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Escuela de Humorismo

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Preciso fué que Clotilde, con mil besos y abrazos y otras tantas caricias y monerías, la hiciera ver que no menos cariño que á su tío la profesaba á ella; y no mentía al decirlo; preciso fué que D. Sebastián agotara toda su elocuencia para hacerla comprender que aquello era lo más natural del mundo y que debían esperarlo; aunque él, ciertamente que no hubiera esperado nunca que hubiera un valiente capaz de ir tan lejos para ver á la novia. Después de un mérito como éste, sería cruel negar la entrada en casa al muchacho.

Doña Andrea, ya más tranquila, se enteró de las bellas cualidades que adornaban á Felipe, y su condición de hombre trabajador hasta la ponderación, acabó por granjearle su buena voluntad.

Quedó, pues, convenido que Clotilde haría al día siguiente la presentación de su novio, y que, todos juntos, irían al teatro por la tarde; D. Sebastián tomaría las localidades en Apolo; no hubo más remedio que acceder, en cuanto al teatro, que fué designado por Doña Andrea.

Aquella noche no se hizo música; D. Sebastián se agarró á un libro, poniéndose á leer sobre la mesa del comedor; Clotilde se puso á trabajar en una labor, y Doña Andrea se fué á la cocina á tomar la cuenta á la Micaela.

A buen seguro que si alguien le preguntara á D. Sebastián lo que leía, no se lo pudiera decir, porque él mismo no lo sabía; la idea de que Clotilde se casaría, habíale causado tanta ó más impresión que á su mujer, aunque no lo manifestara. Aquella chiquilla adorable era la única con quien podía expansionar su espíritu… y aquella chiquilla iba á pasar á poder de un hombre, que la querría para él solo, que se la llevaría…

En el comedor no se oía ni el más leve ruido; en la cocina, Doña Andrea protestaba con voz destemplada de la cuenta que ponía Micaela, que, aquel día, se había propuesto dejar pequeñito al Gran Capitán.

Clotilde, de cuando en cuando, miraba á su tío, y en sus divinos ojos, de color verde, brillaba un chispazo de cariño infinito que dulcemente le enviaba envuelto en una sonrisa; después volvía á inclinarse sobre la labor; y, cosa rara, Clotilde, tan alegre momentos antes, sintióse poco á poco envuelta por una sombra de tristeza que la oprimía el corazón. «Separarse de los tíos.»

III

Los preparativos de la boda empezaron pronto y se llevaron á cabo con la mayor rapidez posible. Doña Andrea y Clotilde se pasaban las mañanas trabajando y las tardes las invertían en ir á Madrid para hacer compras.

Felipe metía más prisa que un dolor de tripas y no había modo de oponerse á sus deseos de que la boda se realizara en seguida.

Doña Andrea había llegado, en tan corto tiempo, á tomarle tal cariño, que no veía más que por sus ojos. Felipe, por otra parte, no se había descuidado en hacer lo posible por granjeárselo, y al conocer el espíritu mercantil de su futura tía, habíala tomado también gran afecto.

Un día, Felipe trató de la cuestión de buscar casa, para irla amueblando, y aquí fué Troya; ni D. Sebastián ni Doña Andrea se resignaban á separarse de Clotilde… ¡Vaya un conflicto!.. Felipe decía que aquello le cogía muy lejos; D. Sebastián alegaba que si antes podía ir, después de casado podía hacerlo igual; Doña Andrea dijo que ni á tirones se separaba de Clotilde. Felipe se resistía; la tía aseguraba que era una locura ir á pagar casa, cuando tenían allí habitaciones de sobra. Al fin, tanto hablaron y discutieron, que, con la intervención de Clotilde, Felipe accedió á vivir en el hotel, con lo que, no solamente consiguió su propósito de ahorrarse la casa… y otras muchas cosas, según ya tenía pensado para sus adentros, sino que aun apareció como un gran favor que tuvieron que agradecerle.

Llegó el día fijado para la boda, y ésta se realizó en la iglesia de aquella barriada…

Felipe no cabía en sí de gozo; Clotilde estaba radiante de hermosura… y los tíos rebosaban de satisfacción; aunque cualquiera que hubiera observado á D. Sebastián, hubiera notado, en el fondo de aquella gran alegría, una gran tristeza.

– Te quedas sin música; pero pronto volveremos y te desquitarás – dijo Clotilde, abrazando y besando amorosamente á su tío.

– Que Dios te haga feliz, es lo que yo deseo – respondió éste.

