Un loco anda suelto por el paraíso

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De todos ellos, el que más soñaba y se emocionaba era S. K. Tarareaba una copla o un cuplé con el único objeto de sufrir con mayor intensidad la pérdida de la mujer amada. Después se aliviaba la pena dando un paseo nocturno por las animadas calles de la Habana Vieja; se comía un cucuruchito de maní mientras desde una ventana abierta llegaba hasta sus oídos la sugerente cadencia de un mambo. Regresaba a ritmo de chachachá y luego se rendía, extasiado, ante esa otra música que parecía ser el compendio de una y otra orilla, la única que conseguía elevarle el alma a un estado de superior catarsis. Ese compás de cuatro por cuatro tan maravilloso como sencillo que llamaban bolero. Se dormiría muchas noches arrullado por el ronroneo de los gatos que se le colocaban alrededor y encima, y por el suave crepitar del vinilo a través de las ondas por el que Pedro Vargas cantaría una canción que ya entonces a él le parecería vieja, intemporal; aquel tema compuesto por Osvaldo Farrés titulado Toda una vida. Aprendería, así, a conjugar los verbos en futuro sufriendo con las historias de amor que escuchaba por la radio, hasta que una y otra cosa, amor y futuro, se fundieron en un solo pensamiento. Su vida se transformaría en un continuo desear y esperar a la mujer amada.

Era feliz viviendo de ilusiones. Su existencia se tornó tranquila y calma. Sin prisas fue aprendiendo todos los secretos de la carpintería, pues una vez dominada una técnica le enseñaban otra: unión con tubillón, caja y espiga, cola de milano.

—Dicen que los mejores en esto de trabajar la madera son los japoneses —le confesó un oficial—. Son capaces de construir cajitas secretas que solo se dejan abrir por su dueño.

Con restos de palés tirados a la basura, S. K. se fabricó un catre y hasta se atrevió con una mesilla de noche. El viejo carpintero lo estuvo evaluando sentado en una silla, fumando un cigarro tras otro, parecía que indiferente, con los ojos cerrados, pero en realidad no perdía detalle, el muy taimado, del trabajo de su aprendiz. De vez en cuando no podía evitar un leve movimiento afirmativo de cabeza, o debía taparse la boca con la mano para que nadie viera que estaba sonriendo, satisfecho.

En el rincón, detrás de las caobas, quedó instalado un pequeño dormitorio. A la sorpresa inicial siguió luego la indiferencia, hasta que un día se olvidaron de que allí, detrás de esas maderas, vivía un ser humano. Podría haber pasado el resto de su vida de este modo, de hecho así estuvo tres años, los tres años en los que consiguió mantenerse a salvo de Isabel.

Poco importa que fuera casualidad o destino que las pocas veces que ella se presentó en la carpintería, estando ya S. K., él tuviera que ausentarse por algún motivo o cayese enfermo hasta el punto de tener que guardar cama un día entero, derrotado por la fiebre. Sí fue determinante, en cambio, la costumbre de sentarse en el escalón, a la puerta de la carpintería, una vez terminada la jornada laboral.

La había iniciado una tarde, a mediados de verano. El viejo carpintero era siempre el último en marchar y aquel día, antes de irse, lo mandó tirar unas maderas al cubo de la basura. A la vuelta se sentó en el escalón, feliz por el simple hecho de poder descansar del cansancio. Se entretuvo en contemplar el ocaso del sol y fue consciente de que en ese momento estaba pensando que estaba sentado en el escalón de la carpintería contemplando el ocaso del sol, en paz consigo mismo, con el cuerpo y el alma en perfecta armonía el uno con el otro. Creía el infeliz tener todas sus necesidades satisfechas.

Fue también una tarde, sentado él en el escalón, casi dos meses después. Antes de ni siquiera poder verla, ella ya lo había olido, respirado y metabolizado.

—¿Y tú quién eres? —preguntó inquisitiva.

Él se puso en pie de un salto.

