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Paz decolonial, paces insubordinadas

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TERCERA PARTE: NARRATIVAS Y EPISTEMOLOGÍAS

7. ASIMETRÍAS SOCIOTERRITORIALES EN EL GOLFO DE CALIFORNIA (MÉXICO). HACIA UNA PAZ CON EL LUGAR

Antonio Ortega Santos

Universidad de Granada (España)

7.1 INTRODUCCIÓN

Cuando los grupos humanos se relacionan con su entorno ambiental surgen tensiones en el territorio que devienen en procesos de conflictividad inter e intracomunitaria. La mirada aquí propuesta es de largo ciclo y atendiendo a dos ejes epistemológicos. Durante los dos últimos siglos los grupos humanos en el golfo de California han sufrido un proceso de extractivismo bioterritorial (turismo de masas, minería a gran escala, etc.) que ha generado una percepción de relación asimétrica con el territorio, debido al despojo de este por la acción combinada –y coordinada en muchos momentos– del gobierno y los sectores empresariales. Esta destrucción vino de la mano tanto de la marginalización –del centro productivo– de la agricultura de oasis, suplantada por la agricultura industrial del Valle Vizcaíno, como por la extracción de recursos biomarinos en el golfo de California. Esta práctica crea un territorio nuevo y elimina el patrón inicial de cultivos o especias autóctonas. Así mismo, implica también la propia eliminación “silente” de los pueblos originarios. Ante este escenario socioterritorial de matriz modernoeurocéntrica han sido muchos los habitantes que han pasado a la acción de lucha –luchas de matriz decolonial que es un eje metodológico de este texto- o reivindicativa de su territorio, de su conciencia de lugar, de una vuelta atrás en la asimetría, mediante un reencuentro pacífico con la vida en su espacio; una paz territorial frente a la asimetría. Para ello vivimos como laboratorio socioespacial la península de Baja California Sur en el tiempo contemporáneo y tomamos como herramienta el concepto de paz con el lugar como locus de enunciación para entender el proceso de creación comunitaria de la percepción de la asimetría territorial histórica, asi como de la generación de proyectos de sustentabilidad comunitaria. Iniciamos el camino.

7.2 UBICACIÓN TERRITORIAL

Baja California Sur está situada entre las latitudes 23° N y 32° N, donde se encuentran las grandes regiones desérticas del hemisferio norte. Tiene un área de 73 677 km2 que representa el 3.7 % del área total de México. Es el estado con el litoral más largo, con 2 230 km (22 % del total nacional), que incluye tres islas en el océano Pacífico y más de 100 islas e islotes en el golfo de California. Este territorio ocupa la parte sur de poco más de la mitad de la segunda península más grande del mundo, mide 690 km de longitud, 43 km en su parte más estrecha y 227 km en su parte más ancha. El golfo de California es el único mar territorial de una sola nación en el mundo, asumiendo el 49 % del litoral mexicano y el 50 % del territorio insular nacional. Es uno de los cinco ecosistemas marinos con mayor productividad y biodiversidad en el planeta y contiene, con respecto al número total de especies en el mundo, el 40 % de los mamíferos marinos, el 33 % de los cetáceos, 4 500 invertebrados marinos, 181 aves, 695 de los sitios Ramsar en el golfo, el 70 % de la producción pesquera nacional está verificada y es el único lugar en el mundo con cascadas submarinas.

Figura 1. Localización de la península de Baja California


Fuente: elaboración propia (2019).

De los 184 humedales que existen en las sierras sudcalifornianas y han sido identificados, 171 (93 %) se encuentran en Baja California Sur; 48 % de esos humedales tienen aguas superficiales y 52 % solo tienen arroyos de temporal y mezquitales (Maya et al., 1997). La presencia permanente de agua superficial permite el desarrollo de una vegetación mésica de amplia distribución, como palmares, carrizos y tule (Arriaga y Rodríguez-Estrella, 1997), y avifauna asociada (Llinas y Jiménez, 2004). En todos los casos son pequeños, pues los cinco más grandes tienen una superficie promedio de 1.5 km2 (el más grande de 2.7 km2) y la mayoría mide menos de 0.5 km2 (Maya et al., 1997).

