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Escuela de Humorismo

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El señor Jaime, para no detenerse en levar el ancla, sacó de la cesta de las provisiones un cuchillo de ancha y afilada hoja, y de un tajo cortó el cabo de aquélla; luego hizo virar la lancha con un remo y la Carlota, cabeceando un momento, como caballo que se impacienta, ciñó el viento con la vela y hendió con su afilada proa las tranquilas aguas.

El viejo, entornando los ojos, miraba con creciente ansiedad; pero nada descubría. La distancia á tierra, poco más de una milla, era poca cosa para un nadador como Pedro, y no tenía miedo de que le hubieran faltado las fuerzas; un calambre… tampoco era de temer. – «Sin duda – pensó – que se tiraría al mar en cuanto yo me quedé dormido… y, en ese caso, es seguro que llegó á tierra hace tiempo; que se puso el traje nuevo; que cogió sus ahorros, y que carretera adelante camina ya en busca del ferrocarril.»

Poco faltaba á la Carlota para ganar la costa, cuando el señor Jaime creyó distinguir un objeto informe que se movía á impulsos del agua. – «¿Qué es aquello que se ve allí, Jaime?» – se dijo sintiendo que el corazón le saltaba del pecho. – «Aquello… aquello es… A ver: orza… orza un poco, Jaime… Así… ¡Qué el diablo me lleve si aquello que sube y baja en el agua no es…!»

Y el pobre viejo, con voz que la alegría hacía parecer desesperada, empezó á gritar: – «¡Pedro!.. ¡Pedro!.. Sí, sí; es Pedro, es mi Pedro…»

La Carlota, con su rápido andar, acortaba por momentos la distancia que la separaba del objeto que flotaba en las aguas.

El señor Jaime, abandonando el timón y la vela, saltó por encima de los bancos, hasta la proa de la lancha.

La Carlota, falta del impulso del viento, y sólo con la velocidad adquirida, llegó hasta el cuerpo del infortunado Pedro, que, ahogado, era mecido por el agua, dándole suavemente con la roda, como si quisiera acariciarlo.

El desdichado padre, al ver que aquel cadáver era el de su hijo, el de su Pedro… abrió los brazos y, sin proferir ni una exclamación, cayó de espaldas en la lancha.

La Carlota siguió rozando el cuerpo del pobre Pedro, como si quisiera decirle que estaba allí… que subiera á su bordo para reanudar la marcha…

IV

Desde aquella terrible tarde en que, á hombros, había subido á la casuca á su pobre Pedro; desde aquella terrible noche que pasó él solo velando el cadáver de su hijo; desde que, al día siguiente, le hubo dejado enterrado junto á su madre, el señor Jaime no había vuelto á entrar en su casa, á la cual ya miraba como á panteón de su felicidad. Aquella noche espantosa, el pobre viejo creyó volverse loco, y no aseguramos nosotros que su razón quedara muy completa.

Tampoco volvió á embarcarse en la Carlota; la vela, los remos y el timón fueron trasladados á la habitación que hacía las veces de almacén, y ella fué amarrada en su pequeño puerto, al abrigo de unas elevadas rocas.

Flaco, encorvado, perdidas por completo las energías, aniquilado, en suma, pasaba la mayor parte del día en el pequeño cementerio del pueblo, donde su mujer y su hijo estaban enterrados el uno junto al otro. Por las noches dábase á vagar por los acantilados, y cuando el cansancio le rendía, íbase hacia la casuca, se echaba junto á ella y desde allí contemplaba el mar, desde allí miraba á la Carlota, que, amarrada, parecía participar de las tristezas de su dueño. En el bolsillo guardaba la llave de su morada; pero un día que quiso entrar en ella, creyó morir; no pudo atravesar el umbral de aquella puerta, no se atrevió á turbar el silencio de muerte que allí dentro reinaba.

