Un loco anda suelto por el paraíso

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En las chabolas la noticia cayó como un mazazo y a la madre de S. K. a punto estuvieron de matarla. Su padre metió algo de ropa en un petate y le dijo que se fuera, y ella se fue de madrugada para no ser vista por nadie, muy lejos de las chabolas y de la ciudad que la había visto nacer. Era invierno, pero aunque hubiese sido aquella la noche más calurosa habría sentido el mismo frío porque ya lo llevaba dentro. El mundo, que tan hermoso le había parecido hasta entonces, se le volvió gris y oscuro. La juventud, la magia y el hechizo se esfumaron para siempre dejándole tan solo la ruina y la certidumbre de que todo se había acabado. Debería haber muerto en ese instante y, sin embargo, consiguió sobrevivir diez años más.

La guerra trajo consigo una barbarie de sangre y tiros. Un acontecimiento lo bastante escandaloso como para que los gitanos, incapaces de comprender esa locura, huyeran despavoridos ante tan brutal exterminio. La madre de S. K. quedó aislada en una burbuja intemporal de odios acumulados durante siglos y su legendaria belleza desapareció de la noche a la mañana ahogada en un mar de olvido e indiferencia. Únicamente le quedó la inquebrantable determinación en la mirada y el compromiso ineludible de sacar adelante a la razón de su desgracia.

Fue un parto doloroso que duró casi tres días, enfrentados por un lado su desinterés en dar a luz y por otro el empeño suicida de aquel feto por ver un mundo nuevo. Un mundo que en sus primeros años solo le podría ofrecer hambre, racionamiento y piojo verde. Todo ello como síntoma profético de un mal que había de durar cuarenta años.

2 - De la Inclusa a la carpintería

El diccionario de la lengua española define el término inclusa, en su primera acepción, como ‘casa en donde se recoge y cría a los niños expósitos’; y orfanato, como ‘asilo de huérfanos’.

Con semejante alarde de síntesis, tan simple y aséptica, podría uno caer en el error de pensar que ambos sustantivos, inclusa y orfanato, vienen a reflejar una misma realidad; que ambos se encuentran en un mismo nivel cognitivo o en igual plano de significante mental.

Sin embargo, orfanato se escribe con minúscula porque es un nombre común, tan común que hay miles repartidos por todo el mundo. Pero inclusa solo hubo una, siendo imperativo escribirla con mayúscula: la Inclusa, y necesario hacer notar que al hablar de ella hay que hacerlo en pasado; afortunadamente ya no existe, algo que, por lo que se ve, aún no ha llegado al conocimiento de los responsables de su definición (cría académicos para esto).

La Inclusa desapareció porque era necesario que desapareciera, del mismo modo que desaparecieron el resto de beneficencias que institucionalizaron la miseria y el abandono, tal era la negra impronta que había dejado en el imaginario colectivo del país. Porque aunque solo hubiese habido una, la primera, la original, la que en su día recibiera la imagen de la virgen, su nombre y su siniestra sombra rápidamente se extendió al resto de casas de expósitos hasta llegar a convertirse, a lo largo de los siglos, en parte inseparable del ADN de toda una nación. Muchas mujeres piadosas, de misa diaria, se santiguaban al oír el nombre, como si se hubiese invocado al mismísimo diablo. Todos lo pronunciaban con reverencia y pesadumbre, y la mayoría lo hacían en voz baja.

Para comprender el porqué de tanto respeto solo hay que imaginar el término inclusa como la mezcla maligna de infierno y reclusión, pues ese, y no otro, acabó siendo el objetivo final del establecimiento: internar y recluir a los niños a la espera de que Dios o la casualidad les hiciera el favor de dejarlos alcanzar la edad adulta.

