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Escuela de Humorismo

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De pronto, á sus espaldas, sintió el rezongar de una voz gangosa que le hizo girar rápidamente sobre los talones. Pascual, metiéndose en la boca el mismo dedo con que momentos antes hiciera atrevidas exploraciones en las narices, se hallaba en pie á poca distancia de Pedro.

– ¿Qué dices, muchacho? – preguntó el marinero, sintiendo deseos irresistibles de lanzar á Pascual por los aires, con un formidable puntapié.

– Que Julia no está en casa – replicó el muchacho sin sacar el dedo de la boca.

– ¿Qué has dicho? – volvió á preguntar Pedro, con voz que aterrorizó al pilluelo.

– Que no está… – repitió éste, dando algunos pasos atrás.

– ¿Que no está? ¿Has dicho que no está?

– Sí – contestó Pascual, que, al ver la actitud de Pedro, empezaba á lamentar para sus adentros el haberse metido donde no le llamaban.

– Ven aquí, hombre, ven aquí – dijo Pedro, al ver que Pascualín seguía reculando disimuladamente – ; ven aquí y no tengas miedo, que no te como.

Tranquilizóse con esto un poco el chiquillo, y, aunque tímidamente, avanzó hacia Pedro.

– Díme: ¿ha salido á comprar algo?

– Yo no sé…

– ¿No iba sola?

– No, señor.

– Pues ¿con quién iba?

– Con el señor ese del automóvil.

– ¡¡Eh!! – rugió Pedro.

Pascual, al oir el grito de Pedro, pegó un salto que hubiera envidiado el más consumado mico, y se dispuso á echar á correr; pero no pudo pasar del ademán, porque las garras de Pedro cayeron sobre él y se lo llevaron por el aire á la piedra que servía de asiento; una vez allí, vióse prisionero entre las piernas de Pedro, é imposibilitado de intentar nuevamente la evasión.

– Toma una perra… y no te asustes; me vas á contar todo lo que ha pasado; pero sin que se te olvide ni el más mínimo detalle: si así lo haces, te daré otra perra; de lo contrario, haz cuenta de que te tiro de cabeza al mar, para que no vuelvas á envenenar á nadie con tus historias.

El chico, cobrando algunos ánimos con el aliciente de la otra perra, y limpiándose los mocos con el único pañuelo que tenía, que era la manga de su camisilla, sucia y rota, dijo que sí con la cabeza.

– Vamos á ver: ¿hace mucho tiempo que salió Julia?

– Sí. Vino el señor ese en el automóvil, se sentaron aquí y estuvieron hablando; después, él la abrazó…

– ¿Y ella?.. ¿ella…?

– Ella no quería que la abrazara.

– ¿Y después? Vamos, hombre; acaba ya de una vez…

– Después, él la llevó al automóvil…

– ¿Ella, Julia, iba contenta?

– No quería, decía que no…

– Y luego…

– El automóvil echó á correr.

– ¿Por qué lado, por qué lado de la carretera?

– Por allí – dijo el muchacho señalando con la mano.

– ¡Hacia Madrid!

– Yo no sé…

– Y qué más, qué más… ¿No les oiste hablar nada?

– No. Yo estaba allí – dijo el chico señalando un sitio algo distante.

– ¡Ira de Dios! – exclamó Pedro, soltando al muchacho y levantando los puños en alto.

Pascual, al verse suelto, pegó un brinco, y sin aguardar á que le dieran la perra prometida, echó á correr como alma que lleva el diablo, sin parar hasta la tienda de comestibles que había en la aldea, en la que, con la primera perra que le diera Pedro, se compró higos, que era el manjar de su predilección.

Pedro, ni se dió cuenta de la desaparición de Pascual. Sentado en la piedra, con los codos apoyados en las rodillas y la cara hundida entre las manos, lloraba como un chico; vertía lágrimas gordas como puños, como los brillantes de los collares que él hubiera comprado á Julia, si en vez de pescador hubiera sido banquero.

