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Escuela de Humorismo

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Cuando Dolores regresara, él, que estaría esperando… ¡zas!.. se rebanaría el cuello y se dejaría la cabeza colgando de un pedacillo de carne, para que no hubiera duda en la identificación.

¡Ya vería aquella mujer sin corazón quién era Juan Pacheco!

La impaciencia le tenía de tal modo inquieto, que, no bien hizo que comía, pues no era cosa de atracarse, según su costumbre, estando próximo á morir, cogió la navaja, se la metió en el bolsillo y… ¡hala para el barranco!.. que desde aquel día sería célebre. Cuando llegó, miró la hora en un abultado reloj de plata, que bien pudiera hacer el oficio de tartera quitándole la máquina, y vió que aun faltaban dos horas largas para que Dolores regresara, según la que tenía por costumbre. ¡Cuántas veces la había acompañado por aquel camino… cuántas!

Dióse Juan á meditar sobre todo lo ocurrido antes de la guerra, en la guerra y después de la guerra, sacando en consecuencia á qué extremos llegan los hombres por su mala cabeza; porque ahora que lo miraba fríamente, no dejaba de comprender que Dolores tenía razón… hasta cierto punto. Lo cierto es que cuando él vino de la guerra no hablaba de otra cosa más que de Doña Amparo, y, si es verdad que sólo la gratitud era la que movía su lengua, el caso es que él no se había ocupado de decirle á su novia ni una palabrica dulce; y esto, con las cartas tan llenas de cariño y de zozobra por el estado de su salud, que ella le había escrito, la verdad era que no estaba bien, y le parecía natural que Dolores se hubiera enfadado; que mujer era, y, al fin y al cabo, las mujeres no pueden comprender que un hombre piense en otra sin estar enamorado de ella. Pero también aquel engaño de citarle en la ventana, haciendo que él creyera que sería porque ella se estaba muriendo por decirle algo, y salir luego con aquella andanada, aquellos modales, aquel modo de cerrar la ventana dándole con ella en las narices y medio espachurrándole un dedo, que bien negra tuvo la uña días y más días… ¡tampoco aquello estaba bien! ¿Que había dado lugar á ello? Sí, señor; si no lo negaba; pero no estaba bien aquello, ¡congrio!, no estaba bien.

Cuanto más pensaba Juan, más lío se hacía con sus ideas, y á vuelta con ellas, siempre venía á parar al mismo punto: Dolores tenía razón.

«Pero si tenía razón, lo menos que podía, que debía hacer, antes de largarse el tajo, era decírselo y aun pedirle perdón. ¿Y quién era el guapo que lo hacía, si no había un Dios que se acercara á hablarla? ¡Ah! Si él hubiera podido hablarla, no hubieran llegado las cosas al extremo que habían llegado; que moza que á él le dejara hablar, era moza perdida, según las cosas que sabía decirle.»

La idea de hablarle antes de morir se aferró de tal modo á su pensamiento, que ya no pensó en otra cosa que en lograrlo. Cuando ya desesperaba de conseguirlo, se le ocurrió un modo que consideró como infalible: quitaría las tablas que servían de puente y, así, no pudiendo pasar, no tendría más remedio que detenerse y escucharle, bien que ello fuera desde la otra orilla. «¿Y si se volvía para atrás? ¡Congrio! ¡Si se volvía para atrás, de un salto se ponía al otro lado del barranco, la cogía de un brazo, y quieras que no, tendría que oirle!»

En esto estaba Juan, cuando, á lo lejos, vió avanzar una mujer por el camino vecinal: ella era sin duda alguna. Con gran entusiasmo puso Pelotón manos á la obra. Las tablas eran pesadas; pero fuerzas tenía él más que sobradas, y así, cuando Dolores, que ella era, llegó al barranco, se encontró con que no podía pasar.

Juan, haciéndose el desentendido, afilaba un palitroque con la navaja barbera, haciéndose la ilusión de que, de un momento á otro, iba á sentir á Dolores que le llamaba para que hiciera el favor de poner las tablas en su sitio.

