

—¿Teméis un combate? —El capitán se sorprendió al recibir aquellas órdenes.

—No me fío de estos mal nacidos de sajones. Muchos todavía no han aceptado su situación social. Debe tratarse de una partida de rebeldes. Por eso os digo que no me extrañaría que pretendieran atacarnos. Y más si saben que escoltamos a la prometida de un señor normando.

El capitán volvió grupas seguido de cuatros soldados, hacia la posición que ocupaban las dos damas y no se separó de estas mientras proseguían la marcha.

—¿Sucede algo, capitán? —Aelis pretendía parecer serena y entera pero un ligero temblor en su voz le hacía parecer lo contrario.

—Tomamos precauciones, mi señora. Nada más.

Ella no pareció complacida del todo con aquella vaga explicación. Temía que hubiera algo más, que no querían decirle para no alarmarla. Intercambió una rápida mirada con lady Loana cuyo gesto la delató. Permanecía con sus ojos abiertos como platos y retorcía las riendas en sus manos con nerviosismo indicando a lady Aelis una idea fehaciente de lo que pensaba. No hacía falta más. Lady Aelis trató de serenarse y pensar en que nada malo iba a sucederles después de todo. Que en realidad aquellos sajones no tenían nada que ver con ellas. Pero entonces, escuchó las voces de estos galopando a sus espaldas y acercándose hasta rodearlas. Se vieron en inferioridad en aquel claro mientras el agua parecía concederles una tregua en su manera de caer sobre sus cabezas.

Lady Aelis pensó que incluso la meteorología se había puesto de parte de aquel grupo de sajones, de entre los que destacaba uno, que parecía ser el jefe de ellos. Alto, de pelo negro y enmarañado por el agua, ojos oscuros que brillaban escrutando al grupo, un fino bigote y perilla. Llevaba un jubón de color rojo bajo una capa oscura. Su apariencia era la de un noble al que todos miraban esperando sus órdenes.

—¿Qué sucede? —le preguntó Maurice dirigiéndose a Hereward—. ¿Por qué nos habéis venido persiguiendo y ahora nos rodeáis? ¿Acaso tenéis idea de quienes somos?

—No hace falta que me deis más explicaciones. He visto vuestras enseñas —le dijo haciendo un gesto hacia estas—. ¿Dónde se encuentra vuestro señor?

—No tengo por qué responderos a esa pregunta —rebatió Maurice irguiéndose sobre la silla de montar de manera desafiante.

—En ese caso yo os lo diré puesto que hemos sido informados de primera mano. Recaudando dinero entre los sajones para el príncipe Juan con el pretexto de incluirlo en el rescate del rey Ricardo.

—En ese caso ya tenéis la respuesta…—Maurice entornó la mirada hacia el sajón esperando conocer su nombre.

—Hereward de Torquilstone.

—Vaya, mirad a quién tenemos aquí —exclamó Maurice con cierta sorna y sorpresa—. Desconocía que el vástago de un alto cargo de la nobleza sajona como es Eadric, se dedicara ahora a perseguir a nobles damas normandas por el bosque en mitad de la noche.

—Solo queríamos saber si vuestro señor se encontraba entre vosotros. No me interesan vuestras damas.

—Pues ya habéis visto que no lo está. Cualquier cosa que necesitéis tratar con él…

—El dinero recaudado para libertar al rey Ricardo —le informó con un tono directo y autoritario.

—No sé de qué dinero me habláis. Yo solo me encargó de conducir a su prometida y a su dama de compañía a su castillo.

Lady Aelis permanecía expectante antes aquella más que interesante conversación entre el hombre de confianza de su futuro esposo y aquel sajón. Sabía que Ricardo estaba preso en una cárcel de Alemania. Según había sabido ella por boca de su propio padre y de los nobles de Normandía. Y que al parecer todo se debía a cierta rencilla que Ricardo y Leopoldo de Austria tuvieron en el sitio de San Juan de Acre en Tierra Santa. También se rumoreaba que el príncipe Juan se había confabulado con el emperador alemán para mantener preso a Ricardo. Y mientras, en su ausencia era Juan quien regía el futuro de Inglaterra y de sus habitantes. Pero lo que más intrigaba a Aelis era lo que había escuchado decir al sajón. ¿Qué significaba que estaban reuniendo el rescate de Ricardo? ¿Y qué había querido decir el con que buscaba a su prometido para recoger el dinero recaudado? Aelis se irguió en su montura deseosa por escuchar un poco más de aquella conversación.

—Mi señor lo hará en persona al rey Juan.