Nadie pone en duda el sacrificio y la callada labor de las miles de personas que durante los siglos de existencia de la institución se esforzaron en salvarles la vida a unas criaturas ya sentenciadas desde el mismo día en que nacieron. Era recurrente cada cierto tiempo el clamor popular, y de los políticos en determinados momentos, ante la elevada tasa de mortandad de los niños en el interior de los centros. Hubo épocas en que no había teta para tanta leche, y las mezclas que intentaban con agua ya venían contaminadas con tifus. Los pobrecitos lactantes entraban y no volvían a salir. Se iban apagando poquito a poco, sin hacer ruido, hasta que un día dejaban de respirar. Aquello no eran casas de acogida, eran campos de exterminio.

Allí fue a parar el niño S. K., pero tuvo la fortuna de llegar con diez años y de que toda la leche que tenía que mamar la había mamado de la teta de su madre. El médico lo vio entrar y lanzó un suspiro de resignación, era todo huesos, pellejo y piojos. Solo destacaba en aquel cuerpecito la tripa hinchada. Eso y una melancólica determinación en su mirada. Lo midieron y lo pesaron. El médico lo auscultó, le abrió la boca, le miró los dientes. Le cogió las manos entre las suyas y empezó a tocarle los dedos, las palmas y el dorso, las muñecas. Luego fue subiendo por los brazos hasta los hombros, midiendo el largo de los huesos. Le palpó los ganglios del cuello, la columna. Lo volteaba para un lado y para otro. El niño, temblando, se dejaba hacer.

—Este niño tiene diez años…—dijo por fin—. Va a tener suerte.

Al oír esto el niño S. K. consideró que diez años debía de ser mucho, muchísimo tiempo: toda una eternidad; aunque a medida que fue haciéndose mayor tendría la impresión de que la eternidad duraba cada vez menos. Le afeitaron la cabeza y lo metieron en una bañera con desinfectante; largo rato estuvieron frotando y frotando, intentando arrancar las costras acumuladas por años de indiferencia y olvido. Luego lo vistieron y le dieron algo de comer. Lo sacaron a un patio donde desapareció entre una multitud de niños tan desgraciados como él.

Lo inscribieron en el registro civil con fecha equivocada. Había nacido el mismo día de su entrada en la Inclusa diez años antes. Nadie sabría nunca, y él tampoco, que su venida al mundo había quedado grabada en el calendario de la historia a sangre y fuego. Una fecha infame digna de olvidar que, sin embargo, habría de ser recordada malévolamente por todos a lo largo de las generaciones futuras.

Prácticamente lo tuvieron que enseñar a hablar, en su mente conocía los sonidos pero estos nunca habían salido al exterior.

—A ver, Sebaldo —le decía la maestra—, repite conmigo: aaa…eee…iii…ooo…uuu.

Y S. K. repetía los sonidos que escuchaba con una voz cantarina y nueva, recién estrenada. De este modo, en una abnegada tarea que les llevó meses, lo enseñaron a pronunciar primero las vocales y luego las consonantes. Después se atrevió con las sílabas y por último, las palabras. Se esforzaba, el desdichado ponía toda su voluntad; lo último que quería era decepcionar a nadie ni que nadie se sintiese defraudado con él, tal y como había hecho con su madre los últimos diez años, yendo siempre detrás de ella, obediente y en silencio, sin querer interrumpirla en su camino ni molestarla con caprichos innecesarios.

Pronto destacó porque mientras el resto de los niños corrían en tropel por los pasillos, él andaba despacio, pegado a la pared, volando su miniatura de avión, levantando de vez en cuando la cabeza para no perder de vista a su madre entre la multitud. Pero su madre ya no estaba. Lo veían pararse, asustado, abrir mucho los ojos y comenzar a buscar a un lado y otro. Lo llamaban.

—¡Sebaldo…!¡Sebaldo! Vamos, que te quedas atrás.

Entonces tiraba de recuerdos, era eso o hundirse sin remedio. La imaginaba de nuevo volviendo el rostro, mirando de reojo para comprobar que su hijo la seguía, incólume y bella. Su madre caminaba y parecía hacerlo a escasos centímetros del suelo, flotando, como si en su memoria estuviese ella abandonando lentamente el mundo de los vivos.