Dolores, que desde el primer momento comprendió lo que Juan había hecho, y por qué lo había hecho, sintió una gran alegría y sonrió al pensar en el chasco que se iba á llevar el mozo, si estaba esperando á que ella le pidiera que franqueara el paso. Juan, más nervioso que una damisela, y mirando de reojo á Dolores, sacaba astillas y más astillas del palitroque, de modo que pronto acabara con él, y no acabara con los dedos por milagro.

Dolores, que se había sentado en un montoncillo de tierra, tarareaba, por lo bajo, una canción.

El mozo, que tomaba aquella actitud de Dolores por la más despreciativa que mujer alguna pudiera tomar para despreciar á un hombre, empezó á sudar y trasudar y á pensar que, en vista de que ella no decía nada, debía decirlo de él… pero que no se le ocurría nada.

«Y ¡qué guapa estaba la condenada! ¡También tendría que ver eso de matarse y que viniera otro con sus manos lavadas y se llevara aquel pedazo de gloria! ¡¡Recongrio!!»

Y tal era la cara que Juan ponía, que Dolores, que de hito en hito le miraba, sintió ganas de reir y tuvo lástima del pobre Juan.

No llevaba traza de terminar aquella situación, por cuanto Dolores no tenía intención de despegar los labios, y á él no se le ocurría por donde empezar. Tanto coraje le causó esto, que ello sirvió para desatarle la lengua.

– ¿Te vas á estar así hasta la noche? – dijo.

Volvió lentamente la cabeza Dolores, para mirarle, y contestó con la mayor gravedad:

– No sé que te pueda importar mucho el que me esté ó no me esté; pero, de todos modos, bien se comprende que aquí me tengo que estar hasta que venga alguien que vuelva las tablas á su sitio y se pueda pasar.

– ¿Y no estoy yo aquí para ponerlas? – replicó Juan con creciente coraje.

– Entonces, ¿para qué te has tomado el trabajo de quitarlas?

– ¿Y si no hubiera sido yo?

– No puede ser nadie más que tú, porque no hay otro en el pueblo que tenga más mala sangre.

– ¿Que yo tengo mala sangre? Ahora mismo vas á verlo – exclamó Juan, que, como se ve, perdía en seguida los estribos – . Yo he sido el que ha quitado las tablas, sí, señor, yo he sido; pero no te creas que las he quitado para detenerte y estarme recreando en mirarte, que moza con tan mal corazón como el que tú tienes, no es para que la mire nadie: las he quitao pa que no tengas más remedio que ver de lo que es capaz Juan Pacheco.

Levantóse Dolores, un tanto sobresaltada, al ver á Juan esgrimir la navaja, y acercóse al borde del barranco.

– Las he quitao, pa que veas cómo, por tu culpa, me rebano ahora mismo el pescuezo, y pa que veas, de paso, si es mala la sangre que tengo.

– Pero ¿para qué quieres matarte, pedazo de bárbaro? – replicó Dolores muy azorada, al ver la fiera actitud de Juan.

– ¡Pa no verte!

– ¿Pues tienes más que no mirarme?

– ¿No mirarte sabiendo que te puedo ver?

– ¿Qué falta te hago yo para nada, si para ti no hay más que una mujer en el mundo?

– Eso, eso que tú has dicho: una na más.

– ¡Tu Amparito!

– ¡No, congrio: mi Dolores! Y puesto que tú ya no me quieres, ahora vas á ver lo que hago.

Y al decir esto, con tanta furia se llevó la navaja al cuello, que Dolores, espantada, dió un grito horrible y se tapó la cara con las manos.

Al oir el grito dado por Dolores, suspendió Juan la operación del degüello; pero no tan pronto que el filo de la navaja no causara un pequeño corte en la piel. Breves momentos permanecieron en aquella actitud. Descubrió su cara temerosa Dolores, y, con enérgico acento, dijo:

– Tira eso, Juan; tira eso ahora mismo.

Lentamente bajó el brazo Juan.

– ¡Que tires eso, te digo! – volvió á repetir la moza.

Juan miró la navaja, miró después á Dolores, y sintiendo sobre sí el influjo del mirar de ella, arrojó violentamente la navaja al fondo del barranco. Cuando Dolores le vió tirarla, dejóse caer en el montoncillo de tierra y rompió á llorar con gran desconsuelo.