Gastadas las economías de Pedro en su entierro, el señor Jaime carecía de recursos; pero no por eso, al pronto, le faltó lo indispensable: los vecinos, los otros pescadores de la aldea y las mujeres, sobre todo, desvivíanse por atender al pobre viejo… ¡Era tan desgraciado! La una un poco de pan; la otra un pedazo de carne; aquí le hacían entrar hoy para que comiera caliente; allá apartaban un poco de la cena, y Pepina, la chica mayor de la casa, echaba hacia él acantilado en busca del señor Jaime, para que se lo comiera. Pero poco á poco, y á medida que la terrible impresión que causó la muerte de Pedro se fué borrando de la memoria de las gentes, algunos dieron en observar que, unos más, otros menos, todos tenían desgracias que contar; que había que conformarse con ellas, y que ya iba siendo hora de que el señor Jaime se conformara con la suya: ni era el único padre que había perdido á su hijo, ni lo sería. Tenía casa, y si no entraba en ella, era porque no le daba la gana; porque todo aquello de que se moriría de pena allí dentro y demás cosas que decía, no eran más que tonterías; todos tenían casas, y no porque se muriera alguno de la familia se iban los demás á vivir al campo. Tenía una hermosa lancha, que podía vender, ya que él era demasiado viejo para ir solo á pescar; porque todo aquello de no quererse desprender de ella, porque la lancha era como algo suyo, de lo que no podría desprenderse sin perder la vida, no eran más que chocheces de viejo. En el pueblo había muchos que cuando vinieron mal dadas, tuvieron que vender la lancha y todo lo que fué preciso para poder subsistir, y por eso nadie se murió, que precisamente para no morirse es para lo que la vendieron. Y, sobre todo, ¡qué caramba!, ellos eran pobres también y harto hacían con remediarse ellos mismos.

En medio de la indiferencia que por todo sentía, en medio del estado de idiotez en que el viejo cayó, no dejaba de alcanzársele que tenían razón; así, pues, para acabar con las murmuraciones, decidió aceptar el puesto que, para guardar las vacas, le ofreció el alcalde de la aldea, contemporáneo suyo y amigo de la niñez. «Después de todo, ¿qué más podía apetecer? Vivir siempre en el campo, entre aquellos animales, más nobles que la mayoría de las personas.» Empezó su nueva vida; el pescador trocóse en apacentador de vacas. Todas las mañanas, al amanecer, íbase hacia el monte con ellas, llevando en un zurroncillo el modesto yantar del día. Pero es el caso que, dondequiera que se hallaba, el pensamiento del viejo estaba siempre muy lejos, y, por lo tanto, poca ó ninguna atención prestaba al ganado, que campaba por sus respetos; con frecuencia le ocurría que, llegada la noche, no se daba cuenta de que el ganado, cansado de esperar, se echaba á dormir en el campo. Más de una vez tuvo que ir el hijo del alcalde en su busca; y era de oir al muchacho:

– ¡Eh, señor Jaime!.. ¿Se ha quedado usted dormido ó es que está usted chocho?

Volvía en sí, sobresaltado, el señor Jaime; sonreía dulcemente, por toda respuesta, á las groseras palabras del pilluelo, y recogiendo el ganado volvía á casa, donde aún había de escuchar cosas más desagradables.

Estas y otras causas dieron lugar á que el alcalde le tratara cada vez más áspera y desconsideradamente, diciendo que el abuelo estaba ya chiflado y no servía para nada. No recordaba, al hablar y al proceder como lo hacía, que ambos habían jugado juntos siendo niños; no recordaba que se distinguieron, entre todos los chicos de la aldea, por el gran cariño que se profesaban; por regla general, el corazón del hombre no se acuerda nunca de cuando fué corazón de niño… ¡Qué lástima!

Los pilluelos de la aldea le hacían burla y le tiraban piedras. Él los miraba sin enojo y sonreía, sonreía tiernamente al contemplarlos y no se quejaba de las pedradas que recibía; él también había tenido un niño, un precioso chiquillo, tan guapo como su madre… que sabe Dios si alguna vez habría tirado también piedras contra algún pobre viejo. Pero no; Pedro no había tirado nunca piedras contra un desvalido, que ni su madre ni él le habían permitido nunca tal desmán.