No le costó adaptarse a la rutina del hospicio. No obstante, nunca salió de la burbuja en la que había llegado. Mientras los demás niños acababan estableciendo un determinado vínculo emocional con los cuidadores—con unos más que con otros, dependía del grado del maltrato recibido—, él, en cambio, no mostró nunca sentimiento alguno por nadie. Jamás llamó a ninguno por su nombre, aunque sería más correcto decir que jamás llamó a nadie. Ninguno de ellos lo vio nunca acercárseles con la cara iluminada a chivarse de la última travesura o, temeroso, querer obtener una respuesta a las muchas incógnitas que sin duda debían de rondar su cabeza. Parecía saberlo todo, no necesitar nada.

No es que estuviera en su naturaleza ser rebelde, todo lo contrario; era dócil y obediente como un perrito faldero. Si lo llamaban acudía presto. Si le decían que ya se podía marchar regresaba a su rincón, en silencio, y se sentaba. Y estaban seguros sus tutores de que podrían haber repetido la operación mil veces, que otras tantas habría acudido él sin poner mala cara ni protestar. Parecía un autómata, un ánima que camina por este mundo porque alguna fuerza sobrenatural la está obligando, y hasta cierto punto era de este modo, pues aunque su cuerpo físico estuviese encerrado entre esos muros, él, en esencia, no había dejado de caminar detrás de su madre en ningún momento.

En términos generales, el hospicio fue tremendamente beneficioso para él. A pesar de su mala fama y de las míseras condiciones de existencia, la institución tomaba bajo su tutela a miles de niños y conseguía hacerlos personas adultas, unos más responsables que otros. A él lo alimentaron; no volvería a pasar hambre ni necesidades hasta muchos años después. Aprendió el nombre de las formas, con unos cuantos años de retraso supo por fin que las tapas de alcantarilla eran redondas y que lo edificios tenían forma rectangular. Lo enseñaron a leer y a escribir; dejó de ser un analfabeto. Aprendió, además, a sumar, restar, multiplicar y dividir. Incluso con catorce años, a punto de abandonar aquella casa, alguien se molestó en enseñarle la regla de tres: la directa y la inversa. Algo que él entendió instintivamente porque los días que más había andado detrás de su madre más cansado estaba, o cuanto menos comía más hambre tenía. Pero, lo más importante de todo, en ese lugar adquirió un conocimiento que habría de calmar y dar paz a su alma durante algún tiempo: allí le fue revelada la existencia de Dios.

 

Muy seguros le explicaron que Dios había creado el cielo y la tierra, que era todopoderoso; que nos amaba a todos y que cuando nos moríamos nos íbamos a vivir con él hasta el final de los tiempos. Le dijeron que no tenía de qué preocuparse, que su madre, que había sido muy buena, se encontraba bien y era feliz junto a Dios en el cielo. Al fin le encontraba sentido y lógica a diez años de incesante y piadosa búsqueda: su madre se había empeñado en ver a Dios y no había parado hasta conseguirlo. Aun así, lo inquietaba el hecho de que habiendo caminado tanto como ella, a él se le negara la gracia que a su madre le había sido concedida.

—Dios nos tiene reservada una misión a cada uno de nosotros —bramaba el cura mientras sacudía y levantaba el dedo índice, amenazante, y los niños bajaban la cabeza asustados—, porque solo Él es omnisciente y omnipotente.

Poco a poco lo fueron humanizando, convirtiéndolo en persona. Sin darse cuenta fue abandonando una conducta que hasta ese momento había sido meramente animal y su cuerpo comenzó a responder a otros estímulos además de al hambre y al frío. Abstracciones tales como amor y odio, o felicidad y desgracia, fueron abriéndose paso en su cabeza y ocupando un lugar cada vez más preponderante, tanto, que llegarían a disputarle en el futuro su hegemonía a la propia realidad.

