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Paz decolonial, paces insubordinadas

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SEGUNDA PARTE: TEMPORALIDADES Y TERRITORIOS

5. LOS TIEMPOS DE LA PAZ: ENTRE EL TIEMPO DE LA NACIÓN Y EL TIEMPO DE LOS SOBREVIVIENTES EN LOS TERRITORIOS DE LA GUERRA

Juan Felipe García Arboleda

Pontificia Universidad Javeriana (Colombia)

5.1 INTRODUCCIÓN

¿Puede el tiempo establecerse por decreto? A juzgar por las enseñanzas que nos ha dejado la sociología histórica sabemos que sí. Un caso ejemplar es el del papa Gregorio XIII quien ordenó revisar el calendario juliano y, a través de una bula papal, eliminó 10 días del año 1582, decretando que después del día 4 de octubre, no viniera el 5, sino el 15 (Elías, 2015, p. 77).

En este capítulo pretendo retomar esta premisa de la sociología histórica -sobre el diseño social del tiempo-, para llevarla al campo del análisis de los procesos de construcción de paz en los territorios en donde ha acaecido la guerra. Propongo que las políticas públicas que desarrollan un pacto de paz se encuentran enmarcadas dentro de una noción particular del tiempo, la cual es el producto de relaciones sociales de grupos humanos específicos que son tomados como punto de referencia de dicha concepción (Elías, 2015, p. 94). Basado en ello, en las dos primeras partes contrasto la noción de tiempo de los grupos humanos que diseñan y ejecutan las políticas públicas, con la concepción del tiempo de aquellos grupos humanos sobrevivientes a la guerra, quienes habitan los espacios sobre los cuales recaen las políticas. Partiendo de la investigación que he realizado desde el 2009 en la Isla de Papayal (sur del departamento de Bolívar en Colombia)17, en las partes restantes del texto describo la forma en que estos sobrevivientes a la guerra perciben los proyectos de paz nacional, cimentados en el viejo paradigma de reconstrucción económica, como prácticas de exterminio de las fuerzas vecinales en su territorio.

5.2 EL TIEMPO DE LA NACIÓN Y EL PARADIGMA DE CONSTRUCCIÓN DE PAZ EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX

Norbert Elías escribe en su ensayo Sobre el tiempo, de 1984, “Aunque las diferencias entre los Estados nacionales pueden ser muchas, tanto unos como otros tienen, como representantes del mismo estadio de desarrollo social, ciertas características comunes de personalidad, entre las cuales se encuentra la experiencia del tiempo” (2015, pp. 151-152). Estas palabras coinciden con lo desarrollado en la afamada investigación de Benedict Anderson sobre el nacionalismo, publicada en 1983 en el libro Comunidades Imaginadas. El argumento que une estos trabajos es simple: los grupos humanos, que se autorreconocen como una unidad común en un cuerpo al que llaman nación, requieren realizar una operación de vaciamiento de las historias particulares de las partes que constituyen el todo. Dicha operación es la condición de posibilidad para que pueda emerger una experiencia común del tiempo nacional. La experiencia común se produce en el momento en que emerge un relato histórico homogéneo para ese grupo humano y es adoptado por este. Se trata del relato de la nación, del tiempo de la nación.

Vacuidad y homogeneidad. Estas son las dos características con las cuales Walter Benjamin (2012) describe el tiempo moderno, y Benedict Anderson (1983) las usa para describir el tiempo de la nación. Para este último, esa experiencia del tiempo, incluso, es la condición de posibilidad del ejercicio de la ciudadanía en una nación y las garantías que esta ofrece en clave de libertad e igualdad (Anderson, 1983).

Lo que quisiera proponer es que estas dos características son fundamentales para comprender el paradigma de construcción de paz que domina la segunda mitad del siglo XX. Este paradigma tiene como finalidad reconstruir económicamente los territorios en donde ha acaecido la guerra, en función del tiempo de la nación. George Marshall (1947), secretario de Estado norteamericano, inauguró esta concepción de paz cuando pronunció su discurso el 5 de junio de 1947 en la Universidad de Harvard, en el que trazó las líneas del modelo de intervención para las sociedades que enfrentan los efectos de la guerra. En dicha oportunidad Marshall señaló:

Al considerar los requerimientos para la rehabilitación de Europa, la pérdida física de vidas, la visible destrucción de ciudades, fábricas, minas y ferrocarriles fue estimada correctamente, pero durante los meses recientes se ha hecho evidente que esta destrucción probablemente fue menos grave que la ruptura de todo el tejido de la economía europea. (Traducción propia)

Para Marshall, quien había sido jefe del Estado Mayor del Ejército Estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial, la desmoralización que deja la guerra en los pueblos solo se puede combatir mediante la reactivación de lo más “serio” que ha quedado arrasado: la productividad de las economías nacionales. Bajo esa línea de pensamiento, la reactivación económica es la verdadera garantía de que Estados Unidos y el mundo puedan volver a alcanzar la paz.

Aparte del efecto desmoralizador en el mundo en general y las posibilidades de disturbios que surgen como resultado de la desesperación de las personas afectadas, las consecuencias para la economía de los Estados Unidos deberían ser evidentes para todos. Es lógico que los Estados Unidos debería hacer todo lo posible para asistir en el retorno del bienestar económico normal en el mundo, sin lo cual no puede haber estabilidad política ni paz asegurada. (Marshall, 1947, traducción propia)

El discurso de Marshall describe el rol de Estados Unidos como un operador que asiste a los territorios de la guerra, para que transiten hacia un estado de bienestar económico “normal”. Es en esta operación de “normalización” de los territorios para la reactivación del mercado, en la que se requiere un proceso de vaciamiento y homogeneización del tiempo. La cuestión fue explicada en detalle por Max Weber (2002), quien corroboró que la consolidación de los procesos de producción implica una variación de los mecanismos mediante los cuales se “racionaliza” la concepción del tiempo.

La disciplina de las empresas industriales descansa completamente en una base racional, pues con ayuda de métodos de medición adecuados, calcula el rendimiento máximo de cada trabajador lo mismo que el de cualquier medio real de producción. El adiestramiento y ejercitación racionales basados en tales cálculos alcanza manifiestamente sus mejores triunfos en el sistema americano del scientific management, el cual extrae las últimas consecuencias de la mecanización y organización disciplinaria de la empresa. El aparato psicofísico del hombre es aquí completamente adaptado a las exigencias que le plantea el mundo externo, el instrumento, la máquina, en suma, la función. De este modo se despoja al hombre del ritmo que le impone su propia estructura orgánica, y mediante una sistemática descomposición según las funciones de los diversos músculos y por medio de la creación de una economía de fuerzas llevada hasta el máximo rendimiento, se establece un nuevo ritmo que corresponde a las condiciones del trabajo. (Weber, 2002, p. 889)

En síntesis, la paz de Marshall ubica a Estados Unidos como un sujeto que se autopostula como medida del tiempo, como norma temporal de la vida productiva. Ese lugar universal es lo que permite erigirse como un agente que guía a las poblaciones que habitan los territorios afectados por la guerra; un agente que lidera una misión para que sus habitantes transiten por el camino que conduce a la vida económica normal.

Ahora bien, encontramos en las investigaciones de Partha Chatterjee (2011) una crítica a esta forma unidireccional de concebir el tiempo de la nación y el tiempo de la paz. El profesor indio ha fundamentado su crítica, al menos, en dos postulados básicos de carácter empírico. En primer lugar, ha llamado la atención sobre los procesos históricos de formación de los Estados nacionales, en particular, de los Estados poscoloniales. En estos procesos se puede evidenciar una constante: toda vez que las élites que promueven la transición hacia la modernidad se encuentran al interior de sus fronteras con grupos humanos que poseen formas diferentes de comprender el mundo, los clasifican como vestigios primitivos del pasado, o como casos desviados de la norma, convirtiéndolos en poblaciones objeto de políticas de museificación o de disciplina (Chatterjee, 2011, p. 134). En ambos casos, las operaciones de clasificación de los grupos humanos diferenciados como piezas de museo o como anormales, en las que han jugado un rol esencial la antropología, la sociología, la piscología, el derecho y la economía- no son enunciados de verificación empírica, como fue sostenido por el paradigma epistemológico de las Ciencias Sociales durante el siglo XIX y la primera mitad del siglo XX (De L’estoile et al., 2005).