—¿Rey Juan, decís? —se burló Hereward mostrándose orgulloso sobre su montura y paseando su mirada por sus hombres primero y por la comitiva normanda después. Un par de ojos claros llamaron su atención de manera poderosa por su brillo y su manera de contemplarlo. Su dueña parecía expresar una mezcla de temor y de expectación. ¿La prometida de Brian de Monfort?—. Juan no es más rey que vos o que yo mismo —le corrigió Hereward volviendo su atención a Maurice.

—Es el regente ante la ausencia de su hermano. Y por lo tanto…

—¿Regente? Walter de Longchamp fue nombrado regente por el propio Ricardo antes de partir hacia Tierra Santa. Juan no ostenta más que el título de señor de Irlanda concedido por su padre, Enrique II de Inglaterra. Le obsequió con este título toda vez que Ricardo sería su sucesor. Pero Juan supo esperar su oportunidad y cruzar desde Irlanda para granjearse la amistad de los normandos y de Waldemar de Fitzurse. De todos es sabido que Ricardo no quería que su hermano reinara en Inglaterra dada su extrema ambición. Por ese motivo nombró a Walter de Longchamp como regente.

—Todo eso no son más que palabrería que podéis discutir en la corte. Pero ahora si nos disculpáis y viendo que ha escampado, nos gustaría llegar al castillo de mi señor de Monfort cuanto antes. Estamos cansados del viaje y deseosos de quitarnos la carga de agua que llevamos encima. Necesitamos calentarnos con un buen fuego y comer algo.

 

Hereward sacudió la cabeza chasqueando la lengua.

—Podéis proseguir vuestro camino, a condición de que las damas se queden a nuestro cargo como garantía de que vuestro señor se presentará en Torquilstone para entregar la cantidad recaudada —le propuso esgrimiendo una sonrisa socarrona y buscando con su mirada a las dos damas que había en el grupo.

—No os atreveréis a ponerle un dedo encima a la prometida de mi señor —Maurice se irguió en la silla de manera desafiante lo cual captó todo la atención de Hereward.

—Bien, en ese caso, vuestro señor acudirá sin mayor dilación a entregar el dinero. De esa manera su prometida quedará en libertad.

Hereward volvió la mirada hacia las dos damas para ver cuál de las dos podía ser la prometida de Brian de Monfort. La dama que en ese momento permanecía con la boca abierta y una expresión de desconcierto en su rostro. Demasiado bonita para acabar en las manos de alguien como de Monfort, se dijo Hereward refrenando a su caballo.

Lady Aelis sintió un repentino escalofrío abriéndose paso por su espalda hasta morir en su nuca. Apretó con fuerza las riendas que crujieron bajo la piel de sus guantes. Lady Loana se mostró igual de aturdida ante aquella petición del sajón. Miró a su señora con temor a que pudiera raptarla y ultrajarla.

—No estáis en vuestros cabales si pretendéis cometer semejante disparate —Maurice mudó el color de su rostro al escuchar semejante proposición.

—¿Acaso os parece que estoy bromeando? Nosotros también estamos cansados y empapados por el agua. Necesitamos de un buen fuego que nos haga entrar en calor y comida para reponer las fuerzas. De manera que no demoremos más la situación.

—¡Será por encima de mi cadáver! —protestó echando mano a la empuñadura de su espada. Pero en el momento en el que el filo de esta estuvo fuera de su vaina, la rápida intervención de Hereward extrayendo la suya, hizo que Maurice se viera desarmado al instante. En un rápido movimiento Hereward había golpeado al normando haciendo que su arma cayera sobre la tierra mojada.

—No me obliguéis a decirle a mis hombres que intervengan. Ambos sabemos que no tenéis nada que hacer puesto que estáis en inferioridad. De modo que las damas vendrán a Torquilstone —dijo con convicción de que así sería haciendo un gesto a Athelstane para que fuera a por ellas.

Cuando ambas mujeres vieron acercarse al sajón hacia ellas, las dos intentaron oponerse azuzando sus caballos para escapar al galope. Para sorpresa de los allí reunidos, lady Aelis fue más astuta o tal vez su yegua más veloz, ya que consiguió abrirse paso entre el grupo y emprender el galope sin sentido y sin rumbo fijo. Justo lo que había estado tramando durante los días de viaje que llevaba. Ante ella se presentaba la oportunidad.

—¡Godwin desarma a todos! No hagáis daño a la otra dama —gritó Hereward poniendo su caballo al galope tras lady Aelis.