«Se ha ido – gemía el infeliz – ; mas ¿qué representa esta ausencia? ¿Se marchó para no volver ó se ausentó momentáneamente? Esta puerta abierta lo mismo puede decir lo uno que lo otro; que si no piensa volver nunca, poco debe importarle la suerte que corra su hogar, al dejarlo así á merced de las gentes. ¡Ah!, pero esto es suponer un disparate. ¿No había dicho bien claro Pascual que ella no quería subir al automóvil? ¿Qué más prueba de que Julia había sido llevada á la fuerza, con engaños, poco menos que robada? ¿Cómo, si no, iba á dejar así su casa, la casa donde naciera?»

Todos estos razonamientos se hacía Pedro, encaminados á demostrar que Julia era una víctima y no una culpable.

«¿Cómo poder suponer culpable á una mujer que el día antes le prometía fijar en aquel en que se hallaban la fecha de su matrimonio? ¿Cómo suponer en ella tamaña infamia como sería la de ofrecer lo que no estaba en su ánimo cumplir? ¿No habría subido al automóvil alucinada por la idea de dar cumplimiento á su harto conocido deseo de saber cómo se iba en un coche de aquellos?»

Claro que, aunque esta fuera la causa de la ausencia de Julia, de nada podía servir para disculpar su conducta, y que no por ello veía Pedro aclararse los negros nubarrones de su alma; pero como buen enamorado, sentía algún consuelo al pensar que todo podía quedar reducido á una ligereza, á una imprudencia, que no tenía disculpa; pero al fin y al cabo, á una imprudencia, y no á otra falta mucho más grave.

Lo cierto y seguro es que lo ocurrido creaba una situación dificilísima entre Julia y Pedro; porque ni él estaba dispuesto á perdonar, ni su padre consentiría ya jamás en aquella boda. – «Pero ¿qué es lo ocurrido, Dios mío, qué es lo ocurrido, si yo no lo sé, ni lo sabe nadie?» – decía quitándose y poniéndose la boina y enmarañando su ensortijado cabello. Nuevamente volvió á hundir la cara entre las manos, como si quisiera recoger las ideas. Largo rato permaneció en aquella actitud. Por fin, levantándose, se acercó lentamente á la puerta de la casa y, tras de alguna vacilación, penetró en ella.

La casuca componíase de dos estancias: Pedro no había pasado nunca de la primera.

Sobre una mesa de pino vió el cantarillo y la cestita en que Julia llevaba sus mercancías al mercado. Sin poderse contener, sintiéndose dominado por un furor repentino, asió el cántaro con ambas manos y con gran violencia lo estrelló contra el suelo. Cuando aquel ataque de ira se hubo calmado, Pedro, sintiendo honda emoción, miró hacia la segunda estancia, oculta por una cortina de percal rameado.

Con religioso respeto se acercó á aquella cortina, que apartó con mano temblorosa, y, por primera vez, pudo contemplar el dormitorio de Julia. En aquella habitación, como en la primera, todo era pobrísimo; pero todo estaba limpio y aseado, revelándose hasta en los detalles más mínimos, no sólo la mano de una mujer, sino la de una mujer pulcra y atildada hasta la exageración.

Una pequeña cama de hierro, con colcha de percal rameado, como la cortina; á los pies, y colgadas de una percha de madera, algunas ropas; debajo, un viejo y antiguo baúl, y en un rincón un lavabo de hierro con jofaina de hojadelata; esto y una silla con asiento de enea constituía todo el ajuar de la alcoba. Después de breves momentos de éxtasis ante aquellos objetos, para Pedro los más ricos y bellos del mundo, fijó su atención en un hilillo rojo que se destacaba sobre la nívea blancura de la almohada; se acercó y lo tomó en sus manos; era su collar, el collar de corales que días antes regalara á Julia. Su primer impulso fué hacerlo añicos, pisotearlo, hacerlo polvo; pensó después llevárselo…; por último, resolvió dejarlo nuevamente donde lo hallara.

El pobre Pedro sentíase desfallecer, la angustia subía poco á poco del corazón á la garganta y allí formaba un nudo que le ahogaba. No pudiendo resistir más salió, lentamente de aquella habitación á la primera; cogió la llave de la puerta de la casa, que sobre la mesa de pino estaba, y salió cerrando con dos vueltas. «Si vuelve – pensó – , no podrá entrar y…»

Andando muy despacio, con la cabeza baja y las manos cruzadas á la espalda, encaminóse hacia su casa, situada al otro extremo de la aldea. ¡Aun buscaba la explicación menos grave á tan desdichado suceso!