– Lo seré, tío, lo seré.

D. Sebastián sonrió de un modo particular, como diciendo: «quién sabe». Clotilde, llamada por unas amiguitas, no pudo ver el gesto hecho por su tío.

Aquella misma tarde salieron los recién casados para Toledo, ciudad donde empezaba el viaje de novios, que debía terminar en un pueblecillo de la provincia de Soria, donde residía una tía de Felipe, para que ésta conociera á Clotilde.

Al día siguiente llegó un telegrama anunciando la feliz llegada á la imperial ciudad; al otro, una carta muy corta, en la que Clotilde se limitaba á decir que estaban buenos, que se acordaba mucho de ellos y que era muy feliz al lado de Felipe; un diluvio de besos y san se acabó.

Inútil es decir que los tíos se apresuraron á contestar, diciendo miles de simplezas… y haciendo cientos de inútiles recomendaciones.

Cinco días después llegó la segunda carta; ésta era más extensa que la primera… ¡como que tenía dos pliegos!.. lo cual llenó de júbilo á los buenos tíos, que sintieron humedecerse sus ojos de lágrimas. La carta se leyó con toda solemnidad en el despacho de D. Sebastián.

El primer párrafo, invertíalo Clotilde en pedir á sus tíos que la perdonasen por su anterior, tan corta; pero no había tenido tiempo de más, porque se iba el correo, y no había querido dejarles sin noticias. Concluído este exordio, entraba de lleno en sus expansiones infantiles. Una cosa que por lo visto le interesaba mucho saber, era si había llovido por allí. ¡En Toledo habían caído dos chaparrones fenomenales! Pero ni aun con el agua habían dejado de corretear. Estaba encantada de las maravillas que allí veía. ¡Y pensar que estando tan cerca de Madrid, no las había visto antes! ¡No se lo perdonaba!

Al llegar á este párrafo, D. Sebastián dejaba caer, como quien dice, las palabras que leía, una á una. Doña Andrea demostró su impaciencia por la lentitud que empleaba D. Sebastián en la lectura.

Lo que le había causado un poco de desilusión á Clotilde, era la campana, la célebre campana de Toledo. No era tan grande como ella se había figurado, por lo que decían; no cabía un escuadrón debajo; pero, vamos, era una señora campana. Ella no se cansaba de ver aquellas cosas una y otra vez, y se reía mucho con Felipe, el que aseguraba que si le dejaran, tiraba todo aquello y hacia una ciudad á la moderna, de primera.

Por las noches, sobre todo, sentía un placer inexplicable en andar por aquellas calles tan estrechas y tan torcidas… ¡Cuánta poesía!.. ¡Qué dulce evocación de tiempos que pasaron para no volver! Por las tardes, cuando bajaban hacia la estación del ferrocarril, contemplando el Tajo, y pasaban junto al castillo, parecía que iban á salir los moros y los iban á coger prisioneros. Una noche lo soñó así; y soñó que á ella la vendían á un Sultán, y que á Felipe lo compraron para llevar cubas de agua. ¡Cuánto se reían!..

Felipe decía que estaba loca. Loca estaba, sí; pero loca de contento. ¡Qué bonito debía de ser viajar mucho y ver muchas cosas!.. De Toledo saldrían dentro de tres días, pues Felipe decía que aquello era aburridísimo y que, además, no podían perder mucho tiempo, porque la estación avanzaba y no podía desperdiciar la época mejor para sus comisiones. Concluía la carta con un chaparrón de besos y una cantidad incalculable de abrazos. Al final, Felipe escribía también unas cuantas líneas cariñosas.

La carta de Clotilde se leyó cien veces aquel día. Doña Andrea dió doscientas vueltas por las habitaciones de los chicos, para ver si faltaba algo.

El otoño se presentó frío y desapacible, y D. Sebastián tuvo que abandonar el campo, como él llamaba al jardín, y retirarse á cuarteles de invierno.

Nuevas cartas llegaron de Clotilde, que fueron leídas y releídas con tanto amor y alegría como la anterior. Pero la que produjo un júbilo delirante, la que causó una verdadera revolución en el hotel, fué la que recibieron anunciando su salida para Madrid.

Doña Andrea se pasó haciendo pucheros todo el día de tal manera, que su cara parecía fuente con dos caños.

– Pero, hija mía – decíale su marido – , ¿no lloraste cuando se fueron, y lloras ahora, cuando vienen?

A lo que Doña Andrea respondía:

– ¡Qué quieres, yo soy así!

