La melodía del abismo

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2. Conversaciones con Ardah, Señor de la Mente

No volvió a ver aquel ojo sobre las plumas durante el resto de la jornada. Prosiguió por el camino real, a lomos de Isola, rozando de vez en cuando las cicatrices que habían dejado las Lunas al colarse bajo su piel. Aún le escocían las seis incisiones. Y dolerían durante unas semanas. Lo sabía por experiencia. Al igual que en ocasiones anteriores, había notado como su poder se fortalecía, como aumentaba su éter, pero no se sintió de forma diferente. Aquel talento llevaba asociada una maldición, pero no se trataba de un fenómeno instantáneo. La magia del metal limaría sus sentimientos, su humanidad, como el agua abriendo un cauce, con estoicismo y una firmeza sutil. Casi con cariño.

Acarició el pelaje de Isola y sonrió con tristeza. El amor que sentía por aquel animal era algo que sí le gustaría conservar, aunque sabía que era imposible. No era la primera portadora de aquel embrujo, pero sí la que más cantidad que de él había bebido.

A unas tres leguas de Sklaciatos, cuando llegó a la bifurcación del sendero que llevaba a Kuli, se topó con un viejo refugio, levantado por los ciegos de Fos en uno de los bordes del camino. El culto Doishcalhara no se extendía tan al sur, se practicaba sobre todo al oeste de la región Akaria, pero no era infrecuente encontrar esos sencillos de refugios con la espiga, el símbolo del Dios de la luz, grabada en las vigas de madera. Al fin y al cabo, los nocturnos, al igual que los hosas sutsu, se pasaban la vida en el camino.

Alissa aminoró el paso y estiró su bruma personal para abrazar la escena desde una perspectiva más amplia. Un escalofrío de placer le recorrió la espinilla. Después del encuentro conTorlwan se sentía humillada. Había vomitado el contenido de su estómago, aquel desayuno caldoso y grasiento que le había proporcionado la posadera de Pothi, a los pies de aquella venerada ninfa, cuando el aliento había retornado a su pecho. Recibió el regalo temblando, sabiendo que con un solo pensamiento de la dama centauro su piel volaría libre y sus huesos se convertirían en arena pálida. Pero ahora, sintiendo como aquellos tres bandidos escondidos tras la parte trasera del albergue se agarraban con fuerza a sus armas, el placer amortiguado por las Lunas le inundó la sangre.

Comenzó a salivar.

Saboreó la venganza debajo de la lengua cuando uno de ellos, espada en mano, saltó desde el lateral derecho de la construcción y trató de derribarla de la yegua. En el momento en el que alzó sus pies del suelo, el éter de la joven ya lo tenía amarrado a una pulgada de la pulverulenta tierra, sujeto por millares de cuerdas invisibles que imposibilitan cualquier movimiento, congelado en un aire que había adquirido la consistencia del acero.

El hombre era de tez olivácea, con una pequeña joroba nasal, ojos negros de pestañas largas, y un cabello oscuro que le caía en bucles hasta las orejas. Se trataba de un enesos de pura raza, con unos rasgos que compartían la mayoría de los traileños. Alissa fue consciente en ese instante de que le faltaba muy poco camino para la frontera, y más pronto que tarde esos ojos grandes serían sustituidos por finas rendijas y modales ceremoniosos.

El siguiente individuo, con unas facciones similares a las del primer asaltante, pero con una menor estatura, como si alguien los hubiera copiado sin el material suficiente para terminar la réplica, surgió de la parte trasera del fasshar de los Doishcalhara e intentó arrojarle un hacha de mano, antes de que un brazo incorpóreo barriera la escena y golpeara al sujeto, lanzándolo a varios pasos, haciendo que el arma volara y aterrizara en el camino. El tercero fue más listo y se escabulló por entre los árboles, huyendo de la bruja. Pero Alissa tenía ganas de sangre: una rama surcó el aire girando sobre su propio eje y, con un silbido, se clavó en una de las piernas del corredor, haciendo que el sujeto en cuestión aullara de dolor antes de lanzarse de bruces y dejarse la piel contra la hojarasca.

Había terminado con dos sin mayor dificultad, pero aún le quedaba una víctima con la espada en alto, mirándola acongojado, atrapado en su telaraña mental. La mujer le pasó una mano por el cuello a su montura, que no parecía muy alterada bajo el influjo calmante de Alissa, e hizo que el hombre volador se acercase flotando suavemente. Alargó la mano y le tocó el rostro, sintiendo el pegajoso sudor contra los dedos antes de entrar en su cabeza. Buscando. Buscándolo a él. No era algo que hiciera a menudo, pues la gente solía percatarse cuando un mentalista se colaba en su cabeza y los dogmas del gremio eran muy estrictos a ese respecto. Pero en el caso de aquel asaltador de caminos no tuvo muchos reparos.

