Cazador de narcos

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De todos modos no tuvieron tiempo de probar el champagne, aunque Cándido venía chupándose de los dedos con un puñado de caviar que recogiera al vuelo.

—Cuando agarre al General le voy a quitar los galones. El muy desgraciado, traernos a un nido de maricas... –decía el doctor muy ofendido–. Se cree que somos unos degenerados.

Allí estaba el General, lustrando por milésima vez la estatuita alada del Rolls. Se asombró al ver salir tan pronto a sus clientes, y más al ver al Águila tan despeinado y con el saco descosido en los hombros.

— ¿Se diviltielon mucho los señoles?

Los tres estallaron en una carcajada que dejó al chinito como si hubiese visto un fantasma... Los amelicanos son tan lalos... Se líen de una plegunta.

—Estos chinos son únicos. Es imposible hacerlos hablar como la gente. Se ríen siempre o siempre tienen cara de reírse. Es imposible encontrar un servidor chino que no se ría –dijo el doctor–Creo que me llevaré uno a Colombia, allí son todos medio jetones.

—General, cuando te pedimos un sitio alegre y decente no nos referíamos a esa cueva de maricones. Somos del otro bando, ¿o no se nota?

—Los señoles son lalos. Aquí ahola eso es lo diveltido. Todos los tulistas quielen il a esos sitios. Las chicas de veldad casi no tienen tlabajo, han llegado tlavestis de todo el mundo y las colieron. Disculpen mi plofunda confusión con ustedes.

—Nosotros seremos unos desgraciados narcos, como nos dicen por allí –decía el doctor a sus amigos–, pero prefiero ser eso y no regentear esa mierda de prostíbulos homosexuales y el tráfico de blancas. Si estuvieran en Colombia les juro que los mando a las nubes de un bombazo a todos juntos.

—Iremos a cenar al Restaurante Flotante... De todos modos esta noche será inolvidable, como le prometí –dijo Ocampo mientras subía al Rolls y le indicaba el nuevo destino al General.

Los tres estaban sintiendo el relax del masaje.

—El Águila será un buen piloto–dijo Ocampo–, pero tiene mal olfato y poco tacto... No es capaz de distinguir un marica de una mujer teniéndolo sentado en su rodilla. Yo no diré nada. Pero se sabrá en toda Colombia... En cambio Cándido las olfatea como un Pointer... ¿tendrá experiencia?

Los tres reían a las carcajadas recordando la última pelea.

—Me gustó el estilo de Cándido. Cuatro maricas y dos gorilas en treinta segundos... algo lento, ¿no crees? –dijo alabando la velocidad para definir una pelea que caracterizaba a su custodio. Un golpe. Uno menos. Era su lema. Esos tampoco se van a olvidar de nosotros.

El guardaespaldas se ensanchó aún más con el cumplido. Pelear delante de su jefe le hizo sentir que ganaba su sueldo con el crujir de los huesos de sus enemigos.

Capítulo 10

Bangkok – Thailandia

EL JUMBO se posó en la pista mojada del Aeropuerto de Bangkok luego de sobrevolar verdes campos de arroz y un río color de chocolate que serpenteaba en las selvas. La aeronave semejaba un enorme animal prehistórico entre la bruma del amanecer, reflejando en el suelo el emblema con forma de flor roja, dorada y violeta de la Thai Airlines.

Las menudas azafatas thailandesas, con su faja cruzada sobre el pecho y adornadas con orquídeas, sorprendieron al Águila por la calidad de su servicio y simpatía. En su trabajo él volaba sin azafatas... Los langostinos estuvieron exquisitos y el vuelo perfecto.

El doctor estaba acostumbrado. Ya había viajado muchas veces con la Thai y cuando podía, volvía a hacerlo. Cándido no notaba esas menudencias. Él comía y estaba bien en cualquier sitio, su sensibilidad no daba para tanto.

Esta vez no pudieron reservar un Rolls Royce, tuvieron que conformarse con un Mercedes. Un simpático chofer, demasiado servicial para el gusto del jefe colombiano, los sobrecargó de atenciones y repitió varias veces el saludo en una mezcla de castellano–inglés–noséqué, que hacía la comunicación parsimoniosa pero posible.

En Thailandia ni una sola letra resultaba inteligible. Un sistema diferente del japonés, del chino y de todos los conocidos, hacía al thailandés inentendible para los tres... y para el resto de la humanidad. El chofer era su intérprete o, mejor dicho, medio intérprete. También él sufría con el inglés y el castellano.