Tal y como lo señalan Deborah Poole y Veena Das (2004), siguiendo de cerca a Chatterjee, estas operaciones de clasificación son sesgadas, pues de una norma -un postulado particular de orden- se infiere un estado de cosas normal -un postulado general de orden- (Das y Poole, 2004, p. 5). En ese sentido, se trata, más bien, de operaciones políticas de despojo (despolitización–desubjetivación): despojan de validez la forma misma de comprender y percibir el mundo, y por esa vía, despojan a los grupos humanos de la posibilidad de narrar las formas diferentes en que se ha experimentado el transcurrir del tiempo.

Y es en este punto donde Chatterjee (2008) fundamenta su segundo postulado de la crítica a la concepción del tiempo de la nación en la modernidad: “aunque las personas puedan imaginarse a sí mismas en un tiempo homogéneo y vacío, no viven en el […] tiempo homogéneo y vacío no existen como tal en ninguna parte del mundo real” (p. 62). La homogeneización absoluta de la concepción del tiempo que emprenden los Estados nacionales es una utopía, o solo se puede experimentar virtualmente. Y tal como lo ha señalado Homi Bhabha:

 

La narrativa de la nación se encuentra obligada a afrontar una inevitable ambivalencia, con dos planos temporales que interactúan. En un plano temporal el pueblo es objeto de una pedagogía nacional ya que se encuentra siempre en construcción, en un proceso de progreso histórico hacia un nunca culminado destino nacional. Pero en el otro plano, la unidad del pueblo, su identificación permanente (desde y hasta siempre) con la nación, debe ser continuamente significada, repetida y escenificada. (Bhabha, citado por Chatterjee, 2008, p. 63)

En síntesis, en el mundo real de la vida moderna “el tiempo es heterogéneo, disparmente denso” (Chatterjee, 2008, p. 62). Y es esta densidad del tiempo de los grupos humanos que habitan en los territorios de la guerra, la que considero fundamental estudiar para diseñar procesos de paz con paradigmas diferentes a aquellos que parten del tiempo homogéneo y vacío de la nación.

5.3 EL TIEMPO HETEROGÉNEO Y DENSO DE LOS SOBREVIVIENTES QUE HABITAN LOS TERRITORIOS DE LA GUERRA

La narrativa en la escala nacional, el tiempo de la nación, han borrado e invisibilizado la experiencia del tiempo de los grupos humanos que han sufrido la guerra, lo que ha sido funcional al paradigma de los procesos de paz que priorizan la inserción económica de los territorios al mercado nacional y global. Para transformar este paradigma considero fundamental buscar un encuadramiento diferente, que dirija la mirada hacia la densidad de las historias de los pueblos sobrevivientes. Propongo emprender una reducción de escala que permita focalizar los procesos de configuración de las estructuras básicas de sociabilidad de dichos grupos humanos, detallando la forma en que estas estructuras han sido afectadas por la guerra.

A continuación, presentaré los resultados obtenidos al aplicar dicha variación de enfoque en el caso de los habitantes de Buenos Aires (municipio de El Peñón, departamento de Bolívar), quienes poblaron, durante los años 20 del siglo pasado, planicies y ciénagas de la Isla de Papayal, formada por el río Magdalena y unos de sus brazos, denominado brazuelo de Papayal. Estos campesinos se encontraron con lo que el Estado colombiano denomina tierras baldías de la Nación, y emprendieron la construcción de asentamientos al borde de las fuentes de agua, estableciendo una actividad de pesca en las épocas de invierno y una agrícola en verano, conviviendo en un hábitat que proveía con abundancia su subsistencia.

Los campesinos encontraron estas tierras enmontadas, dedicándole su tiempo y sus fuerzas para prepararlas para la siembra. Creyeron, firmemente, que llegarían a ser el patrimonio de sus familias y del pueblo que levantaron. No solo preparaban juntos la siembra, también pescaban en colectivo, bajo la técnica de corral, con cinco canoas y cinco atarrayas. Esta técnica les permitía mantener abastecido el río y así́ preservar las semillas del pez. A partir de la tierra, el río y los playones nació la vida social de este grupo humano. En estos espacios las personas del pueblo se unían para juntar sus fuerzas, que materializaban la vida. De allí la importancia, en esta forma de sociabilidad, de ser un grupo humano prolijo en la descendencia: a mayor número de hijos, mayores las fuerzas que se proyectan sobre estos espacios, y mayores las fuerzas para defenderlos.