Ver Juan que Dolores lloraba y plantarse de un brinco á su lado, fué cosa de un segundo.

Sentóse Juan junto á Dolores, rodeó su cintura con un brazo, y, sacándola el pañuelo, que asomaba en uno de los bolsillos del delantalillo, por no estar muy seguro del suyo, quiso secar aquellas lágrimas que se vertían por su culpa.

– Quita de ahí, bruto; déjame en paz – decía Dolores con entrecortado acento, porque la acción de Juan habíala conmovido muy de veras.

– Dolores… Dolorcicas – decía éste, hecho pura jalea – ; no llores ó bajo por la navaja, que bien merecido me tengo, por bruto, quitarme de en medio; no llores, Dolorcicas, y, mírame ya una vez con aquel cariño con que me mirabas antes.

– Como te lo mereces tanto – contestaba la moza sorbiéndose las lágrimas.

– No me lo merezco, ni poco, ni mucho, ni na; pero tú eres muy buena para negarlo. Mira que tú no sabes lo que he penao por ti en este tiempo.

– ¿Por mí, ó por la otra?

– No me hables más de la otra, que ni tan siquiera por casualidad me acuerdo de ella.

– Mal hecho – respondió Dolores, ya más serena.

– ¡Congrio! ¿Y por qué?

– Porque no debe olvidarse nunca el bien que se nos hace. Yo ni la he olvidado, ni la olvidaré.

– ¿Tú?

– ¿Cómo olvidar el cariño con que te cuidó y te atendió en el hospital?

– ¡Miá que eres buena! Pero, entonces, dejando á un lao lo de mi cojera, que ya me barruntaba yo que era una añagaza del cochino de Meleno, ¿no hiciste lo que hiciste por celos?

– ¿Por celos? ¡En tan poco te crees que me tengo yo!

– Tienes razón: ella, en su esfera, es un ángel; tú, en la tuya, eres otro… y cada oveja con su pareja… y Dios con todos, Dolorcicas.

– ¿Sabes el placer más grande que yo tendría?

– Cuál.

– Conocer á esa señora. Te aseguro que, como cayera en mis manos, dos besos en los que se llevara toda mi alma no se los quitaba nadie.

– No se los quitaría nadie; pero yo te aseguro que los que yo te voy á dar, tampoco te los quita á ti ni el mismísimo Sursum corda.

 

Y Juan, abrazándose á Dolores, como náufrago que se ahoga, buscó su fresca boca con afán; huíale Dolores, entre risas sofocadas; lucharon algunos momentos y, al fin, sucumbió la muchacha, que vió ahogadas sus risas por una lluvia de besos.

Hay que hacer constar aquí, que aquella era la primera vez que Dolores consentía á Juan propasarse. Tanto le había visto sufrir al pobrecillo, que no pudo negarle aquella preciada recompensa. En aquel momento Dolores advirtió que en el cuello de Juan había sangre; sobresaltóse al pronto, pero en seguida se convenció de que no era más que un arañazo.

– Merecido tenías que te hubiera dejado matarte – dijo cariñosamente la moza.

– Esta será la señal de mi felicidad, Dolores de mi alma.

La noticia de la boda de Juan con Dolores corrió por el pueblo como un reguero de pólvora; aquélla se celebró á los dos meses de lo ocurrido junto al barranco. ¡Ah! el pueblo recobró la tranquilidad, porque el pan volvió á tener su peso, con gran contentamiento del Alcalde, que más de una vez vió peligrar la vara.

Y nosotros, seguros ya de la felicidad de nuestro buen amigo Juan, salimos de Cornejilla la Vieja para no volver más, con gran satisfacción nuestra; porque la verdad es que la mayoría de los pueblos de España convidan bien poco á visitarlos.

¡Yo me caso con ella!

Muchas lágrimas le había costado á la señora Rita su hijo Ramón; pero ya no lloraba, ya no reprendía… ya no aconsejaba siquiera… ¿Para qué?

Ni ella con su cariño de madre, ni Benito, hermano de Ramón, con sus reflexiones, habían conseguido traer á éste al buen camino. ¡Todo era inútil! Ramón seguía frecuentando la taberna y olvidando el trabajo.