Cuando llegó á su casa, el señor Jaime no estaba en ella; miró al fondeadero en que anclaban á la Carlota, la lancha que tenían para la pesca, y lo vió que, sentado en uno de los bancos, se ocupaba en achicarla.

Una vez terminada la operación, el viejo marinero encaramóse de peña en peña hasta llegar á lo alto del acantilado. Al ver á su hijo en tan triste estado, sintió gran inquietud; pero cuando supo lo ocurrido, se limitó á mover la cabeza como si quisiera decir: «Si no era eso, una cosa parecida era lo que yo me estaba esperando hace tiempo.» Después procuró por todos los medios hacer entrar en razón á Pedro; pero todo fué inútil: Pedro estaba desesperado.

Sentáronse á cenar, y la cena quedó intacta; ni el uno ni el otro pudieron atravesar bocado.

Era el señor Jaime de pequeña estatura y muy enjuto de cuerpo. Había cumplido los sesenta y seis; pero los llevaba tan bien, que apenas representaba cincuenta. Su cara, de la cual era fiel reflejo la de Pedro, respiraba simpatía; usaba sotabarba, que, al igual del pelo, había ya encanecido por completo. Vestía pantalón de paño obscuro, camisa de rayas blancas y negras, desabrochada, y una faja azul que le daba múltiples vueltas á la cintura.

A los veintitrés años se había casado con Carlota, chica buena, como pocas, que le dió un hijo todos los años; hijo que, por desgracia, Dios se encargaba de quitárselo al siguiente del nacimiento, causando la desesperación de los padres, que, al fin, y después de mucho rogarlo, lograron conservar el último, que fué Pedro. Al cumplir éste los siete años, murió la madre.

El señor Jaime no vivió desde entonces más que para el chiquitín, y ni siquiera le pasó por la imaginación la idea de darle madrastra.

Cuando el niño fué mayorcito, y después que hubo aprendido á leer y escribir en la escuela, lo asoció á su trabajo; desde aquel día fueron siempre juntos á la pesca, con gran alegría del padre, que sólo se sentía feliz al lado de su pequeño Pedrín.

 

Pedro, por su parte, no tenía más amigos que su padre, y correspondía á su cariño con otro no menos grande. Solamente Julia había logrado hacerse hueco en el corazón del muchacho, y esto había sido en mal hora, según decía el señor Jaime, porque nunca había visto él en aquella muchacha las condiciones que hubiera querido para la que fuera mujer de su hijo; pero tan enamorado vió al chico, que, al fin, hubo de ceder, pensando que ello había de ser á gusto de Pedro, que era el que se casaría, y no de él.

Tan encariñado lo vió con ella, que llegó el momento en que él mismo creyó haberla tomado cariño.

Lo ocurrido vino á demostrar al pobre viejo que no se había equivocado en su juicio sobre la muchacha; y si no fuera por lo mucho que veía sufrir á Pedro, á buen seguro que se alegrara de lo ocurrido; que esto, al fin y al cabo, era dejarlo en libertad.

Aquella noche, Pedro se obstinó en volver á casa de Julia, por si ésta había regresado.

Inútiles fueron las razones que le dió su padre:

– «Si hubiese vuelto, al ver su casa cerrada, ¿á quien iba á recurrir primeramente, si no era á él?»

Todo fué en balde, y el señor Jaime, no queriendo dejar solo á su hijo, se empeñó en acompañarle.

Nada vieron al llegar; la casa estaba cerrada como la dejara Pedro; envuelta en la negrura de una noche sin luna, la tristeza que causaba era inmensa; ningún ruido se oía, á no ser el sordo murmullo del mar; nadie había en aquellos contornos.

Tristes y apesadumbrados regresaron padre é hijo á su casa, y previas nuevas recomendaciones y cariñosos consejos del viejo, echáronse en sus respectivos camastros, no sin que antes el señor Jaime, quitara disimuladamente la llave de la puerta y la metiera debajo del suyo.