7.3 MATRIZ DE INVESTIGACIÓN. DIALOGANDO LA DECOLONIALIDAD EN LOS ESTUDIOS SOCIOTERRITORIALES

El objetivo primario del enfoque decolonial es descubrir y denunciar los mecanismos perversos por los que, aun tras la conformación de unos estados independientes —en épocas, pues, poscoloniales, especialmente en el panorama latinoamericano y caribeño, de donde las primeras obras brotan—, el mundo se halla todavía lejos de una real de-colonización (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007, p. 13).

Partiendo de estas bases, y de las proporcionadas por otras autoras(es), colectivos, corporalidades y ámbitos de acción específicos, el capítulo introductorio de El giro decolonial (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007) nos acerca a la manera en que estas inquietudes -que no se han apagado con el tiempo y la salida de regímenes oficialmente coloniales- han sido puestas en común y plasmadas en encuentros y escritos por un grupo heterogéneo de autoras(es). De ahí, los conceptos de “decolonialidad” y “colonialidad mundial” se presentan como una denuncia del sistema-mundo moderno-colonial —capitalista/patriarcal/estadonacioncéntrico/nortocéntrico/cristianocéntrico— desarrollista, de las formas eurocentradas de conocimiento y de las jerarquías racializantes y subalternizantes que de este emanan, se propagan e imponen desde el centro hacia una periferia oprimida (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007, p. 14).

La ciencia eurocentrada —nortocéntrica, diríamos aquí— se ha constituido como universal, omitiendo, invisibilizando, trivializando y/o silenciando toda otredad epistémica, así como la pluralidad de caminos originados en lo que es considerado periferia, y que “pretende hacerse un punto de vista sobre todos los demás puntos de vista, pero sin que de ese punto de vista pueda tenerse un punto de vista” (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007, p. 83). Superar esa hybris del punto de vista único nos permite descomponer las dicotomías epistémicas que dividen el conocimiento entre “científico”, “legítimo”, “útil” y saberes “ancestrales”, que adolecen de validez científica y, por ende, de aplicabilidad universal (Escobar, 2012, p. 34).

Los universales, así como se imponen desde el centro de este sistema-mundo, con la consiguiente lógica escondida bajo la retórica de la modernidad,

[…] genera[n] necesariamente la energía irreductible de seres humanos humillados, vilipendiados, olvidados y marginados. La decolonialidad es, entonces, la energía que no se deja manejar por la lógica de la colonialidad, ni se cree los cuentos de hadas de la retórica de la modernidad. Si la decolonialidad tiene una variada gama de manifestaciones —algunas no deseables, como las que hoy Washington describe como “terroristas”—, el pensamiento decolonial es, entonces, el pensamiento que se desprende y se abre […] encubierto por la racionalidad moderna, montado y encerrado en las categorías del griego y del latín y de las seis lenguas imperiales europeas modernas. (Mignolo, citado en Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007, p. 27)

Por ello, el objetivo de las(os) autoras(es) decoloniales es “descentralizar a Europa” (Restrepo, 2016) y entablar un diálogo norte-sur y sur-sur para romper con las categorías jerarquizantes de la modernidad capitalista (Santos, 2010; Santos y Meneses, 2014).

Si bien este discurso se origina en diálogos entre pensadoras(es) e intelectuales de América Latina y el Caribe, establece lazos de comunicación con proyectos nacidos en otras latitudes, pues la episteme política de matriz colonial eurocentrada “no es la perspectiva cognitiva de los europeos exclusivamente, o solo de los dominantes del capitalismo mundial, sino del conjunto de los educados bajo su hegemonía” (Quijano, citado en Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007, p. 94), y, por tanto, la necesidad de vivificar y dignificar formas “otras” de cultura —en sus manifestaciones económicas, teóricas, políticas y, en definitiva, ontológicas— trasciende las fronteras de los estados-naciones tradicionales y las barreras geopolíticas impuestas. Efectivamente, cualquier propuesta política que se construya a partir de unas bases de universalismo epistemológico, de la ego-política del conocimiento, no deja de ser un diseño global imperial/colonial (Castro-Gómez y Grosfoguel, 2007, p. 70).