– ¿Por qué no vas á la fábrica? – decíale Benito con tono bondadoso. – Mira que con mi jornal solamente no podemos atender á las necesidades de la casa.

– Yo no pido nada – respondía Ramón secamente.

– No pides nada, es verdad; pero no es la primera vez que he tenido que pagar deudas tuyas.

– Has hecho mal.

– Ya que madre y yo te seamos indiferentes, piensa, al menos, que estás comprometido con la Inés; que en el pueblo se murmura que no te portas con ella como un hombre de bien, y que es preciso que demuestres que lo eres.

– Los del pueblo podían ocuparse en sus asuntos y dejar á los demás en paz.

Y, por regla general, Ramón, dando media vuelta, se alejaba dejando á su hermano con la palabra en la boca.

Estaba visto que no podía hacer carrera de su hermano, y que ni él ni su madre podían contar con Ramón para nada.

Efectivamente: Ramón, dominado por sus ideas levantiscas y por su holgazanería, sobre todo, no estaba dispuesto á escuchar razones ni á seguir consejos.

¡Cuanto sufría el pobre Benito!, muchacho honrado, trabajador y formal como pocos; amante de su madre y de su casa, como nadie. Él no podría casarse nunca; él no podría decirle á Rosa, aquella muchacha fornida y fresca, de pelo negro, de dientes blancos, de pronunciado seno y recias caderas, que la quería con toda su alma. ¿Cómo iba él á crearse nuevas necesidades si apenas podía con las actuales? ¿Cómo iba él á exponerse á que ella no quisiera á su madre, á la buena señora Rita y…? A él sí que le quería, se lo decía con sus relucientes ojos siempre que se encontraban; pero dice el refrán que «el casado casa quiere», y… ¡No; él no abandonaría nunca á su madre!

Ramón era el azote de todas aquellas personas á las que, por ley natural, debía amar tanto.

Inútilmente la madre de Inés aconsejaba á ésta constantemente que dejara á Ramón.

– No puedo, madre, no puedo – respondía la muchacha invariablemente. – Yo sé que es malo, lo sé… pero no puedo dejarlo.

Bien sabía ella que iba á ser desgraciada, que lo era ya; pero el mal no tenía remedio.

– Si yo te quiero ahora más que á nada en el mundo – la dijo Ramón un día – , ¿qué será, Inés, si accedes á ser mía? Entonces yo seré como vosotros queréis que sea; trabajaré y ahorraré para casarme en seguida, porque no podré vivir sin tenerte á todas horas.

La pobre Inés, creyendo en la sinceridad de aquellas palabras, y pensando que su sacrificio sería base de la redención de su novio, fué débil y entrególe su honor inmaculado. Y es lo cierto que, desde entonces, la infeliz perdió todo el ascendiente que tenía sobre Ramón y que llegó á verse tratada brutalmente por aquel hombre.

No fué esto lo peor; lo peor fué que en el pueblo se empezó á murmurar, porque Ramón se fué de la lengua más de lo debido, y bien pronto comprendió la pobre muchacha que su falta era ya conocida de todos.

Inés sentía su alma hacerse pedazos al pensar en su madre. ¿Qué sucedería cuando llegara el momento inevitable en que ella se enterara… ¡Nada…! Si hubiese tenido padre, otra cosa hubiera sido; pero su madre… su madre no pudo hacer más que llorar, llorar como ella, sin tregua ni consuelo, sentirse morir de pena, y adorar á su hija tanto más cuanto más desgraciada la veía.

Hubo conferencias con Ramón; súplicas… ruegos… amenazas… ¡Todo fué inútil! ¡El se casaría cuando quisiera!

Se suspendieron las recriminaciones para ver si por el camino de la dulzura se conseguía algo de aquel hombre sin conciencia; pero nada se consiguió, y Ramón fué, más que nunca, el tirano de aquellos dos hogares, sumidos en la más negra desesperación, por su culpa.

Un día sucedió lo que tenía que suceder. El final de una partida de mus, fué el principio de una batalla campal. Insultos, imprecaciones… blasfemias… navajas, cuyas hojas brillan en el aire como relámpagos… y un cuerpo que cae desplomado al suelo…

Más de un mes había transcurrido desde el trágico fin de Ramón, y aun no habían cesado los comentarios que de él se hacían, sobre todo, en lo referente á la pobre Inés.

