La melodía del abismo

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3. Layaba, junto al lago

Hacía dos días que había dejado Sklaciatos y atravesado la frontera. Atrás habían quedado los Siervos y las deidades de las florestas. Había cabalgado con calma, pero sin descanso, atravesando los verdes bosques de higueras y helechos que abundaban en aquella región, acompañada en todo momento por su alado guía. Se había desviado del camino real, pues los habitantes de Hai LiTai habían mencionado que se llegaba más rápido a Layaba por las antiguas sendas que bordeaban el Nithuyen por el sur.

Había pasado la noche anterior en una posada que se levantaba a orillas de aquel lago cercado por algarrobos, higueras, laureles y juncos. Por la noche había dado un paseo por la orilla del vibrante espejo y, en la distancia, había dejado que sus ojos volasen a través de las volutas de humo que abandonaban la ciudad: blancas plumas de contornos difusos sobre un lienzo negro. Su éter había rastreado el lago, surcándolo, impregnándose de su pura humedad, buceando en ella. A los psaiks no les gustaba el agua, les resultaba muy difícil hacer que su poder se moviera a través de ella y Alissa no era una excepción. Había dejado aquella poco fructífera tarea a medias para rasgar su lira y regalarles a las criaturas de piel brillante su versión de El primer vuelo de Ateros.

Ahora Isola avanzaba levantando polvo hacia la puerta oeste de la capital de Lithai Hoa, detrás del carromato de un comerciante de ánforas. Alissa vio un par de granjas por el camino, cercadas por campos de trigo de invierno, pero no eran lo suficientemente grandes como para alimentar a la población de más de diez mil habitantes de Layaba. Según le habían comentado unos viajeros aquella misma mañana, la ciudad tenía dos puertas: la de la Enredadera al oeste, más pequeña y menos transitada, y la de Rocavieja al sureste, por la que llegaban los viajeros del camino real a través de la zona más fértil de la provincia, allí donde se extendían la mayor parte de las tierras de cultivo y los olivares más famosos de Ilargia.

Algunas casas de nueva facción con una sola planta se apiñaban contra la muralla, entre ellas una pequeña, de piedra, justo al lado del camino. En la puerta, entre dos torres de vigilancia, había tres centinelas vestidos con armaduras de cuero, de hermosa hechura y tono apagado, que contaban con unas hombreras con forma de hoja acorazonada de las que caían láminas en cuatro capas hasta la cintura y se anudaban al torso por cuatro hebillas. Los vigías trataban de ocultar la clara piel de sus brazos bajo brazaletes enroscados que se anudaban debajo del pulgar. Sus escarcelas les abrazaban las piernas, continuando las formas vegetales del resto de la armadura, y remataban en punta cerca de las rodillas. Llevaban pantalones de un tono amarillo oscuro, el color de la bandera de los Dec, pero no vestían grebas de ningún tipo. Aquellos guerreros li-men-ti tampoco llevaban el casco, pero sí armas colgadas de un cinto que se perdía entre las grietas de sus rígidas vestiduras.

Apenas la miraron al pasar, pues estaban demasiado ocupados riendo de sus propias ocurrencias como para vigilar a los viandantes, que entraban a ritmo irregular en los penetrantes olores de Layaba. La ciudad vieja se abrió ante la psaik y su montura. Avanzó por una calle que tenía el tono de la parte más oriental del desierto, allí donde los volcanes viejos se descomponían y emponzoñaban la palidez de la arena pura con sus oscuros detritos. Las casas eran de ladrillos de adobe, altas, sombrías, y entre ellas discurrían caminos estrechos que huían del calor del sol, pero no conseguían escapar de los efluvios de la vida.

Se apeó de la yegua para maniobrar con mayor facilidad y tomó las riendas para guiar a su montura a través del camino más ancho que encontró. Se topó de frente con un callejón y viró a la izquierda para desembocar en una amplia plaza. A su espalda dejó una construcción grande y alargada con la bandera del duque sobre la puerta que debía ser el cuartel de la guardia y, de frente, al otro lado de la plaza, atisbó entre la gente cuatro torres picudas. No era la primera vez que veía un templo La-gi-hos, pues Nghya Ki, primera y última encarnación de la Justicia, era adorada por doquier. Aunque se suponía que era la región de los lagos en la que se encontraba la psaik la que la había visto nacer.