Así era, efectivamente: un poco rara, y un mucho esclava de sus nervios, que casi constantemente estaban en abierta rebelión con todos los centros habidos y por haber.

IV

El invierno se coló de rondón, llevando consigo una cantidad horrorosa de catarros y pulmonías.

Los árboles mostraban ya sus desnudas y esqueléticas ramas; las plantas habían enmudecido y no daban flor. Llovía mucho, y los moradores del hotel habíanse confinado en las habitaciones. La vida en él había recobrado su marcha acostumbrada, salvo las modificaciones introducidas por Felipe, que no eran pocas.

Felipe, que no pensaba más que en sus comisiones, salía por la mañana, tempranito, en el segundo ó tercer tranvía, y, con mucha frecuencia, no regresaba hasta la noche; cenaba, contando á todos las notas que había hecho durante el día, y se acostaba con el bocado en la boca. ¡Ah…! El no podía acompañar al tío y á Clotilde en sus reanudadas sesiones musicales; tenía que madrugar. Con mucha frecuencia tenían éstas que suspenderse, porque el ruido del piano no le dejaba dormir. En su apoyo venía Doña Andrea:

«Pobrecillo, con tanto como trabajaba, era un crimen no dejarle dormir. ¡Y con los madrugones que se daba el infeliz! Es verdad que D. Sebastián también madrugaba; pero ¡vaya una diferencia! D. Sebastián llegaba á la oficina, se sentaba, tomaba café, fumaba, charlaba con los compañeros… y pare usted de contar; en cambio, el pobre Felipe tenía que trotar por las calles más que penco de coche de alquiler, y recibir más sofiones que novio en desgracia. ¿Cómo no había de molestarle el piano, y más que el piano, las latas que tocaba Clotilde? ¡Aquel pron… porrorón… porrorón… pon pon… del Lohengrin… del Tannhausser y del Parsifal, le quitaban el sueño á un lirón!» Resignábanse Clotilde y su tío, y entregábanse, él, á los libros; ella, á las labores, que alternaba con la lectura.

 

Pasaron los meses. Felipe, apoyado siempre por la tía, volvíase cada vez más despótico, comercialmente hablando, y Clotilde sólo escuchaba de él la diaria relación de las notas ó pedidos de las casas de comercio.

Clotilde, sin dejar de estar alegre, parecía no ser la misma: su alegría era reposada, grave; no era aquella bulliciosa alegría que tenía de soltera. D. Sebastián, único en la casa que había observado aquel cambio, como había observado el modo de conducirse Felipe con su esposa, dióse á pensar en las causas de aquella transformación.

No tardó mucho en dar con la clave; la cosa era indudable: Felipe y Clotilde habían escrito á París y pronto se recibiría el aviso de la llegada del bebé. D. Sebastián sintió una alegría loca… ¡Tanto como á él le gustaban los niños! Ellos habían tenido dos, pero los dos se los había llevado Dios. Ya estaba viendo un chiquitín rubio como el oro, porque seguramente sería rubio, correr y trotar por el jardín. ¡Oh! pero ya se guardaría muy bien de estropear las plantas y de tirar piedras á todos aquellos pajarillos que tan confiadamente se aposentaban en los árboles, porque sabían muy bien que nadie les haría daño.

Esperó, pues, D. Sebastián con verdadera impaciencia la feliz noticia; pero pasaban los días, la tristeza de Clotilde iba en aumento, y la noticia no llegaba.

Un día, no pudiendo resistir más, llamó á su esposa, y haciéndola observar lo que él había notado en Clotilde, le preguntó:

– ¿No te ha dicho nada Clotilde de si…?

– ¡Nada! – replicó Doña Andrea.

Y cuando D. Sebastián quedó solo, hubo de refunfuñar entre dientes: – ¡Claro, hombre, claro: si á un marido con tanta nota y tanto pedido… no le puede quedar tiempo para nada!

Volvió la primavera, y con ella la sublime explosión de vida y alegría de la Naturaleza.

En todos los hotelitos colindantes se notó el arribo de la estación. Este plantaba claveles; aquél, geráneos; el otro de más acá, que tenía un trocito de huerta, hacía sus siembras de hortalizas; aparecieron los pajarillos cantando alegremente; mostrábase más perezoso el sol para acostarse y más diligente para madrugar; arrinconáronse estufas y braseros, y diéronse á conocer los que ocultaban su rostro entre subidos cuellos y liadas bufandas; volvió, en fin, el alegre vivir de la primavera.