Esta lanzó una rápida mirada por encima de su hombro para ver qué sucedía. Lamentaba no gozar de la compañía de su dama, pero no había tenido tiempo para explicarle su plan. Y al ver a todos confiados en que ella acataría las órdenes del sajón, había optado por jugársela. Lo veía galopar tras ella como si fuera el diablo en busca de un alma que escapaba para llevarla al infierno. Sabía que el caballo de él era más veloz ya que poco a poco le recortaba terreno, pero esto no impidió a lady Aelis seguir con su plan de fuga.

Hereward azuzó a su montura para lograr situarse al mismo nivel que la dama normanda. Esquivó varias ramas bajas y saltó un conjunto de piedras que parecían un obstáculo en el camino. Por un instante sonrió divertido ante aquella ocurrencia de la dama. Tenía valor, determinación y orgullo. Pero también era una inconsciente por someter a su yegua a semejante carrera sin que el animal estuviera acostumbrado a ello. Y cuando esta dio muestras de fatiga, Hereward se aproximó cuanto pudo para rodearla por la cintura y con un movimiento rápido sentarla delante él en su propio caballo ante las protestas de ella. Al verse sin la carga de su jinete, la yegua comenzó a aminorar su galope hasta trotar y por último detenerse.

Hereward comenzó a refrenar a su caballo hasta conseguir ponerlo al paso mientras con un brazo sujetaba a lady Aelis contra su pecho. La mujer se retorcía contra él intentando escapar.

—¡Soltadme! ¡Maldito sajón! —volvió el rostro para mirarlo y encontrarse con una sonrisa de satisfacción y diversión.

—Calmaos u os haréis daño.

—¡Prefiero hacérmelo antes que compartir el caballo con alguien tan rudo! —Lady Aelis entrecerró sus ojos lanzando una mirada fría a Hereward.

—Yo no soy tan escogido a la hora de tener compañía. Además, os quiero intacta para que vuestro prometido pague por vos —le aseguró bajando su mirada hacia ella y encontrarse con sus ojos que le devolvían una mirada fría llena de odio. Ella tenía el cabello despeinado, el rostro enrojecido y los labios entreabiertos por los que parecía respirar con dificultad. Hereward aflojó su abrazo para que ella estuviera más cómoda—. Si os sirve de algo os diré que no tengo ningún interés oculto en vos, excepto el rescate que pueda pagar vuestro futuro esposo.

Lady Aelis pareció calmarse por un momento cuando escuchó aquellas palabras por segunda ocasión.

—¿Para contribuir al del rey Ricardo? —ella acompañó su pregunta con un tono sutil y su ceja arqueada con suspicacia.

—Sí. Para el rescate del rey —asintió Hereward con suspicacia. ¿Estaba ella al tanto de lo que sucedía entre los sajones? ¿Conocía que estaban intentando reunir la cantidad fijada para liberarlo?

Sin darse cuenta habían llegado junto a la comitiva de Brian de Monfort. Todos los presentes los vieron llegar y como al parecer la dama normanda no ponía mucha resistencia. Venía subida sobre le propio caballo de Hereward y rodeaba por la cintura por el brazo de este para evitar que se cayera. Hereward había recibido las suaves caricias del pelo de ella, pese a estar algo húmedo por la lluvia; su aroma a jabón perfumado, o la firmeza de su cuerpo. ¡Una dama normanda! Por todos lo demonios, pensó Hereward centrado en aquellos detalles, que no había pasado por alto.

Lady Aelis trataba de contener la respiración en el trayecto de regreso a donde estaban ambas comitivas. El brazo del sajón la rodeaba para evitar que se cayera del caballo produciéndole la sensación de tener los nervios metidos en el estómago. Ella se limitó a achacarlo al cansancio y al hambre que sentía. Y cuando en alguna de las pocas ocasiones en la que las manos de él rozaron las suyas, ella se obligó a apartarla de las riendas para evitarlo. La proximidad del cuerpo de él la había obligado a mantenerse erguida sobre la silla en un intento por no rozarse, si quiera. Él controlaba al caballo con sus piernas sin que apenas tuviera que indicarle el camino. ¡Un sajón! ¡Montaba el caballo de un maldito sajón! ¡Alguien que iba a cambiarla por dinero como si ella fuera una simple mercancía o una baratija! No podía creer en que lo se estaba convirtiendo su viaje a Inglaterra. Primero, su padre la entregaba a un completo desconocido como si se tratara de una yegua para que este la desposara. ¡Para que engendrara un heredero! le había dicho. Y ahora un sajón, la secuestraba y pretendía cambiársela a su prometido por una cantidad de monedas. Pensarlo hizo que se enfureciera todavía más. Pero, ¿qué podía esperar de aquellos salvajes, que eran los sajones?