Se movió por entre aquellas personas de ojos rasgados y escasos ropajes hasta llegar a la estatua que presidía el centro: Kaek Puño Dorado Dec, padre de Viat Dec. El antiguo duque de Lithai Hoa ofrecía un abrazo desde su pedestal, con los brazos abiertos para recibir a la gente, embebiéndose del poderoso sol que lo alumbraba. Aquel hombre, junto con los otros nueve duques y sus ejércitos, había provocado la caída del rey Jinan Galmal, último soberano de Ire. Diez hombres y una hambruna habían arrancado la corona y la cabeza al rey y a toda su prole. Había leyendas, sobre todo entre los rebeldes de Valtian, acerca de la huida de dos nietos del rey. Muchos afirmaban que ahora se escondían en Oyomu, en una de las Olvidadas. Pero Alissa sabía que aquello no era verdad. La dinastía Galmal había seguido el camino del rey hacia el reino submarino de Wa y ahora degustaban sabrosos pescados en salones construidos entre costillares de bestias abisales.

A partir de la estatua, la plaza adquiría cierta pendiente hacia el norte, en dirección al distrito lacustre. Alissa localizó al sureste la loma sobre la que se asentaba la fortaleza del duque, una construcción amurallada de una sola torre, un edificio basto de planta cuadrada, de piedra en lugar de adobe. De los merlones colgaban cuatro grandes banderas de color amarillo con una pequeña barriga allí donde sobresalían los matacanes y, sobre estos, como hecho a propósito, sacaba pecho el puño dorado de los Dec.

Hacia allí se dirigió la bruja.

A pesar de que aquella zona de la ciudad se llamaba Colina Turbia, era la parte más rica de Layaba y las construcciones no estaban tan apiñadas, sino que se habían establecido ciertas nor-mas de cortesía al levantar unas y otras, con respeto, como dentro de una bandada de patos en plena migración. La concurrencia de gente era menor, pero aun así había un goteo constante de individuos que se movían por la calle que llevaba a la torre.

—… pero yo quise venir hoy —le decía una mujer a otra, mientras avanzaban, unos pasos por delante de la bruja—. Ya le dije, se lo dije dos veces, que en unos días saldría para la Extraviada, y yo quería… quería amarrarlo ya.

La Extraviada era como se conocía en el sur a la ciudad de Ireón, capital de Ire, en la provincia de Cahia. Con suerte, Ardah arreglaría las cosas para que Alissa pudiera visitarla en los próximos días.

—¿Se retrasa o no el nombramiento? —dijo la otra con aspereza.

—No, no. Al final no. Eso decía también mi marido, pero no. Al final no… —Y se quedó callada sin saber qué decir a continuación.

Alissa las adelantó tirando de su montura y el sonido de sus voces se fue perdiendo. Antes de entrar en la torre que había visto desde la plaza, se fijó en una figura que la observaba desde el tejado de las caballerizas con una mirada amplia y anaranjada. Su buen augurio, o su escolta, seguía acompañándola.

La torre solo era una parte de la residencia ducal y quizás la construcción más tosca. Frente a la chica se alzaba una casa nobiliaria más baja, de dos pisos, levantada en mármol azulado de Chytheron, con la entrada principal flanqueada por columnas acanaladas rematadas en capiteles de estilo dórico, una hechura heredada del imperio de Valakis cuya procedencia original no estaba del todo clara. A los pies de los pilares había dos guardias vestidos con aquellas armaduras de cuero de estilo vegetal y, frente a ellos, un grupo de lugareños congregados.

Alissa no tuvo que acercarse mucho para enterarse de que el duque ya no concedería más audiencias durante aquella jornada. Pensó en buscar un lugar para comer algo, limpiar el viaje de su cuerpo y descansar, pero un par de ojos seguían fijos en ella y le gritaban que estaba en el lugar correcto, que el momento era ese. Respiró profundamente y dejó que la quintaesencia abandonara su piel y rastreara el lugar. Palpó a tientas hasta encontrar otra entrada a la mansión, pero también estaba custodiada. Se dijo que aquellos guardas estarían más tranquilos que los de la puerta principal, menos acosados por los peticionarios, así que se apartó de la muchedumbre que seguía reunida delante de las pilastras y, dejando las caballerizas a la izquierda, arrastró a Isola.

—Señora —le dijo uno de los centinelas de la puerta lateral una vez se hubo acercado—, no puede estar aquí. El duque no permitirá más interrupciones durante el día de hoy.