Pero esta transición resultó ser la cara y la cruz de una misma moneda. Todo aquello que lo iba a convertir en ser humano sería lo que más le hiciese sufrir a lo largo de su vida, pues si hasta entonces se había movido por el mundo ajeno a la emociones de otros, como un depredador buscando su alimento, ahora, en cambio, lo obligaron a establecer unos vínculos que eran de ida y vuelta. Desde ese momento no podría tomar nada sin pedirlo previamente, pero por lo mismo tendría que aguantar en muchas ocasiones un doloroso rechazo; sus necesidades pasaron a un segundo plano. En definitiva, recogieron a un bichillo y lo convirtieron en niño, transformando lentamente hambre y frío padecidos, impulso vital hasta entonces, en pena y añoranza por la madre perdida. Llegarían a hacerle creer, incluso, que un día la había querido.

Tratar de relatar todas las experiencias vividas en los cuatro años de estancia en el hospicio sería un ejercicio vano. Una mañana, a los pocos meses de su llegada, se despertó y la miniatura de avión había desaparecido de debajo de su almohada. Ese día aterrizó. Otra mañana, cuatro años más tarde, se despertó y le había cambiado la voz. Lo sucedido entre un momento y otro no son más que anécdotas, pequeñas contingencias, acontecimientos circunstanciales que poco habrían de afectarle en comparación con lo que se le vendría encima años después. Sobra con saber que siempre llegaría tarde, a destiempo, quizá con diez años de retraso. Mucho se entretendría en comenzar a amar y luego en olvidar. Tarde llegaría a odiar, y tarde a perdonar o a pedir perdón.

En el viaje iniciado tras su llegada a la Inclusa, S. K. tendría que alcanzar dos objetivos ineludibles, dos destinos consecutivos que necesariamente debían de sucederse en el tiempo uno después que el otro: el primero, el indispensable para transformar a un salvaje en persona, lo consiguieron en apenas cuatro años; el segundo, que esa persona llegara a convertirse en un ser socialmente integrado y emocionalmente equilibrado, le llevaría a él casi toda la vida.

— ♦ —

La carpintería era grande, enorme para lo acostumbrado en aquella época. Se dividía en dos áreas: la de trabajo, a la cual se accedía directamente desde la calle, y el almacén, también con acceso al exterior, que la doblaba en superficie y donde se guardaban las maderas pendientes de ser procesadas y los muebles ya terminados pendientes de ser servidos. Apenas se entraba había a mano izquierda un mostradorcito lleno de papeles y muestrarios usado eventualmente para atender algún encargo menor hecho por particulares, independiente a la pequeña oficina situada dentro del almacén. A continuación, separada por una cristalera translúcida, se distribuía la zona de trabajo con todas las máquinas de corte y herramientas que uno puede esperar en una carpintería y cuya finalidad no era otra que, de manera casi milagrosa, sin usar clavos ni tornillos, convertir la madera en cualquier cosa que uno pueda imaginar que se puede hacer con ella.

El dueño, un viejo carpintero de sesenta años, la dirigía con mano firme y en su persona radicaba el éxito y la fama del negocio. Era capaz de recordar mentalmente todos los pedidos pendientes y en qué fase del proceso se encontraba cada uno. Entraba en el almacén y podía, al momento, decir a qué pedido pertenecía cada mueble y cuántos quedaban por hacer. Solo de vez en cuando se quitaba el lápiz de la oreja y se sacaba una libretita del bolsillo de la camisa, pero no lo hacía porque tuviera dudas, sino para comprobar que, efectivamente, no se había equivocado. Se pasaba el día yendo y viniendo, revisando incansable la calidad del trabajo realizado.

—¡Niño, ven pa’cá! —llamaba—. ¿Tú te crees que esto está para que lo barnicen…? Líjalo más, ¡coño…!, hasta que te duela el brazo.

