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Escuela de Humorismo

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Juan Pacheco

I

La operación fué laboriosa; pero al fin se consiguió extraer la bala, que había penetrado en la parte superior del muslo derecho del soldado Juan Pacheco, más conocido por el sobrenombre de Pelotón desde que, por su larga permanencia en el de los torpes, había llegado éste á estar constituído por él solamente.

Con sumo cuidado se le condujo desde la sala de operaciones del hospital militar en que se hallaba, á una de las camas preparadas para recibir á los heridos de la acción librada pocas horas antes.

Cuando los efectos del cloroformo se extinguieron, Pelotón, á causa de los violentos dolores que sentía en la herida, pues la bala había interesado el hueso, empezó á quejarse con toda la fuerza de sus pulmones, que era mucha, pues los tenía capaces de dar cabida á un ciclón.

Al oir los quejidos del herido, una hermana que á prevención había quedado junto al lecho, trató de consolarle amorosamente:

– Tenga paciencia, hermano, que otros han sufrido mucho más… ¿Qué sabe usted lo que son dolores fuertes? – decíale como supremo argumento.

Suspendió Pelotón unos segundos sus lastimeros lamentos para mirar con ojos extraviados á la hermana, como dando á entender que no le parecía una razón muy convincente el que otros hubieran sufrido más, para que él no estuviera viendo las estrellas.

La fuerza del dolor y el estado de debilidad en que el herido se encontraba, pronto le dejaron sumido en un estado grande de postración.

Cuando Pelotón abrió los ojos nuevamente, el primer quejido de la serie que se disponía á lanzar, quedó contenido en sus labios por la sorpresa que experimentó.

Entre las muchas señoras que caritativa y generosamente desempeñaban el cargo de enfermeras en aquel hospital, había una, llamada Doña Amparo, que atraía la atención de cuantos la veían, por su radiante hermosura. Se podía apostar, sin miedo á perder, que no tenía más de veinticinco años. Morena, de ojos grandes y negros, como su pelo, que cubría, en parte, con una cofia blanca como la nieve. Su semblante, algo aniñado, tenía una expresión dulce y bondadosa, la sonrisa, un poco tristona, jugueteaba continuamente en sus finos y rojos labios. Si hubiera sido más alta, habría parecido delgada; pero, dada su mediana estatura, sus carnes estaban en lo justo para que las formas guardaran un admirable concierto. Era el tono de su voz tan suave y persuasivo, que, cuando suplicaba algo, era una orden para el que la oía. El aroma de todas las flores de la tierra parecía encerrado en aquella mujer, y no había allí herido alguno que no sintiera aliviarse sus sufrimientos cuando ella se acercaba: tal era la mujer que Pelotón vió ante sí.

Doña Amparito, como la llamaban más comúnmente, enfriaba con la cuchara el caldo de una taza que tenía en la mano.

– ¿Se siente usted más aliviado? – preguntó á Pelotón.

Este, sintiendo que la lengua se le volvía un estropajo, contestó con un movimiento afirmativo de cabeza.

– Pues á tomar ahora este caldito y á seguir descansando… ¿verdad?

Y decía aquello de una manera, con un tonillo, que no había más remedio que tomarse el caldo sin replicar.

Desde aquel momento, Doña Amparito vino á ser una obsesión para el pobre soldado, y éste á convertirse en el punto negro de las hermanas de la Caridad y de las demás enfermeras; todas temblaban cuando tenían que acercarse á la cama de Pelotón para algo.

El herido oponía una resistencia heroica á tomar nada que no viniera de manos de la bella enfermera. ¿Qué culpa tenía él de que los alimentos le nutrieran más… de que las medicinas le produjesen mejor efecto cuando ella se las daba que cuando se las daban las otras?