La descripción de Bauman (2006) sobre las particularidades de las relaciones sociales de los vecinos de un pueblo ayuda a comprender cómo se distinguen estas fuerzas vecinales sobre las intervenciones de agentes foráneos.

Lo que verdaderamente distinguía al vecino del resto no era un sentimiento de compasión, sino el hecho de que siempre había estado a la vista, siempre tendiendo hacia el polo de la intimidad, un posible compañero de intercambio con el que se compartían biografías. El conocimiento del vecino era amplio, con una tipificación residual que, en caso de aplicarse, rara vez se revisaba o era provisional. Había reglas para cada ocasión y pocas ocasiones que carecieran de reglas. Por una vez, la suposición de “reciprocidad de perspectivas” casi siempre era correcta. La simetría o la complementariedad de percepciones era genuina, se autor reforzaba y autorreproducía. (p. 172)

Las fuerzas vecinales que son fruto de haber compartido largas biografías en espacios en los que se reproduce la vida cotidianamente, producen un significativo grado de confianza entre los vecinos, y una alerta de estos frente a la llegada de los que se perciben como extraños. Estos últimos son una fuente potencial de alteración del mundo, y en el caso de los campesinos que fundaron el pueblo de Buenos Aires, en la Isla de Papayal, se identifica la llegada de los extraños en el verano de 1957. Cuentan que la sequía comenzó́ en agosto y se extendió́ hasta marzo de 1958. Estando sin agua la isla, el señor Abelardo Ramírez, un foráneo, llevó un hato ganadero a las planicies desecadas por ese verano devastador. Por primera vez, fue el quien encerró́ la tierra con alambre. Y luego de ese acto de apropiación, le dio un nuevo nombre: la empezó a llamar Hacienda Las Pavas. Una denominación diferente al que le daban los campesinos, quienes llamaban a esa área Los rastrojos. Ramírez cercó con alambre 400 hectáreas de las mejores tierras de la isla. Llegó diciendo que él tenía los títulos sobre estas, y como parecía ser un hombre poderoso, y había más tierra disponible, los campesinos salieron de allí para evitar problemas.

Esta llegada de los extraños, en el tiempo denso de los campesinos, transcurre de manera simultánea al tiempo de la nación, en el que se proyectaba el gran pacto de paz del siglo XX: el Frente Nacional. Al contrastar el tiempo de la nación, que incluía el plan de reforma agraria diseñado en la Ley 135 de 1961, con el tiempo de este pueblo, se hace evidente la dislocación entre las escalas temporales: mientras en la escala nacional la reforma agraria significaba la construcción de paz como una gran “alianza para el progreso”, que implicaba 1) la transformación de los campesinos en propietarios, 2) la inclusión de estos en el sistema formal de la economía nacional, y 3) la derrota de aquellos que proponían convertir al campesino en la base social de la revolución, en contraste con la vía cubana de 1959; en la vida cotidiana de este pueblo de la Isla de Papayal, en la pequeña escala, este proyecto significaba la llegada de una fuerza extraña a sus costumbres, la cual pretendía exterminar el sentido mismo de su vida.

En efecto, en la experiencia del tiempo de los campesinos de Buenos Aires, la política pública de reforma agraria incentivó a una persona como Abelardo Ramírez a expandir su poder a través de la conquista de tierras, quien le apostaba a la posterior adjudicación de estas por parte del Estado, y lo logró. Ramírez era un traficante de piel de babillas. Cuando en los años 60 explotó la bonanza marimbera, combinó los dos negocios: entre la piel de las babillas hacia una caleta y metía la marimba. Y fue a ese personaje al que el Estado premió con la primera adjudicación de tierras por vía de la reforma agraria, configurando una particular política pública de construcción de paz. Mientras se debilitaban las fuerzas vecinales de los pobladores históricos de la Isla de Papayal -borradas en el tiempo nacional-, se apalancaba el crecimiento de la economía, por medio de una operación de “lavado” de los ingresos obtenidos en el contrabando de fauna y tráfico de estupefacientes, transformándolos en un emprendimiento ganadero que engordaban las cuentas nacionales.