Porque para él todos los aprendices eran «niños». Únicamente cuando recibías el honor de ser llamado por tu nombre podías tener la seguridad de haber sido ascendido profesionalmente.

El número de trabajadores en nómina, entre oficiales y aprendices, siempre andaba oscilando entre los siete y los diez; hubo alguna época en que por la alta demanda de ataúdes llegó a tener quince; no obstante, aquello había sido una circunstancia excepcional que el viejo esperaba no tuviera que volver a repetirse. Bailaba tanto porque el trabajo era duro y eran muchos los aprendices que, al mes o a los dos meses, se despedían para probar suerte en otra carpintería o directamente en otro oficio. También, de tarde en tarde, algún oficial decidía independizarse después de años de experiencia y de haber ahorrado el dinero suficiente. La despedida era siempre amistosa, pero había una regla no escrita que se cumplía a rajatabla: el que se iba no volvía.

Podrían haber sido tiempos felices para el viejo carpintero, pues aún era ajeno a que uno de esos oficiales, un joven tomado como aprendiz ocho años antes, sería su heredero y habría de quedarse con todo, con su hija y con la carpintería, y que estaba cercano el día en que otro joven de mirada melancólica, apenas salido de la infancia, llegara de manera inesperada para ponerlo todo patas arriba.

El viejo vivía solo con sus dos hijas, y ninguna de las niñas llegó a tener nunca un mal recuerdo de su madre porque desde pequeñitas crecieron convencidas de que esta había desaparecido ahogada en el río, en una de esas crecidas que cada cierto tiempo dejaba atónitos a los habitantes de la ciudad. Prefería eso a que supiesen la verdad: que un día, cansado de tanto puterío, después de pillar a su mujer con dos hombres diferentes en una semana, la arrastró de los pelos y tal y como estaba, desnuda, la echó a la calle. Nunca más supo de ella y sospechaba, por tanto, que debía de haberse ido muy lejos.

—¡Ojalá se fuera al otro mundo! —se repetía en voz baja.

Pero estaba escrito que no terminaran sus pesares, porque la mayor de las niñas había nacido ciega y, con los años, presentía el viejo que con la misma maldición que la madre. Esa no veía a los hombres, no lo necesitaba, decían que la muy puta los olfateaba, que hasta entrecerraba los ojos, igual que hacen las perras en celo con los machos.

A Isabel, que era su nombre, era a la única a quien le tenía prohibido acercarse a la carpintería, pues cuando eso pasaba, que solía coincidir con el verano, se sucedían una serie de desbarajustes telúricos que nublaban las mentes y ralentizaban el trabajo. La hija de su madre era tan bella y hermosa como pérfida y cruel. Nunca entraba. Se quedaba en la puerta, con el bastón en la mano, a contraluz, luciendo un vestidito ajustado. El viejo carpintero adivinaba su presencia porque lentamente el silencio se iba apoderando de la carpintería; las lijas dejaban de lijar y las sierras dejaban de cortar.

Algo semejante ocurrió el día que apareció S. K. Días antes se había presentado un anciano, medio encorvado por la escoliosis, y con tono quejumbroso había empezado a contarle al viejo carpintero lo callado y obediente que era el huérfano.

—¡Si es que no da ruido, el pobrecito…!¡Y da una pena!

El viejo carpintero, que era viejo pero no tonto, supo al momento que ese hombre pretendía endosarle a un pobre desgraciado, sin duda un desecho de la sociedad que nadie más quería. Con aire socarrón torció el gesto y encendió un cigarrillo.

—Puedo tenerlo a prueba un mes —zanjó al fin—. Si no me gusta se lo devuelvo.

—Hay una cosa más —contestó el anciano.

—¿Qué?

—Es gitano.

—…Usted sería bueno vendiendo enciclopedias.

—No se ofenda.