Por dondequiera que iba el bueno de Benito, siempre llegaban á sus oídos rumores de conversaciones, en las que su hermano no salía muy bien librado.

Aquella situación se iba haciendo intolerable; la falta cometida por su hermano la sentía Benito pesar sobre su conciencia, como si fuera él quien la hubiera cometido.

Pasábase las noches de claro en claro luchando con sus ideas; sostenía vivos altercados con su conciencia, que, en verdad, nada le reprochaba; discutía acaloradamente con su madre y sostenía larguísimas conversaciones con Rosa, exponiéndola razones irrefutables para convencerla de que debía perdonarle la traición que bullía en su cerebro, puesto que era en beneficio del descanso de Ramón y de la paz y el sosiego de la pobre Inés. Y tanto y tanto bregó con la una, y tan elocuente se mostró con la otra, que al fin, aunque lo cierto es que nunca habló con ellas, sino consigo mismo, logró convencerlas, y Benito pudo poner en práctica el proyecto que hacía días le tenía en aquel estado tan lamentable.

Una tarde, pálido y tembloroso, poseído de una grande emoción, tanto por el acto que iba á realizar como por la incertidumbre del acogimiento que pudiera tener, se presentó en el ancho portalón de la casa de Inés. La imagen de Rosa se le presentó allí nuevamente más hermosa que nunca; pero Benito dióla las últimas y más poderosas razones que podían servirle de justificante para su conducta, y aquélla, anegada en llanto, desapareció para siempre.

Las dos mujeres, sentadas una enfrente de otra, cosían cuando Benito hizo su aparición. Al verle la señora Juana, madre de Inés, exclamó con enojo:

– ¡Tú aquí!

– Yo, señora Juana, yo mismo – respondió todo azorado Benito.

– Creí que no nos volveríamos á ver más.

– ¡Señora Juana!..

– Madre – interrumpió Inés – , Benito es bueno… ¿Por qué le habla usted así al pobre?.. ¡Qué culpa tiene él!..

– Si él hubiera influído lo necesario con su hermano…

– ¡No diga usted eso, por lo que más quiera, señora Juana! – exclamó Benito con fogosidad en él no acostumbrada.

– ¡Madre!..

– Puede que me equivoque, tal vez…; pero vete, Benito, vete. ¿Cómo quieres que te vea con calma viendo á mi hija? ¿Cómo quieres que hable, qué quieres que diga si me recuerdas al autor de nuestra desgracia?

Inés, levantándose con presteza, fuése hacia su madre, besándola y acariciándola con ternura.

– ¿Qué será de mi pobre hija – continuó la señora Juana entre sollozos – ; quién la amparará cuando yo falte, cuando quede sola en el mundo?.. ¡Mi pobre hija no tendrá quien vele por ella; porque ¿quién ha de casarse ya?..

Benito, que estaba escuchando con la cabeza baja y dándole más vueltas á su gorra que rueda de molino, exclamó al oir á la madre de Inés:

– ¡Yo!

Al escuchar aquella contestación, quedaron ambas mujeres mudas y perplejas.

– ¿Tú? – dijo al fin la señora Juana.

– Yo, sí; yo me caso con ella.

Miraba Inés á Benito, sin acertar á comprender sus palabras; sin duda había oído mal.

Benito, no queriendo dar lugar á que el habla se le cortase, continuó diciendo:

– A tratar de eso vengo con usted y con ella. Es preciso que Inés recupere su honra, y es preciso que la gente deje ya tranquilo á mi hermano en su sepultura. Si Inés quiere, será mi esposa; es el único medio que he encontrado para reparar el mal que mi hermano le causó.

Inés miró con asombro á Benito durante algunos instantes.

– ¿Tú serás el padre del hijo de tu hermano? – preguntó después, poniéndose más pálida que la cera.

– Yo, Inés; yo seré el padre de esa criatura que ha de venir al mundo; yo seré tu marido y haré cuanto esté en mano para que seas feliz… si tú me aceptas.

Inés se acercó lentamente á Benito, y cogiéndole una de sus manos, estampó en ella un beso, murmurando con los ojos arrasados en lágrimas:

– ¡Gracias, Benito!

