Un loco anda suelto por el paraíso

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Su amor por ella se hizo enfermizo. Pasaba los días desconectado de la realidad, trabajaba maquinalmente; y si antes, mientras lijaba o barnizaba, su mente la ocupaba su madre, ahora por el contrario todos sus pensamientos se dirigían hacia un único punto, que era Isabel. Por las noches esa mujer era la única que podía conseguir que las dos realidades se fundieran en una sola. Pero, desgraciadamente, mientras que para él cada encuentro era nuevo y diferente, para ella acabó siendo repetición del anterior.

Muy despacito, sin que ninguno de los dos se diera cuenta, fueron apareciendo los exabruptos y las discusiones. Después de embadurnarse cada uno con el sudor del otro Isabel volvía a la carga con sus reproches.

—Ayer fue el día de los enamorados —le decía—, y no me regalaste nada.

—Te juro por Dios que no sabía que hubiera un día para los enamorados.

Ella se exasperaba y comenzaba a gritarle que él nunca sabía nada. Que le dijera de una puta vez qué cojones sabía para así saber qué coño podía esperar de él. S. K., sentado en el sillón, callaba y se sentía culpable sin percatarse del poco respeto que esa mujer ya le tenía.

Isabel, en su terquedad, llegaría a pasarse una noche entera masturbándolo furiosa sin resultado alguno para al final, colérica, hacer lo propio ella misma.

—¡¿Lo ves?! —le gritaría desquiciada, llorando—. Para correrme no te necesito a ti.

En aquella ocasión él le rogó, le imploró, que por favor se quedara con él. Que se quedara allí, durmiendo, el par de horas que faltaban para que amaneciera. Pero la fuerza de la costumbre ya era demasiado grande e Isabel, en cuanto él se hubo dormido, salió muy despacito para ver amanecer enredada en otros brazos.

Acabaron por hacerlo todo a medias: se veían a medias, copulaban a medias y hasta hablaban a medias, interpretando lo dicho de la peor manera e intentando construir un amago de conversación entremezclando dos solitarios monólogos.

Nunca en todo lo que duró la relación dejó ella de pedirle que le contara acerca de su madre. Sin embargo, si algo sabía S. K. era que le faltaban palabras para comunicar sus sentimientos. Su madre era una ecuación con demasiadas incógnitas para él; imposible de resolver. Salía del paso diciéndole que prácticamente sus primeros recuerdos eran los del hospicio, que, en realidad, su vida comenzó cuando la conoció a ella y que todo lo anterior era tan insignificante y tenía tan poco sentido que no merecía ser recordado. Isabel callaba y admitía indignada sus evasivas. «Al menos», pensaba, «tú tuviste la dicha de poderla ver». Luego corría a refugiarse en los brazos de un hombre maduro de formas educadas. Él no le pedía nada, no le exigía que correspondiera a su pasión desaforada, porque la suya, su pasión, hacía ya mucho tiempo que se había vuelto tranquila como las aguas de un estanque. Isabel era solo una piedrecita que, arrojada recatadamente, apenas conseguía levantar unas pequeñas ondas, las cuales, después de hacerle recordar momentos más dichosos, acababan muriendo suavemente en los bordes de su cama.

Se habían conocido una tarde, en un seminario de literatura, y esa misma noche él le había recitado el soneto de amor más bello jamás escrito en lengua castellana. Isabel, reconfortada en su sabiduría, conseguía con ese hombre la misma paz y el mismo sosiego que S. K. buscaba en ella.