Como si fuese un sino trágico, esta dislocación entre el tiempo de la nación y el tiempo heterogéneo de los campesinos se repitió durante los años 80. Mientras los gobiernos de Belisario Betancur y Virgilio Barco anunciaban la implementación de un nuevo proceso de paz que se materializaba con el Plan Nacional de Rehabilitación, incluyendo una reactivación de la reforma agraria (Ley 30 de 1988), a la Isla de Papayal llegaba Jesús Emilio Escobar Fernández, el hombre que convirtió́ las 450 hectáreas de la Hacienda Las Pavas de Abelardo Ramírez en una de las fincas ganaderas más grandes de la isla, acaparando más de 3 000 hectáreas de las mejores tierras. Jesús Emilio compró en 1983 la Hacienda Las Pavas. Pagó tres millones de pesos de aquel entonces. Constituyó una hipoteca con el Banco Ganadero por 12 millones de pesos, levantando una hacienda ganadera de más de diez mil reses. Omega era el signo de la ganadería. Un año después pagó sin problema la hipoteca. También compró tierras sin títulos de propiedad, lo que se conoce como compraventa de mejoras.

Jesús Emilio era el nuevo foráneo que encarnaba una fuerza de transvaloración promovida por los extraños. Se hizo al alambre, al ganado y a los títulos de la tierra de Abelardo, por supuesto. Pero portaba nuevos símbolos de poderío. Primero, el dinero. Nunca se había visto tanto dinero circulando en la isla, como cuando llegó Emilio. Pareciera como si él mismo fuera el emisor. Nadie más tenía dinero, solo él. Después, su ejército. Mantenía acompañado permanentemente de unos hombres armados. Finalmente, sus alianzas. Se sabía que estaba relacionado con el famoso Cartel de Medellín, que ya empezaba a figurar en las noticias nacionales a principios de los años 80. Acerca de todos estos nuevos símbolos de poderío se refirió́ Carlos Castaño Gil, uno de los socios de Escobar Fernández, quien se convertiría después en su enemigo, y que comandó un grupo armado ilegal que en la narrativa del tiempo de la nación fue conocido posteriormente como las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC).

Permita que ahora le cuente casos tan aberrantes como el del narcotraficante Gustavo Escobar, quien no era familiar de Pablo Escobar pero sí trabajaba con él y, además, era el aliado más importante de la guerrilla del EPL. Este hombre puso a su hermano Emilio “Ñoño”, como el gran testaferro de sus tierras, muchas en sociedad con la subversión. Gustavo fue uno de los más grandes padrinos de la guerrilla que tuve que ejecutar. La información de los nexos del comandante del EPL Bernardo Gutiérrez, alias “Tigre Mono”, con Gustavo Escobar Fernández nos llegó́ por los días en que los hermanos Castaño llegamos al departamento de Córdoba. La alianza del narcotráfico y la guerrilla estaba en su mejor momento con Gustavo Escobar, un “narco” inescrupuloso; tenía poder, relaciones con gente adinerada de Medellín y estaba vinculado a la empresa privada. Un hombre muy peligroso. A través de su hermano Emilio “Ñoño”, podía vender semanalmente novecientas cabezas de ganado a la feria, en Medellín, el 30% del mercado de la época. Tenía fácilmente quinientos camiones y era uno de los mayores compradores de insumos para fincas. Movía tranquilamente cuatro o cinco mil millones de pesos al mes. Este sinvergüenza trabajaba las fincas con su hermano y generaba empleo, pero arruinó a gente honesta y trabajadora para llegar hasta ese punto. Por eso se tomó́ la decisión de ejecutar a Gustavo, el cerebro de todo, y dejar vivo al que manejaba las tierras, al testaferro, su hermano Emilio “Ñoño”. (Aranguren, 2001)

El grupo armado ilegal de los hermanos Castaño Gil arrasó a la familia Escobar Fernández matando a Gustavo y a Margarita, y desterrando a Jesús Emilio. En un escenario de abandono e inexplotación de la legendaria Hacienda Las Pavas, los campesinos de Buenos Aires iniciaron a principio de los años 90 un proceso de retoma de la explotación de estos predios. En el año 1998 la alcaldía del recién creado municipio de El Peñón decidió apoyarlos en la constitución de una asociación campesina para que pudieran acceder a los recursos públicos que estimulaban la producción agropecuaria. Y en el primer semestre nació la Asociación de Campesinos de Buenos Aires (Asocab). La asociación irradiaba una fuerza de atracción muy fuerte para los vecinos de la región, convirtiéndose en el principal referente del afianzamiento de las fuerzas vecinales en la isla.