No encontró nada acerca de Galian, pero sí escuchó algo interesante acerca de la Unión Condal de Ire, del Decavirato. Algo ocurría con las relaciones entre los diez duques. Había tensiones entre las provincias. En aquella cabeza se hablaba de los herejes de Gnije y de grupos rebeldes que se empeñaban en que volviera la monarquía, de la unificación del continente bajo un mando único. Allí florecían, como zarzales, anhelos de cambio fraguados en tertulias de taberna. La inestabilidad política era algo común en toda Ilargia, sobre todo en la región Akaria, pero lo que veía en aquella cabeza le producía cierto desasosiego. Había algo más, una sombra que no conseguía discernir bien. Un hueco. Muy pocas clases de magia podían dejar un agujero como aquel.

Le dedicó una sonrisa antes de estrujarle la mano contra la empuñadura de su propia arma y romperle todos y cada uno de los huesos de la extremidad. El individuo, sumido en un parón mental, no pudo ni emitir el grito que se estrelló contra los límites de su garganta. Solo cuando el suelo recibió su beso fue capaz aquel sujeto de abrir la boca. Enroscado, lanzó un alarido vesánico que hizo que una bandada de lavanderas huyera hacia el este. Aquel intento de robo había hecho que Alissa, que ya cabalgaba en la misma dirección que las aves, sintiera como el calor volvía a su rostro.

Cuando llegó a Sklaciatos el búho ya estaba aguardándola, posado en el tejado de una de aquellas casas levantadas con ladrillos de adobe, que tanto se usaban en la provincia de Sopere. A pesar de que aquel pueblo todavía pertenecía a la región más húmeda, a Thas, la comarca que abarcaba gran parte del Bosque de los Suspiros, la sequedad de la Ilargia oriental, lejos de los vientos húmedos del Eón, ya se hacía más patente y los habitantes se atrevían a emplear aquellos materiales más sensibles al agua. Pero la madera de las vigas y de las puertas seguía siendo de haya, o de cedro, en las propiedades de los más pudientes.

La mujer le dedicó una rápida mirada de curiosidad al animal que la había llevado hasta Torlwan, pero este pareció ignorarla deliberadamente una vez más. Isola siguió la única senda que atravesaba el pueblo y pronto se encontraron en una suerte de plaza circundada de casas, donde un grupo de Siervos de laTierra predicaba sobre la pureza de los cuerpos que abandonaban la carne, la ostentación, y abrazaban el manto de la humildad. Había seis de ellos, cuatro ancianos y dos jóvenes adeptos, todos con el cuerpo recubierto por aquellos intrincados tatuajes, aquellas marcas que se conocían como runas de purificación o de exorcismo.

El sol estaba poniéndose y Alissa tenía que buscar una fonda, así que se acercó al grupo que había congregado alrededor del Raíz. Un grupo de niños y niñas que se había percatado de la presencia de la forastera se acercó a su caballo por ambos flancos. La mujer sintió una tristeza infinita superar los muros de la maldición viendo como aquellas manitas se alzaban para conseguir alguna limosna de la recién llegada. No era el hecho en sí el que provocaba en ella aquella reacción, sino aquellos rostros sonrientes, llenos de vida. Tuvo que apretar los dientes antes de descabalgar para evitar que el dolor rociase su rostro. Se pasó una manga de la camisa por la cara, justo donde tenía aquellos soles bordados con hilo negro, antes de repartir unos cuantos arctos entre los muchachos, que enseguida la dejaron proseguir su camino.

—… y así mantendréis la pureza de vuestra sangre. Limpia, inmaculada. Y cuando riegue la tierra de la que ha nacido, el Hiaru Ahua la aceptará sin dudar. ¡Volveréis al seno de la madre tierra, donde disfrutaréis del gozoso abrazo de vuestra hermana! Y seréis dichosos ante las puertas abiertas del templo de la noche eterna, pues en vosotros está su ser y a su ánima habéis de volver.

Alissa, a pesar de haber sido criada bajo las enseñanzas de Everión, había presenciado en demasiadas ocasiones aquellas fervorosas muestras de fe, por lo que no hizo mucho caso y se acercó a una mujer de mediana edad que tenía un cántaro apoyado en el suelo, entre las piernas. Esta le habló en una mezcla del cálido y embaucador acento traileño con las formas afectadas de los ireos y le señaló una de las construcciones que rodeaban la pequeña plaza.