Y no es que las demás señoras, como las hermanas, no fueran cariñosas con él… ¡qué disparate!..; es que aquélla… aquélla tenía un modo de hacer las cosas que… ¡vamos!.. él no se lo sabía explicar, pero cuando ella se acercaba, con ella venía la salud, la vida, la alegría… ¡Si daba gusto sufrir para que ella consolara con sus palabras llenas de amor y de ternura! ¿Es que tenía él la culpa de tener fe en que con sus cuidados se había de poner bueno? ¿Que las hermanas se enfadaban? ¿Que los médicos le reñían? ¿Que ella misma le había reprendido alguna vez por su terquedad? Ella, hasta regañando, daba gusto oirla, y en cuanto á los demás… ¡los demás, que le presentaran el artículo de las Ordenanzas en que se prohibía tener fe en una persona! ¡Porque fe y nada más era lo que él sentía por aquella señora tan guapa! Y decían que era viuda de un capitán, muerto en la campaña aquella, y que por honrar la memoria de su esposo se había consagrado á cuidar á los heridos mientras durara la guerra.

– ¡Viuda! – decíase Pelotón. – ¡Qué cochino enemigo habrá sido el que ha matado al marido! ¡Pobrecita!

Llegó para Pelotón el terrible momento: había quedado cojo; pero estaba curado, dado de alta, con la licencia absoluta en el canuto y con una cruz en el pecho.

Mohino y cabizbajo salió Juan del hospital. No sabía lo que le pasaba; iba triste, y no sabía por qué. Al abandonar el hospital le parecía abandonar el lugar de toda alegría y de toda felicidad que pudiera haber en la tierra. De todos se había despedido, y aunque aún le sonaba en los oídos el tono socarrón con que el médico le había dicho: «Cuídate, Pelotón, que aunque estás curado… no estás bueno», lo que aún le parecía estar oyendo eran las palabras de ella: – «Ya ha cumplido usted con la patria; ahora á cumplir con los padres… y con la novia, porque usted tendrá novia.» – ¡Congrio, si tenía novia!.. ¡La moza más garrida y más guapa de Cornejilla la Vieja!.. Y por cierto, que Dolores, que así se llamaba, no debía estar muy satisfecha del novio, porque, á decir verdad, las cartas que la había escrito desde el hospital habían sido bien cortas… y bien lacónicas.

II

Describir, ¡qué digo describir!, dar idea, siquiera aproximada, del entusiasmo con que fué recibido Pelotón en Cornejilla la Vieja, sería tarea punto menos que imposible. Chillando los chicos delante, gritando los hombres detrás, y saludando con los pañuelos, desde puertas y ventanas, las mujeres, fué llevado en hombros hasta el Ayuntamiento, donde fué agasajado y festejado por demás.

Allí, en el salón de sesiones, en medio de un griterío ensordecedor, el Alcalde propuso que se diera á la plaza del pueblo el nombre de Juan Pacheco; un concejal dijo que era mucho mejor asignarle una pensión; otro, que hacer las dos cosas; por último, se acordó dejar el asunto para la primera sesión.

En todo aquel día pudo Juan disponer cinco minutos de su persona; todos le asediaban con preguntas y más preguntas, y más de cien veces tuvo que repetir cómo había recibido la herida.

¿Y por la noche en casa de Dolores? Si apenas pudo preguntarla:

– ¡Hola!.. ¿Cómo estás, chica?

Nada; á contar de nuevo la acción, y á decir cómo había luchado contra dos… y cómo á los dos los había hecho polvo; cosa que no le parecía de mayor cuantía, porque es lo que decía él:

– El que uno sea torpe pa aprender la instrucción no es razón pa no ser listo en dar leña antes que se la den á uno.

El caso es que Pelotón seguía siempre el relato hasta su salida del hospital, y que, si bien era parco en lo que al hecho de armas se refería, era de oir cómo se eternizaba hablando de Doña Amparito.

Contemplábale Dolores con ojos fijos, y oíale sin rechistar. No parecía muy contenta la moza, que digamos, y algún pesar oculto parecía dominarla.

Los cinco ó seis primeros días fueron de ajetreo continuo para el héroe: hoy comía aquí, mañana cenaba allá… Y luego, á casa de la novia, á repetir el hecho ante los padres y las visitas, y á entusiasmarse hablando de la linda enfermera. Dolores, que en los días transcurridos aun no había escuchado de su novio ni una palabra cariñosa, hacía puntilla, sin levantar cabeza en todo el rato.