Un día, no pudiendo ya sobreponerse á la angustia que le dominaba, el señor Jaime, después que hubo encerrado el ganado y que hubo escuchado unos cuantos insultos de todos los de la casa, que ya le trataban como á un idiota, salióse sigilosamente de ella y se fué á los acantilados, al lado de su querida casita, junto á la cual durmió. ¡Qué consuelo sintió junto á ella! Momentos hubo en que creyó oir rechinar la puerta y que su Carlota y su Pedro salían á buscarle tendiendo sus amorosos brazos para aprisionarle en ellos. ¡Pero todo fué un sueño! Allá abajo estaba la lancha amarrada en su puertecito.

Al otro día, en toda la mañana se movió del mismo sitio. Sentado en el suelo, con las piernas recogidas, los brazos cruzados sobre las rodillas y apoyada en ellos la cabeza, el señor Jaime parecía madurar algún proyecto, alguna resolución extrema. Por la tarde viósele por el campo recogiendo florecillas silvestres, que, más tarde, fué á depositar sobre las tumbas de los seres queridos, ante las que se le vió orar fervorosamente; al anochecer volvió al acantilado.

V

Serían las doce de la noche, cuando el señor Jaime, con paso vacilante, se acercó á su antigua morada. Con mano temblorosa buscó la llave en uno de los bolsillos de su derrotado pantalón, y no sin gran trabajo, la introdujo en la cerradura, que resistió al primer intento; cedió, por fin, al segundo, y la puerta se abrió, no sin gran escándalo de sus mohosos goznes.

Precipitóse el anciano, más bien por desfallecimiento de sus energías que por mandato de la voluntad, en la primera habitación, y dejándose caer sobre el banco que en otro tiempo sirviera de mesa á él y á su hijo, prorrumpió en convulsivos sollozos.

Largo rato permaneció en aquel estado. Cuando el caudal de sus lágrimas se hubo agotado, incorporóse penosamente y con la vista recorrió la estancia, mirando amorosamente los objetos que en ella había: allí estaba todo, todo lo que había sido testigo de su felicidad.

Un profundo suspiro, un quejido del alma desgarrada resonó en aquel cuartucho.

El señor Jaime, cambiando de aspecto y recobrando, al parecer, sus perdidas energías, dió á entender con su nueva actitud que alguna resolución inquebrantable le había llevado allí. En efecto: empezó á recoger todos cuantos muebles y objetos de madera había en la casa y con ellos formó un montón junto á uno de los tabiques, hecho de tablas; bajo ellos puso la vela de la Carlota, y sobre ella arrojó el alquitrán que contenía un pequeño cubo que en un rincón había; recogió los remos y, arrastrándolos por uno de sus extremos, los sacó fuera de la casa; descansó unos momentos y después los condujo, con no poco trabajo, hasta la embarcación.

 

¡Pobre Carlota! Despintada completamente, parecía haber envejecido tanto como el amo. Al sentir que aquél volvía á su bordo, mecióse suavemente en el agua, sintiéndose revivir. El señor Jaime sufrió una nueva congoja. Repuesto de ella y una vez embarcados los remos, empezó una nueva tarea; la de lastrar la lancha con gruesos pedazos de roca desprendidos de las peñas. Cuando el calado de la Carlota hubo aumentado, á juicio del señor Jaime, lo necesario, suspendió la operación y regresó á la casuca. A lo lejos se sintió el reloj de la iglesia que daba dos campanadas lentas y solemnes…

Entró el viejo en la casa; pasó una última mirada por su recinto; cogió del hogar un cuchillo de afilada punta, que se puso en la faja, buscó en sus bolsillos una mugrienta caja de fósforos, encendió uno y lo aplicó á la vela impregnada de alquitrán. Cuando vió que las llamas hacían presa en los objetos amontonados encima, salió de la casa, cuya puerta cerró con llave y descendió lo más rápidamente que pudo hasta la Carlota. Una vez en ella, de pie, mirando hacia la casa, esperó.

El semblante fúnebre, amarillo, del señor Jaime había cambiado completamente de expresión: sonreía y parecía el ser más feliz de la tierra; sus ojos habían recobrado el brillo y la viveza de la juventud, y un ligero tinte sonrosado cubría sus mejillas.