El posadero del Hálito Blanco le ofreció alcoba, cuadra para Isola, cena y desayuno por ocho arctos de vellón, un precio bastante ajustado teniendo en cuenta que aquel poblado se encontraba en medio de una de las dos rutas de comercio por tierra más importantes de Ilargia. Cada uno de los caminos reales bordeaba una ribera del desierto: la Ruta de los Suspiros por el oeste, la que había recorrido Alissa en dirección sur, y la Ruta del Azogue por el este, cercada por el Horizonte de Fuego y el mar de laTranquilidad.

Decidió comer primero, ya se quitaría más tarde el polvo del camino. También debía contactar conTrescúpulas para informar, pues ya había pasado más de una semana desde su última conversación con sus compañeros del gremio y necesitaba relatarles lo ocurrido. Devoró con fruición una sopa de pollo con puerro, mojando un sabroso pan de maíz, y lo bajó con una jarra de cerveza de cebada tostada mezclada con miel. Una vez saciado su apetito, pidió un vaso de ron a la posadera y dejó que sus ojos vagaran por los presentes mientras se lo bebía a sorbos. Había algunos comerciantes li-men-ti discutiendo en dos mesas, un par de lugareños hablando cerca de la puerta, una joven dama kuokere de bellas facciones acompañada por un guerrero jicheon cuyos ojos se enlazaron a los de la bruja cuando esta lo escrutó, y un mercenario li-men-ti, probablemente un miembro de los Rebeldes deValtian, aunque jamás lo reconocería. Hacía ya cuarenta y nueve años desde la caída del viejo rey a manos de los duques y aquel hombre no tenía más de treinta años, por lo que pertenecía a aquella organización por un motivo diferente a la lealtad.

 

También había detrás de la barra, sentada sobre un arcón, balanceándose sobre un gran libro que se abría sobre sus piernas, una niña de unos cinco o seis años de pelo rizado. La joven acariciaba las páginas con sus deditos, como si sostuviera un pequeño animal y no un ajado volumen, mientras sus ojillos se deslizaban aquí y allá y su cabeza se movía ligeramente, asintiendo, como si de un erudito se tratase.

Alissa terminó lo que quedaba en el vaso de un trago y se puso en pie deprisa.

De camino a su estancia, portando un candil que le habían proporcionado, estiró el éter y no encontró nada raro. Ni siquiera fue capaz de dar con su alado amigo, aunque era bastante frecuente que desapareciera durante la noche. Tras atrancar la puerta, dejó la luz sobre la mesa y se fue directa a la jofaina para servirse un poco de agua en uno de los cuencos de barro. De su propia bolsa de viaje extrajo un pequeño frasco con aceite de romero y vertió un generoso chorro en el agua del recipiente antes de aspirar con fuerza. Cuando el líquido tocó la piel de su rostro fue consciente del corte que tenía en la mejilla. No era muy profundo y solo se lo había aclarado con un poco de agua después de volver con Isola, antes de olvidarse de él. Ahora tuvo que frotarlo con fuerza para deshacer la costra que se había formado encima. El contacto con el agua le produjo gran placer y cuando terminó con sus abluciones suspiró satisfecha. Más relajada, notaba como la tensión del día, acumulada en sus músculos, la hacía sentirse pesada, pero no podía irse a dormir aún.

Mientras hurgaba entre sus pertenencias, su mirada se detuvo un momento en la oscilación de la llama, que le recordó a la niña del posadero: adelante y atrás, meciendo el voluminoso tomo. A punto estuvo de extinguir la llama, pero se lo pensó mejor: encerró aquella burbuja, sacó de su bolsa un pequeño fragmento de tela impregnado en sangre de silarillo y lo prendió con la vela antes de apagarla y arrojar el conjuro al suelo. El avisador gemelo ardería enTrescúpulas con la misma intensidad, devorado también por aquellas llamas de fuego negro y el psaik que estuviera de guardia comenzaría una proyección astral a la que la joven podría enlazarse. A más de setenta leguas sería en enlace agotador para el individuo que estableciera el vínculo, pero era obligación de la bruja mantener informados de sus pasos a sus compañeros. Sobre la cama, después de quitarse la capa de viaje y las botas de cuero, cerró los ojos y, dejando a un lado su éter, contuvo la respiración y se dejó fluir en aquel mundo extraño y etéreo que lo inundaba todo. Que los conectaba a todos. No tardó en verse arrastrada, como un pez que había mordido un anzuelo, hacia el lugar al que consideraba su hogar.