Al séptimo día, el mozo decidió quitarse ya el uniforme y vestir, como antaño, el pantalón de pana y el chaquetón de paño burdo; lo cual que fué como dar la señal para que empezara á decaer el entusiasmo público, y para que el Ayuntamiento, que aun no se había puesto de acuerdo, cesara en las discusiones de que si había de ser el nombre á la plaza, la pensión, ó las dos cosas á la vez.

Aquella noche hubo protestas por parte de los padres de la novia, porque se había quitado las prendas militares. Dolores, que parecía muy nerviosa, nada dijo, y escuchó por milésima vez los elogios que su novio hacía de aquella tan decantada Amparito.

A la hora de despedirse, y cuando le llegó el turno á ella, díjole á Pelotón, muy bajito:

– Juan, si quieres hacer el favor, espera junto á la reja de mi cuarto, que he de hablarte sin que nadie nos oiga.

Algo le sorprendió al mozo el encargo; pero cumplióle y esperó donde se le había pedido.

Poco tardó Dolores en salir á la ventana llevando un paquetito en las manos. Al verla Juan, exclamó:

– Más impaciente me tenías, que el día que te esperé aquí mismo pa que me dijeras que sí… que me querías… ¿Qué te sucede?

– Poca cosa – replicó Dolores, con no poca sequedad – . Quería, en primer lugar, darte este paquete.

Tomó Juan el paquete que Dolores le alargaba, y examinando el contenido, lanzó una exclamación:

– ¡Congrio…! ¡Estas son mis cartas!

– Y todos cuantos regalos tengo tuyos – añadió Dolores.

– ¿Es que no tienes sitio pa guardarlos?

– Lo he tenido, y lo tengo… pero no sé si lo tendré en lo sucesivo.

– ¿Qué quiés decir con eso?

– Que todo tiene su límite, Juan, y que mi paciencia ha llegado al suyo; que desde que has venido no sabes hablar más que de tu bendita Doña Amparo, sin que hayas encontrado ocasión de decirme: «Dolores, cuánto he penao porque no te veía». Que, sin saberlo, nos has enterado á todos de que estabas enamorao como un burro, que cada uno se enamora como lo que es, de tu Doña Amparito, y que, como yo soy moza que tiene derecho á que el hombre que se case con ella no piense más que en su mujer, pues se me ha ocurrido que tú debes volverte á la guerra á que te den otro tiro, ó marcharte donde quieras… porque ¡vamos! que tú á mí… ¡tú á mí no me cuentas más lo que te ha pasado con ella!

 

Y la hermosa hembra, echando lumbre por la cara, cerró con fuerza la ventana.

Juan, que parecía haberse quedado atontado con aquel discurso, quiso impedirlo con la mano; pero sólo consiguió que medio le pillara un dedo.

Sacudió la mano con fuerza, y chupóse después el dedo para mitigar el dolor que, á lo que parece, sirvió para devolverle el habla.

– ¡¡Recongrio…!! ¿Pues no se atreve á decir que estoy enamorao de la otra…? Lo que tú tienes es que estás enrabiada porque ves que yo… y que ella… y que tú… ¡Y que puedes esperar sentada, si piensas que yo he de venir á rogarte…! ¡A mí con humos…!

Y Pelotón, recogiendo el paquete que había dejado caer al suelo por la fuerza del dolor del dedo, salió de allí botando, y tan deprisa como le permitía su cojera.

III

Sentados á la sombra de un mísero y solitario olivo, Pelotón y Meleno descansaban de la labor del campo y daban fin de un menguado almuerzo; mejor dicho, Meleno era el que lo consumía casi por entero, porque á la legua se veía que Juan no podía tragar bocado, según lo tristón y cariacontecido que se hallaba.

Su padre era el dueño de la única tahona que había en el pueblo, y él alternaba el trabajo de la fabricación del pan con la labranza de algunas tierras que tenían, en las que sembraban trigo, que luego empleaban en el negocio.