El objetivo no es, pues, el de crear un pensamiento decolonial, sino que las propias experiencias locales y comunitarias puedan dialogar con otras, afines o lejanas, que se desarrollen en otros lugares geográficos y/o epistémicos. La glocalidad de las diferentes escuelas, grupos, corrientes y aspectos de “lo decolonial” es lo que hace que se conforme como un pluriverso de prácticas y realidades, experimentos y contingencias, que tienden a concentrarse en su entorno cercano, sin dejar de establecer lazos de comunicación y solidaridad con compañeras(os) oprimidas(os) en otros lugares, y que, sin embargo, se hallan sumidas(os) en la perversidad de las reglas impuestas por el mismo sistema-mundo.

La tierra, el espacio que se habita o las formas de manejo del territorio por las comunidades adquieren en este contexto un valor epistemológicamente digno y desjerarquizado, que influye en la manera de concebir y de autoconcebirse como comunidad. La colonización y, tras su fin, los mecanismos de la colonialidad, han impuesto unos cambios en las formas de manejo y de relacionarse con el entorno natural, convirtiendo a “ecosistemas particulares” en “formas modernas de la naturaleza” (Escobar, citado en Lander, 2000). Puesto que las formas de vivir de los colectivos subalternos en todos sus aspectos se someten al modelo moderno/colonial, el objetivo de estos estudios es, precisamente, el de volver a dignificar los intentos comunitarios de supervivencia y resistencia, vivificando el ambiente como uno más de los sujetos oprimidos por los mecanismos de la modernidad capitalista.

 

Escobar (2014) nos plantea una serie de retos epistemológicos que atraviesan nuestra mirada conceptual sobre la modernidad capitalista. La teoría de la modernización nos ubica en la certeza metodológica de los beneficios del capital, la ciencia y la tecnología, sobre todo desde el bagaje postestructuralista en el que los sures fueron “inventados”, moldeando la realidad como una estrategia de dominación cultural, social y económica, por lo que resulta necesario un cuestionamiento sobre las prácticas de conocimiento respecto al desarrollo y la modernidad (Escobar, 2014 p. 32). Como nos indica el abordaje crítico a la modernidad, es necesaria una decolonización epistémica (en cuanto a la propia génesis de la producción del conocimiento), yendo más allá de las perspectivas intra-europeas e intra-modernas, que reconfigure la cultura y la episteme dominante. Esta revuelta epistémica, como alternativa al desarrollo como civilización global, se posiciona en lo multiescalar y multidisciplinar, y se dimensiona desde lo relacional y comunal, como respuesta (a veces no vista, narrada o considerada) al capitalismo. Pero sin duda nuestra mirada a los pueblos originarios nos conduce y condiciona desde la relacionalidad constitutiva que fractura la modernidad dualista. Las ontologías crean mundos; crearon mundos que fueron cercenados, subsumidos, subalternizados. Las ontologías relacionales, propias de los pueblos originarios, involucran perspectivas territoriales y comunales conducentes a la recuperación de lo que ahora nos guía en las investigaciones: pluriversos (Khotari et al., 2019).

No romanticemos el pluriverso, dado que, sin duda, la ontología relacional supera la dualidad (naturaleza frente a humanidad) y nos obliga a re-semantizar procesos históricos de colonialidad de los territorios con nuevas prácticas desde los primeros pasos epistémicos. El territorio es material y simbólico al tiempo, biofísico y epistémico, pero sobre todo es el lienzo sobre el que se escribe una narrativa de la apropiación sociocultural de la naturaleza y los ecosistemas que cada grupo social ha construido desde su cosmovisión y su ontología. La ontología de los territorios25 es el estudio de la naturaleza del ser, que como alguien, o algo, existe y se despliega no solo como imaginario, sino como práctica concreta, siendo el tercer elemento para considerar las narrativas que permiten entender la arquitectura vital de su relación con el mundo.