—Si no me ofendo, pero le repito que si no me gusta se lo devuelvo.

—Hay un último detalle.

—¡Qué más!—soltó el viejo, impaciente—. Sorpréndame…

—Se llama Sebaldus.

—¡¿Cómo?!

—Sebaldus…Sebaldus Crujer… Aunque creo que se pronuncia Cruguer.

—¿Me está tomando el pelo?

—No.

—¿Y dice usted que es gitano?

—Sí.

Lo trajeron en un coche, el mismo que lo había llevado al hospicio cuatro años antes. Andaba desgarbado, sin el pleno control de brazos y piernas de tanto como le habían crecido. Iba con la cabeza gacha, la mirada huidiza.

—¡Pobrecito! —exclamó el viejo carpintero—. Viene to ehpercudío2.

Lo sentaron en una silla y se pasó todo el día con la vista fija en el suelo de cemento. De vez en cuando lo sorprendían mirando de reojo y rápidamente volvía a bajarla, avergonzado, como si lo hubiesen pillado haciendo algo indebido.

El asunto del nombre no fue ningún problema para el viejo, ya al siguiente día pasó a llamarlo «niño».

—¡Niño…!, alárgame3 el metro.

—¡Niiiño…!—repetía—, que estás sosedío4 con el metro.

Y es que S. K. había descubierto la cinta métrica. Tiraba y de la nada surgían los centímetros, dando consistencia a la materia, convirtiendo lo plural en un objeto singular con características propias. Se pasaba el día midiendo cuanto le rodeaba. Jugaba a adivinar un número y luego extendía la cinta, rara vez acertaba, se daba cuenta de que la realidad iba a ser más complicada de lo que había pensado en un principio.

—Niño, ponte allí —ordenó el viejo, mandándolo contra la pared.

S. K. obedeció al momento. El viejo carpintero, que le sacaba una cabeza, se quitó el lápiz de la oreja e hizo una marca.

—Te has quedado canijo —confirmó después de medirlo.

De manera gradual, S. K. se fue incorporando a la rutina de la carpintería. El viejo lo llevó al almacén y le enseñó los distintos tipos de madera y su valor.

—Esto es pino, y este pino en concreto es el más barato que tenemos aquí. De momento, olvídate de meterle mano a otra cosa que no sea esto. ¿Entendido?

—Sí.

Luego le preguntó. S. K. repitió el nombre de todas las maderas: pino, roble, cerezo, castaño…todas, sin equivocarse.

—¿Ves aquel montón de allí, el del rincón…? El que está en alto para que no lo roan los ratones.

—Sí.

—Aquello es caoba. Dudo mucho que alguna vez llegues a trabajar con ella.

Lo tomó del brazo y lo acercó a un tablón.

—¿Ves la veta de la madera?

—Sí.

—Deja que ella te marque el camino, tanto para lijarla como para barnizarla, ¿comprendes?

S. K. movió la cabeza afirmativamente.

—Mira…, ¿ves esto de aquí?

—Sí.

—Esto es un nudo. Hay que tener mucho cuidado con ellos porque los cabrones no avisan, se esconden.

—¡Ahá!

—Algunos son tan duros que son capaces hasta de partir una sierra. Cuando te toque uno tendrás que tener paciencia, ir muy despacio…que el nudo no se entere de que lo estás cortando.

»Decía mi tío, que también fue carpintero, el Señor lo tenga en su Gloria, que los nudos le salían al árbol cuando se pillaba un repullo.

En los días que siguieron, el viejo carpintero sometió al niño a una estrecha vigilancia. Sin embargo, no hubo momento en sus muchas idas y venidas supervisando el trabajo en que lo viera remolonear o estar de brazos cruzados. El niño no paraba, se pasaba el día entero lijando muebles, en silencio, sin hablar, abstraído, incansable. Cuando le dolía un brazo continuaba con el otro. Acariciaba la madera, la miraba al trasluz y volvía a acariciarla, primoroso. Ponía el mismo empeño en la tarea que el que había puesto en seguir a su madre durante diez años.