II

Un mes había pasado desde que Julia desapareció de la aldea.

El señor Jaime, sentado en un banquillo ante el hogar, cuidaba de unas patatas que en él se guisaban. Al quedar viudo tomó para sí el cargo de cocinero, y con él siguió en lo sucesivo.

Pedro, sentado en un montón de cuerdas, con los brazos cruzados sobre el pecho, parecía abstraído en sus pensamientos.

El señor Jaime, tan pronto atizaba la lumbre, como revolvía las patatas ó se quedaba mirando á su hijo.

Sólo se oía en la habitación el gorgoteo de la cazuela.

Aquella casuca en que padre é hijo vivían, fué construída por los abuelos de éste. Estaba sola, en el borde de la costa, sobre un alto acantilado; en su mayoría, había sido construída con vigas y tablas, siendo la cal y el ladrillo los elementos que en menos cantidad habían entrado en su construcción.

Se componía de tres habitaciones: la primera, donde se hallaban en aquel momento, servía de cocina, comedor y portal, todo á un tiempo; las otras dos, que juntas ocupaban un espacio de terreno igual al de la primera, la una servía de dormitorio; la otra fué dedicada á servir de almacén.

Lo prolongado de su vida, la débil construcción y los vendavales y tormentas que en aquella altura sufriera con harta frecuencia, desde largos años, la tenían algo deteriorada; pero á palacio sabíales á sus moradores.

No era de los más pequeños el temporal que en aquella ocasión se debía disponer á resistir, á juzgar por la fuerza del viento, lo encrespada que la mar se iba poniendo y lo ennegrecido que por los nubarrones se hallaba el cielo. Aquella tormenta que se echaba encima por momentos, era la primera de aquel otoño; el verano había terminado á poco de ausentarse Julia.

Decíamos que el señor Jaime se ocupaba alternativamente en mirar á Pedro, en revolver las patatas y atizar la lumbre; pero más justos hubiéramos sido diciendo que no quitaba la vista de su hijo, pues que las dos últimas operaciones hacíalas sin dejar de mirarle.

De tal manera le dolía al pobre viejo verle de aquel modo, que, algunas veces, su rostro bondadoso se contraía de ira, y sus ojos miraban á un punto imaginario, como si amenazaran á un ser invisible.

No pudiendo aguantar más, el viejo rompió el silencio:

– De veras te digo, Pedro, que en la vida podías pensar cosa mejor que la que ahora estás pensando… si es que piensas en olvidar á… esa mujer.

– ¿Olvidarla? – contestó Pedro como si volviera de un sueño. – ¡Vamos, padre, no diga usted eso!

– Pues… ¡coles!.. ¿qué quieres que diga? – masculló el señor Jaime quitando con un brusco movimiento la tapa de metal de la cazuela. – ¿Es que quieres pasarte la vida así?

Y al mismo tiempo pegó un fuerte porrazo con la susodicha tapadera en la piedra del hogar, á la par que retiraba la cara para huir la nube de vapor que salía de la cazuela.

– No puedo olvidarla, padre; ¿qué quiere usted que haga?

– No puedes olvidarla porque no quieres, porque no te lo propones; probaras á ello y ya verías si lo conseguías.

– Me lo he propuesto, padre, me lo he propuesto muchas veces y no he podido conseguirlo; está muy metida en el corazón…

– Voluntad… voluntad… y ¡voluntad! – El señor Jaime, cogiendo una cuchara de palo, se puso á revolver el guiso, que cada vez despedía mejor olorcillo. – Todo es cuestión de voluntad, créeme á mí, Pedro. A estas horas, mientras tú te estás haciendo los sesos agua, á fuerza de pensar en ella, á buen seguro que la chica estará divirtiéndose de lo lindo.

– ¡Padre!..

– Pero ¿es posible que sigas creyendo que á Julia se la llevaron á la fuerza? ¿Es posible que en un mes que llevas de cavilar, más que si fueras para sabio, no te hayan venido razones á la cabeza que te demuestren lo contrario?