—Llévanos al Siam Intercontinental Hotel, Rama I Road –le pidió el doctor Ocampo. Durante el viaje, les contaba a sus amigos algunos recuerdos sobre Thailandia.

—Este país me gusta mucho. Es uno de los más hermosos y raros de la tierra. Fíjense en la arquitectura de sus palacios y templos. Son únicos, semejantes a los de Camboya, pero de una riqueza y colorido muy especial. Aquí estuvieron molestando los franceses, los portugueses y, cuando no, los ingleses, modificando las fronteras cientos de veces.

Los ingleses estaban bien cuando eran grises. O sea cuando eran buenos diplomáticos. La diplomacia inglesa es grisácea para pasar fácilmente del negro al blanco, según les convenga. Antes se llamaba Siam. Sus habitantes lo laman Thai o MuangThai, que significa “libre” o “reino de libres”. Esta raza siamesa es del tipo mongol, al igual que los birmanos y anamitas. Fíjense que tienen la piel más clara que los asiáticos occidentales, pero más oscura que los chinos.

Atravesaban barrios pobres con chicos jugando casi desnudos. Pero todos sonrientes. Era difícil encontrar un thailandés triste...

—En los pueblos del interior se practica la poligamia. Son los campeones de la superstición y la cortesía. El baile siamés es muy especial y simbólico. Usan uñas postizas muy largas y se mueven lentamente con unos vestidos muy decorados y hermosos. Para que tengan una idea de los gustos de esta gente, celebran fiestas en canoas, carrera de bueyes, luchas de elefantes, peleas de gallos, prestidigitación, bailes en la maroma y les encantan los fuegos artificiales. Hasta hacen luchar a un par de peces pequeños dentro de una pecera. Se juegan hasta los calzoncillos en las apuestas de esas peleas.

Tienen una fiesta que se llama Kathin, o visita a las Pagodas, en el mes de octubre. El rey empieza las visitas y duran varios días, unas en coche y otras a pie, muy al estilo militar, acompañados por la flota siamesa, mientras casi todas las casas improvisan pequeños altares que tienen estatuas de muchos animales. En la segunda parte del Kathin el rey visita durante cuatro días las Pagodas que están en la margen derecha del río, por el que hay magníficas procesiones. Los barcos van con colgaduras de terciopelo y el rey en un trono espléndido. Es un espectáculo maravilloso, con bandas militares y los gritos rítmicos de los remeros.

—Tendríamos que volver en octubre para verlas –dijo el Águila.

El doctor Ocampo apretó los dientes, pero haciendo un esfuerzo le contestó: –Tenlo por seguro, Aguilucho, si puedo resolver algunos negocios pendientes volveremos juntos.

Era una media verdad. Le gustaría ver esas fiestas con el Águila. Pero primero debería encontrar la forma de salvarlo de la muerte que lo esperaba a su regreso a Colombia. Continuó su relato... –Al terminar las fiestas del rey, comienzan las del pueblo, con alegría y movimiento, día y noche; decoran toda la ciudad, la iluminan y la llenan de cohetes. Como verán, a los muchachos les gusta más bailar que trabajar.

—Eso demuestra que son inteligentes –acotó el Águila.

—Nosotros veremos, en el poco tiempo que estaremos, el Wat Phra Sri Ratana Sasadaram, conocido como el Templo Real del Buddha de Esmeralda. –Averigua si aquí hay casa de masajes y salones de travestís. Me empezaron a gustar... –dijo el Águila bromeando con su jefe.

—Si quieres iremos a alguno decente... como los llamaba el General. –todos reían recordando al simpático chinito.

—Primero al hotel, a bañarnos y descansar. Espero que no tengamos aquí ninguna pelea.

Eso a Cándido tampoco le preocupaba.

—Dile al medialengua que mañana nos busque a las nueve –le dijo el doctor a Cándido, quien comunicó al chofer la orden. A partir de ese momento, entre ellos, el chofer se llamaba medialengua... su nombre era Chaufa Maha.

Esa noche cenaron con un coktail snak de entrada, chicken salad with cashew nuts, hungarian beef stew, steamed rice y terminaron con un cherry pudding y un café.

A las nueve en punto estaba Chaufa Maha ubicado en el volante del Mercedes. Junto a él se sentó Cándido y atrás el doctor Ocampo y el Águila.

—Veremos algo de Bangkok. Llévanos al Gran Palacio. El coche circulaba suavemente mientras Ocampo seguía con sus historias de Thailandia. Conocía más de lo que suponía el Águila.