—Un aprendiz —consiguió decir.

Isabel no contestó, pero bajó la cabeza, para que no viera que entrecerraba los ojos, y al pasar por su lado volvió a respirarlo. S. K. se quedó de pie, con el corazón latiéndole en las sienes porque su lugar ahora lo ocupaba el alma, que se le había hecho grande de repente; sin poder comprender cómo, habiéndola visto por primera vez en ese instante, ya creyese conocerla desde siempre.

El tiempo vivido hasta ese momento perdió su razón de ser, quedó vacío y carente de sentido. No entendía cómo había podido vivir sin ella todos estos años, ni cómo podría hacerlo el resto de su vida.

—A esa la ponía yo mirando pa Cuba —se excitaba un oficial—. ¡Qué mujer!

—Sí, pero es más puta que las gallinas —le contestaba otro.

«Esa», la Isabel, la que era «más puta que las gallinas», tardó seis meses en volver. Malvada lo dejó quemarse en su propio fuego, que no era llama de amor sino hoguera de pasión. Regresó otra tarde, cuando el sol se estaba poniendo. Se lo encontró sentado de nuevo en el escalón, dispuesto, ahora, a entregarle el corazón, el alma y hasta la vida entera.

3 - Del amor a la locura

El sexo de Isabel era limpio, como lo era ella entera. Olía a jabón cremoso y a agua de rosas, y muy a menudo, dolorido y satisfecho, a tierra mojada después de la lluvia.

Isabel ya se duchaba cuando lo acostumbrado era todavía bañarse; no podía ella comprender que uno siguiera limpio después de cocerse en su propia porquería. Salía de la bañera chorreando feminidad y acariciaba suavemente con la toalla sus espléndidos atributos de mujer. Se secaba los pechos, y sus pezones, intuyendo con antelación la cercana caricia, eréctiles se endurecían y oscurecían mucho antes de ni siquiera ser tocados. Luego venían las axilas, siempre depiladas. La espalda y la zona lumbar, de insultante curvatura. Las caderas y el culo, redondo todo como una manzana pecaminosa; y el vientre, liso y duro, del cual sobresalía el montículo negro de su coño, siempre hambriento, perfecto, contenido en sus límites físicos gracias a la labor metódica de la hermana de Isabel que, cada cierto tiempo, entregada, incapaz de negarse a la ciega, se sometía a la vergonzante tarea a pesar de saber lo que estaba por venir.

Se tumbaba en la cama y se abría de piernas. Su hermana recortaba la pelambrera con unas tijeras. Posteriormente, con unas pinzas, el vello indomable iba sucumbiendo mientras Isabel, dando pequeños repullos de dolor, se dejaba llevar por el suplicio y la excitación.

—¡Eres una guarra! —le repetía su hermana, azorada, roja como la grana, al tiempo que veía el clítoris de la ciega hincharse y aumentar imparable su tamaño—. ¡Menudo putón estás hecho!

Pero Isabel parecía no escucharla. Intentando dominar la respiración, comprobaba con la mano el resultado.

—Así—decía—, que parezca que nadie ha metido la mano.

Todo esto tuvo la suerte o la desgracia de encontrarse S. K., y había metido allí la cara, aspirando y empapándose con el manantial de perfumes que componían el oloroso cuerpo de su querida Isabel. Bebió de su boca con la lengua, como un perro, y con su pene apagó una y mil veces el fuego impenitente con el que se volvía a inflamar la infatigable vagina de esa mujer. Sus manos tuvieron la dicha de acariciar curvas matemáticamente imposibles y quiso con sus ojos iluminar una oscuridad que resultaba del todo impenetrable, una ilusión más allá de toda posibilidad humana. Sin embargo, todos sus intentos escaparían haciendo equilibrio por la fina raya donde convergen y se confunden el amor y la necesidad.