– ¿Y nada más te dijo? – preguntó Meleno, que así le llamaban por el horror que tenía á cortarse el pelo, engullendo un pedazo enorme de tortilla.

– ¡Nada más! – suspiró Pelotón. – Después cerró la ventana con tanto aire, que me cogió este dedo… y mira cómo tengo la uña: parece de pez, por lo negra.

– Pues… ¿sabes lo que te digo? – respondió Meleno.

– ¿Qué?

– Que la Dolores no te ha obsequiao con las calabazas por lo que me has dicho.

– ¿Por qué iba á ser, entonces?

– Porque ella sabe muy bien que es la moza más hermosa del pueblo; porque ella es muy presumidica… ¡y razón tiene para serlo!.. y porque se me está figurando que desde que te ha visto cojo se le ha ido todo el amor por los talones.

– ¡Congrio!.. ¡Tú has dao en el clavo, Meleno! – dijo Pelotón dando un berrido. – ¡Mira que confundir el amor con el agradecimiento!.. ¡Hay que ver!

– Se comprende que te hubieras enamorao, si hubieras sido capitán, pongo por caso…

– ¡Siquiá teniente; hombre, siquiá teniente!

– ¡Pero siendo un triste soldao!

– ¡Y pensar que en estas tierras que labramos ha de nacer el trigo con que, en casa, he de amasar el pan que se ha de comer esa descastada!

– Y el burro de su marido; porque es de suponer que no la faltará con quien casarse.

– Si fuera pa la otra, Meleno, ¡con qué gusto lo amasaría… y con qué gusto metería mi corazón dentro de una libreta pa que ella se lo comiera! – dijo Juan soltando unos lagrimones.

– ¡Eso es agradecimiento! Aquí quisiera yo ver á la Dolores, á ver si se atrevía á decir que estabas enamorao… ¡Pero, en fin, á lo hecho, pecho… y no pienses más en ello!

Pelotón, sin replicar palabra, clavó el arado en la tierra, empuñó las riendas y la mancera y, arreando la yunta, empezó de nuevo su trabajo abriendo profundos surcos en el suelo, que iba regando con lágrimas…

No obstante lo afirmado por Meleno, pasó tiempo, y hay quien asegura que Dolores sigue soltera, y no por falta de pretendientes…

Dolores
(Segunda parte de «Juan Pacheco».)

I

Firme y decidido era el propósito que habíamos hecho de no volver á Cornejilla la Vieja por nada de este mundo; pero tales y tan alarmantes son las noticias que llegan hasta nosotros acerca de nuestro antiguo amigo Juan Pacheco, que nos vemos obligados á quebrantar nuestros propósitos, en gracia á la antigua y buena amistad que con él nos une.

Desesperado, en efecto, anda el bueno de Pelotón. La noche que Dolores le había puesto de patitas en la calle, dándole aquellas tan grandes calabazas, firmemente había creído Juan que aquello no había sido sino hijo del orgullo y de la soberbia, del despecho que había causado en la moza el oir ponderar tanto las excelencias de aquella Doña Amparito, que tan solícita y cariñosamente le había cuidado en el hospital; y por eso Juan, tachando aquel acto de arbitrario y falto de toda razón y fundamento, se había ido á su casa chupándose el dedo que medio le había espachurrado con la ventana, y afirmando, con toda la entereza propia de un varón ofendido, que no sería él quien diera su brazo á torcer, ni fuera á doblar la cabeza en demanda de olvido y reconciliación.