—Bangkok es la capital desde 1768. Aquí viven chinos, siameses, camboyanos, anamitas, birmanos, indios, malayos y europeos. Ahora debe estar lleno de yanquis. Han reemplazado a los ingleses en eso de meterse en casa ajena. Se habrán dado cuenta de que lo único que separa a los yanquis de los ingleses es el idioma... A un texano con chicle bomba no lo entienden en Londres.

Los yanquis vienen a traerles semillas especiales de arroz para que los campesinos tengan más producción, pero si el arroz rinde el doble ellos siembran la mitad... Realmente son inteligentes... Se imaginarán que en esta ensalada tiene que surgir algo especial. La ciudad está distribuida a lo largo del río Chao Phraya, principalmente por la izquierda. Miren un tramo del río de chocolate puro, como el Amazonas... Se desembarca en Bangkolem, un barrio situado al sur de la ciudad donde nace una avenida, la New-Road, que llega hasta la Ciudad Real, al norte. Allí está la ciudad flotante, con casas dispuestas en tres filas, llenas de comercios sobre el río.

 

Y luego de recorrer calles repletas del más variado tránsito, llegaron al mercado flotante. Miren cómo circulan las barquillas repletas de verduras y frutas, con mujeres cubiertas de un sombrero cónico y un trapo cruzado en su cuerpo. Los chicos que están parados a la orilla son capaces de sacar una moneda en la boca cuando se la tiran los turistas a las aguas turbias.

El Águila lo miró como diciendo... “Vamos, no exageres”.

—Nos acercaremos para que hagan la prueba.

A la orilla del río Chao Phraya rebullían bandadas de chicos como si fueran pelícanos. Los rodearon haciéndoles señas de que tiraran una moneda al agua. No eran pedigüeños, cobraban su espectáculo.

El doctor Ocampo sacó unas monedas, algunas eran americanas, y las tiró dentro del río. Todos los chicos se sumergieron como patos y desaparecieron de la vista. Sin hacer olas. No salían. El Águila empezó a preocuparse, pero el jefe le pidió calma con las manos. Unos instantes después un enjambre de alegres caritas flotaba en el río con una o dos monedas cada uno en la boca... El río era totalmente opaco.

El Águila los aplaudió y buscó en sus bolsillos las monedas que le quedaban. Todas las tiró al río y un grupo de chicos felices volvió a buscarlas...

—Eso se llama nadar –dijo Cándido. Para él, que nunca hablaba, eso era tal si pronunciara un discurso televisado en el Parlamento.

—Es uno de los mercados flotantes más pintorescos de Asia. Imagínense los vestidos y costumbres de todas las razas y tendrán una idea de su colorido. También tiene otro mercado interior, el Talat Noi, de varios kilómetros de longitud, formado por pasillos estrechos y a veces laberínticos para el extranjero. Un lindo lugar para ir de noche con Cándido... Bangkok tiene más de cien pagodas. Son la parte más notable y característica de la ciudad.

—Lo que veo es que todas las thailandesas son de una silueta que daría envidia en Colombia–dijo el Águila, observando las menudas mujeres con una cintura más pequeña que los bíceps de Cándido. Claro que esos bíceps no eran muy comunes...

—Cuando llegan las turistas, lo primero que desean es comprarse los famosos cinturones thailandeses de plata tejidos. Muy hermosos. Se los prueban y no les dan ni media vuelta. Tienen dos opciones: o se sacan la mitad de las costillas o los usan como pulseras. La cintura thai es una miniatura.

—Hemos llegado a nuestro destino –dijo el doctor bajándose del Mercedes con sus amigos–. Éste es el famoso y para mi gusto el más espléndido templo de Thailandia. El Wat Phra Khaew, para nosotros el Templo del Buddha de Esmeralda; tiene la imagen del Buddha tallada en esa piedra preciosa. Es también conocido como Phra Khaew Morakot, un símbolo de todo Siam. Este complejo de palacios y templos es una colección de obras de arte y antigüedades magníficas y un lugar muy sagrado, de un gusto exquisito. Es algo invaluable.

Esto sorprendió a los dos amigos. Para el doctor Ocampo todo tenía precio. Ahora había encontrado algo invaluable. Detrás de esa pantalla férrea y muchas veces sin alma, había también un ser humano con sensibilidad, al menos para el arte, aunque con el corazón endurecido por la vida que había elegido. Sería difícil que llegara a sabio, pensaba el Águila. A los ricos les cuesta tanto ser sabios como a los sabios ser ricos...