Del interior de la casa empezaron á salir por sus muchas grietas y rendijas, hilos de espeso y negro humo; poco después vióse brillar en el tejado un punto rojo.

– ¡Ahora! – exclamó el viejo. Con el cuchillo cortó las amarras de la lancha, y con un remo fincó con fuerza para sacar á la Carlota de su puertecito. Cuando ésta salió al mar, el marinero colocó los remos en los toletes y empezó á bogar lentamente. El punto rojo que apareciera en la techumbre de la casa fuése bien pronto agrandando, hasta convertirse en un penacho de llamas.

El señor Jaime, desde el banco en que remaba, veía cómo éstas devoraban el hogar en que nació.

Cuando por la intensidad del fuego comprendió que ya nada ni nadie podría salvarla, el viejo marinero dejó de remar; quitó los remos y los dejó sobre los bancos. La Carlota, que navegaba perezosamente á causa de la gran carga que llevaba y del poco impulso que le dieran los remos… ¡ella, que siempre navegó rápida y gallarda con la vela!, se detuvo casi instantáneamente.

– Ahora nosotros, todos los que quedamos, á un tiempo – murmuró el señor Jaime.

Con un pedazo de cuerda ató los remos fuertemente á uno de los bancos; después, con otra cuerda, ató sus pies al palo de la lancha. Miró nuevamente hacia tierra, y viendo que la intensidad de las llamas empezaba á decrecer por falta de combustible, sacó el cuchillo de la faja, y, arrodillándose, empezó á quitar madera de junto á la quilla, con la afilada punta.

Algunos nubarrones vagaban por el cielo ocultando la luna á su paso. Allá, á lo lejos, se veían las llamas que consumían los restos de la casuca; algunos vecinos se movían junto á ella, como sombras proyectadas por una linterna mágica.

El señor Jaime trabajaba con afán, y, por fin, el agua empezó á penetrar en la lancha: poco á poco, primero; más rápidamente, después.

El viejo, entonces, arrojando el cuchillo, se puso en pie, cruzó las manos sobre el pecho y, mirando al cielo con amor infinito, exclamó con voz entrecortada por los sollozos: – «Al fin vamos á reunirnos de nuevo.»

El agua, precipitándose por encima de las bordas de la Carlota, hundió á ésta rápidamente, ahogando las últimas palabras del infeliz pescador.

Bajo las aguas sintióse al desgraciado agitarse desesperadamente durante unos segundos; después… ¡nada!.. El agua recobró su alterada tranquilidad…

El fuego habíase ya extinguido… La luna, horrorizada, negó su luz al terrible cuadro, ocultándose tras un negro nubarrón…

Al amanecer, un vaporcito mercante pasó por aquel lugar, revolviendo con las paletas de su hélice las tranquilas aguas, que amorosas guardaban en su seno al viejo pescador…

Epílogo

Han pasado quince años. Rodaleda, sintiendo el influjo de la vecina capital, que había llegado á ser uno de los principales puntos de veraneo, había progresado de una manera notable.

El pueblo, en sí, permanecía el mismo; que en esto sucede con los pueblos lo que con las personas: unas se transforman con los años, otras permanecen apegadas á su tiempo y sus ranciedades; pero, en cambio, toda la parte de la costa había variado completamente de aspecto. La carretera había sido arreglada. A lo largo de ésta se habían edificado numerosos hoteles y casas de recreo, con bellos jardines y pequeños muelles, los que estaban en el lado del mar. Numerosos coches y automóviles circulaban por aquel camino; un tranvía eléctrico corría por el lado izquierdo, hasta el monte Padruco, en el que se había edificado un hermoso «Hotel para viajeros» y donde existían algunos restaurants para recreo de los veraneantes que concurrían á ellos para comer, disfrutando de un panorama bellísimo.

Un lujoso faetón, arrastrado por dos hermosos caballos bayos, avanzaba por la carretera en dirección á Rodaleda. Ocupaban el pescante un señor gordo, mofletudo, ya encanecido, que era el que guiaba, y una hermosa mujer que, al parecer, había entrado ya en el otoño de la vida; detrás de ellos un menudo lacayo avisaba con agudas voces á los peatones que se interponían ante el coche.