 

En apenas dos meses, S. K. alcanzó y superó al resto de aprendices. Parecía tener un mayor conocimiento y los doblaba en trabajo y dedicación. Durante ese tiempo había seguido yendo al hospicio a dormir. Hasta que un día, al doblar una esquina, al pobrecito el pasado se le hizo presente o el presente pasado, como se quiera ver. Creyó regresar muchos años atrás en el tiempo. El cielo pareció encapotarse y todo se volvió gris. Lluvioso y húmedo. Se hizo el silencio. Lo embargó una sensación de terror y tuvo miedo hasta de dar el siguiente paso, no fuera que se le volviera a aparecer su madre; había creído reconocer al instante el lugar físico por el que estaba caminando. Cerró los ojos y se sentó en un escalón.

Fue consciente de que estaba usando todas sus energías en tratar de respirar, pero no lo fue de que le estaba resultando imposible recibir algún estímulo del exterior. No se enteró de que una vieja se paró a su lado y le preguntó varias veces si le pasaba algo, ni de que un perro, preocupado también, estuvo olisqueándolo y luego se tumbó junto a él durante más de media hora. No podía oír ningún sonido. Sudaba y jadeaba. Tiritaba. Se hizo un ovillo. Reaccionaba instintivamente a cada síntoma sin poder razonar ni tan siquiera pensar, pues su cerebro estaba tirando de todos los recursos para no colapsar allí mismo. Eso no era un ataque de pánico, era supervivencia en estado puro.

Necesitó horas para salir de aquel abismo, para ponerse de pie y empezar a caminar, pasito a pasito, con los ojos cerrados, tanteando la pared. Hasta que de nuevo sintió el calor del sol en el rostro y a sus oídos comenzó a llegar otra vez el bullicio del tráfico y la gente.

Apareció por la carpintería pasado el mediodía. El viejo carpintero estaba decidido a echarlo, a decirle que no se molestara en volver, hasta que se percató del lamentable estado que traía. Todavía sudaba, temblorosas las manos. Lo sentó en una silla.

—Niño, ¿qué te pasa?

—No voy a volver.

—¿Adónde?

—Al hospicio.

—¡Por qué?

—Porque no.

—¿Y dónde vas a dormir?

—Aquí.

—¡Eso no puede ser!

—En el suelo, en un rincón, con los gatos.

—¡Que no!

—Pues en la calle, me tiraré en la acera, pero yo no vuelvo.

Tan decidido lo vio, tan terco, que llamó por teléfono al hospicio para comunicarles que debido a un imprevisto, por causas ajenas a su voluntad, por lo menos esa noche, el niño no iría a dormir. Al otro lado del teléfono sonó la voz del anciano escoliótico que, lejos de preocuparse o poner trabas, se mostró encantado y lo animó incluso a proahijarlo5, a hacerse cargo de su tutela y manutención.

—¡Madre mía, madre mía! —exclamaba a voces tras colgar el teléfono, sin importarle que el niño lo escuchara—. ¡La que me ha caído encima con el niño este…! ¡La madre que lo parió!

Estuvo despotricando todo el día, dando golpes. S. K. tuvo que soportar las miradas acusadoras del resto de oficiales y aprendices, que lo culpaban de haber enfadado al jefe. Más aún cuando por la tarde trajeron del hospicio una maletita de cartón con un par de mudas, las únicas pertenencias que tenía S. K. en este mundo. Al anochecer le tiraron una colchoneta en un rincón del almacén, detrás de las caobas, y cerraron la carpintería.