Don Sebastián resucitó también. ¡Con qué alegría veía revivir su muerto jardín! La savia, trepando por los troncos y encaramándose por las ramas, hacía brotar en éstas innumerables puntitos verdes, que habrían de convertirse en nuevas ramas, en hojas, en flores, en frutos. Surgían de las plantas los capullos que, avaros, guardaban su tesoro; acariciábalos el sol amorosamente y las flores asomaban recibiendo temblorosas el primer rayo de sol, cual púdicas vírgenes que reciben en los labios el primer beso de amor; abríanse lentamente, como temerosas de perder sus delicados colores y su dulce fragancia, hasta que, rendidas á las caricias del ardoroso amante, ofrecíanse á él en toda su lozanía, entregábanse sin rebozo á sus besos de fuego que habían de matarlas.

Clotilde ayudaba, siempre que podía, á su tío en aquellas tan agradables faenas.

Felipe seguía en su actividad comercial, no comprendiendo que un hombre que tiene toda la tarde libre no sepa emplearla en otra cosa más provechosa que en cuidar flores y en leer librotes, sentado, á la sombra de un árbol, en un sillón de mimbres ó en un banco rústico.

«Valientes chifladuras, valientes tonterías las que decían Heine y todos aquellos otros tontos por el estilo. Él comenzó á leerlo y tuvo que dejarlo más que de prisa. ¡Que se gastara el dinero en comprar aquellas paparruchas! Si el tío quisiera, podría dedicarse con él al comercio, y ganaría más – decía.»

Sonreía el tío, y con la intervención de Clotilde, se ponía fin á tan enojoso tema:

– «El tío no tiene carácter para eso, Felipe; además, el tío tiene lo bastante para vivir, y no ambiciona más: el dinero no es precisamente la felicidad.» – «¿Que no ambicionaba más? ¡Valiente tontería!»

Felipe no comprendía que nadie pudiera decir: «ya tengo bastante» ¡Cristo!.. ¡Con el dinero que había en el mundo!

Los días que el mercantil Felipe se quedaba en casa por la tarde, cosa que sucedía contadas veces, no por eso estaba ocioso: metíase corral adentro, en compañía de Doña Andrea, y haciendo uso de sus conocimientos en esta materia, adquiridos de jovencillo en el pueblo, y teniendo en cuenta los informes de la tía, rara era la vez que entraba en el corral que no salieran dos ó tres de aquellos ovíparos sentenciados á muerte.

Inútil era que Clotilde y su tío pusieran el grito en el cielo, intercediendo por aquellos animalitos: no había apelación posible contra los mortíferos decretos de Felipe.

– Señor, para llegar á formar un buen corral – decía éste – , la selección es lo primero.

– ¡Claro! – apoyaba Doña Andrea.

– Las gallinas ¿para qué son? Para que pongan huevos ó para comérselas; ¿no es eso?

– ¡Naturalmente! – decía Doña Andrea. – No van á ser para adorno.

– ¡Pobrecitas! – gemía Clotilde.

– ¡Qué sensiblerías más tontas! – replicaba desdeñosamente Felipe.

– Pero, ¿para qué se quiere tanto huevo? – alegaba D. Sebastián.

– Para venderlos – contestaba Doña Andrea.

– Pero, señor, eso es convertir esta casa en una huevería, y dar lugar á que á ti te llamen Doña Andrea la huevera, y á mí D. Sebastián el huevero.

– Tú dame pan… y llámame tonto.

– Si nosotros no tenemos necesidad de ese comercio para vivir.

– Por mucho trigo nunca es mal año.

Ante este modo de razonar, D. Sebastián tenía que callar… por no hablar.

Y sea por la selección que Felipe hacía ó porque las gallinas llegaron á sentir verdadero terror ante aquel verdugo, es el caso que llegó día en que éstas formaron cola para ir á depositar el huevo en los ponederos; con lo cual Doña Andrea llegó á venderlos por cientos, con harta satisfacción suya y desesperación de D. Sebastián.

V

Una tarde, era ya la hora del crepúsculo, hallábase D. Sebastián en el jardín, sentado en su sitio de costumbre, contemplando una de las infinitas soberbias puestas de Sol que en Madrid se admiran, cuando Clotilde, avanzando lentamente por el jardín, llegó hasta donde su tío estaba.

Tan absorto se hallaba éste en la contemplación del grandioso espectáculo que se ofrecía á su vista, que no se dió cuenta de la presencia de su sobrina.

– Tío – dijo ésta con dulce voz.

– ¡Clotilde!