Al llegar á la entrada de Rodaleda, frente por frente á la casa que habitara Julia, el señor detuvo violentamente los caballos. El lacayo, saltando con ligereza al suelo, corrió á sujetar de las riendas á los fogosos animales.

Descendió el caballero trabajosamente, y dió la mano á la señora para que lo hiciera.

– ¿Es aquí? – preguntó el acompañante de la señora.

– ¡Sí! – replicó ella, dirigiéndose rápidamente hacia la puerta de la casa.

El señor, acercándose á los caballos, dióles algunas palmadas en el cuello, llamándolos al mismo tiempo por sus nombres; después siguió á la señora, que no era otra que Julia, la bella aldeana de otros tiempos.

Hallábase ésta perpleja é indecisa ante la puerta cuando llegó él.

– ¿Qué pasa? – preguntó.

– ¡Que la puerta está cerrada!

– ¡Bah!

Tanteó el caballero la resistencia que podía ofrecer aquélla, con un empujón, y viendo que ésta no podía ser mucha, le aplicó una fuerte patada; la puerta, medio carcomida por el tiempo, se abrió de par en par.

– ¡Ya está abierta!.. Ya puedes entrar… y despachar cuanto antes. Mira que es gusto venir á recrearse en cosas viejas, feas… y desagradables. No comprendo que se tenga capricho en ver los lugares donde se han pasado miserias y privaciones.

– Hombre… ¡es la casa donde nací!

– Sí, no digo que no; pero la casa donde naciste se halla en la actualidad con el techo hundido, cayéndose de vieja… y llena de alimañas.

– ¡Pues no entres tú! – dijo Julia algo contrariada.

– De eso puedes estar bien segura. Por eso te he dicho que despaches pronto.

Y el caballero volvió hacia el coche, mientras Julia, previo remangamiento de faldas, penetraba vivamente conmovida, en su antigua morada. Lo primero que vieron sus ojos fueron los pedazos del cántaro; el cestito, completamente podrido y negro, estaba sobre la apolillada y derrengada mesa. Julia contempló los objetos de aquella estancia y acto continuo penetró en la alcoba. El primer objeto en que se fijó su vista fué el collar que permanecía sobre la almohada tal y como Pedro lo había dejado. Lo cogió con mano temblorosa y estuvo mirándolo largo rato.

– «Yo creí que lo había perdido aquel día – dijo limpiándolo con su fino pañuelo de batista. – ¡Pobre Pedro!.. ¡Pobre niño!.. – murmuró con emoción.

Julia, sintiendo su corazón angustiado, guardó en el seno el collar y salió á la primera habitación; paseó su mirada por ella nuevamente… y en seguida traspuso la puerta de entrada.

– Vamos, ¿has terminado? – dijo al verla salir el caballero, con tono de aburrimiento.

– Sí, hombre, sí; ya he terminado – respondió Julia maquinalmente y absorbida, al parecer, por un pensamiento.

– ¿Qué te ocurre ahora?

– Me ocurre… que hemos podido abrir la puerta, pero no sé cómo podremos cerrarla.

El caballero prorrumpió en ruidosas carcajadas; cuando hubo reído á su gusto, exclamó:

– Ten cuidado no te vayan á robar.

– No tengo cuidado de que me roben, por desgracia; pero es mi casa y no quiero dejarla á merced de nadie.

Nueva explosión de risa en el señor gordo. Julia, encendida como la grana, mirábale con ira… con odio. En aquel momento, un jovenzuelo flaco, sucio y desarrapado, se acercó tímidamente, mirando fijamente á Julia.

– Ahora que esto se está poniendo de moda y que se está construyendo tanto por aquí, pronto harán desaparecer ese adefesio, para levantar en su lugar alguna buena finca.

– Ese adefesio es mío, y nadie podrá hacerlo desaparecer sin mi consentimiento; y el que quiera edificar una buena finca, no lo hará seguramente en este solar.

El caballero, sin parar su atención en el tono agresivo de Julia, se encogió de hombros. Julia habíase fijado en aquel jovenzuelo que, á pocos pasos, estaba mirándola embelesado. Acercóse á él; aquel rostro no le era desconocido.