Aquella misma noche se inició en la cabeza de S. K. un lento proceso de maduración mental. Hasta ese momento el futuro no había existido, mejor dicho, no había podido ser imaginado. Todo era presente, y apenas era vivido, solo unos cuantos acontecimientos, los más relevantes, eran archivados en algún lugar recóndito de la memoria. Unos archivos todos ellos con unas peculiaridades comunes. Eran recuerdos visuales, por supuesto, en blanco y negro. Algunos simplemente imágenes; otros, imágenes en movimiento. Todos breves, o muy breves. Inconexos, independientes unos de otros, como si ninguno de ellos fuese causa o consecuencia del resto. Inocentes, sin responsabilidad ni pecado, incapaces, por tanto, de provocar en él reacciones que fuesen más allá de la melancolía. Así había sido hasta entonces. Pero esa mañana, unos de esos recuerdos, el más trágico, había conseguido traspasar la frontera que separa lo real de lo etéreo. Porque había vuelto a estar allí, en el lugar mismo en que cayera su madre de bruces sobre la acera con el pelo chorreándole sobre la cara. Que casi le faltó oírla diciéndole de nuevo: «¿Has visto, mi rey…?¡Qué va a ser de ti ahora!».

En la compleja simplicidad de su mente, tumbado sobre la colchoneta, el pasado se concretó veloz y de manera imprevista. Todas las imágenes se encadenaron consecutivamente unas a otras, inextricables, y el tiempo se hizo mensurable. Recordó el día en que había llegado al hospicio, hacía cuatro años, y hasta ese momento no cayó en la cuenta de que se le habían pasado como en un soplo. Por tanto, los diez años caminando detrás de su madre dejaron de ser una eternidad, se redujeron hasta que apenas si doblaron dos veces y media su estancia en el hospicio. Esa lógica aritmética se materializó en su cabeza de manera casi instantánea, aunque le costó mucho más asumirla y acostumbrarse al nuevo escenario que se abría ante sus ojos. Después de catorce años, pasado y presente se unieron por fin en un amago de existencia al que solo le quedaba tender el puente que le permitiera anticipar el futuro. Esta última entelequia, ese acto que distingue al ser humano del resto de animales y que no es otra cosa que la capacidad de imaginarse lo que no existe, se le haría posible de la manera más insólita e insospechada, gracias a un aparato que en aquellos años era el único consuelo y compañía de millones de compatriotas suyos: la radio.

En la carpintería el trabajo era incesante, no paraban. Los oficiales casi no hablaban entre sí, y cuando lo hacían era para pedirse alguna herramienta y poco más. Quizá los lunes eran los días más dicharacheros, porque hablaban de fútbol. Con los aprendices ni siquiera eso, solo se dirigían a ellos para regañarles o directamente insultarles.

—¡A ver, tontopollah, ten cuidao! —Era lo más común—. ¡Qu’estáh apollardao!

El viejo carpintero llegaba por la mañana y encendía el aparato justo a tiempo para oír el parte. El locutor, con voz de ultratumba, los ponía al corriente de los últimos logros del Movimiento. Les informaba que debían de ser felices porque ahora tenían todos un objetivo común, por fin eran todos partícipes de aquello que habían dado en llamar Unidad de Destino en lo Universal, aunque la mayoría no tuviese ni puta idea de qué pollas significaba aquello. Terminaba el parte y se ponían a la tarea. La radio seguía encendida todo el día. A las doce paraban porque era la hora del Ángelus y era el momento en que el arcángel Gabriel tenía que anunciarle a María que Dios la había dejado preñada otra vez. ¡Pobre María!

Sin embargo, entre noticias y rezos, en la radio sonaba también la música que habría de endulzar el amargo destino que la historia les había deparado; la mejor música para la peor época. Oficiales y aprendices viajaban y soñaban llevados por las notas. Cortaban las maderas a este lado del Atlántico escuchando a doña Concha Piquer, Juanito Valderrama o Jorge Sepúlveda. Luego, emocionados, cruzaban el océano y las lijaban y barnizaban en compañía de Antonio Machín, Pérez Prado o todo el elenco de voces que hicieran famosa a la Sonora Matancera.