En un pisito recoleto el hombre maduro disfrutaba la fortuna de ver, muy a menudo, el espléndido cuerpo de Isabel bañado por los primeros rayos del sol. Le daba los buenos días y la montaba para, a los pocos minutos, sucumbir ante la eficacia con que la naturaleza había dotado el vientre de esa mujer. Ella se reía feliz porque en esos momentos de amor literario no solo no sentía remordimientos sino que, liberada de tanta incertidumbre, culpaba a S. K. del desequilibrio en el que se veía obligada a vivir. Más tarde, pasada la hora del ansia, cuando sus pensamientos se iban por otros derroteros y, por casualidad, ella también pensaba en la madre de S. K., se le aparecía la imagen de un niño destrozado por la soledad y el abandono y de nuevo le asaltaba la culpa. Entonces, llorando le pedía perdón; no a él, sino a su madre.

Los últimos coletazos de la relación serían una caricatura de lo que pudo haber sido y S. K. se quedó otra vez solo, antes incluso de poder darse cuenta de que había sido feliz, condenado a vivir la vida malamente. Jamás vería cumplido su sueño de amanecer junto a ella, de ver a la mujer que amaba abrazada a él e iluminada por la blanca luz del día.

Pasó el tiempo como a golpe de martillo y S. K. empeñó su existencia desbaratando el futuro a base de recuerdos. Con los años lo que estaba por venir se iría enmudeciendo y pasando por su lado despacito y en silencio, sin afectarle, hasta hacerle creer un día que eso de las oportunidades perdidas era cosa del destino.

— ♦ —

Un catorce de febrero, cumplidos los veinte años, él quiso regalarle una medallita de plata con el nombre de Isabel. Estuvo esperándola toda la noche y se quedó dormido hacia la madrugada sentado en el sillón, con la cabeza vuelta hacia la puerta. Se despertó cuando el sol ya había salido y sin desayunar se fue para la carpintería.

Ella tardó una semana en aparecer. No dio explicaciones de ningún tipo y rechazó la medallita con el pretexto de que la plata le producía alergia y solo podía llevar oro.

S. K. estaba desfigurado, apenas comía y no sentía hambre, y todavía aquel cuerpo flaco y renegrido parecía sacar fuerzas de algún lugar secreto y oculto al resto de la humanidad. Su mirada adquirió un tono místico, como de revelación de un destino inconfesable y se volvió más silencioso que nunca, es decir, ya no hablaba. Pero si antes su silencio venía provocado por un cierto grado de inadaptación, ahora, en cambio, era el resultado de una nueva concepción nihilista de la realidad humana.

—¡Tanto hablar para luego esto! —se decía—. No hay palabras.

Los días se le volvieron terribles, y tan solo eran un anticipo de sus noches. No dormía. Se le iban las horas de oscuridad sentado en el sillón de terciopelo azul, zarandeado por el sueño y a renglón seguido por relámpagos de trágica lucidez. La vida se le transformó otra vez en un continuo esperar. Temprano oía el traqueteo de la persiana del bar al ser subida y bajaba a desayunar. Luego se sentaba en el viejo banco del parque y allí lo sorprendía la salida del sol, la mente atormentada por cataratas de sentimientos demasiado contradictorios. Se le echaba la hora encima y siempre llegaba tarde a la carpintería. Se encontraba con un muro de silencio que no conseguía sino aumentar un aislamiento que fue la tónica general durante toda su vida.

A mediodía, después de comer, se iba de nuevo al parque. En ese momento solía pensar en su madre y con el deseo de cambiar la realidad presente muchas veces alteraba la pasada. Empezaba con un recuerdo cierto. Luego, inventando nuevas frases y situaciones, lo dejaba evolucionar libremente hasta adquirir un carácter tan insólito que su propia imaginación acababa rechazando la irrealidad inconcebible que ella misma había creado. Al atardecer, cuando volvía a cerrarse la carpintería, otra vez estaba él allí con la esperanza de ver aparecer a Isabel. Pero Isabel no venía y, por fin, agotado, cuando ya el mundo entero dormía, se iba para la pensión y vuelta a empezar.