Esa primera vez había estado todo el día nervioso, y por la noche, cuando oyó que alguien tocaba en el cierre, estuvo trajinando con la llave en la cerradura sin acertar a abrirlo, deseando en realidad que no fuera ella quien llamaba. Más tarde, en el almacén, desnudos los dos sobre el colchón, él le había dicho: «Siento como si me hubiera tragado un ratón vivo y ahora lo tengo en el estómago queriendo salir».

—Pues entonces vamos a dormir —le contestó ella, pegándose a él—, que para lo otro siempre hay tiempo.

Y se habían quedado los dos dormidos, arrullándose cada uno con el respirar del otro. La segunda vez volvió a pasar lo mismo, pero a eso de la medianoche S. K. se despertó y se despabiló, y vio que la oscuridad se le había hecho cómplice. Ella dormía plácidamente.

—Isabel —murmuró—, ahora sí.

Y ella, con los ojos cerrados, atontada todavía por el sueño, se sentó encima a horcajadas y se hincó en el miembro de S. K.

Él debajo y ella encima. Isabel se abrazó a su cuello y pegó su mejilla a la de S. K., cada uno con la boca cerca de la oreja del otro, para así poder oírse sin esfuerzo. Pronunciaron palabras sueltas, palabras que siempre son dichas por primera vez. Isabel movía las caderas arriba y abajo, experta, y su espalda parecía una comba, ahora cóncava, ahora convexa; en tanto que otras partes de su cuerpo—sus tetas y su melena— lo hacían adelante y atrás como para mantener una milagrosa estática.

En Isabel todo estaba dispuesto para ser admirado de la mejor manera. Su piel, blanquísima, hacía resaltar de modo propio, sin artificios, las partes más oscuras de su anatomía. Estaba aquejada siempre de una leve inflamación en los párpados inferiores, lo cual confería a su mirada, de por sí perdida, un aire soñador y de callado sufrimiento. Su cuello era delgado y en él se marcaban claramente los tendones y la tráquea. Una tráquea que por otra parte no tenía otro objeto que fabricar los mejores gemidos que S. K. oyera nunca en garganta de mujer alguna. Tenía un cuerpo genéticamente poderoso porque la grasa prefería mezclarse con el músculo antes que acumularse, fofa, encima de este, tal y como les sucede a las marranas criadas en el campo, proporcionándole, así, unas formas atléticas y deliciosamente femeninas.

En cambio, mientras Isabel era todo materia, S. K. era pura espiritualidad, más bien flaco y fibroso, nada del otro mundo. Pero el defecto de carnes lo suplía, sin embargo, con una voluntad y un arrojo dignos de admiración. Lejos de arredrarse ante una Isabel más corpulenta que él, esta fue cogida por sorpresa y tuvo que echar mano de todo su virtuosismo para no sucumbir y naufragar ante los violentos embates que llegó a propinarle S. K. No obstante, acabó como una hoja a merced del viento, vapuleada como una barca en mitad de un mar embravecido.

 

Isabel tuvo cuatro orgasmos y S. K. ninguno. Ella, después del tercero, se lo sacó de dentro y se tumbó en el colchón repitiendo: «no puede ser, no puede ser». Una vez repuesta, le cogió el miembro con la mano y comprobó, incrédula, que este seguía tan tieso como antes de empezar. Volvieron a la carga. Esta vez, S. K., siguiendo las directrices de la ciega, se colocó encima y volvió a penetrarla. Isabel lo rodeó con las piernas y con sus talones empujaba las nalgas de S. K. chocando literalmente contra él. Aquello sonaba como si se golpearan dos trapos empapados en agua.