Una de las herramientas centrales de esa modernidad capitalista fue la imposición de un patrón universal de capitalización de la naturaleza en el mundo contemporáneo. Esta capitalización supuso en muchos lugares y espacios, el ataque o la desarticulación de las formas de comunalidad a manos de una creciente conversión de la naturaleza en un input del modelo capitalista-industrial. Junto al controvertido debate sobre la tragedia de los comunes, expuesto por Hardin (1968), se verificó –a nivel global- una commodificación de la naturaleza (Ortega Santos, 2000, 2002, 2012, 2013, 2014, 2015). La propuesta de Hardin había encontrado antes en H. Scott Gordon (1954) un eco previo, al considerar que la tragedia de los recursos marinos estaba determinada por su nula rentabilidad económica (sic), argumentos asumidos y reformulados por Hardin (1968) algo más de una década después. Esta apuesta condujo hacia una mirada atenta a las conductas de los grupos humanos y de la dimensión institucional (Ostrom, 1990; Ostrom y Schlager, 1996; Ostrom et al., 2000) desde las cuales conceptualizar lo que se definió como un “correcto manejo” del recurso. El estudio de los commodities es el estudio de las relaciones económicas de intercambio en el marco capitalista civilizatorio, con la interacción de procesos humanos, de trabajo y biofísicos, en cuanto a la demanda de materias primas y energía, que desestabiliza balances energéticos a escala local y global. Commodificación de los recursos tenidos en común, que narra la previa apropiación colonial a lo largo del siglo XIX, de la mano de la privatización de recursos, la cual fue convertida en herramienta de la destrucción de los usos y costumbres comunes-locales.

La constatación de este proceso a escala global nos sitúa ante un dilema ético. Si la modernidad capitalista impuso una constricción sobre las capacidades de grupos humanos en muchos lugares del mundo, sometidos a su subalternizacion en el mejor de los casos, y al epistemicidio en otros muchos, nos sitúamos ante la posibilidad del diseño de nuevas prácticas comunitarias que permitan la construcción de otras modernidades. En este sentido, siguiendo a Santos (2010, 2010b; Santos y Meneses, 2014), se pueden construir y concebir en el futuro modernidades alternativas. Estas tradiciones fueron marco de convivialidad negada (Illich, 2015), en los que la tensión en los territorios por la presencia y acción colonial generó, como producto una narrativa, un saber científico eurocéntrico en el que los pueblos aparecen despojados de su ser ontológico y convertidos en subalternos alterizados, sometidos a la impronta de la modernidad colonial (inexistentes, exterminados o exotizados, en el mejor de los casos). Esta narrativa está expresada en la segunda parte de este capítulo, en el concepto esgrimido por los actores territoriales como asimetría territorial, propuesto como ejercicio de reflexión comunitaria en respuesta al proceso de economías de saqueo protagonizadas por la modernidad colonial capitalista.

En el contexto de la mirada crítica al impacto de la modernidad capitalista, J.K. Gibson-Graham (2006, 2014) invita a considerar tres pasos. Primero, la deconstrucción del “moderno-centrismo” de la teoría social, o sea, la forma en que la modernidad tiene capacidad para ocupar todo. Segundo, reconstruir nuestra comprensión de lo social postulando como discurso único las formas modernas, modernas alternativas y no-modernas de existir, hacer y pensar. Tercero, investigar cómo podemos promover, colectiva y territorialmente, las formas alternativas y no-modernas (o a-modernas si se quiere). Como bien indica Silvia Rivera Cusicanqui (2014), resulta esencial la concepción del tiempo y de la historia, dado que los pueblos originarios o indígenas son siempre seres contemporáneos. No hay ni “post” ni “pre” en una visión de la historia que no puede ser, en la matriz de investigación decolonial, ni lineal ni teleológica, sino que se mueve en ciclos y espirales, donde pasado y futuro están contenidos (si se puede, sic) en el presente.

A modo de resumen, la matriz epistémica en la que se ancla este texto nace de la necesaria asunción del impacto del proceso de colonialidad territorial para con las formas de vida de muchas sociedades a lo largo del tiempo contemporáneo (proceso histórico en el caso de estudio considerado, que se narra en el siguiente apartado de este artículo), sufrientes de la ruptura de las relaciones simétricas y convivenciales con sus territorios. Desde esa ruptura, cabe activar procesos de reflexión, sobre cómo se están construyendo nuevas comunidades, relaciones y conciencias de lugar que rompen con la asimetría histórica y apuestan por una nueva paz con el lugar.