– «¿Que ella había tomado el rábano por las hojas, confundiendo la gratitud con el amor? Bueno; pues mejor. Sí, estaba enamorado como un animal, según ella misma había dicho. ¡Todo lo que quisiera! Pero ir él á doblar la cabeza… ¡congrio!.. eso sí que no… ¡Pues estaría bueno! Si eso pasaba de solteros, ¿qué iba á suceder después de casados? ¡No, no… y no! Mas no era ese el motivo por el que Dolores había realizado aquel acto, á todas luces injusto; eso no había sido más que un pretexto como otro cualquiera; Meleno se lo había hecho ver bien claro: el verdadero motivo era su cojera; esa, esa era la verdadera madre del cordero, y no otra. Bien claro se veía que aquella arrogante moza, cuya belleza era famosa, no sólo en el pueblo, sino en todo el contorno, tenía á menos casarse con un cojo… ¡Mala peste en ella y en todas las mujeres guapas! Por el solo hecho de ser bonitas, ya creen que todo se lo merecen.»

Pero es el caso, que como en cosas de amor más entereza suele mostrar la mujer que el hombre, resultó que así como Dolores cada vez se mostraba más firme en su resolución, Juan, por el contrario, cada día flaqueaba más en la suya; y fuera porque al no ver ya á la Doña Amparo, que ojos que no ven, corazón que no siente, el recuerdo de ella y la impresión que le causaron se fuera borrando poco á poco del corazón de Juan; fuera porque nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde, ó fuera porque, en realidad, nunca había dejado de querer á Dolores, es lo cierto que el hombre empezó á sentir unos desfallecimientos y desmayos que bien parecía que la vida se le iba en ellos; que tan delante de los ojos tenía siempre la imagen de ella, que en todo el día veía otra cosa, y que aquellos desmayos que sentía, trocábanse á veces en raptos de furor que le empujaban hacia casa de la moza para ver con qué derecho le había dado aquellas calabazas. Tomaba, en efecto, el camino de la casa; pero es el caso que siempre, al llegar, sentía desfallecer su entereza y se veía asaltado por mil dudas y vacilaciones. Veinte veces avanzaba y otras tantas retrocedía, hasta que, por último, y renegando de todo lo renegable, íbase á su casa y se ponía á trabajar, asegurando que lo menos que debían hacer con él era ahorcarlo, ya que no tenía valor para ponerse enfrente de Dolores.

El estado en que llegó á verse Juan, repercutió en el pueblo, y no faltó quien propusiera ir á ver á Dolores, para rogarla que volviera de su acuerdo; porque lo cierto era que, desde que Juan estaba tan desesperado, no había Cristo que comprara un panecillo con el peso justo ni con el cocido en su punto.

Recurrir al padre de Juan, dueño de la tahona, era cosa inútil: aparte del cariño paternal que profesaba á su hijo, era tal la admiración que sentía por él, desde que volvió de la guerra en calidad de héroe, que se sentía incapaz de reprender á aquel vástago que tanto lustre daba á la dinastía de los Pachecos de Cornejilla la Vieja.

Se pensó en acudir al Alcalde para que llamara al orden al panadero; pero como quiera que aquél era carnicero, y también se quedaba en el peso con lo que podía, resultó que su llamada al orden sólo sirvió para que el padre de Juan lo mandara á paseo; y como no había más panadería en el pueblo que aquélla, el problema del pan llegó á convertirse en un problema sin solución.

Juan pasaba de los períodos de exaltación á los de un decaimiento profundo con la mayor rapidez; y eran tales sus lamentaciones, en estos últimos, que á buen seguro que de ser él un poco más decidido, ya hubiera hecho un disparate gordo.

Siempre que podía, procuraba hacerse el encontradizo con Dolores; pero de nada le servía, porque la chica le huía como si fuera el demonio.

¿Es que Dolores le había dado calabazas efectivamente porque tuviera á menos casarse con un cojo? ¡No! Dolores seguía queriendo á Juan lo mismo que antes, más quizá, porque también ella admiraba un poquitillo el valor de que Pelotón había dado pruebas en la guerra; pero Dolores estaba herida en lo vivo, desde que se dió cuenta de que su novio estaba enamorado, bien que sin saberlo, de aquella Doña Amparo; y no era ella mujer que sufriera esto. Sufría tanto ó más que Juan; pero no se daba á los arrebatos que éste: guardaba sus penas en el corazón, para ella sola, y mostrábase afable y cariñosa con las gentes; al revés que Juan, que no había guapo que se acercara á decirle una palabra.