– No, padre… ¡no!

– Pues yo te digo y te repito, y no me pesa el decírtelo, aunque te haga daño el oirlo – que lo que daña cura – , que ella se fué por su gusto. ¿Es que así como así se lleva á una persona á la fuerza y se la tiene oculta un mes sin que nadie sepa de ella? ¡Pues floja voz tiene una mujer para gritar… cuando quiere que la oigan!

– Un señorón como ese tiene medios para todo, padre.

– Ya lo creo que tiene medios para todo; por eso se llevó á Julia sin necesidad de recurrir á la fuerza.

– Pero ¿es que va usted á suponerla tan mala y tan perversa que se fuera con un hombre al que no hacía más de quince ó veinte días que conocía?

– Eso… que tú supieras, que el tiempo que hacía, ellos se lo sabrían. Pero, de todos modos, ¿te parecen pocos quince ó veinte días para convencer á una mujer, cuando se sabe dar en el quid? Bien pronto daría el señor ese con los argumentos que en Julia habían de hacer mella; no era muy difícil encontrarlos.

– ¿Qué quiere usted decir, padre?

– Que Julia no había pensado nunca en ser la mujer de un pescador.

– ¿No era mi novia?

– Era tu novia porque sabía muy bien que eres el mejor muchacho de la aldea; te guardó para ella, porque si no lograba cosa más de su gusto, tú eras lo mejor de que aquí podía disponer; pero no porque te quisiera; no había más que observar su modo de mirar, siempre á lo lejos… á lo lejos, para comprender que no eras tú el objeto de sus deseos.

– ¿Que Julia no me quería?

– No. Julia no quería á nadie; se quería á sí misma. Aún me parece estarla viendo con aquel aire desdeñoso que tenía para todo el mundo; la niña parecía una diosa.

– Y lo era, padre; por algo nació tan hermosa.

– No te lo niego. Pero no es lo malo que lo fuera, sino que llegó á persuadirse de ello. Hermosa era tu madre, como hay pocas, y nunca la oí una palabra que no fuera en alabanza de la hermosura ajena, que nunca reparó en la suya propia; y con ella me casé sin tantos rodeos ni circunloquios como Julia empleaba contigo; y fuí feliz, y á no ser porque á Dios le pareció bien el llevárselos, más de diez hermanos tendrías ahora contigo. Bien es verdad que mujeres de la casta de tu madre, de las que vienen al mundo para hacer la felicidad de aquellos que las rodean, son tan difíciles de hallar como aguja en un pajar; que las más son de la pasta de Julia; de las que se meten por los ojos de un hombre para zambullirse en el corazón y hacer jigote con él; de las que al risueño le vuelven triste, mudo al hablador, pobre al rico; de las que, en fin, truecan y trastornan el mundo de tal manera, que todo lo vuelven patas arriba; y éstas, que, por ser tantas, son casi todas, hablan más que cotorras para decir que son unas esclavas… y que no hay hombre bueno… y que ¡quién hubiera nacido con pantalones, en vez de con faldas! Hermosa era Julia; pero estaba demasiado ufana de su hermosura, para que pudiera ser buena; que no hay bueno que de sí mismo se ufane ni envanezca. Bien sabía ella que su cuerpo era gentil y esbelto; que era pequeña su cintura, redondas sus caderas y firme y no escaso su pecho; bien sabía ella que en su cara de virgen había una boca pequeña con labios rojos como cerezas, por entre los cuales asomaban sus dientes iguales, pequeñitos y blancos; que tenía unos ojos grandes y una naricilla bien cortada y fina; que su pelo era negro y tan largo, que las dos trenzas en que lo peinaba le llegaban casi al suelo. No necesitaba ella que nadie le dijera que sus pies eran pequeños como los de una niña, que bien le gustaba bajar á las rocas, para que el mar, acariciándolos mansamente, les quitara la tierra que los manchaba, dejándolos blancos como los copos de la nieve; y por eso que todo lo dicho se lo sabía ella de memoria, algún día hubo de pensar que era mucha su hermosura para entregársela á un pobre pescador.

– Pero ¿qué supone usted, padre, qué supone usted?