– ¿Te molesto si me siento aquí, á tu lado?

– ¡Qué disparate, hija mía! – dijo D. Sebastián corriéndose un poco en el banco que le servía de asiento para dejar más espacio á Clotilde. – Pero, ¿qué tienes? ¡Tú has llorado!

– No, no… ¡no he llorado!

– ¿Cómo que no, si aun se notan las huellas en tus ojos?

– Es que… Bueno, sí, he llorado; pero por nada, por una tontería. Verás: estaba yo en mi habitación concluyendo de coser unas cosillas, cuando sin saber por qué, empecé á ponerme triste, muy triste… ¡una cosa sin fundamento!

Como ya apenas se veía, dejé la labor y me asomé á la ventana para que me diera un poco el aire. Yo no sé lo que sentí: el poético crepúsculo que se ofrecía á mis ojos, el religioso recogimiento que á estas horas parece reinar en toda la Naturaleza, el misterio con que el día se aleja de nosotros, sin que sepamos si hemos de volverle á ver, me impresionaron vivamente; sentí una angustia grande aquí, en el pecho, y ganas, muchas ganas de llorar… ¡Ya ves qué cosa tan tonta!

– Tus tristezas se resolvieron en llanto.

– Pero si yo no he estado triste nunca.

– ¡Pobrecilla! – replicó D. Sebastián sonriendo bondadosamente. – Hace tiempo que lo estás sin darte cuenta… ¡Dónde está tu alegría de otros tiempos!.. ¡Dónde las risas con que á todos nos alegrabas!

– Es verdad que hace algún tiempo…

– Algunos meses.

– Bueno, sí; hace meses que siento así como un malestar… una ansiedad… un no sé qué

– Un no sé qué: eso, eso es lo que se siente.

– Al principio pensé que la causa sería el que yo…

– Sí; yo también creí que la causa sería el que tú… Pero no era eso.

– No, no era eso – dijo Clotilde con un leve suspiro.

– La causa era otra.

– ¡Otra!..

– La causa de todo eso era, y sigue siendo, el empacho que tienes de notas, de pedidos de camisetas, de calcetines… y demás géneros de punto.

– Tío…

– No, no te sorprendas… ¡¡Si lo tengo yo, y no soy la mujer de tu marido!!

– Felipe es bueno – dijo Clotilde sonriendo al oir el tono de convicción de su tío.

– ¡Quién lo duda! Pero es el caso que tu marido no habla ni deja hablar más que de pedidos, de remesas y de tantos por ciento; que al casarse no pensó, á lo que se ve, en hallar la dulce compañera que sabe dar consuelo en los trances apurados y prestar aliento en los desfallecimientos que se sufren en la diaria lucha por la vida, sino al representante de una fábrica ó al encargado de un almacén á quien comunicar notas y más notas, pedidos y más pedidos.

Es verdad que tu marido no necesita consuelos, porque no tiene aflicciones; ni alientos para colocarle una partida de camisetas de abrigo al mismísimo Preste Juan, porque le sobran; pero tampoco es para que llegue al extremo de suponer que tu única aspiración en este mundo es que te encargue de escribir sus cartas comerciales.

Calló breves momentos D. Sebastián, y Clotilde dió un nuevo suspiro.

– ¡Pobre niña! – continuó diciendo aquél. – Tú, tan buena, tan cariñosa; tú, cuyo corazón rebosa de amor, de ternura, de dulces anhelos de comunicación espiritual con el ser amado, te ves privada de dar expansión á esos bellos sentimientos que, acumulándose en tu pecho, te ahogan, te oprimen y te hacen sentir un no sé qué… ¡Ah!.. Eres un bello libro de poesías que tu marido no se ha ocupado en hojear siquiera… ¡Psch!.. ¡Así es la vida!.. En cambio, otros buscan con afán, aunque no sea más que una sola poesía, una sola… y ¡nada!, prosa, hija mía, prosa á todas horas.

Un silencio prolongado reinó entre ambos.

– Qué dulce bienestar se siente aquí, tío – dijo al fin Clotilde.

– La Naturaleza es manantial inagotable de poesía; á él acudimos todos los que no tenemos fuente en casa. Hoy acudes por primera vez á ese manantial para mitigar tu sed, y á él seguirás acudiendo. ¡Hoy vienes junto á mí; mañana, cuando yo falte, seguirás viniendo tú sola!

La luz del día habíase extinguido por completo; á lo lejos se veía el resplandor del alumbrado de Madrid.