—Honorable custodio, mi nombre es Alissa Triefar de Dosheim, maestra de Trescúpulas —comenzó. Notó como los dos hombres se tensaban al escuchar su ocupación. He venido a vuestra hermosa ciudad para ofrecer al excelentísimo señor Viat Dec mi ayuda con la criatura que, según cuentan, está causando cierto malestar entre las buenas gentes de esta tierra. Por supuesto, no quisiera molestar a vuestro señor con este asunto tan mundano, pero si alguno tuviese a bien informar de mi llegada a alguien de su confianza, quizás un consejero, yo quedaría enormemente agradecida.

Tras soltar aquella perorata, le dedicó a cada uno una cautivadora sonrisa que su rostro no estaba acostumbrado a erigir. El guardián más joven miró a su alto compañero y este le devolvió la mirada e hizo un imperceptible gesto en dirección a la puerta. El joven salió y, antes de que volviera, el guarda la miró de arriba abajo y carraspeó un par de veces, agitado. Alissa se dedicó a acariciar el morro de Isola, acostumbrada como estaba a la reacción de la gente ante una robamentes.

 

El centinela volvió con una dama joven y espigada de unas veinte primaveras, ojos rasgados li-men-ti y una melena caoba que le caía en bucles sobre los hombros. Llevaba un vestido negro de seda con bordados en cintura y mangas y el puño dorado bordado bajo un escote cuadrado que dejaba al descubierto una tersa piel de tono cremoso.

La noble le dedicó una mirada de sorpresa a la recién llegada

—Mi señora, Hai Dec, dama y señora del Nithuyen y primogénita del excelentísimo duque de Lithai Hoa —anunció el hombre que la había traído.

La bruja se acarició las mejillas deslizando las palmas hacia arriba, como si intentase recoger agua de lluvia, al tiempo que flexionaba ligeramente la espalda. A aquel gesto se le llamaba ofrecer. No era la primera vez que trataba con una noble del sur y conocía el protocolo. Sin embargo, la chica se lo saltó y le tomó las manos.

—Señora… —comenzó Alissa.

—Oh, es un placer para mí recibiros, maestra Triefar. Señor Thuot, buscad al palafrenero para que se haga cargo de esta magnífica montura. Y vos —la miró—, haced el favor de acompañarme. No me imaginaba —dijo tirando de ella— que el gremio mandaría a la mismísima maestra Triefar.

La arrastró, con una mano en su hombro a través de la cocina de la mansión y salieron a los jardines interiores, en los que correteaban un par de chiquillos y, algunas damas, sentadas en poyos de mármol, charlaban animadamente. La escena era idílica, pero la visión de aquellos infantes hizo que un dedo invisible se clavara en su garganta. Por suerte para ella no se detuvieron allí, sino que se movieron hacia la puerta más cercana a la torre.

—No se imagina lo mucho que agradecemos su llegada. Es una bendición de Nghya Ki, sin duda —decía mientras tiraba de ella—. He rezado muchísimo, y la justicia ha escuchado mis plegarias. Oh, qué gran honor contar con la inestimable ayuda de una aincara de su nivel.

La enorme puerta se abrió a un salón alargado dividido en dos alturas por un par de escalones. Del techo pendía una gran lámpara de hierro forjado de la que colgaban pequeños cristales que emitían un fulgor blancuzco y, al fondo, dos alargados pendones con el escudo de los Dec flotaban contra la pared, acariciándola. La estancia estaba sujeta por cuatro pares de columnas que se fundían con las paredes laterales, en cuyos capiteles habían esculpido ídolos rechonchos de color claro y gesto sereno. Esas figuras de piedra estaban decoradas con trazos oscuros, probablemente retazos de las sagradas escrituras de los lags, del Bor-i-lek.

«El señor es justo, como justa es su obra».

El duque, sentado a la mesa que ocupaba casi por entero la parte alta de la estancia, charlaba animadamente con una bella dama de tez de ébano opulentamente vestida que tenía un pequeño gato de piel de cristal en el regazo. Mientras la joven Dec se aproximaba a su invitada ambos rostros se fueron girando hacia ellas, dejando que las sinceras sonrisas que habían mostrado hasta hacía unos segundos se diluyeran en sus rostros.

—Padre, señora Sabiou —casi gritó la joven Dec—, es para mí un honor presentarles a la maestra de Trescúpulas, Alissa Triefar. Señorita Triefar, os presento a mi padre, el duque Viat Dec, y a la duquesa de Tholia, Miama Sabiou, que ha tenido el detalle de venir en nuestra ayuda.