El coche los dejó frente al muro blanco con almenas y torretas muy diferentes a las occidentales.

Ingresaron al Templo y allí se quedaron pasmados. Si en el Grand Hotel de Taipéi había lujo y arte, aquí todo era diferente y superlativo. Dos gigantescas esculturas franqueaban la entrada, una negra y otra blanca, con grandes espadas apoyadas en el suelo. Eran los demonios guardianes del Templo.

Estaban en un portal del templo. Desde allí se veía parte del enorme conjunto de edificios, todos diferentes pero con unidad arquitectónica de un gusto exquisito y único en el mundo.

—Gracias por traernos aquí, dijo el Águila, no necesito ver más, susurró a su amigo mientras miraba las maravillas del templo.

—Ocampo sintió un nudo en su estómago al escuchar las palabras: “no necesito ver más”. Sabía que el senador cumpliría su palabra. Tenía poder suficiente para ello y su conciencia ni se enteraba. Si no podía salvarlo, cosa que intentaría desesperadamente, al menos estaba logrando hacerlo feliz. El último deseo de un condenado a muerte...

Siguieron hacia la Capilla Real. Al fondo el Busaboke. El Trono del Buddha más precioso de Asia.

—Es costumbre cambiar la vestimenta del Buddha según las estaciones del año. Lo hace el Rey en una ceremonia muy especial. En verano luce una especie de joya tejida que deja parte del cuerpo descubierto. En la estación de las Lluvias tiene un manto de oro cruzado sobre el hombro izquierdo; y en la estación fría, un manto completo de oro que lo tapa hasta la base.

—Una maravilla –dijo el Águila al terminar un día único en su existencia–. Nunca olvidaré este lugar. Debes traerme cuando vuelvas otra vez.

—Puedes estar seguro. Aquí vendrás conmigo cada vez que yo venga, mintió el doctor Ocampo, con la esperanza de que pudiese ser verdad–. Mañana volveremos a casa. Nos espera un largo viaje. Esta noche les enseñaré cómo se baila en Thailandia.

Las bailarinas de largas uñas y vestidos enteramente bordados mecían suavemente sus cabezas con gorros puntiagudos, como despidiendo a un despreocupado condenado a muerte...

Capítulo 11

Cali – Colombia

A su arribo a Colombia, el doctor Miguel Ocampo tenía solamente una obsesión: poder salvar al Águila. No le importaba mayormente haber tenido un pedido extra de muchos kilos de cocaína para Max. Hubiese preferido no haberlo visto y no tener el problema de la espada de Damocles sobre la cabeza su amigo.

Estaba sentado en su escritorio, frente a los cuatro teléfonos de diferentes colores. Tomó el rojo y marcó un número que no figuraba en guía. Sólo lo conocían él y otra persona: El capo máximo del Cártel de Medellín.

Estaba llamando al otro jefe supremo, el del Cártel de Cali.

—Hable –fue la contestación rápida desde Cali.

—Deseo comunicarme con el doctor Jaime Hinojosa –murmuró el doctor Ocampo.

—Doctor Jaime, necesito reunirme con usted para considerar un tema que tengo que resolver inmediatamente.

—Nos veremos en La Palmira dentro de tres horas.

—Allí estaré.

La entrevista sería con el doctor Jaime Hinojosa Fuentes, el mismo que lo llamara a Taiwán en plena reunión con Max. Era su jefe juntamente con el señor Pedro Bucci Burgos, capo del Cártel de Medellín.

—Águila. Llévame a la estancia La Palmira del doctor Hinojosa. Debo estar allí en dos horas.

El Águila sabía que allí no podía aterrizar con el Lear Jet. Usaría el Beechcraft King Air que orgullosamente le pertenecía. El doctor Ocampo se lo había vendido en cuotas descontadas de su sueldo. Más bien un regalito disimulado para su amigo.

Una franja verde de diseño perfecto se veía desde la cabina del King Air; el césped suavizó el aterrizaje haciéndolo casi imperceptible. En la cabecera de la pista los esperaba una camioneta descapotada, tipo Jeep militar, que los llevó hasta la lujosa mansión campestre del doctor Hinojosa, el corazón del Cártel de Cali.

Habían estado allí en muchas ocasiones. El doctor Ocampo tenía como su principal consejero a ese viejo zorro que se las sabía todas y algunas más. Se saludaron con afecto y algunas palmaditas en la espalda.

El Águila allí pertenecía al servicio raso y no se acercaba a Ocampo. Se puso a conversar con el jardinero que podaba un muro de prunus laurocerasus del precioso jardín tropical.