En el curso de la investigación, un político de la zona (cuyo nombre mantengo en reserva) refirió que, al ver el resurgimiento asociativo de los campesinos de la isla, los comandantes de la casa Castaño lo citaron a una reunión en una de sus fincas en Córdoba, a mediados de junio de 1998. El primer objetivo de la reunión era preguntarle por su lectura de las nuevas organizaciones emergentes y el grado de participación de las guerrillas en dicho proceso asociativo. El segundo era más concreto. Consistía en comunicarle que iban a realizar próximamente una entrada y en esta arrasarían con los campesinos que, en conjunto con las guerrillas, se habían robado el ganado de la Hacienda Las Pavas, el cual les pertenecía a ellos. El político local asegura que defendió a los campesinos y les recordó a los comandantes paramilitares que ese ganado se lo habían robado los propios lugartenientes de Jesús Emilio Escobar Fernández. Según él, fue su defensa la que hizo desistir a los paramilitares de masacrar a los campesinos de Asocab.

 

En efecto, la incursión de los grupos paramilitares de la casa de los hermanos Castaño a la Isla de Papayal y sus alrededores se concretó en la segunda mitad de 1998. El 25 de octubre de 1998 llegaron al corregimiento de La Pacha, en el municipio de Altos del Rosario, y masacraron a once personas. El 6 de noviembre volvieron a la cabecera del municipio, preguntando por Michael Hernández, de 35 años. Siempre proferían la misma sentencia: era un guerrillero. Lo encontraron. Lo garrotearon. Al final, lo degollaron en frente de todos los vecinos del pueblo. El 8 de noviembre prendieron fuego, en el corregimiento La Mocha de Barranco de Loba, a 710 viviendas y asesinaron alrededor de 70 personas (Equipo Nizcor, 2000). El 14 de diciembre de 1998 subieron por el brazuelo de Papayal, en el costado occidental de la isla. Capturaron a varios “colaboradores” de la guerrilla. Los montaron a la chalupa en que se movilizaban. Los torturaron. En la orilla, en frente de los vecinos de cada uno de los poblados que recorrieron, los asesinaron. Luego tiraron los cadáveres al río, a merced de la corriente. Cuenta un campesino nativo de la isla, que ese día él iba en otro bote y se encontró́ en el instante mismo en que asesinaban a un campesino y lo tiraban al río. Grabó en su memoria el lugar y al siguiente día fue adonde la familia de la víctima para acompañarlos a recuperar el cuerpo. Él mismo tuvo que sumergirse en el río para recuperar el cadáver.

A partir del año 2000 la presencia de estos nuevos extraños mutó de manera significativa; mutación que se manifestó en un nuevo nombre, un nuevo símbolo, unas nuevas insignias en sus brazaletes: se empezaron a llamar Bloque Central Bolívar (BCB). El número de masacres se redujo. Sus acciones no tenían ya la teatralidad que caracterizó su primera entrada. Más bien se trataba de hacerles sentir a los vecinos que estaban entre ellos, que tenían una presencia constante. Para ello, montaron bases permanentes en los poblados. Una en Papayal a quince minutos por agua del pueblo de Buenos Aires. Esta dependía jerárquicamente de otra, a una hora en carro, instalada en Pueblito Mejía, corregimiento del municipio de Barranco de Loba. Desde allí, desde estas bases, realizaban acciones muy puntuales. El 15 de abril de 2000 asesinaron, en la cabecera municipal de El Peñón, al principal líder comunitario de la región, Venancio Martínez, quien había incursionado exitosamente en política y estaba ejerciendo como concejal del municipio. Era un líder carismático que había sido impulsado por las fuerzas vecinales y reivindicaba la necesidad de consolidar dichas fuerzas. Lo mataron junto a su sobrino, Misael Martínez, joven promotor de la cultura y el folclor de la región, que estimulaba las fuerzas vecinales a través de la práctica y la enseñanza de la cumbia, el porro y el bullerengue. Los paramilitares lo acusaron de ser un expendedor de drogas.