Y después, echando los brazos al cuello de su madre, la estrechó amorosamente contra su pecho.

Benito, con la cabeza inclinada sobre el pecho, sintió que una mano misteriosa arrancaba de su corazón la imagen de Rosa, de aquella muchacha fornida y fresca, de pelo negro, de dientes blancos, de pronunciado seno y recias caderas, á la que nunca se había atrevido á decir: ¡Te quiero con toda mi alma!..

Ellas son más tercas

I

– ¡Cómete este caramelo, Andrés! – dijo Lucía á su novio alargándole uno.

– Ya sabes que no me gustan – replicó éste.

– ¡Que te lo comas!

– ¡Que no me lo como!

– ¡Pues no me vuelvas á dirigir la palabra!

– ¡No te la dirigiré!

– ¡Hemos terminado!

– ¡Hemos concluído!

Lucía y Andrés continuaron el paseo muy serios y sin volver á cruzar la palabra.

Detrás de los novios, á cierta distancia, iban las respectivas mamás, hablando de lo mal que está el servicio; en último término, los papás discutían acerca de lo mal que está esto.

Ambas familias tenían estrecha amistad, desde muchos años atrás, y puede decirse que Lucía y Andrés eran novios desde que tuvieron edad para pensar en ello.

Engolfados en la conversación los progenitores, no se enteraron de lo ocurrido á la enamorada pareja, hasta que, terminado el paseo y llegado el momento de despedirse, observaron la frialdad con que los muchachos lo hacían.

– ¡Ay… qué chicos estos! – dijeron las mamás besuqueándose en ambos carrillos.

– ¡Qué poca formalidad tenéis! – agregaron los papás sentenciosamente.

Cualquiera hubiera supuesto que la riña no pasaría adelante, y que ello terminaría en dulces y sabrosas paces; pero no fué así: el pícaro amor propio, la terquedad de los muchachos convirtió en montaña inaccesible lo que sólo era grano de arena.

Andrés dejó de ir á ver á Lucía; ésta, muchas veces cogió la pluma para escribir á su novio diciéndole: «Perdóname y ven». Pero otras tantas la volvió á dejar, pensando que tanta razón había para que ella le pidiera perdón á él, como él á ella: tan terco había sido el uno como el otro.

Y de este modo iban dejando pasar el tiempo, y dando lugar á que la situación se hiciera por momentos más tirante.

Andrés dábase á todos los diablos y muchas veces llegó hasta muy cerca de la casa de Lucía; pero otras tantas retrocedió, pensando que ella no debía quererle mucho, por cuanto no intentaba hacer las paces por medio de una cartita. ¿Qué culpa tenía él de que no le gustaran los caramelos?

Viendo que la cosa no se arreglaba, mediaron las mamás, y llegaron á tomar cartas en el asunto los papás. ¡Era una verdadera tontería que unos chicos que tanto se querían y que tan felices estaban llamados á ser, rompieran las relaciones por un caramelo: ¡esto era ridículo! Pero ningún resultado satisfactorio obtuvieron los mediadores; y no solamente no consiguieron nada, sino que la discordia acabó por extenderse á ellos mismos.

 

El padre de Andrés dijo que él no volvía á decir una palabra más sobre el asunto; que hicieran lo que quisieran.

– «Esa niña – decía – está demasiado consentida y mal educada; es demasiado terca, y una mujer terca no puede hacer feliz á su marido… ¡Vaya con la muñeca!»

La madre de Lucía concluyó por asegurar que Andrés tenía demasiados humos, y que ella no se rebajaba más.

– Se habrá figurado – decía á cuantos la querían oir – que no hay más hombre que él en el mundo y que Lucía se va á quedar para vestir imágenes. Total, porque tiene ocho mil reales de sueldo en el Banco de España, ya se cree que es el rey del petróleo. Pues que se quede en su casa, que mi hija se está tan ricamente en la suya; y que tenga cuidado, que puede que vaya á caer con alguna que en vez de caramelos le haga comer morcilla… ¡El demonio del niñito…! ¡Pues no faltaba más!

Y las relaciones entre los padres fueron suspendiéndose poco á poco, hasta romperse del todo.