Se sintió volar, y caer, descender por entre los bosques de pinos que coronaban las fauces del Abismo.

Al abrir los ojos se encontró a dos hombres frente a ella. El soñador, quien había establecido el vínculo, no se hallaba en la estancia, pero tendría que estar cerca, casi dormido, soportando la tensión del conjuro. Loan, que sonreía ligeramente y la observaba con el ojo de su mente, fue quien arrojó un poco de ceniza, dando forma a sus rasgos y evitando que los dos mentalistas del gremio tuvieran que hablarle al aire. Alissa casi pudo oler el dulce incienso que siempre impregnaba el aire de aquella estancia.

—Bienvenida —dijo sonriendo mientras aplaudía suavemente para limpiar los restos que cubrían su mano.

Aquel hombre era de su misma raza, un rasbach, pero la mezcla de sangre había teñido de bronce un cabello que, con aquellas facciones, debería haber sido rubio como el de Alissa. Se lo había cortado mucho desde la última vez que habían conversado y su nuevo aspecto le daba un aire más juvenil.

El otro individuo, Turaif Ardah, Señor de la Mente y Guardián de Trescúpulas, era un ghizlan en cuerpo y espíritu. Moreno, de ojos negros y penetrantes, siempre vestía con ropajes demasiado holgados de colores vivos y amplias mangas, con pulseras y abalorios colgados de muñecas, cuello y orejas. Se había dejado crecer la barba hasta el ombligo y la llevaba aceitada y trenzada, como dictaba su fe. A diferencia de Loan y Alissa, que habían sido criados bajo la sempiterna mirada de Everión, Ardah pertenecía a la cultura chamán de los ghizlan, que presentaba ciertos paralelismos con el culto de los Siervos, como el respeto a la naturaleza y a la magia arcana. Sin embargo, a diferencia de estos, los ghizlan no veneraban a ningún dios. Sus comunidades rendían culto al agua por encima de todo y por ella emprendían las cruzadas más terribles.

Ardah había llegado a los veinte años al palacio del gremio, al Abismo, huyendo de un aqzier que había prendido fuego a su pueblo, localizado en un oasis pequeño cerca de Shantiyah. Al parecer, una de las hermanas del mentalista había rechazado la propuesta de matrimonio de uno de los vástagos del cacique y este había incendiado todas y cada una de las casas del poblado. Los estudiantes de Trescúpulas conocían aquella historia en sus primeros años de formación y así había llegado a oídos de Alissa. Era como una especie de ritual que les ayudaba a entender la personalidad esquiva de aquel hombre, su frialdad, el profundo odio que sentía por su patria y su poca fe en la bondad intrínseca de su propia raza. Esto último estaba quizás determinado por su fe chamana: para los ghizlan el hombre era el escalón más bajo de la naturaleza, la perversión más absoluta de su espíritu. Había ciertos cultos de los Siervos y de veneración vernácula que compartían esa visión.

—Buenas noches —dijo Ardah acariciándose la oreja hacia delante. Con aquel gesto tan característico de los hombres del desierto lanzaba una cuestión: ¿me escuchas?

—Buenas noches —contestó ella—, me alegro de veros.

—Y nosotros a ti —respondió Loan por los dos, incapaz de contenerse.

Los ojos de la chica se fijaron en los del ghizlan. Muy en el fondo, Alissa culpaba a aquella falta de sensibilidad que mostraba Ardah de todos sus males. El gremio de mentalistas no es como el de los magos guerreros o el de los alquimistas. En Trescúpulas no vivían más de veinticinco personas entre maestros, alumnos y siervos. Y cuando ella había llegado eran aún menos. Nunca lo admitiría, pero en lo más profundo de su ser creía que si aquel hombre se hubiera mostrado algo menos reservado, más abierto, más paternal, ella jamás habría caído tan profundamente enamorada de su mentor. De aquel que siempre tenía una sonrisa o una palabra hermosa para ella.

—¿Hacia dónde la han guiado sus pasos, señorita Triefar? —le preguntó Ardah.

Y con aquella mirada completamente opaca, tampoco podía estar segura de que el ghizlan no la culpara a ella por lo que había ocurrido con Galian.