El viejo carpintero lo observaba y evocaba los tiempos en que aquel muchacho recién salido de la niñez se prestaba servicial a cualquier trabajo. «Qué bien te enseñaron en aquel hospicio», le había dicho entonces. Hubo un tiempo en que llegó a verlo, incluso, como a un hijo perdido y reencontrado por casualidad. Porque sus hijas ya eran mayores y porque, mientras la pequeña intentaba a duras penas sustituir en la casa a la madre perdida, la mayor, con su ceguera, fue desde siempre fuente de un escondido y eterno sufrimiento.

Las noches eran para el viejo carpintero tanto o más solitarias que para S. K. y en alguna ocasión se le había pasado por la cabeza traerlo a vivir consigo. Habría compartido su soledad y aún habría estado a tiempo de educarlo como al hijo que siempre quiso y nunca tuvo. Lo habría visto crecer, asentarse y prosperar. La felicidad de él habría sido la suya, y los hijos que hubiera llegado a tener S. K., como sus nietos. Se habría sentido dichoso de ver aquella casa, demasiado grande para él, llena de niños alborotándolo y ensuciándolo todo, rompiendo cosas y llorando por la regañina dada. Entonces los habría sentado en sus rodillas y los habría consolado contándoles algún cuento.

Esos secretos pensamientos los rumiaba noche tras noche sin poderlos compartir con nadie. Aun así, en la época en que S. K. se mudó a la pensión lo vio tan feliz y vio que aquel cambio había sido tan positivo que comenzó a hacer los preparativos para traerlo a casa y así se lo hizo saber a sus hijas. Pero ambas, cada una por un motivo diferente, fueron tajantes, duras y hasta despectivas, y de un mazazo le arrebataron todas sus ilusiones, dejándolo postrado en un estado de presenilidad, como si el destino se empeñara en transformar todo lo posible en un puro y simple espejismo.

Después de que S. K. abandonara la carpintería, esta pasaría a manos de su yerno. Él todavía intentaría ser imprescindible, todavía querría llevar los libros de cuentas, hacer los pedidos y asesorar a los clientes de tal o cual manera. Pero el más nimio error sería magnificado por este que, con sonrisa lastimera, le instaría a vivir tranquilo y dejar paso a los más jóvenes. Acabaría desbordado, incapaz de luchar y ahogándose en los problemas más insignificantes, refugiándose en el pasado y evocando una y otra vez, en la soledad de sus noches, tiempos sin duda mejores.

Isabel no volvió a aparecer por la pensión, y lo hizo sin avisar, dejándole como único recuerdo sus restos de sudor entre la mugre de las sábanas y, en el aire sofocado de aquel cuarto, el aroma ya casi imperceptible de su amadísima presencia. La estuvo esperando durante mucho tiempo. Pasó el invierno y llegó la primavera. En los árboles del parque comenzaron a salir las primeras hojas, mientras que en las macetas de los balcones, diminutas, surgieron las mismas flores que, como cada año, quisieron llenar su pequeño mundo de colores. Pero ahora toda esa prodigiosidad no consiguió llegarle al corazón, por mucho que intentara, al mirarlas, recrear en su alma sentimientos ya pasados. Nunca jamás volvería a sentir en todos los años que le quedaban por vivir lo que sintió en los mejores momentos de su existencia con ella, porque en su eterno vicio de comparar, ninguna otra conseguiría, a su modo de ver, superar a Isabel.

 

El hermoso verdor fue creciendo con los días y él, sentado en el viejo banco, lo vio salir del parque y por las callejuelas adyacentes irse extendiendo al resto de la ciudad. Volvieron los niños a reír y sus jóvenes madres a coquetear. Pero ya no eran las mismas madres de la primera vez. El tiempo se las había llevado Dios sabía dónde.

— ♦ —

La primavera se encaminaba hacia un tórrido verano cuando se anunció una boda y un futuro nacimiento. Lo primero ya se preveía, lo segundo les heló a todos la sangre.