7.4 NARRATIVAS DE LA COLONIALIDAD. TERRITORIOS DESPOJADOS, COMUNIDADES EN ADAPTACIÓN FRENTE A LA MODERNIDAD

Del lado del Pacífico, desde finales del siglo XVII (1697), con la llegada de los Jesuitas a Baja California Sur, se implementó un manejo “europeo” de los recursos naturales, construyendo mediante acequias y sistemas hidráulicos una nueva forma de operación del territorio: los oasis. Desde finales del siglo XVIII y a lo largo del siglo XIX, estos desiertos (Trejo, 2011) y oasis se vieron sometidos al control de diversos grupos y del Estado mexicano, imponiendo una nueva identidad territorial, la identidad oasiana ranchera, que se define por un alto nivel de adaptación al ecosistema desértico, bajo nivel de consumo y apropiación eficiente de recursos naturales, heredada de forma simbiótica de la resiliencia de los saberes de los pueblos originarios.

La historia de los oasis sudcalifornianos muestra la adaptabilidad social a condiciones ambientales extremas de aislamiento, aridez e imposiciones sociopolíticas, desde el proceso colonizador (iniciado en 1697) hasta la construcción del Estado mexicano (de finales del siglo XIX a la actualidad) (Cariño 1996, 2007, 2013). Tal capacidad adaptativa tuvo por base la autosuficiencia, lograda a través del manejo sustentable del agua y la tierra, y la austeridad, tanto en la producción como en el consumo. Esa inteligencia en la toma de decisiones sobre la gestión colectiva de los recursos naturales dio origen a una identidad sudcaliforniana que erigió un fuerte arraigo al territorio oasiano. Este surgió con la producción del espacio misional creado por los jesuitas en el siglo XVIII en los humedales convertidos en oasis y continuó con su ampliación al secano circundante, donde las comunidades rancheras practican la ganadería extensiva, recreando el uso del espacio y de la flora silvestre que aprendieron de los indígenas, generando un complemento indispensable e indisociable a la productividad agrícola de la zona húmeda.

Esta historia de éxito adaptativo limitado (Ortega, 2013) se truncó bien entrado el siglo XX, con la irrupción de la Revolución Verde, que reorientó la agricultura sudcaliforniana hacia cultivos alineados en los parámetros de la comercialización en mercados nacionales e internacionales. El resultado fue la pérdida de centralidad de la agricultura oasiana y la desaparición de la autosuficiencia y la austeridad (Cariño et al., 2012). La modernización de la economía sudcaliforniana ha trazado el camino hacia la extinción de los oasis, que será inevitable si se sigue con la tendencia de abandono de la población en los oasis serranos, de urbanización turística en los oasis costeros, de falta de valorización de la capacidad productiva de la agricultura y la ganadería oasianas, y, sobre todo, del desconocimiento del potencial de sustentabilidad de la oasisidad. En otros trabajos (Cariño 2001, 2012, 2013, 2014) hemos propuesto el concepto de oasisidad para referirnos a la original cultura de la naturaleza de las sociedades oasianas. En ellas, los valores de la solidaridad, la austeridad y la autosuficiencia son la norma, naturalmente impuesta, por un entorno que limita la movilidad.

La desaparición de la identidad cultural oasiana significó la pérdida de los saberes bioculturales anclados al territorio desde tiempo atrás, que demostraron durante siglos tener la capacidad de usar de manera durable los escasos recursos regionales y de tener la autonomía alimentaria necesaria para subsistir en el aislamiento y la aridez. Esta historia ambiental sobre la indisoluble coevolución entre tierra, agua y sociedad tiene por finalidad dar a conocer el éxito del sistema agroecológico de los oasis sudcalifornianos y las causas que lo condujeron al abandono, abogando por una revaloración de su potencial sostenible y por la urgente conservación de su cultura de la naturaleza.