Pero si los padres se conformaron con esto, los hijos, no. Lucía necesitaba darle en la cabeza á su ex novio, para ver si se le ablandaba, y, para ello, aceptó las relaciones de un comerciante, conocido de casa, que, si bien era cierto que tenía muchos años, también lo era que tenía mucho dinero.

No faltaría algún alma caritativa que se lo contara á Andrés, y seguramente que las condiciones del nuevo novio le harían rabiar más.

Así sucedió. En cuanto Andrés supo que Lucía tenía novio… ¡y qué novio…!, se declaró á una muchacha que vivía en el principal de su misma casa, para darle en las narices á su ex novia.

A los seis meses de esto, y al levantarse una mañana Andrés, para ir á la oficina, la criada le entregó un paquetito que, momentos antes, habían llevado para él. Desenvolvióle, con no poca curiosidad, y, cuál no sería su sorpresa al encontrarse con una cajita de caramelos y una cartulina plegada en tres dobleces, en la que Lucía y su esposo le participaban el efectuado enlace.

Averiguar á dónde fueron á parar los caramelos al salir por la ventana del cuarto de Andrés, es cosa bien difícil.

A los tres meses, Andrés contraía matrimonio.

II

Dos años pasaron. Andrés fué ascendido y trasladado á la ventanilla de «Caja», en el departamento de «Cuentas corrientes».

Cuatro ó cinco días llevaría desempeñando su nuevo cargo, cuando una mañana quedóse como petrificado al ver aparecer á Lucía ante la ventanilla. Mirábala Andrés, sin hacer el menor ademán para coger el talón que aquélla le alargaba y que debía hacer efectivo.

Al fin, Lucía, hubo de exclamar:

– ¿Le ha dado á usted un aire?

Andrés, al oir que Lucía le trataba de usted, pareció volver á la realidad.

– Me ha dado una alegría muy grande al verla.

– ¿Sí? ¡Menos mal! De todos modos, no sé á qué santo se alegra usted de verme.

– Porque siempre alegra ver una cara bonita.

– Le advierto que yo he venido á cobrar y no á que me echen flores – dijo Lucía agitando el triangulito de papel con la mano.

– ¿Continúa usted con tan mal genio como antes?

– ¡Continúo con el que tengo desde que nací!

– ¡Por muchos años!

– ¡Y usted que lo vea!

– ¡Gracias!

– ¡No hay de qué!

– Lo que parece mentira, es que su marido la deje sola siendo tan bonita.

– Mi marido hace lo que le parece… y vuelvo á repetirle que se deje de floreos… y que los guarde para su señora.

– ¡Soy viudo, hace un año!

– ¿Ha enviudado usted?

– ¡Acabo de decirlo!

– Lo creo: su pobre señora se moriría como único recurso, para no sufrir á su marido.

– Mi señora murió al darme un hijo.

– ¿Tiene usted un hijo?

– Sí.

– ¡Pobre angelito, más le valía haberse ido con su madre!

– ¡Me está usted ofendiendo!

– ¡Le hago justicia!

– Y usted… ¿no tiene familia? – preguntó Andrés con cierto retintín.

– Sí, señor – replicó Lucía, poniéndose encendida – : tengo padre, madre, esposo, tíos, primos… y demás parientes.

– Parece usted una esquela de defunción.

– Para usted… ¡como si fuera el cadáver!

– Quiero decir que si no tiene usted hijos.

– ¡Ah! No, señor.

– No me extraña; su marido debe estar para sopitas y buen vino.

Lucía, que comprendió que cada vez perdía más terreno, replicó con cierta acritud:

– Mi marido estará para lo que sea; pero yo no estoy para darle á usted conversación; conque págueme y ponga punto final.

– ¿No sería mejor ponerlos suspensivos?

– No, señor: final… final; porque ya me guardaré yo muy bien de volver á cobrar nada.

Andrés, algo cortado por el tono seco empleado por Lucía en sus últimas palabras, empezó á contar billetes.

Cogió Lucía el dinero que Andrés le alargaba, y con un «buenos días» muy desabrido, se alejó de la ventanilla, dejando á su antiguo novio triste y pensativo.