En la carpintería había ido aumentando la actividad y el nerviosismo, y presagiando el acontecimiento que habría de llegar, el viejo carpintero le regaló a su futuro yerno un conjunto de maderas de diferentes tipos, las cuales acabarían por transformarse en armarios, camas, mesas y sillas.

—Además —dijo el patrón—, como ahora hay poco trabajo, el niño te echará una mano.

S. K. levantó la cabeza y asintió con una mirada fría y de abandono de la cual era imposible sustraer cualquier cosa parecida a un sentimiento. En eso estaban todos cuando entraron en la carpintería Isabel y su hermana y venían las dos que no sabían dónde ni cómo pisar, con el rostro demudado por la desventura. El novio, sin percatarse del desánimo que ambas traían, rodeó a su futura esposa por los hombros y dijo en voz alta que se casarían el primer día de verano.

—Quiero que sea el día más largo —exclamó—, para así disfrutarlo mejor.

No dio tiempo a celebrarlo porque Isabel, con una cachaza y un cuajo admirables, sentándose en una silla respondió que a alguno se le iba a hacer este igual de largo. El viejo carpintero quiso saber a qué venía eso y cuando Isabel le soltó de repente que estaba embarazada, le dio tal bofetón que le volteó la cara y le desarregló su bonita media melena. A Isabel se le llenaron los ojos de lágrimas, como si anticiparan ya la vida que le esperaba.

—Siempre pensé que eras una puta —sentenció el viejo—, y ahora lo veo confirmado.

S. K., en cambio, no se inmutó, pero diríase que continuó respirando porque no le quedaba más remedio. Desde ese momento tuvo la sensación de que los acontecimientos comenzaban a desarrollarse más lentamente si cabe, como si los segundos, indecisos, andaran pidiéndose permiso los unos a los otros. Fue a partir de ese instante cuando cambió la costumbre de esperar por el vicio de despreciar y sustituyó amor por malquerencia, llegando incluso en el futuro a recrearse en algo parecido a la autosatisfacción, en el alivio que le suponía poder contemplar el sufrimiento de los demás sin por ello verse afectado en lo más mínimo.

Al día siguiente empezaron el novio y él con la tarea de transformar aquellos trozos de madera en objetos hermosos que una vez terminados llegarían a sorprender a todo aquel que los viera, por la vehemencia de sus formas y la vida de que parecían estar tocados. En armarios, mesitas de noche o sillas las curvas no eran curvas, eran rectas que el propio mueble parecía haber doblado. Músculos leñosos dotados, por sabe Dios qué misteriosa energía, de la capacidad de animar la materia muerta. El joven carpintero se quedaba abstraído visualizando en su mente el mueble en cuestión. Después cortaba los trozos de madera, se los pasaba a S. K. y este los lijaba pacientemente mientras pensaba en su madre y los ensamblaba y unía uno a uno mientras pensaba en Isabel, transmitiéndoles, sin darse cuenta, todo su amor, pasión y desesperación.

—¡Sí, sí, sí! —gritaba emocionado el futuro yerno.

Luego, cuando acababan la obra barnizándolos y lacándolos, aquellos muebles dejaban de ser simples objetos para convertirse en algo más, en servidores siempre fieles a su creador, agradecidos por respirar, ellos también, el mismo hálito divino que un día transformara el barro en hombre.

S. K. demostró tener una capacidad poco común. No era ya el virtuosismo en el trabajo, es que en sus manos todo trascendía, bien naciendo o bien cayendo destruido por un mal de dimensiones bíblicas. El joven carpintero nunca las tenía todas consigo y siempre esperaba temeroso un repentino ataque de furia que diera al traste con el trabajo de varios días. De hecho, un par de veces, S. K. cogió el martillo y destrozó un mueble ya terminado.

—¡¿Por qué?! —se lamentaba con las manos en la cabeza.

—No estaba a la altura de los otros —respondía lacónico S. K.—. Además, hay madera de sobra.