En el futuro llegaría a tal refinamiento, que pronto aprendería a acompañar el movimiento de vaivén con el punto culminante de cada gemido. Inventaría nuevas maneras de entrar. Se mecía, meneaba, se removía, hurgaba, retocaba, iba de aquí para allá, se tambaleaba a un lado y al otro, lo hacía en redondo, en cuadrado, al vacío: entera, hasta el fondo, sin aire dentro; la montaba, al trote y al galope, triscaba. Luego temblaba y se fundía. La olvidaba y volvía a recordarla. Entonces se echaba de nuevo encima de Isabel, la cubría de babas, le mordía los pezones, la hacía gritar de dolor, le pegaba, le lamía la lengua, le metía los dedos por el culo se lo abría y la sodomizaba. Isabel dejaba de ser singular y se volvía plural. Se olvidaba de su nombre y se convertía en su esencia: en mujer. Vulva y vagina placenteras, matriz que engendra nueva vida. Ano femenino que se deja penetrar, pechos donde maman todos los hombres. Un corazón voluptuoso en el amor y un alma tiernamente grande con los hijos. Sacrificio que busca como recompensa tan solo un poco de cariño y, por qué no, disfrutar, igual que el hombre, con el coito.

Pero Isabel padecía con el sexo y en algunas ocasiones sufría de orgasmos demasiado intensos y prolongados, los temía y anhelaba al mismo tiempo; y el último de aquella noche la dejó incapacitada para continuar, por eso fue el último. S. K., al oír los lamentos de Isabel, asustado se paró y le tapó la boca. Ella, para librarse de la mordaza que la asfixiaba, dio un violento golpe de cabeza y le gritó que se dejara de tonterías, que no se le ocurriera parar ahora. Apretó los ojos y los dientes, temerosa, aguantando la respiración para resistirse a un placer que amenazaba con ahogarla. Su piel, tan blanca, por el esfuerzo se fue enrojeciendo y tornando luego a un color azul violáceo. Hasta que ya no pudo soportar más ese principio de orgasmo y expelió un ronco bufido acompañado de gran cantidad de saliva. La piel volvió a adquirir su color blanco y por un pequeño intervalo de tiempo pudo ella relajarse y tomar conciencia de dónde estaba y qué hacía. Sin embargo, las oleadas fueron en aumento y fueron cada vez más frecuentes, apenas si tuvo tiempo de recuperarse de una cuando le sobrevino otra. En su cerebro se produjo un desbarajuste entre los nervios, que mandaban los estímulos, y el encéfalo entero, que trataba de defenderse de lo que creía que era una tortura. Sus músculos empezaron a temblar y a convulsionar e Isabel no pudo controlar sus pulmones ni su respiración. Perdió el sentido de la realidad y por culpa de tan gran excitación aumentó su calor corporal y comenzó, por tanto, a sudar de manera incontrolada. Por la nuca, la frente, la nariz, la comisura de los labios, el cuello, los sobacos, debajo de los pechos, en las ingles. Como si le hubieran echado un caldero de agua hirviendo por encima, Isabel parecía cocerse en su propio sudor. La melena, chorreando, terminó toda enmarañada sobre su cara, porque ella, no pudiendo hacer otra cosa, desmadejada, movía tan solo la cabeza de un lado a otro, los ojos cerrados, no sabiendo qué hacer con el aire, si tragarlo o respirarlo.

Isabel brillaba en la oscuridad, espléndida. Mujer y sexo. Calor, sonido y movimiento; lamentos de placer y espasmos. S. K. la vio reventarse, fue consciente de ello y no sin cierto sadismo continuó martirizándola mientras notaba la vagina literalmente retorcerse alrededor de su pene, hasta que tanto gozo se hizo alarmante y culminó el orgasmo con Isabel traspuesta, casi sin sentido, roja como un tomate y emitiendo violentos estertores al tiempo que soltaba una gran cantidad de flujo.

A S. K. el pene se le quedó hecho un pingajo. Isabel, desfallecida, reposó el descanso con las mismas ganas con las que antes había hecho el amor. Bocarriba, con las piernas abiertas para enfriar el sexo, apenas si podía levantar la mano para apartarse la maraña de pelos que le cubría el rostro. Emitía largos y profundos suspiros y parecía que todo el aire iba a parar a sus tetas, que en esa postura, por su tamaño y juventud ocupaban todo su pecho, centradas, sin caer. Dos blancas montañas coronadas por sus oscurecidos pezones.