– ¿Cómo se llama usted? – preguntó Julia al individuo en cuestión.

– Pascual – contestó tímidamente el interrogado.

– ¿El hijo de la Pepona?

El jovenzuelo contestó que sí con un movimiento de cabeza, sin dejar de mirar á Julia ni un momento.

– ¿No te acuerdas de mí? – preguntó ésta.

Movimiento de duda en el aludido.

– Soy Julia… Julia… ¿No te acuerdas?

El muchacho asintió con otro movimiento de cabeza, pues el hablar parecía habérsele bajado á los talones, y siguió mirando como si estuviera hipnotizado.

Pensó Julia un momento y luego, encarándose con Pascual, le dijo:

– Te voy á dar un encargo, ¿lo cumplirás? ¿Sí? Bueno, pues mira: toma este duro para ti, y con este otro te encargas de que arreglen la cerradura de esa puerta; echas la llave y la guardas hasta que yo vuelva dentro de dos ó tres días, ¿me entiendes? No te pesará. He de hablar contigo y has de contarme muchas cosas.

La voz del caballero resonó malhumorada, diciendo:

– A este paso nos tendremos que volver á casa sin llegar al Padruco… ¡Vaya una tardecita!

Separóse Julia de Pascual, después de cambiar con él las últimas palabras, y corrió hacia el hombre gordo.

– ¡Qué impaciente eres, hijo mío! – dijo subiendo al carruaje.

– ¡Y tú qué pesada! – replicó él ocupando su asiento en el pescante, junto á Julia. – ¿Y quién es ese personaje con el que te has mostrado tan generosa?

– Ese personaje era hace quince años un rapacillo – respondió Julia dando un suspiro.

– ¿Te vas á poner tierna ahora?

– ¿Y por qué no? Recordando aquellos tiempos…

– Bueno; recuerda todo lo que quieras; pero no vuelvas á contar la historia del imbécil del pescador que se mató…

– Tú no te matarías, si yo te abandonara, ¿verdad?

– ¡No, por cierto!

– Porque tú no me quieres como me quería aquél.

– No sé si te quiero más ó menos; pero lo que si sé, es que si todos los que has querido y has abandonado… ó te han abandonado, hasta nuestros días… se hubieran matado, excuso decirte.

Julia, al oir las groseras palabras de aquel hombre, dichas con tono despectivo, sintió que la sangre se agolpaba en el corazón; sintió un arrebato de ira que la impulsaba á insultarle; pero la dignidad, maltrecha, aniquilada por el servilismo y la sumisión á los amos, durante tanto tiempo, no tuvo fuerzas para rebelarse.

Los ojos de Julia se llenaron de lágrimas, y al través de ellas vió la dulce imagen de Pedro.

El señor gordo volvió la cabeza para mirar á Julia, y al verla en aquella actitud, exclamó con tono agrio:

– Si vas á tomarlo por lo dramático, más vale que te tires al mar, chiquilla.

Julia comprendió que se la avisaba de que no era aquella su misión; su misión junto al amo era la de sonreir y alegrarle la vida; si tenía penas, allá ella con las que fueran; él no tenía nada que ver con eso.

 

– Vas llamando la atención… y la cosa no es muy agradable.

Efectivamente: los ocupantes de otros carruajes que se cruzaban con el del señor gordo, fijábanse en Julia.

Esta, comprendiéndolo, hizo un poderoso esfuerzo sobre sí misma, y la sonriente máscara, eterna careta de su vida, volvió á su rostro; tragó su asco, su odio hacia aquel hombre que tan groseramente la había tratado, que tan brutalmente le había recordado su esclavitud, y las palabras alegres y cariñosas volvieron á brotar de sus labios para complacerle.

¿Para qué disgustarle, para qué romper la cadena, si detrás de aquél tendría que venir otro que sería igual?

El señor gordo, para desfogar su disgusto, fustigó fuertemente á los caballos, que, no acostumbrados á un trato semejante, salieron al galope, arrastrando velozmente al carruaje, entre una densa polvareda, hacia el monte Padruco…