Un mes estuvieron con ese sinvivir, trabajando de la mañana a la noche en una alocada carrera contra el tiempo, moldeando la materia inanimada como si quisieran cambiar un mundo que a ninguno de los dos satisfacía. Acababan a altas horas de la noche y al amanecer estaban los dos de nuevo en pie. No hablaban, tan solo trabajaban, viviendo uno un infierno y soñando el otro el paraíso. Al cabo de ese mes trasladaron los muebles al pisito que debería convertirse en el hogar de la joven pareja. Los montaban en una motocarro y mientras el joven carpintero, en la pequeña cabina, aprendía sobre la marcha a controlar aquel ruidoso vehículo, S. K., detrás, de pie se erguía y dejaba que el viento le diera en la cara como un pirata en la proa de su barco. Excéntrica pareja, cada uno viviendo y planeando la vida a su manera.

Pero al paso que le iban los segundos, el futuro se le estaba antojando demasiado lejano y de un día para otro S. K. se negó a sí mismo y negó también toda posibilidad. Conforme la modesta vivienda se fue llenando con el preciado mobiliario, comenzó a caer enfermo. Se vio aquejado por repentinos ataques de ansiedad que le dificultaban la respiración y le secaban la boca. Adquirió la costumbre de levantar la cabeza y boquear para poder aliviarse de este modo del poco resuello que le quedaba, y debió beberse el agua por litros y litros sin que supiera explicarse dónde podía ir a parar tanto líquido, pues no recordaba que este fuese luego expulsado por ninguno de los lugares más lógicos. Padeció, además, de unos insólitos estados de insomnio febril que le duraban exactamente de dos a cuatro de la madrugada, tal que fuera este un mal interesado en que S. K. no volviese a ver la luz del día. Quedaba postrado esas dos horas tiritando en la cama, delirando la locura en que se había convertido su amor por Isabel. «Ya solo me queda dejar de respirar», se decía, «Cuestión de tiempo.»

Se le extravió la mirada. El viejo carpintero, al reclamar su atención, veía a S. K. buscarlo por toda la carpintería como si los pocos metros que los separaban se hubieran convertido en una distancia insalvable. El espacio y el tiempo acabaron por trastocarse de manera definitiva en la sesera de S. K. Perdió la razón temporalmente y la volvería a perder del mismo modo un par de veces más a lo largo de su vida. Su cabeza fue desde entonces un hervidero de pensamientos demasiado precipitados como para que nadie los pudiera comprender y mucho menos ser compartidos. Pensamientos que venían acompañados, por demás, no ya de cuplés o boleros conocidos, sino de preludios sinfónicos y hasta conciertos enteros que él mismo componía y que solo él podía oír. Se extasiaba con tan hermosa música e imaginaba las notas más tristes. Las mezclaba creando las más bellas partituras y los que le rodeaban lo veían cerrar los ojos, sentado en un rincón, y de vez en cuando hacer un gesto con la mano, como si hubiera ordenado parar la música o, exultante, el alma rebosando, hubiese descubierto por fin la perfecta armonía en su cabeza. Lo consideraron como causa perdida.

Sin embargo, una mañana, a S. K. se le perdieron un par de notas en la cabeza. Paró y meditó bien antes de volver a empezar. Inició de nuevo la ejecución de su particular concierto con renovado brío. Iba alegre y confiado, dirigiendo cada instrumento con magistral sabiduría. Pero se acercaba el momento en cuestión, que por el movimiento de su mano al pasar la lija debía de ser un piano ma non troppo, y atisbó desesperado que las dos primeras notas que debían darle la entrada seguían sin aparecer. Comenzó a perder la calma cuando intentó, urgente, encontrar la única permutación posible de las dos notas entre todas las restantes y no lo consiguió a tiempo de evitar la hecatombe. Su música se convirtió en una cacofonía de sonidos anárquica y disonante. Lo vieron levantarse con los ojos muy abiertos echando espuma blanca por la boca.