Las dos recién llegadas se quedaron a unos pasos de la oscura mesa, viendo como los duques se levantaban. Alissa repitió el gesto que había hecho en la puerta y dijo:

—Excelentísimo señor Dec, siento irrumpir de este modo en su hogar. Gracias por abrirme las puertas de su casa y recibirme con tanta presteza. Excelentísima señora Sabiou, es un placer conocerla. Conocerlos a ambos —se corrigió al final.

Los dos hicieron un asentimiento, que se vio interrumpido por la nerviosa voz de la hija del duque:

—Ha venido para ayudarnos con la bestia del lago.

—Nos honra con su presencia, maestra Triefar —dijo el duque, ofreciendo una sonrisa más comedida que la de su hija.

—El placer es mío, querida —intervino la duquesa, sujetando al animal contra su pecho. Este, adormilado, bostezó sin ganas—. Desde luego. No todos los días tiene una el placer de conocer a una persona de su talento. —Y se giró hacia el duque—. Me alegro mucho de verte, mi compañero, pero el viaje ha sido largo y me gustaría descansar un poco.

—Por supuesto, Mia. Durante la cena podremos charlar de los viejos tiempos. —Y le tomó la mano para besársela.

—Mejor hablaremos de los nuevos. Son mucho más —miró a Alissa antes de proseguir— interesantes. —Se movió alrededor de la mesa sin soltar al animal y se acercó a las chicas antes de volver a hablar—. Un placer, señora. Espero que pueda unirse a nosotros durante la cena. Una aventurera como usted podría hacer las delicias de una vieja aburrida como yo.

—Será un placer, excelencia.

—Y podría también deleitarnos con una de sus canciones. Según dicen, es una de las mejores liristas del mundo. —Y le tocó un hombro con la mano.

—Oh, yo también lo había oído —intervino Hai sin poder reprimirse.

—Es una exageración, me temo, pero estaré encantada de tocar algo si me lo permiten.

La duquesa le dedicó una sonrisa como respuesta, hizo un gesto con la cabeza a Hai Dec y salió de la sala.

—Por favor, maestra Triefar —habló por fin el duque—, tomad asiento junto a mí. —Y señaló la silla que había ocupado la duquesa hasta hacía unos minutos.

La mentalista obedeció mientras la joven que la había acompañado hasta allí ocupaba una butaca al otro lado de la mesa.

—Habéis hecho un largo camino para acudir en nuestra ayuda, noble aincara —dijo una vez se hubieron acomodado los tres, empleando aquella palabra con la que los sureños solían referirse a los mentalistas.

—Lo cierto es que soy una persona muy viajera y siempre he querido visitar las tierras de Campohundido. Además, el señor Ardah es un gran amante del sur de Ilargia —dijo con cautela, consciente de haber omitido la palabra reino. Era peligroso emplear aquella palabra con un duque o alguno de sus leales—. Vivió aquí durante algunos años en su juventud. Cuando llegó a sus oídos que había una criatura asolando a los pueblos en las orillas del Nithuyen, no se lo pensó dos veces y me hizo acudir, excelencia.

—Me alegro, me alegro. La verdad es que esa criatura representa un problema enorme para la economía de la región —dijo haciendo que uno de los siervos que aguardaban de pie se acercara—. Supongo que el viaje habrá sido largo y agotador. ¿Puedo ofreceros algo de comer? ¿O una bebida quizás?

—Estoy bien. Muchas gracias, su excelencia —rechazó la oferta viendo como aquel li-men-ti con hoyuelos en las mejillas se alejaba haciendo una pequeña reverencia.

—Lo que tienes que entender —se metió de lleno en el asunto—, Alissa, es que el lago nos permite vivir aquí —dijo Hai Dec evitando cualquier formalismo mientras su padre despedía al siervo—. En Layaba tenemos muy poca lluvia, los vientos del oeste no consiguen abastecernos y los del este son demasiado calmados y se pierden en el laberinto de la Herradura, se secan tras ascender al Knasal. El agua, para nuestros animales, para los viñedos y arrozales, incluso para los olivos cuando hay sequía, toda la sacamos del Nit. Y ahora apenas…

—¿Cuándo apareció? —preguntó la bruja ante el silencio en el que se sumió la joven. Pero esta vez fue el duque quien, tomando el relevo de su hija, habló.