—No te has corrido —le recriminó exhausta.

Él no tuvo otra ocurrencia que decirle que se guardaba para un momento especial y que, entonces, se lo daría todo. Ella en aquel momento guardó silencio, y siguió guardándolo el tiempo que duró su anárquica relación con él. Se mantuvo a la expectativa durante mucho, mucho tiempo, hasta que un día, cansada de esperar, lo abandonó.

— ♦ —

En un universo monógamo, Isabel ya había descubierto nuevas formas de relacionarse con otros seres vivos. Sin compromisos ni ataduras. Ejerciendo vicios y virtudes con la misma naturalidad con la que a veces pagaba o cobraba, según le apeteciera. Cualquier cosa con tal de satisfacer una necesidad que la llenaba y torturaba al mismo tiempo. Se pasaría media vida queriendo reinventar la realidad y cuando conoció a S. K. ya era pionera en eso de querer cambiar el mundo.

No sin cierto regocijo transgredía las normas. Pero lo que en un principio eran virtudes, acababan convirtiéndose en defectos, pues si empezaba siendo terca y voluntariosa, terminaba pareciendo caprichosa o demasiado exigente. No negaba nada y parecía aceptarlo todo, sin embargo, su ceguera la condicionaba de tal manera que admitiendo la arbitrariedad de una causa, se negaba a asumir la inexorabilidad de sus consecuencias. El resultado fue que, frente a su inteligencia y mentalidad feminista, el pequeño defecto de S. K. la hizo sentirse menos mujer y sin elementos de juicio con los que comparar sus propias capacidades. Llegó a obsesionare tanto que, en vez de aceptarlo, multiplicó las ganas y los esfuerzos sin darse cuenta de que ya era una mujer insuperable, de que se había adelantado en demasía a su propio tiempo.

Después del primer encuentro siguieron muchos más. Pero en todos ellos S. K. pudo notar el progresivo distanciamiento de Isabel. Una separación que fue tan lenta que empezando ya en la segunda cita, terminaría por hacerse definitiva un par de años más tarde; tal fue la terquedad de esa mujer por sacar adelante la relación. No obstante siempre hubo entre los dos un fuerte vínculo y por las noches, después de hacer el amor, de desahogarse, ejercitarse, o de lo que fuera aquello que hacían, hablaban, hablaban hasta agotar las palabras intentando comprenderse el uno al otro.

—¡Quieta! No te muevas —le pedía S. K.

—¿Qué pasa?

—Ahora me estás mirando —le decía él perdiéndose en el azul profundo de sus ojos.

—¡¿De verdad?! —Se emocionaba ella.

—No necesito que me veas.

—¿No?

—No, solo tienes que mirarme, así, como ahora.

—También puedo verte…y no te imaginas cuánto…

Pero él la interrumpía, le decía que la quería y ella no decía nada, desbordada por tanto compromiso. De los dos era sin duda Isabel quien tenía una visión más completa y sensata de aquella relación. Era ella la que poseía la información más exacta para poder calibrarla, en tanto que S. K., víctima de su ignorancia, lo daba todo por supuesto. Para él una simple caricia era todo un mundo, un universo, y le sobraba, viviendo en un continuo ir y venir entre la depresión y el éxtasis.

Cuando Isabel marchaba se sumía en los pensamientos más oscuros que a duras penas conseguía iluminar pensando en su madre, y cuando la tenía de nuevo en su cama, se abrazaba a ella, la cubría de besos y le decía una última vez que la quería. Se sentía inmensamente feliz al oír sus risotadas y le hacía el amor con el mismo cariño de siempre. Pero cuanto más le demostraba él su sentimiento por ella, más se convencía ella de que tampoco esa noche podría él dárselo todo.