—Será una niña —auguró gritando—, y la pobrecita va a ser una desgraciada.

Después cayó en un lamentable estado de enajenación mental. Lo tuvieron que sujetar entre cinco, uno por cada miembro mientras el viejo carpintero, agarrándolo desde atrás por el cuello, con todas sus fuerzas intentaba sujetarle la cabeza para que el bestia no mordiera a ninguno de los otros cuatro. Maderas y herramientas volaban veloces y se estrellaban contra las paredes.

A los cinco no les sorprendió tanto el ataque en sí como que, una vez en el suelo, impelidos por una fuerza descomunal, oyeron a S. K., aún gritando, desconsolado pedirle a Isabel que no lo abandonara.

—¡Hijo de mi vida! —exclamó avergonzado el viejo—. Te fuiste a enamorar precisamente de quien menos debías.

La situación se hizo insostenible cuando S. K., en su locura, se mordió la lengua y empezó a ponerlo todo perdido de sangre. Tuvo que venir la policía y al rato, los loqueros. Se lo llevaron en medio del gran gentío que abarrotaba la puerta de la carpintería, amarrado de pies y manos a la camilla, sobrecogidos todos al oír un llanto que se sabía primigenio, guardado en el pecho durante demasiados años y llorado con retraso. Nunca en su vida había llorado S. K. y nunca más volvería a hacerlo.

Los enfermeros le aseguraron al viejo carpintero que tardarían poco en devolvérselo, pero al cabo de una semana todavía lo tenían encerrado en el manicomio. Allí tuvo la suerte de caer en manos de un médico octogenario casi tan loco como él. El galeno empeñaría el poco conocimiento que le quedaba de tan ingrata especialidad en hacer de S. K. la obra cumbre de su carrera.

—Cuando te suelte —le decía—, no te va a reconocer ni la madre que te parió.

Sometió al pobre a toda una serie de experimentos que más que curas podría decirse que eran rituales inventados con el fin de despertar el genio dormido, intentando convocar de este modo la virtud y reduciendo al mínimo la debilidad de espíritu, asegurando el viejo que las enfermedades mentales eran pamplinas inventadas por la industria farmacéutica para ganar dinero.

—El cerebro es el esclavo del alma —repetía sin cesar.

De este modo, obsesionado por hacer grande y libre el alma de S. K., le apretó tanto las tuercas que al final le rompió el entendimiento, o quizá lo liberara para siempre de los convencionalismos hasta entonces aprendidos. El desdichado acabó creyéndose eso de que podría dominar sus emociones y paulatinamente fue endureciendo el carácter y haciéndose resistente al dolor, tanto físico como mental.

Lo sumergían en agua fría, casi helada, hasta el punto de ahogamiento. Luego lo sacaban medio inconsciente y lo metían en una enorme tinaja de agua tibia que a S. K., en cambio, le parecía que hervía. Sus gritos podían oírse en todo el manicomio.

—¿Por qué chillas, insensato? —vociferaba el viejo.

—¡Me quemo, so cabrón!

—¡Gilipolleces!

Entonces él mismo metía la mano en el agua tibia y le hacía ver a S. K. que casi nunca las cosas son en verdad lo que parecen.

De esta manera siguieron pasando las semanas y S. K. se acostumbró de nuevo a la torturante incertidumbre que, como en sus primeros diez años, inevitable traía consigo cada nuevo amanecer. El viejo carpintero lo visitaba casi todas las tardes. Le llevaba un día pasteles y al otro bollitos rellenos de merengue. Pero S. K. nunca los probaba y los sabrosos dulces acababan siendo devorados ávidamente por los demás locos. El pobre viejo, temeroso, debía dejar que se los arrebataran de las manos, no sin algo de tristeza porque todos los locos excepto S. K. festejaran con alegría su llegada.