No pasó inadvertida, ni mucho menos, para la chica, la mudanza que se operaba en su ex novio, y que éste cada vez podía menos vivir sin ella; pero guardábase muy bien de que él encontrara ocasión de hablarla: muy segura tenía que estar de que Juan había vuelto á la realidad para perdonarlo… ¡aunque se estuviera muriendo por hacerlo. ¿Que Juan sufría mucho? ¡Más había sufrido ella oyendo aquellos interminables relatos de lo que le había sucedido con aquella bendita señora!

Al fin, sucedió lo que tenía que suceder, tratándose de una moza tan hermosa como Dolores: los mozos del pueblo, que al principio se habían abstenido de decirla nada, pensando que la riña con Juan sería cosa pasajera, al ver que ésta se prolongaba y que ello parecía cosa seria, empezaron á cortejar á la moza.

Esquiva se mostró ella con todos, y no muy decididos ellos; pero al fin, hubo uno que se aventuró á espetarla su declaración.

Cuando esto llegó á oídos de Juan, creyó que se volvía loco; pero cuando creyó rabiar, fué cuando supo que el atrevido había sido Meleno… ¡su mejor amigo!

Saber esto, y echar á correr hacia una tierra en la que el Meleno se hallaba binando tranquilamente, fué todo uno.

Cuando Meleno se vió venir á Juan, en aquella actitud tan fiera, tembló por sus narices, pues demasiado sabía á lo que venía, y los puños que tenía. «Pero, ¿no era libre la Dolores para hacer lo que quisiera, puesto que habían reñido?»

No pudo seguir adelante en sus razonamientos, porque, lo mismo fué llegar Juan junto á Meleno, y que caer sobre éste una lluvia horrible de puñetazos. Y con tanta fuerza daba Juan, y tan malamente se defendía Meleno, que, á no ser por otro mozo del pueblo que á la sazón pasaba por la carretera, muy próxima al lugar del suceso, seguramente que allí se pusiera el punto final á la historia de Meleno.

Trabajo, y no poco, le costó al otro mozo lograr separarlos; pero pudo conseguirlo, no tanto por la abundancia de sus fuerzas, como por agotamiento de las de Juan, á fuerza de moler á su contrario.

Jadeantes y sudorosos, cada cual por su estilo, quedaron todos tres.

– ¡Pero, hombre!.. ¡Parece mentira que dos amigos tan… amigos como vosotros, hagáis esto! – dijo el mozo, tercero en la refriega.

– ¿Amigo yo de ese… charrán? – replicó Juan despreciativamente, liándose á la cintura la caída faja.

– Bueno. ¿Se puede saber á qué ha venido esto? – preguntó Meleno, arreglándose, á su vez, los desperfectos.

– ¡Demasiao sabes tú á lo que viene! Pero, mira, para que lo sepas mejor, te voy á decir, para tu gobierno, que mientras yo viva, ni tú, ni quien valga más que tú, le ha de decir na á la Dolores. ¿Te has enterao?

– ¿Es que se va á hacer monja?

– Se hará… lo que le dé la gana; eso te tiene á ti sin cuidao. Lo que no tienes que olvidar es que mientras yo aliente, no habrá quien se acerque á la Dolores pa decirla «buenos ojos tienes»… ¡Por éstas!

 

Y al decir esto, Juan hizo una cruz con los dedos índice y pulgar de la mano derecha, dando en ella tan fuerte beso, que más parecía besar en fresca boca de mujer que en dedos propios y no muy limpios.

Más ganó Juan con este hecho, para su causa, que con todo lo que hasta entonces había intentado; porque no bien supo Dolores lo ocurrido, cuando sintió que toda su entereza se venía á tierra, y que se le deshacía la capa de hielo con que cubriera su corazón: ella conocía muy bien á Juan, y, por lo tanto, sabía muy bien que aquello no era bravuconería, sino cariño puro y de la mejor ley.

Decidió, pues, la moza, suavizar sus rigores para con Juan y hasta perdonarlo, como ya en su fuero interno lo había hecho; pero antes se propuso hacerle rabiar un poco, y á ello ajustó desde entonces su conducta.