Antes de la llegada de los jesuitas en 1697, los oasis eran paisajes bioculturales (Toledo y Barrera, 2008) fruto de complejas relaciones que las sociedades han establecido en rudas condiciones geográficas, aprovechando los escasos recursos locales para desencadenar una amplificación creciente de interacciones positivas, creando un nicho ambiental fértil y sustentable, que contrasta con su entorno hostil. Al ser producto de un estrecho vínculo sociedad/ambiente, los oasis eran y son sistemas socioambientales (Berkes y Folke, 1998) y forman parte del vasto y variado conjunto de sistemas de riego tradicional, dentro del cual su especificidad ha sido la de permitir el desarrollo de la agricultura y la ganadería en las zonas desérticas, áridas y semiáridas del planeta. Por lo tanto, son también paisajes agroecológicos y han acompañado a la humanidad desde la revolución neolítica hasta la actualidad, demostrando ser portadores de una extraordinaria sustentabilidad basada en estrategias de adaptación, autosuficiencia y austeridad, tanto en sus sistemas productivos como en la organización social y el uso de los recursos naturales. La existencia de oasis también ha provocado profundas transformaciones sociales, ya que requiere la sedentarización de por lo menos una parte de la sociedad, que por lo general antes tenía una vida nómada.

 

La península de Baja California fue descubierta en 1533 por una expedición enviada por Hernán Cortés, trece años después de la conquista de México-Tenochtitlan (Venegas, 1757; Mathes, 1965, 1970; Vernon, 2002; Engelhardt, 1908). El 3 de mayo de 1535 el mismo conquistador realizó por primera vez el Auto de Posesión en nombre de la Corona de España. Aunque su intención era permanecer en esa tierra a la que llamó California, al cabo de unos meses tuvo que abandonarla, ya que el calor, la falta de agua y de bastimentos, más los constantes ataques de los indígenas, hicieron imposible la continuidad de la colonia. Una suerte semejante corrieron las expediciones que intentaron colonizar Baja California las 17 décadas siguientes (Cariño, 2007). Incluso en 1685 el rey Carlos II ordenó la suspensión de todas las empresas colonizadoras en California, pues la escasez de recursos naturales no justificaba los gastos. Pero la última expedición, comandada por el almirante Isidoro Atondo y Antillón y el padre Francisco Kino (1683 a 1685), sembró en los Jesuitas el ardiente deseo de evangelizar a los nativos y de crear con ellos, en esas inhóspitas y desprovistas tierras, un reino mariano (Cariño y Castorena, 2007).

Entre 1685 y 1697 los padres Kino y Juan María de Salvatierra lucharon por tener la autorización real para regresar a California y fundar misiones (Cariño, 2007). Un requisito indispensable era la autonomía financiera, por lo que formaron el Fondo Piadoso de las Californias, lo que les permitió obtener la autorización real, pero, sobre todo, les concedió condiciones excepcionales al poseer la autoridad política y jurídica -además de la religiosa- en la nueva provincia. El padre Salvatierra y un reducido número de acompañantes, el 26 de octubre de 1697, fundaron la primera Misión de Las Californias, dedicada a la Virgen de Loreto. Hasta su expulsión de los territorios del Imperio Español en 1768, lograron fundar en la península 18 misiones y numerosos pueblos de visita. Sabían que el principal obstáculo a vencer en la región era el agreste medio geográfico, razón por la que buscaron lugares que contaran con agua permanente, lo que en la región de manera natural solo ocurría en los más grandes humedales; además, en ellos concurría abundante población indígena conocedora de los agueajes en los que emergía el agua a la superficie. Una vez que el sitio elegido era considerado factible para establecer en él una misión, levantaban modestas habitaciones que debían servir temporalmente como templo y refugio para el misionero y los soldados. Enseguida, conocedores de la experiencia mediterránea de ocupación de los territorios áridos, procedían a la construcción de un oasis, cuyo principal objetivo era la práctica agrícola. Esta, además de permitir la producción de alimentos in situ para soldados, misioneros y colonos, era uno de los métodos más efectivos para la aculturación de los nativos, pues permitía modificar por completo su tipo de vida seminómada, enseñándoles a ser sedentarios, además de nuevas formas para extraer su subsistencia del medio geográfico sin depender de la colecta y la caza.