Con la llegada del buen tiempo a veces se citaban en el parque. Siempre era él el que esperaba, con el corazón alborotado y atento a la esquina por donde ella debía aparecer. La veía asomar y la alegría le impedía reprimir una amplia sonrisa. Isabel exhalaba un profundo suspiro, se arreglaba el flequillo nerviosa y levantaba, altiva, la cabeza. Cuando por fin ella se sentaba a su lado en el banco, o de su brazo paseaba pegada a él por el parque, entonces, a S. K. se le acompasaba el alma y todo adquiría sentido. Era en esos momentos cuando para él lo cotidiano se convertía en poesía y las cosas más simples conseguían emocionarle. Podía oler la hierba de los jardines, recién cortada, y sentir en su rostro la brisa que parecía querer anticipar el perfume de su amada. Podía oír el zumbido de las abejas libando las flores y el traqueteo de las baldosas, medio sueltas, al paso de las bicicletas de los niños. Todo lo que, de una manera u otra, entraba en él a través de sus sentidos y parecía ser experimentado por primera vez. Muchas veces a lo largo de su vida, al recordar esos momentos, volvería a revivir con un nudo en la garganta todas aquellas sensaciones que, en definitiva, marcarían esa etapa de su existencia.

Se vieron en el almacén tan solo en dos ocasiones. A la tercera, porque la vida se vive a base de cambios, S. K. dejó la carpintería y se mudó a una pensión, a un pequeño cuchitril castigado por los años que, sin embargo—cosa rara en una fonda de esas características—, disponía de un diminuto cuarto de baño con lavabo e inodoro. Tenía la habitación, además, una ventana que miraba al este; hacia la salida del sol, y aprovechando los múltiples e inexplicables recovecos de las paredes, el escaso mobiliario que la componía: un armario, una pequeña coqueta, un silloncito de terciopelo azul ajado por el tiempo y, lo más importante, una cama de matrimonio que lo ocupaba casi todo y cuya resistencia S. K. e Isabel pondrían a prueba infinidad de veces, aferrada ella a los barrotes con el rostro demudado por una mueca inclasificable, si de posible dolor por la sodomía o de infinito placer por el orgasmo.

Fue Isabel quien lo decidió, quien buscó la pensión y quien pagó el primer alquiler.

—Pero si parece una pocilga —le había dicho su hermana.

—Pues no huele mal —contestó ella—, y para echar un polvo tampoco se necesita mucho.

S. K. no supo que se mudaba hasta el mismo día en que lo hizo. «Vete a la carpintería y coge tus cosas», le ordenó Isabel, «porque de ahora en adelante vas a vivir tú solo» (como si alguna vez S. K. no hubiese estado solo). A él no se le ocurrió preguntar ni protestar. Se fue para la carpintería, cogió su maletita de cartón y metió en ella la poca ropa que tenía.

—Me voy a vivir a una pensión —le dijo al carpintero.

—¿Pero seguirás viniendo? —preguntó este.

—Creo que sí —respondió S. K. sin saber si aquello entraba también en los planes de Isabel—. Mañana lo sabré.

Una vez en la pensión, Isabel se rio a carcajada limpia cuando a S. K. se le ocurrió preguntarle si debía volver a trabajar con su padre.

—Pues claro —contestó—. ¿De qué ibas a vivir si no?

Aclaradas las dudas, llevó a Isabel hasta la cama, la desnudó y, tan limpia como estaba, se dedicó a ensuciarla durante un par de horas. Los gastados muelles se quejaron ante los embates de amor de S. K. que, como siempre, quedaron coartados por una incapacidad del todo incomprensible, e Isabel llegaría a desengañarse y a darse cuenta de que jamás obtendría de él más de lo que ya tenía.