 

Le hablaba mucho, porque hablándole había descubierto que las penas, compartidas, son menos. Lo consolaba diciéndole que la carpintería ya no era la misma sin él, y que se diera prisa en curarse, pues había un techo y una casa muy grande esperándole al final del camino.

—¿Estará ella? —le preguntaba S. K. con ojos llenos de soledad.

—No.

—Entonces no quiero nada.

Al viejo carpintero poco a poco la amargura le fue enturbiando la mente. Se sentaba junto a S. K. y se pasaba las horas sollozando el pasado. S. K. parecía no oírle, embrutecido como estaba por las espantosas curas a que era sometido. Llegaron a tenerlo días enteros sin dormir y sin beber nada de líquido, todo con tal de hacerle olvidar a Isabel, hasta que en su cabeza solo se fijó una idea: la de sobrevivir. Su mirada adquirió el mismo aire enloquecido que el de los demás enfermos, y ya no gritaba, tan solo emitía cada poco una incomprensible risita que hacía más sobrecogedora la razón de su locura.

Llegó el verano y el calor se hizo insoportable. Acogotada por la calima, en el manicomio la vida comenzó a languidecer. Los locos renunciaron a toda actividad y se tumbaban al cobijo de cualquier sombra, haciendo exagerados aspavientos algunos o sumiéndose otros en un interminable letargo que más bien parecía ya el ocaso de sus adormecidas mentes. El viejo carpintero abandonó sin darse cuenta la idea de llevarse consigo a S. K. y poco a poco comenzó a barruntar la posibilidad de quedarse a vivir allí con él, en aquel psiquiátrico. Con tal propósito fue aumentando el tiempo de visita cuanto pudo, y no bien había comido, se iba para el manicomio y regresaba a su casa cuando la luna ya estaba muy alta en el firmamento. Pero cada noche, irremediablemente, los loqueros, con cada vez menos paciencia, lo invitaban a marchar, y él ofrecía una resistencia pueril que no hacía sino más patético el momento de la separación. Salía a la calle y se sentía solo y desamparado en la oscuridad, volviendo la cabeza atrás para contemplar, mientras se alejaba, cómo se iban extinguiendo las últimas luces de la residencia. Llegaba a su casa y se la encontraba oscura y desangelada; en tales circunstancias debía sobreponerse a una monotonía que se le hacía cada vez más insoportable.

—¿Qué hay que hacer para quedarse aquí? —llegó a preguntarle al anciano doctor.

—Hay que estar loco.

—Pues yo lo estoy.

—No se engañe —le contestó el médico—. Ningún loco diría eso.

Pero una tarde, por fin, S. K. pareció recuperar el juicio porque volviéndose hacia el viejo carpintero le dijo que quería sus cosas, y como quiera que el pobre hombre se quedó mirándolo sin dar visos de entender a qué se refería, S. K. repitió: «Quiero mi ropa y mi maletita de cartón».

—¿Para qué?

No obtuvo respuesta.

El viejo carpintero tuvo que hacer acopio del poco ánimo que le quedaba para presentarse ante su hija. No la había visto desde el día de la bofetada y, de no ser por el favor que le pedía S. K., tenía pensado no volver a verla nunca más. Isabel le abrió la puerta y lo hizo como mujer confiada que abre su casa a un futuro lleno de esperanza: de par en par. Establecida definitivamente con su hombre maduro de formas educadas, estaba radiante, su padre tuvo que reconocerlo. La preñez había instalado en su mirada un inusual y desconcertante brillo y sus tetas se habían hecho más grandes y maternales, reacoplándose en el espacio para dar cabida a la leche que un día mamaría su hija.

—Quiero que sepas ante todo —dijo el viejo—, que no estoy aquí por ti, sino por él.

—Haces bien.

—Dice que quiere su ropa y su maletita de cartón.

—¿Se va?

—Creo que sí.