– Que ese señorón acertó á ofrecerla lo que ella había soñado, y con él se fué sin tenerle que dar cuentas á nadie; porque, siendo sola en el mundo, nadie tiene que se las tome.

– ¿Y yo?

– Tú no eras más que su novio.

– ¿No íbamos á casarnos?

– Tanto pensaba ella en casarse contigo, como yo en ser obispo. Desengáñate y piensa que mientras tú estás penando, ellos se estarán divirtiendo.

– ¡Porque usted no me ha dejado ir á Madrid! – replicó Pedro apretando los dientes.

– Ni te dejaré… ¡recoles!.. ¿Qué ibas á lograr allí?

– Eso… ¡yo me lo sé!

– También lo sé yo; por eso no te dejo. Olvida, Pedro; haz caso de mis consejos, que aunque las mujeres como tu madre sean en el mundo escasas, alguna puede que quede todavía, y tal vez no sea muy difícil encontrarla para ti. Ahí tienes á la Pepita, que es mujer de buena pasta, y es limpia y hacendosa, sin que sea menester mentar lo de que es mujer honrada. Ella cuida de la casa de sus padres, que son viejos, y de sus hermanos, y aún la ves que tiene tiempo para ir al mercado cuando hace falta vender gallinas ó pollos para allegar dineros con que atender á las necesidades de la casa.

– Ya lo sé, padre, ya lo sé; mas para mi ya no hay mujer ninguna en la tierra.

– ¡Buena tontería! A los veinte años se olvida todo bien pronto… y casándote con la Pepilla lo olvidarías mucho antes; conque ánimo y á ello. Tráete tú para acá á la Pepilla, y tráiganos ella después un par de chiquillos; que sea por la costumbre que de ellos tengo ó sea por… lo que sea, seguro estoy que mientras no vengan no saldrá de esta casa la tristeza que la habita desde que murió tu pobre madre.

Dispuesto parecía el señor Jaime á seguir dando consejos; pero abstúvose de hacerlo al ver el poco ó ningún efecto que los anteriores habían causado en Pedro, cuya actitud más parecía de ausente que de presente.

Renunció, pues, el señor Jaime, á seguir predicando en desierto, y dando la última vuelta á las patatas, que ya transcendían á guisadas, las retiró de la lumbre.

– Ponte la mesa, Pedro, que esto ya está, y el comer y el dormir es un gran remedio para toda clase de males.

Sin replicar palabra púsose Pedro á cumplir lo que su padre le había mandado; aunque bien sabía Dios que para él no era de gran necesidad el comer.

Pronto estuvo la mesa dispuesta, porque en ella, que no era mesa sino banco, no había que hacer otra cosa más que poner éste en medio de la habitación, y en él la cazuela con más una libreta, ni muy blanca ni muy tierna; dos cucharas de madera, un cuchillo y un vaso de metal; en el suelo, una botella con vino; por asientos, los dos extremos del banco.

La cena comenzó amenizada por los bramidos del huracán que iba en aumento y que hacía oscilar la luz del candil que alumbraba la habitación, metiéndose dentro por las muchas rendijas que tenía la casuca. Al pie del acantilado, el mar rompía sobre las rocas, escupiendo sobre ellas espumarajos blancos. El cielo, negro, amenazador, empezaba á desplomarse convertido en torrentes de agua; el trueno dejó oir su majestuoso y grandioso retumbar.

– Atranca bien la puerta, Pedro, y acostémonos – dijo el señor Jaime así que hubieron acabado de cenar.

 

– Mal se nos pone para la pesca…

– Paciencia, hijo, y esperemos; por fortuna, no nos falta con qué.

Aseguró Pedro la puerta con una fuerte tranca, mientras el señor Jaime recorría las ventanas para ver si estaban bien cerradas, y después ambos se recogieron á la habitación que les servía de dormitorio.

Acostados ya, el viejo, haciendo abanico de su boina, apagó el candil que había colgado de un clavo. Un espantoso trueno resonó en el espacio con estridente y prolongado tableteo; al extinguirse éste, se oyó la sirena de un vapor que desesperadamente pedía práctico para ganar el vecino puerto de la capital.