A la mañana siguiente amaneció lluvioso. Era temprano. S. K. se desperezó en la cama y miró a través de la ventana el cielo, que estaba empezando a clarear. Podría haberse sentido feliz al imaginarse un futuro que se anunciaba prometedor, sin embargo, allí donde fue a poner los ojos en aquel cochambroso cuarto le hizo recordar las muchas, demasiadas ausencias sobre las que estaba edificando su vida, como si él fuera un mal arquitecto y lo suyo estuviese construido con material de desecho. Restos y retales despreciados por los demás. En ese momento le vino el deseo físico de Isabel y la necesidad de poseerla. Se le aceleró el corazón al imaginarla y deseó que el futuro fuera una sucesión de amaneceres junto a ella; días compuestos tan solo de anocheceres y alboradas a su lado sin otros límites que no fueran la cama y las cuatro paredes que la rodeaban. Se acercó a la ventana y se entretuvo viendo las gotas de lluvia en los cristales. Lentas bajaban y aleatoriamente se juntaban unas con otras. Luego, grávidas, rápidas, se precipitaban y desaparecían. Entonces, quizá porque los días de lluvia le recordaban malos tiempos, o quizá porque una mujer era de nuevo el centro de su vida, pensó en su madre. Por más que lo intentó no pudo recordar su rostro y echó de menos una fotografía con la cual poder guardar, indeleble, su imagen en la memoria. Sin embargo, ella se había ido sin dejarle nada; solo aquella miniatura de avión que más tarde algún otro niño le quitaría en los primeros días de hospicio.

 

Una fotografía habría bastado. Una cara, puede que demasiado seria, que él habría guardado junto a su pecho envuelta en hule, y posteriormente sobre la coqueta; enmarcada en plata y preservada por un cristal para así poder soportar mejor el paso del tiempo. Aquella fotografía habría adquirido entidad propia. Habría sido la prueba irrefutable de que su madre había existido, bellísima, en otro tiempo; con su frente de natural fruncida dando a sus ojos, nariz y boca un rictus que no sería sino fiel reflejo de su determinación.

Lo embargó la tristeza y se sentó en el silloncito de terciopelo azul ajado por el tiempo. Trató de imaginarse cómo sería su vida dentro de diez, veinte o treinta años y lo consideró una cuestión inabordable, no porque el futuro fuera cosa impredecible, sino porque había una inconsistencia en todo lo que le rodeaba que le hacía preguntarse incluso si su propio presente era real o quizá sombra de un pasado no vivido, o quizá él mismo fuera personaje inventado en el sueño o pesadilla de algún otro.

Salió a la calle y desayunó en un pequeño bar. Las voces, el ruido y el haber aplacado el hambre consiguieron distraerlo y hacerle olvidar la melancolía. Camino de la carpintería ya iba alegre confundiéndolo todo con Isabel. Tan lleno estaba de su presencia que incluso creyó reconocer su perfume en el suave hálito que a su paso dejó un hombre maduro de formas educadas.

Exceptuando el hecho de que ya no vivía en la carpintería, su vida continuó siendo la misma. Ese día el trabajo fue el acostumbrado. Después de los primeros comentarios jocosos por parte del personal, todos volvieron a la rutina diaria. Solo cuando entró en el almacén S. K. se dio cuenta de que el viejo carpintero había desmantelado el rinconcito donde hasta entonces había vivido y este estaba ocupado de nuevo por muebles a medio terminar.

A la hora de la comida se cerró la carpintería. En las dos horas que transcurrieron, S. K. comió, previó los gastos y aprendió a administrar el poco dinero que el carpintero le daba. Paseó, se aburrió, añoró a Isabel, se acordó de su madre, se sintió desamparado, tuvo ganas de llorar, regresó a la pensión, y cuando fue la hora, volvió a la carpintería. Aquella noche se abrazó otra vez a Isabel y otra vez le dijo que la quería. De nuevo la cubrió de besos y se sintió inmensamente feliz al oír sus risotadas.