—Ahora mismo me encuentro en una fonda en Sklaciatos, en el borde oriental del bosque. En pocos días llegaré a Layaba, pero necesitaba hablar con vos sobre algunos asuntos —carraspeó antes de proseguir, aprovechando para poner en orden sus pensamientos—. El ave que lleva a mi lado desde Alqeed me ha… guiado hasta el corazón del bosque. Y allí he conseguido seis Lunas más —confesó.

—Sigue sin gustarme que ese ser te observe. No conocemos su intención —soltó Loan.

—A mí tampoco me hace demasiada gracia —le respondió directamente—, pero me mantengo alerta. Y… no sé —se calló su opinión—. Me guio hasta una criatura. Hasta Torlwan.

Loan abrió mucho los ojos. El rostro de Ardah también se transformó ligeramente. No lo había visto fruncir el entrecejo en muchas ocasiones, aunque fuera levemente.

—¿La ninfa centauro? —preguntó al fin.

Alissa asintió.

—Es un ser con… Su presencia es arrolladora. No había sentido nada así jamás —confesó.

—Un vernáculo. Un dios —dijo Loan con un hilillo de voz.

Con un giro de muñeca se abrió un abanico de silencio y se extendió entre los presentes la sensación de que había una espada pendiendo sobre sus cabezas, sujeta por una hebra arrancada de la crin de un caballo. No era una sensación que le resultara extraña a ninguno. Existía sobre Ilargia una suerte de maldición que azotaba el continente cada cierto tiempo en forma de behemoths. Aquellas bestias, adoradas al igual que los vernáculos, como dioses, por ciertos cultos menores, sentían la llamada del hambre después de hibernar durante años y se saciaban en Ilargia. Además, ellos eran psaiks, estaban ahechos a enfrentarse con criaturas de las que el resto del mundo solo sabía a través de las leyendas.

Después de unos segundos, la chica aprovechó la mudez de sus interlocutores para relatarles los pormenores del encuentro.

—Según la secta goresviana, el emisario blanco es Everión —concluyó Ardah—. Un shiro.

—Eso es una herejía sin sentido —intervino Loan, con un fervor religioso que había desarrollado en los últimos años.

Alissa también había oído hablar de la interpretación que los herejes goresvianos hacían de las sagradas escrituras, pero no se le había ocurrido que tuviera nada que ver con las palabras de la ninfa.

—Encaja —dijo al fin—. Pero no podemos concluir nada con la información de la que disponemos. ¿Qué me dices —se dirigió directamente hacia el ghizlan— del Lobo Astado?

Negó con la cabeza.

—No tengo ni idea.

—Bueno, creo que deberíamos ponerlo por escrito —concluyó Loan—. Yo mismo lo incluiré en nuestra biblioteca y tú puedes completarlo cuando vuelvas.

Ella asintió, preparada para continuar con su relato.

—Hay algo más. Poco después de nuestra última comunicación estuve en la ciudad de Kimnos. Como sabéis, está a unas seis leguas de la villa portuaria de Ephyroupac y tanto comercio como información fluyen bastante bien entre ambas urbes. Por la Ruta de la Sal se escuchan rumores acerca de una conjura. Los fanáticos de Gnije están preparándose para algo, puede que para derrocar el Decavirato —dijo antes de tomar aliento—. Y hoy he leído rumores similares en un salteador de caminos que intentó emboscarme. Hay gentes en el sur que pretenden iniciar un conflicto y extenderlo por toda Ilargia.

Loan tensó la mandíbula. Sabía que no debía preguntar, por respeto a Ardah y, sobre todo, para no ofenderla a ella, pero su rostro se había convertido en un rictus de desasosiego.

—A mí me han informado de algo similar desde Oclealion. Se dice que el Marionetista está detrás de esto —dejó caerArdah.

—¿El Señor del Horizonte?

Ahí estaba la sombra queAlissa no había sido capaz de percibir. Esa figura era como una palabra en la punta de la lengua. La mentalista siempre había considerado que esa facilidad para pasar desapercibido tenía que ser fruto de algún tipo de magia muy poderosa, como si el propio soberano del desierto se valiera de algún sortilegio que hiciera que todo el mundo se olvidara de él.

—Además —prosiguió Ardah—, Asvar Ontium, el propio rey, teme que se produzca una batalla entre los fieles a la vieja sangre y los ejércitos de los duques, una réplica de la guerra de los Infortunados —Pensó un par de segundos antes de alzar de nuevo la voz—. Dentro de unos días será la ceremonia de toma de posesión del nuevo duque de Thaubonia y Bayta Tray, la duquesa de Cahia, es amiga personal. Le escribiré para que te invite a la ceremonia.