Isabel pareció respirar aliviada. Quiso luego ofrecer a su padre un café o cualquier otra cosa, no obstante, el viejo carpintero, una vez supo dónde había vivido S. K. esos años, rechazó molesto toda invitación y salió de la casa sin despedirse y sin mirarla. Se encaminó hacia la pensión tratando de no pensar, intentando elaborar mentalmente una lista con las cosas que de más utilidad pudieran resultarle a S. K. en su largo viaje. «Un abrigo para cuando llegue el frío», se decía, «y calzado cómodo para que no le duelan los pies al pobrecito mío». «Jabón para que me vaya limpio y un peine para que se peine.» Y así, continuaba enumerando para luego caer en la cuenta de que la maletita era demasiado pequeña y no habría lugar para tanto como pensaba. Buscaba, entonces, utensilios y complementos que ocuparan muy poco espacio y que fueran de gran provecho hasta que, parándose en seco, alborozado se dio un palmetazo en la frente. «¡Pues claro!», pensó, «idiota de mí. Dinero, sobre todo dinero. Le daré todo lo que pueda». Sin embargo, esa primera alegría por el acierto duró lo que tardó en llegar a casa, y después de ponerla del revés, conseguir reunir una cantidad del todo insuficiente y que apenas si le permitiría a S. K. sobrevivir una semana. Reparó en ese momento en que a esas horas el banco ya habría cerrado y sintió el apremio y nerviosismo de las cosas hechas a destiempo. Le embargó de nuevo el desánimo y con tal actitud llegó a la pensión. Fue por eso que cuando entró en la habitación donde otrora viviera S. K. tuvo que agarrarse a lo más grande y seguro que encontró, el armario, para no caer aplastado por el peso de tanto recuerdo como allí había.

—No he conseguido rentarlo más de un día desde que él se fue —le dijo el casero, sin atreverse a entrar—. Duermen la primera noche y a la mañana siguiente huyen espantados.

El viejo carpintero pidió quedarse solo. Una vez se hubo cerrado la puerta se sentó en la cama donde en otro tiempo S. K. e Isabel desafiaran los límites del amor físico y estuvo un buen rato pensando dónde habrían ido a parar tanto querer y pasión desmedidas. Creyó dar con la solución al imaginarse que el amor bien pudiera ser como la energía, que ni se crea ni se destruye, solo se transforma. Que este se hace ganas y las ganas consecuencias.

Encontró la maletita de cartón debajo de la cama y apenas si pudo llenarla hasta su mitad con las dos únicas mudas de ropa ya en desuso que poseía S. K. Después revolvió los cajones casi vacíos sabiendo más del joven por lo que no tenía que por lo que allí pudiera haber. De este modo dio con la medallita de plata con el nombre de Isabel. Sostuvo en su mano el preciado metal ennegrecido por el tiempo y lo consideró un símbolo perfecto para resumir la existencia de S. K.: todo posible esplendor enterrado bajo una gruesa capa de fatalidad, indolencia y resignación.

—Yo habré de pulirlo —se dijo.

No tuvo tiempo porque esa misma noche, a eso de las nueve y media, S. K. dejó de creer en Dios y se escapó. Los loqueros lo buscaron por todo el manicomio pero solo pudieron encontrar el rastro de desolación dejado por el miserable. Salieron al patio y hallaron al viejo carpintero, agarrado a la valla que lo separaba del mundo exterior, llorando como un niño.

—Llévame contigo —le había rogado momentos antes.

—¡Ni loco! —le contestó S. K.

Acto seguido el insensible había saltado la alambrada y se había alejado corriendo camino de la estación. En medio de la oscuridad de una noche sin luna se fue para no volver nunca más. Los loqueros, ni aun haciendo acopio de todas sus fuerzas, consiguieron separar al viejo carpintero de la malla metálica. Lo dejaron allí tirado toda la noche y a la mañana siguiente tuvieron que cortar con una cizalla la filigrana de alambres en torno a sus manos para poderlo aupar y encerrarlo luego dentro del manicomio.

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