– Muy apurado debe estar ése– dijo el señor Jaime.

– Me parece que no van á poder darle práctico; tendrá que poner proa á la mar y capear el temporal hasta el amanecer – respondió Pedro.

– Dios los ayude.

El señor Jaime, católico ferviente, como buen marinero, dió principio á sus oraciones acostumbradas por el alma de su mujer, item más las que en día de tormenta rezaba por los que estaban en el mar.

Pedro, aunque buen cristiano, como su padre, hacía tiempo que no rezaba por nada ni por nadie; nada había que pudiera apartar su pensamiento de Julia, ni en su imaginación cabía otra idea que la de ir á Madrid.

III

El señor Jaime, con una mano empuñaba la caña del timón y con la otra la escota de la vela. Pedro, sentado á proa, de espaldas á su padre, parecía sumido en hondas preocupaciones.

La Carlota saltaba gallarda y airosamente sobre las pequeñas olas que salían á su encuentro. Ocho días había permanecido anclada en su pequeño puerto á causa del temporal, y, al salir nuevamente á la mar, parecía querer demostrar su alegría en sus jugueteos con las olas. Su casco, bien cuidado y pintado de blanco, se inclinaba coquetonamente á impulsos del viento que ceñía su vela triangular. Amanecía dulce y soñadoramente.

Nada hablaban en alta voz los dos pescadores; pero bien podía decirse que en su interior más hablaban que políticos en la oposición.

– «Diablo de muchacho – decíase el padre – , qué fuerte le ha entrado. En mis tiempos no nos enamorábamos así. ¿Que una muchacha nos decía que no? ¡Pues á otra! Bien enamorado estuve yo de la Gabriela, y, sin embargo, pues cuando me dejó plantado por el Bisojo… pues… ¡na! Pasé unos días malos… después vinieron los buenos, me declaré á Carlota, me casé con ella… y bendita sea la hora en que lo hice; que ésta me salió buena, y hay que ver cómo le salió la Gabriela al Bisojo… Pero anda, que ahora, se enamora un muchacho de una mujer… y ya parece que no hay otra en el mundo; ¡cuando hay más que pescados en la mar!»

– Me parece que debemos dar fondo – dijo Pedro, interrumpiendo el soliloquio de su padre.

El señor Jaime miró hacia tierra para orientarse, y después hizo virar la lancha y soltó la escota de la vela. Pedro recogió ésta sujetándola con la misma escota al palo; después arrojó al agua un pesado pedazo de hierro que, sujeto á un cabo, hacía las veces de ancla.

El viejo, entretanto, sacaba de un cesto las liñas que habían de servir para la pesca del calamar; una vez preparadas, se situaron cada uno en una banda y empezaron la tarea que debía durar hasta el anochecer.

– Parece que hoy se da bien – dijo al cabo de un rato el señor Jaime, tirando rápidamente de su aparejo para que no se desengancharan del anzuelo tres hermosos calamares que inútilmente querían defenderse soltando fuertes chorros de tinta.

– Bien hace falta, si hemos de llevar lo que el tío Juan nos ha encargado – replicó Pedro, tirando á su vez de la liña.

La pesca, que, como el señor Jaime había dicho, se dió bien, continuó hasta las doce, sin que ni el uno ni el otro hablaran más que lo indispensable.

A las doce en punto se suspendió la pesca; recogiéronse los aparejos y se dispuso el almuerzo.

Todos los esfuerzos que el padre hizo, durante aquél, para entrar en conversación con el hijo, fueron inútiles. Pedro no respondía más que á un tema, y precisamente ese tema era el que su padre no quería tocar de ningún modo.

El pobre enamorado, desde hacía días iba volviéndose cada vez más taciturno y más reservado. Mientras comía, sus ojos miraban hacia tierra. No sabía él, á punto fijo, hacia dónde caía Madrid; pero él miraba hacia allá, muy lejos, y seguramente que alguna vez sus miradas pasarían sobre aquella maldita ciudad en la que se encontraba lo que él más quería en el mundo; porque es lo cierto que, aun viéndose traicionado, aun viéndose insultado y ofendido como se veía, él seguía queriendo á Julia… ¿Por qué no había él de ir á Madrid? ¿Por qué su padre se obstinaba en no dejarle? ¿No tenía el dinero que con tanta alegría y tantos afanes ahorrara para casarse? ¿Qué mejor empleo podía darle que en ir á Madrid, buscar á aquel hombre, arrancarle el corazón y hacérselo añicos, como él lo había hecho con el suyo?