Este tipo de presencia les dio el control monopolista de unas rentas específicas: la cerveza, la gasolina, la pasta de coca, las apuestas y la salud. Y para hacerlo, ejercieron también control sobre las formas de transporte de la isla: desde los botes “Johnson” que navegaban por el brazuelo, hasta los burros de los campesinos. La trasgresión al sistema que instauraron era castigada de acuerdo con un sistema penal elaborado a su arbitrio: imponían desde penas de trabajos forzados para alguien que había cometido una falta menor, hasta descuartizamientos por faltas mayores. Las penas de muerte las ejecutaban en Papayal, y, por regla general, tiraban los restos al brazuelo. Una imagen de dolor que está profundamente inserta en la memoria de los habitantes de la isla. Conocí́ un campesino que nunca ha podido volver a comer pollo, pues un día, mientras estaba comiendo, le avisaron que el tronco de una mujer bajaba por el río. Salió́ a ver. Desde entones nunca ha podido desligar las dos imágenes, la del pollo que comía ese día y la del cadáver.

En medio de todas estas imágenes de horror, sobresale un evento que impactó significativamente la vida de los campesinos de Asocab. El 26 de octubre del año 2003, después de una de las cosechas más memorables de maíz de los campesinos, el comandante paramilitar de la base de Papayal, Jorge Eliécer Pérez, alias “Rapidito”, citó a los socios en la sala comunal de la escuela. Estaba acompañado de hombres fuertemente armados y de Gustavo Sierra Mayo, uno de los lugartenientes de Jesús Emilio Escobar Fernández, que había sido enviado por este a recuperar la tierra. Los dos, “Rapidito” y Sierra, les dijeron que no podían volver a sembrar en la Hacienda Las Pavas, que ellos sabían que la finca era de “El patrón”. “Rapidito” les dijo que si volvían a la hacienda “iban a quedar como los que habían visto pasar por el río”.

Para que la medida no fuera tan impopular, “Rapidito” construyó una “solución”: manifestó́ que quienes estaban cultivando en la Hacienda Las Pavas no tenían por que preocuparse, pues podían ocupar ahora los playones comunales, y sus hombres harían respetar la propiedad individual que cada uno delimitara en estos. Inmediatamente, muchos campesinos salieron a comprar alambre y a sembrarlo en los playones para delimitar “su parcela”. Desde esos días, los vecinos de Buenos Aires empezaron a dividirse entre quienes paulatinamente comenzaban a adaptarse al orden que instauraba el comandante paramilitar y quienes se negaban a investirlo de legitimidad. Estos últimos sabían bien que convertir en propiedad privada los playones comunales implicaría la muerte de estos. Conocían bien que la muerte de los playones implicaría la muerte de la isla, y con la muerte de la isla también morirían ellos.

La “solución” de “Rapidito” no era nueva. Por lo demás, se podría afirmar que fue usada por los paramilitares durante este periodo de tiempo como una práctica sistemática. Para poner un ejemplo, es sabido que esta “solución” fue usada previamente por la casa Castaño en Córdoba. Después de los desplazamientos forzados y despojos que realizaron a poblaciones campesinas arraigadas y consolidadas en territorios altamente productivos, procedieron a adjudicar estos espacios, a través de Funpazcor, a personas que no pertenecían a esas zonas, con lo que promovieron la repoblación, vista por los nuevos ocupantes como una oportunidad para acceder a la propiedad. Estos campesinos le otorgaban a la casa Castaño su confianza y construían una relación de fidelidad con quienes habían sembrado la violencia en esa región del país (Ronderos, 2014).

El despojo del 2003 de la Hacienda Las Pavas por parte del BCB envió́ un mensaje muy claro a los campesinos que habitaban la isla: los nuevos extraños venían a fundar un nuevo orden, a consolidar una fuerza de transvaloración, para la cual las fuerzas vecinales en las que se basaba su vida campesina se convertían en un obstáculo, al menos por dos razones. En primer lugar, ellas implicaban reglas de autonomía y simetría en el uso de los recursos naturales, lo cual chocaba abiertamente con las fórmulas de gobierno que pretendían implementar los paramilitares. Estos no eran ya los tiempos de los playones comunales, no eran ya los tiempos de la vida entre vecinos. En segundo lugar, como he señalado arriba, este tipo de relaciones vecinales implican un largo conocimiento reciproco de las biografías de aquellos con los que se comparte la vida. Precisamente, por ese conocimiento los campesinos lograron conocer la biografía de Jesús Emilio Escobar, la de Abelardo Ramírez. Sabían bien de donde procedían los capitales que agenciaban la fuerza de transvaloración.