Ya no huía las ocasiones de encontrarse con él; aunque procuraba no dar lugar á que la hablara, porque sabía que esto era lo que más le desesperaba.

La primera vez que se encontraron, que fué en la plaza, Dolores iba acompañada de una amiga. Al ver á Juan, ambas cuchichearon un momento entre risas contenidas, lo cual causó en aquél un azoramiento terrible. Tentado estuvo de volver atrás para no cruzarse con ellas; pero comprendiendo que esto era una retirada vergonzosa, siguió avanzando. Al cruzarse con ellas, sintió decir á Dolores, en voz alta y bien clara: – «La verdad, chica, que hay hombres brutos.» – Y á renglón seguido, dos alegres carcajadas resonaron en sus oídos, haciéndole el efecto de un escopetazo.

Juan, que al oir lo dicho por Dolores se había quedado parado en seco, pensando que aquello de bruto iba por él, al oir las risas de las dos amigas, salió de estampía, poniéndose colorado como un tomate.

– «¡Congrio! ¿Qué duda había de que Dolores le había llamado bruto, y de que se iban riendo de él?»

Pero esto era una señal de que Dolores no le quería, y si Dolores no le quería, aquello era también señal de que él no podía vivir; porque esa era la verdad: él no podía vivir ya sin Dolorcicas.

De tal manera se le metió corazón adentro la idea de que la moza no le quería ni pizca, que el hombre cayó en la melancolía más terrible; y olvidándose del quehacer á que se dirigía, echó carretera adelante, deseoso de hallar algún sitio donde estar pudiera á solas con sus tétricos pensamientos, sin ver ni hablar á nadie; que no hay nada que haga tomar tanto asco á las gentes, como las desgracias amorosas.

Andando, andando, vino á dar con sus huesos en Fuente Nueva, lugar algo distante del pueblo, donde se encuentran los tres únicos árboles que hay en el lugar, y que se mantienen á expensas de la humedad que les presta la fuente que da nombre al sitio.

Sentóse en el suelo, apoyando la espalda en el tronco de uno de aquellos árboles, y sacando un interminable pañuelo de entre los pliegues de la faja, lo pasó repetidamente por sus húmedos ojos.

Después que hubo llorado un buen rato, quedóse mirando á la fuente, y luego á los árboles. Cuando se hubo cansado de mirar á todas partes, cuando hubo ablandado todas las piedras que por allí había con unos suspiros que para sí los hubiera querido D. Quijote en su época de penitencia, soltó una serie de «congrios» interminable, y otra de «recongrios» más larga aún; añadió después que se hacía la tal en Meleno y que se iba á hacer la cual en todo el pueblo; soltó tres bufidos que levantaron una nube de polvo de la carretera, y cayó en honda meditación.

Aquella situación era insostenible, y era preciso ponerle fin. Para lograr esto, lo primero que hacía falta era encontrar ocasión de hablar con Dolores… y Juan creyó haberla encontrado: Dolores se sentaba todas las tardes á coser á la puerta de su casa; iría allí, y quieras que no, tendría que oirle.

Para no demorar tal resolución, decidió ponerla en práctica al siguiente día.

Llegó, aunque muy despacio para Pelotón, el día siguiente, y llegó la tarde. Juan, contoneando la cojera más de lo acostumbrado, y haciendo un acopio de energías inverosímil, llegó hasta la puerta de la casa de su tormento y quedó parado en ella sin decir palabra.

Dolores, en efecto, estaba cosiendo, en la puerta de la casa; Juana, la criada, cosía también, sentada al lado del ama, y ambas charlaban. Dolores, que inclinada sobre la costura vió la sombra de una persona que se paraba en la puerta, levantó la cabeza para ver quién era. Al ver á Juan y, sobre todo, al ver la cara tan compungida, á la par que fiera, que traía, sintió grandes deseos de echarse á reir; pero se contuvo. Quedóse mirándole un momento, y después, con el tono más natural del mundo, dijo á la Juana, á la par que ella lo hacía:

– Recoge la costura, Juana, que vamos á tener visita.