—No estamos del todo seguros. Hará cosa de unos cuatro meses desaparecieron varias reses que pastaban al norte, cerca del camino real. No le dimos mucha importancia. Los ladrones de ganado han atacado varias veces nuestras tierras en lo que va de año. Y las bestias Jain de las llanuras también suelen moverse bastante hacia el sur y acercarse a beber al lago. Pero lo raro en este caso es que la sangre, el rastro, llevaba al agua. Esto nos puso sobre aviso, pero el primer avistamiento de la bestia fue durante la preparación del Nithuaren, las fiestas del lago.

—El Nithuaren es la ofrenda anual al lago —aclaró la muchacha—. Se celebra un mercado junto al agua, al otro lado de la muralla. Y hacemos decenas de barquitos con las ramas que encontramos en la orilla y los… los dejamos ir, con pequeñas antorchas —dijo con una sonrisa, soñadora—. Verlo es precioso… Pero este año, cuando estábamos preparándolo, una enorme bestia…

No pudo seguir y miró a su padre.

—Un cocodrilo. Blanco. Tan alto como dos hombres. Surgió del agua y se llevó a una de las niñas Xuyen. Pobre familia. Primero unas fiebres acabaron con Mai, y ahora…

Durante el silencio que se extendió, Alissa examinó a aquel hombre que se sentaba frente a ella. Viat Dec tenía tanto en común con su padre como poco con su hija. Achaparrado, de mandíbula cuadrada y cabello abundante del color de las nubes de tormenta, parecía que la estatua de la plaza de Layaba había cobrado vida. Solo compartía con su hija los estrechos ojos limen-ti, que siempre parecían sospechar. Llevaba una camisa larga con el puño de los Dec bordado en el pecho, sobre el corazón, y allí donde terminaban las mangas se dejaban entrever algunas marcas de tinta. Alissa sabía que los seguidores de la primera y última encarnación de la justicia, los La-gi-hos, se tatuaban las enseñanzas de su libro sagrado, del Bor-i-lek. Aquello era más un estilo de vida que una religión y, si bien adoraban a un Dios como los Hijos o los Siervos, los La-gi-hos no creían en un más allá y trataban de ser la mejor versión de sí mismos sin esperar una recompensa. Por ello seguían a rajatabla una serie de preceptos como el ayuno durante uno de cada diez días, la contemplación y el estudio de la naturaleza. No podían beber alcohol ni comer carne de bestias salvajes y no se les permitía tener más de dos hijos. Su dogma establecía que el equilibrio era el fin mismo de la vida y que en él se encontraba la felicidad.

—¿Un cocodrilo? —dijo al fin.

—Sí, una de esas bestias que viven en la parte calmada del Bington, río abajo, cerca de Arniasus —prosiguió el duque—. A veces alguna remonta el cauce y… Pero no, no era uno de esos. No con ese tamaño. Ese mismo día movilizamos todas las barcas para buscarlo, pero no apareció.

—Padre —los interrumpió un joven que había llegado sin hacer mucho ruido—, necesito hablar con vos.

Era una versión masculina de su hermana, unos cinco años más joven. Llevaba unos ropajes similares a los de su padre, pero era más alto que él, y parecía nervioso.

—Mi hijo —lo presentó extendiendo la mano—, Yim. Hijo, esta es la maestra Triefar, que ha venido a ayudarnos con nuestro problema.

Después de las cortesías habituales, el joven volvió su atención al duque.

—Necesito hablar con usted. Se trata de un asunto urgente —le dijo con los brazos encogidos y apretándose las manos.

—Dame unos minutos y, cuando termine con Alissa, te mandaré llamar —soltó tajante, desviando su atención hacia la mentalista.

Después de despedirlo con la mano, el joven dudó y se marchó más nervioso de lo que había llegado.

—Mi hermano Yim es muy joven, y su templanza no ha madurado —dijo la chica con una ligera sonrisa—. Por favor padre, continúe.

—No conseguimos encontrarlo —prosiguió—, pero… —y soltó todo el aire de golpe— los que lo vieron lo describieron como un joven de piel oscura, un kuokere, que surgió del agua. No nadaba. Al parecer salió como si un pescador lo elevara muy despacio, con una cuerda, en medio del lago… Se convirtió en un calamar de Fern completamente negro que se tragó una barca con tres hombres.

Alissa vio que la joven la miraba con gravedad.

—Desde entonces ha habido nueve ataques más. Un alquimista traileño vino a socorrernos, pero no tuvo suerte —dijo la chica—. A veces aparece el joven kuo, pero nunca repite la bestia.

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