Lucía, en efecto, no volvió más, defraudando las esperanzas de Andrés; un dependiente fué el que, en lo sucesivo, se presentó á cobrar.

III

Cierta tarde que Andrés iba de paseo por la calle de Alcalá, llevando de la mano á su hijo Abelardito, que á la sazón contaba tres años, al pasar por frente á San José, quedóse de pronto sin saber qué partido tomar: Lucía y su madre avanzaban en dirección suya, y se hallaban á muy poca distancia; ambas vestían de luto.

Lucía, al ver á Andrés sonrió, y, tanto ella como su madre, siguieron andando hasta llegar á él.

Saludólas Andrés con gran azoramiento.

Lucía, sin dejar de sonreir ni de mirarle, dijo:

– Tienes un hijo bastante más guapo que tú.

Púsose Andrés sumamente colorado, y quiso responder algo; pero no acertó á decir palabra.

Lucía, cogiendo al niño en brazos, besóle con apasionamiento.

– Rico, monín… ¿Cómo te llamas?.. Tu papá es muy feo, ¿verdad?

Y al decir esto, juntaba su cara con la del nene y, siempre sonriente, miraba al padre.

Por fin, quiso Dios que Andrés recobrara el habla, y hubo preguntas y explicaciones por ambas partes. Lucía había enviudado hacía poco más de un año.

Como la conversación no llevara trazas de terminar, Doña Luisa propuso que Andrés las acompañara hasta su casa. Lucía, cuando llegaron, insistió en que subieran, para darle unas galletas al bebé… ¡Era tan monín, tan salado… y tan chiquitín!..

Doña Luisa, la madre de Lucía, se llevó al niño al comedor, y ésta y Andrés quedaron solos en la sala. Andrés miraba á Lucía sin decir palabra.

– ¿Te has quedado mudo? – preguntó ella.

– Me he quedado asombrado al ver lo bonita que estás; eres una viudita lindísima.

Lucía se puso colorada.

– ¿Me quieres todavía un poquitillo, Lucía?

– ¿Y tú á mí?

– ¡Con toda mi alma; más que antes! Si tú quisieras, aun podríamos remediar pasados errores… ¿Quieres ser mi mujer?

Lucía, cada vez más colorada, y con voz algo velada por la emoción, respondió:

– Eso depende de ti.

– ¿De mí?

– Sí.

– Pero tú, ¿me quieres?

– No he dejado de quererte nunca.

– No obstante, aquella mañanita del Banco…

– Aquella mañanita… yo era casada.

– Es verdad. Pero, entonces, no comprendo…

– Espera un momento.

Lucía, al decir esto, se levantó y dirigióse precipitadamente hacia un gabinete contiguo.

Hacíase Andrés inútilmente reflexiones acerca de cuál podía ser la causa que hiciera depender el matrimonio de él, cuando Lucía reapareció en la sala, ocultando en sus manos un pequeñísimo objeto.

Avanzó resueltamente hacia Andrés, y, tomando asiento frente á él, dijo así:

– ¿Dices que si quiero ser tu mujer?

– ¡Sí! – respondió el aludido, sin comprender en qué iba á parar aquello.

– Pues cómete esto – y Lucía puso ante los ojos de Andrés el pequeño objeto que ocultaba.

– ¡¡Un caramelo!! – exclamó Andrés.

– Un caramelo, no; es el mismo caramelo de aquel día – dijo Lucía, haciendo un delicioso mohín.

Andrés vaciló un momento, miró á Lucía, miró al caramelo… y, por último, tomó éste, que se hallaba en un estado lastimoso, de manos de Lucía; le quitó el papel, como Dios le dió á entender, y echándoselo á la boca, lo mascó con fuerza y se tragó los pedazos.

– ¿Estás ya satisfecha?

– ¡Sí! Ahora te pido que perdones mi terquedad; era una cuestión de amor propio. Desde hoy mi voluntad será la tuya, Andrés – dijo Lucía, levantándose y bajando la vista al suelo.

Andrés, levantándose también, se acercó á Lucía, á la ex novia que recobraba, y estrechóla amorosamente contra su pecho, á tiempo que Doña Luisa, con Abelardín, aparecía en la puerta de la sala.