– ¿Que vamos á tener visita ha dicho usted?

– Sí, mujer. ¿No sabes que en viendo á un cojo es visita segura?

Juan tosió dos veces seguidas; Dolores, con la mayor seriedad, metióse portal adelante con el cestillo de la labor. Juana, mirando á Pelotón y no comprendiendo lo que pasaba, se encogió de hombros y siguió á su ama.

Al ver cómo le dejaban plantado, Juan soltó un «congrio» formidable; el puño izquierdo lo llevó á las narices, apretando en ellas como si quisiera desgajarlas; con la mano derecha se echó la zarpa á la gorra, y de tal modo comenzó á tirar de ella, que una de dos: ó soltaba la gorra, ó con ella se llevaba la cabeza.

Dolores, desde una puerta entornada, veía á Juan en aquella actitud desesperada, y gozaba en ello; que sabido es lo que agrada á una mujer ver sufrir por ella al hombre á quien quiere, y Dolores quería, y mucho, á Juan.

Al fin éste dejó de tirar de la gorra, no sin que ésta hubiera dado de sí en forma que podía servir para cabeza mucho mayor, y dejó quietas las narices; tosió fuerte varias veces, subióse la faja con ambas manos, y soltando otro «congrio», que hizo desternillarse de risa á Dolores, se ausentó de allí, marcando la cojera de una manera espantosa.

Al día siguiente, cuando el pan se puso á la venta, hubo un motín en el pueblo, porque panecillo había que no llegaba á los cien gramos, ni mucho menos, y es lo que decían las mujerucas: – «¿Por qué no le dará la locura por hacer los panecillos dobles?»

II

Malamente pasó aquella noche Juan Pacheco. Lo mismo fué meterse en la cama que empezar á saltar en ella, como si el colchón estuviera sembrado de alfileres, y es el caso que, con tanto saltar, no hacía más que agitar en su cerebro la idea que aquella tarde había nacido en su pensamiento: matarse. ¿Qué podía esperar de Dolores después de la burla que había hecho de su cojera? ¡Nada! Pues si no podía esperar nada de Dolores, él estaba de más en la vida. Otras muchas cosas pensó; pero á todas renunció, por no encontrarlas viables; porque si en un principio le pareció una buena idea la de ponerle fuego por los cuatro costados al pueblo, luego pensó que era una barbaridad, de la que podía resultar que se achicharraran los buenos y se pusieran en salvo los malos, como Dolores y Meleno.

Sería la una de la madrugada cuando, después de mucho deliberar, resolvió ser él solamente el que se quitara de en medio; lo que no pudo resolver fué el modo de hacerlo, porque se tuvo que levantar para hacer la hornada; pero esta idea se le coció á él en la mollera, mientras el pan se cocía en el horno: se quitaría la vida segándose la garganta con la navaja barbera que tenía su padre para afeitarse. Pero cortarse el cuello así, sin que aquella descastada lo viera, para que no le saliera el susto del cuerpo en toda la vida, era una tontería. ¿Iría á casa de Dolores y se daría el tajo delante de la familia? ¡Bah! ¡No le dejarían! ¿Y cómo hacer?

Estas dudas vino á resolverlas, hacia las ocho de la mañana, un amigote de Juan: «Dolores había ido á Cornejilla la Nueva hacía un momento.»

Dolores, en efecto, iba muchos días á comer con sus tíos, labradores de Cornejilla la Nueva, que distaba de la Vieja cosa de un kilómetro, y regresaba por la tarde. Las dos Cornejillas comunicaban por medio de un camino vecinal, por el que no podían transitar carros, á causa de su angostura; este camino, poco antes de Cornejilla la Vieja, se veía cortado por un pequeño barranco de dos metros de ancho, que se salvaba por medio de unos tablones que no tenían otra sujeción que su propio peso, ni más seguridad que la buena intención de los caminantes; allí mismo resolvió Pelotón hacer la barbaridad.