Pedro miraba á su padre cuando aquél no le veía, y después tornaba á reconcentrarse en sí mismo.

Concluído que fué el almuerzo, Pedro dijo á su padre:

– Échese usted á dormir un poco, que yo seguiré pescando.

– Echémonos los dos: el mar duerme también, y tiempo nos queda de sobra para pescar lo que nos falta.

– Yo no tengo sueño, padre; échese usted.

– Bueno; pero no me dejes dormir mucho; ya sabes que no me gusta.

– No tenga usted cuidado, que yo le llamaré.

El viejo tumbóse boca arriba en el fondo de la lancha; púsose la boina sobre la cara, y, á los pocos momentos, un rumor sordo, que fué aumentando hasta alcanzar la categoría de formidable ronquido, anunció que dormía como un lirón.

Más de dos horas habían pasado cuando el señor Jaime empezó á rebullir perezosamente. Llamó á su hijo en forma que apenas se le entendía y volvió á quedar inmóvil unos segundos; después incorporóse, como sobresaltado, y, restregándose los ojos, llamó nuevamente: – «Pedro» – dijo pensando que éste se hallaba detrás de él. – «Pedro» – volvió á repetir. Y como Pedro no le contestara ni él oyera ruido alguno á su espalda, volvióse precipitadamente, quedando pálido como el marfil, por la emoción que sufrió: ¡Pedro no estaba en la lancha!

– «¡No está… no está aquí!» – dijo balbuciendo las palabras. – De pronto, como si un súbito ataque de locura le acometiera, púsose en pie gritando con toda la fuerza de sus pulmones:

– «¡Pedro!.. ¡Pedro!.. ¡Pedro!» – Nadie le contestó. Los sollozos le ahogaron en la garganta el nombre de su hijo, de su Pedro… ¡de su Pedrín! – «Ah, maldita mujer… ¡maldita, sí!.. ¿Quién tenía la culpa de lo que sucedía, sino ella? Pedro no estaba en la lancha… Pedro se había tirado al mar para matarse, como único medio de olvidar á la causante de sus desdichas… ¡Y él que se había echado á dormir tan tranquilo!.. Pero, ¡Dios Santo!.. ¿Cómo suponer que Pedro abrigara aquellas intenciones? No, no era posible aquello; no era posible que su hijo se hubiera matado así… de aquella manera… estando junto á su padre. El viejo recorrió afanosamente con la vista todos los rincones de la embarcación buscando un objeto… un papel…; algo, en fin, que aclarara sus dudas horribles.» Una ronca exclamación se escapó de su oprimido pecho, al fijarse en la proa de la lancha: allí, hechas un reguño, vió las ropas de Pedro. Un júbilo inmenso, una alegría delirante hizo temblar al señor Jaime, como un azogado. Abalanzóse sobre aquella prendas, y entre risas y sollozos, entre palabras entrecortadas y suspiros ahogados, las estrechó centra su pecho, besándolas con loco frenesí. – «Ya lo decía yo, ya lo decía… ¡No se ha matado, no!.. Si se hubiera tirado al mar para ahogarse, no se hubiera preocupado de quitarse la ropa. El dejarla aquí es indicio de que quiso ponerse en condiciones de poder nadar para llegar á… ¿adónde, Dios, adónde? A tierra, sin duda; ¿pero con qué objeto? ¿Qué idea ha podido sugerirle el recuerdo de esa…? ¿Habrá querido poner en práctica su deseo de ir á Madrid, de escaparse, puesto que en tierra sabe que yo lo vigilo?

Lo que sea, no es aquí donde he de averiguarlo; y si es esto último, como me figuro, quizá todavía nada en dirección á tierra, y en ese caso… pronto le alcanzará la Carlota