– Tú aun puedes esperar – continuó Don Sebastián. – Sois jóvenes, y tal vez tu marido cambie; aunque es de suponer que tarde, pues ya sabes que su opinión es, que mientras quede una peseta en poder de alguien, se debe trabajar para ganarla. Es posible, muy posible, que él llegue á ser dueño de todas, y entonces quizá piense que se olvidó de leerte… ¡Puede que deje las lecturas para cuando ya no tenga nada que hacer!

– Pobre tío: ahora comprendo lo que te falta para ser feliz completamente.

– ¡No sólo de pan vive el hombre, Clotilde…!

– ¡Ni la mujer, tío…!

– Caro te ha costado el saberlo, pobrecita mía. Recuerdas lo que te decía la tarde de nuestro paseo: todos tenemos que hacer concesiones á nuestro tipo; pero hay que ver cuáles sean éstas: las concesiones son muy peligrosas, porque una vez hechas, no tienen remedio. Yo también las hice á mi tipo, creyendo que sería capaz de despertar sentimientos que suponía dormidos… pero… ¡sí… sí…! ¿Quién es capaz de despertar lo que no duerme, ni cómo ha de dormir lo que no existe? Y no es esto lo malo; lo malo es que no hay derecho á quejarse: ellos son buenos, tal vez mejor que nosotros, puesto que son más humanos; toman la vida como es, sin preocuparse de reformarla, y así nos la dan.

– Es verdad; pero es tan agradable un ratito de poesía en la vida…

La campanilla de la puerta del jardín anunció que alguien abría ésta violentamente; pero ni el tío ni la sobrina repararon en ello: tan abstraídos se hallaban.

De aquel arrobamiento vino á sacarles la voz mal entonada de Doña Andrea, que llegó hasta ellos sin ser sentida, y que, rompiendo á hablar de pronto, les propinó un susto morrocotudo.

 

– ¿Qué…? ¿Ya estáis viendo salir las estrellas? ¿Hay alguna nueva, ó son las mismas?

Al volver en sí los dos soñadores, hubieron de sentir, primero, dolor producido al chocar en su caída con la dura corteza terrestre, después, risa al oir á Doña Andrea.

– Tu marido dice que vayas, que dónde diablos has metido la carta que recibió ayer de Masnou y Compañía, que no la encuentra.

Clotilde, al oir que Felipe había venido, cayó en la cuenta de que, por primera vez, no había salido á esperarle á la puerta del jardín. ¿Qué le diría? ¿Le reprocharía en su falta? Clotilde sintió una gran alegría al pensar que así sucediera.

La Luna iluminaba por completo el jardín. Clotilde se dirigió hacia el hotel, mientras D. Sebastián y su esposa quedaban discutiendo; por el camino, Clotilde fué cortando rosas hasta formar un hermoso ramo, que pensaba colocar en la mesa del comedor. Ligera como una corza subió las escaleras que conducían al piso principal, y compitiendo el color rojo de sus mejillas con el de las rosas que llevaba en la mano, entró en la habitación en que se hallaba Felipe.

Éste, muy sofocado, revolvía en un mueble papeles y cartas. Al ver á Clotilde, prorrumpió en exclamaciones que denotaban claramente su enfado.

– ¡Dónde está la carta de Masnou, vamos á ver: dónde está, que no la encuentro!

Clotilde, al ver aquel recibimiento tan distinto del que ella se forjara en la imaginación, acercóse al mueble en que Felipe revolvía, y abriendo un cajoncito, sacó la carta y se la entregó.

– Ya podía yo volverme loco buscando – gruñó Felipe cogiendo bruscamente la carta que le alargaba Clotilde, y sentándose ante su mesa. – ¡Quién iba á suponer que la habías puesto en un sitio donde no se ponen nunca!

Felipe, sacando la carta del sobre, y un librito de notas del bolsillo interior de la americana, empezó á leer y á tomar apuntes.

Clotilde le miraba sin moverse del sitio y sin despegar los labios. Así permaneció algunos instantes.

Felipe, dejando un momento la tarea comenzada, dijo á su esposa:

– ¿Qué haces ahí? Díle á la tía que á ver si cenamos pronto, que tengo que madrugar mañana y quiero acostarme en seguida.

Y dicho esto, volvió á reanudar su interrumpida tarea.

Clotilde nada respondió; llevó el ramo de rosas á su rostro, aspiró con deleite su aroma y, lentamente, salió de la habitación dejando caer de sus ojos amargas lágrimas, que fueron á perderse en los cálices de aquellas flores…