Una tras otra las noches de amor se fueron sucediendo para S. K. en aquel pequeño cuarto, pero mientras Isabel iba sustituyendo su pasión por un afecto compasivo, en él el sentimiento por ella era casi cercano a la devoción. Cuando las noches se hacían cálidas permanecían los dos desnudos encima de la cama rememorando un futuro no previsto, el cual, apenas lo vislumbraban, se les hacía presente y pasado. Desde que ella hiciera aquel comentario acerca de la incapacidad de S. K. este redobló los esfuerzos por intentar satisfacerla. Llegaron a tal grado de perfección que él podía estar horas penetrándola y ella horas aguantando orgasmo tras orgasmo mientras sus sexos ardían y sus cuerpos, soltando agua, convertían las sábanas y la cama en un pantano encharcado. Allí sonaban ruidos desconocidos que ellos olvidaban y volvían a recordar cuando, al cabo de una o dos horas, el cansancio les hacía repetir alguna postura. S. K. iba y venía dentro de Isabel. Seguía y seguía hasta que su cuerpo, establecido el límite, se venía abajo y hacía imposible continuar.

Con el tiempo se desentendieron de los preliminares. Llegaban, se desnudaban deprisa y follaban como locos. Isabel ya no gemía, jadeaba como una perra. Era morder la almohada para no gritar y sobrevenirle el terremoto. Los espasmos la doblaban, como si, bocarriba, tratara rítmicamente de incorporarse sin conseguirlo. S. K. tenía que agarrarse a los barrotes para no caer porque todo botaba, hasta la cama. Luego Isabel, como para relajarse, le ofrecía el culo.

—¡Escupe! —le ordenaba.

Entonces era cuando él cumplía por detrás y ella ponía la mueca inclasificable.

No cabe duda de que fueron demasiado rápido. La inexperiencia de uno y la incontinencia de la otra convirtieron la relación en algo apremiante y perentorio.

—Los psiquiatras se pondrían las botas con nosotros —reconocería Isabel en más de una ocasión—, yo ninfómana y tú…no sé. Lo tuyo no tiene nombre. Contigo se podrían escribir tratados enteros definiendo un nuevo carácter.

Pero S. K. se reía al oírla, necio y ciego de amor. Isabel, incomprendida, dando un bufido se levantaba, se vestía y se marchaba sin ni siquiera despedirse, y él, tarde y mal, venía a comprender la diferencia entre la retórica del comportamiento humano y las verdaderas y secretas razones que la alimentan.

Salía la luna y venía Isabel, y con ella la tranquilidad y el sosiego, pero también el tormento de sus frecuentes desplantes. Muchas veces entraban, se desnudaban y comenzaban a pelear encima de la cama; él por intentar poseerla y ella por impedirlo. S. K. la inmovilizaba desde atrás y con sus piernas rodeaba las de ella y las abría para poder penetrarla con su miembro por donde fuera. Isabel se mostraba sumisa en un principio, como para que se confiara. Luego, calculando con exactitud dónde se encontraba la cara del violento, le daba ciegos y tremendos cabezazos y se retorcía como una serpiente; y cuando sentía el pene de S. K. abriéndose paso entre sus nalgas se arqueaba para mantenerlo lo más alejado posible de su ano y su vagina. Él se daba por vencido e Isabel, por puro despecho, se arrellanaba en la cama, se abría de piernas y se masturbaba hasta alcanzar, ella sola, el orgasmo. S. K. observaba todo aquello mirando de reojo, casi sin querer, acurrucado a los pies de la cama; viendo cómo ella se frotaba imparable el clítoris, cómo su pecho subía y bajaba cada vez más rápido haciendo bambolear sus tetas, cómo el cuerpo lechoso de la niña Isabel se iba llenando de placer y lo rezumaba en forma de sudor. Hasta que en el momento de mayor gozo, temblorosa, abría la boca, ensanchaba las aletas de su nariz y echaba la cabeza hacia atrás. Entonces todo se estremecía: el cuerpo de Isabel, la cama y hasta el propio S. K.; y en su cuello, la tráquea, vibrando, lanzaba al aire los inconfundibles estertores y convertía cada lamento en una amalgama de sonidos, un nuevo idioma en sí mismo que en todos los momentos de amor que ella disfrutó a lo largo de su vida nunca nadie pudo entender o traducir.