Para transformar los humedales en oasis, además del conocimiento de la cultura del oasis por parte de los misioneros, se requería fuerza de trabajo. Por ello los jesuitas fomentaron la migración hacia la Antigua California de colonos laicos que se ocuparon de la construcción de la infraestructura hidráulica, así como de las labores agrícolas y ganaderas en los oasis. A partir de 1750 esos colonos empezaron a establecer sus ranchos de forma independiente de las misiones, con la finalidad de abastecer a los primeros asentamientos mineros (Crosby, 1992, 1994). Esta nueva sociedad ranchera era muy poco numerosa, como lo eran los indígenas sobrevivientes a las enfermedades, las guerras y el proceso de aculturación, por lo que ambas sociedades tuvieron que convivir, ya fuera que los indígenas estuvieran empleados en los ranchos como mano de obra, o que se incorporaran a las familias rancheras mediante el matrimonio. Así, antes de que la población indígena de la península se extinguiera por completo, logró transmitir algunos de sus ancestrales conocimientos ambientales a los rancheros. Entre estos destacan el uso de la flora silvestre para la alimentación y con fines medicinales, así como la forma de extraer agua de plantas y lechos de arroyos, pero, sobre todo, los fundamentos estratégicos de la adaptación simbiótica al ambiente, característica de la cultura de la naturaleza indígena. Los saberes bioculturales de pueblos originarios, reapropiados colonialmente por los nuevos pobladores, fueron como o sirvieron para (Cariño, 1996):

1 Una gran economía energética, estableciendo una relación proporcional entre el gasto de energía en la obtención de alimentos y la energía que estos les aportaban.

2 Un uso variado e integral de la diversidad biótica, a través del consumo integral de variadas especies y el uso múltiple de sus estructuras -huesos, carapachos, pieles- para el vestido, la ornamentación y la fabricación de utensilios.

3 La preservación de los ecosistemas, evitando el agotamiento de los recursos, imponiéndose una organización socioespacial que les permitiera aprovechar los ecosistemas, garantizando la recuperación natural de las especies vegetales y animales de las que dependía su subsistencia.

Combinando los saberes bioculturales milenarios de la cultura del oasis y de la sabiduría ambiental indígena, los rancheros desarrollaron una identidad cultural sui géneris, anclada en lo que hemos definido como la ya citada Oasisidad (Cariño, 2001). Mezclando las formas de apropiación territorial y de aprovechamiento de los recursos naturales de las dos culturas, los rancheros dieron una conformación territorial especial a los oasis sudcalifornianos. Los canales de riego fueron construidos con piedra y mezcla, tallados en la roca viva, o ahuecando troncos de palmas (Baegert, 1989); a menudo fue necesario implementar esclusas, partideros y embalses. Tanto la infraestructura, como la administración de estas modestas pero vitales obras hidráulicas, se asemeja a los sistemas de regadío de los oasis del Mediterráneo. Para aprovechar al máximo la limitada superficie donde era posible la práctica agrícola, se realizó una agricultura estratificada en tres niveles, como sucede en otras zonas de oasis en el mundo. En el nivel superior las palmas datileras (Phoenix dactylifera) y las nativas (Washingtonia robusta y Erythea brandegeei) forman un dosel que filtra los rayos del sol, reduciendo la insolación y la evaporación. En el nivel intermedio se cultivan árboles frutales, mediterráneos y tropicales. El inferior es dedicado a la siembra de variadas hortalizas y algunos granos. Además de su eficiencia ambiental, este sistema agroforestal aportaba una rica diversidad de alimentos a la población de ranchos, minas y pueblos. La práctica agrícola implicó un uso más intensivo del agua y la tierra, pero en la cultura oasiana esto no significó sobreexplotación, sino uso racional de estos recursos vitales.

Esta investigación, desarrollada a lo largo de los últimos doce años por el equipo Ridisos (Red de Investigación sobre el Desarrollo Integral Sustentable de los Oasis Sudcalifornianos, del que autor es parte fundacional), realiza un recorrido por la historia del tejido territorial sudcaliforniano y nos sitúa ante el reto investigador del giro necesario para repensar desde praxis decoloniales nuestros presupuestos de investigación. Desde el campo de la historia ambiental en la que este texto asienta sus fundamentos metodológicos, los procesos de construcción en el tiempo contemporáneo de una transformación de los agroecosistemas oasianos en Baja California, se explica desde la imposición de un patrón de manejo sustentado en la inserción de sistemas de cultivo, plantas y formas de manejo del agua -con los sistemas de acequias-, transportados desde Europa con el propósito de diseñar una “Nueva Europa”.