Los dos jefes narcos se sentaron junto a una enorme piscina que nadie utilizaba, en cómodos sillones blancos con almohadones verdes anudados en sus extremos. Sobre la mesa, una fuente de frutas tropicales y bebidas heladas, cubierta por una gran sombrilla verde y blanca, Josprunus lucían sus flores rosadas y los philadelphus se veían llenos de estrellas blancas. Desde allí se divisaban grandes macizos de kolkwitzia amabilis y lagerstroemias índicas. A lo lejos, el amarillo intenso de un grupo de forsythias... Una maravilla de color y paz en el corazón del infierno.

— ¿Qué novedades tienes, aparte de la nueva compra de Max? – preguntó el doctor Hinojosa.

Había notado que Ocampo estaba nervioso al hablar por teléfono. Esperaba aportar ese tipo de soluciones que nunca fallaban. Sabía que tenía una inteligencia superior. Su cuero estaba lleno de las cicatrices de la vida y de las otras. Había llegado a ese sitio luego de muchas luchas. Era un experimentado estratega.

—El degenerado de Max quiere que liquide al Águila. Lo vio cuando me avisaba de tu llamado al Grand Hotel, en pleno brindis de terminación del negocio. No acepta el riesgo de que alguna vez denuncie que nos vio juntos. Incluso amenazó con liquidarme juntamente con él si no lo aceptaba.

El doctor Ocampo parecía un chico exponiendo a su padre un problema de matemáticas muy sencillas, que no tenía solución.

— ¡Mierda! –Exclamó el capo del Cártel de Cali–. Suponía que tenías algún problema, pero no éste. Pasemos a la biblioteca, tomaremos un café y lo analizaremos en detalle.

Unos tragos del mejor café los enfrentaban en el escritorio original francés de la época de Luis XV, uno a cada lado, mirando el pocillo vacío y aún humeante.

—El problema es serio. Los dos sabemos que Max tiene el apoyo de la mafia yanqui. También sabemos que ése es el sistema de protección que usamos los que estamos arriba después de haber tenido muchos problemas con bocones o arrepentidos, como ahora les dicen. Eliminar al posible testigo antes de que éste se desboque.

Veamos el peso que tiene la víctima para la mafia: para ellos el Águila es uno más. No pesa nada ni tiene poder. Tu amistad con él les importa un rábano. Un piloto es fácilmente sustituible. Desde que terminó la guerra fría, sobran pilotos y muy buenos. Conclusión: no aceptarán tu palabra de que no hablará.

El doctor Ocampo había pensado casi lo mismo, pero esperaba que la visión de su jefe encontrase algún desfiladero por donde escapar al destino. Buscó una arista donde sujetarse...

— ¿No ves ninguna salida que no sea eliminar al Águila?–preguntó por última vez.

—No la tiene, por eso no la veo– fue la contestación lapidaria y final.

Allí estaba la ley no escrita, pero la mejor cumplida del mundo. La ley de los poderosos. La única que existe. Tanto a nivel personal como internacional. La ley del gallinero. Los de arriba se cagan en los de abajo. Todos somos iguales ante la ley, pero unos son más iguales que otros. Si hubiese sido un pezzo grosso, estaría al nivel de Max y no hubiera necesitado eliminarlo. Las peligrosas son las sardinas, no los tiburones...

Recordó lo que había dicho John Lennon: la vida es aquello que te va sucediendo mientras tú te empeñas en hacer otros planes. Sucedía y él no lo había planificado así. El Águila, su único amigo de verdad, envejecería a su lado.

Ahora hablaba el dinero. El poder... La verdad debía permanecer en absoluto silencio. El dinero y el orgullo tienen en la tierra una voz mucho más fuerte que la verdad.

Se sentía culpable. Había sido un mal calculador... La ley de los poderosos... más bien la tiranía del dinero. Él también la había aplicado antes con algunos que sabían demasiado y no eran de su confianza. ¿Era él acaso tan distinto a Max? Si tenía que hacer lo que no quería, no era por miedo a que lo mataran. Se hallaba en un sistema que se mantenía en la cumbre del poderío económico cumpliendo esas sencillas reglas... Ante un peligro real o posible, eliminarlo con el debido tiempo. Si no hay enemigos reales o posibles en el reino de los vivos, ¿qué mal nos puede pasar? Así funcionaban los bajos fondos. Así sobrevivían desde cientos de años los mafiosos. El silencio o la muerte. Y la muerte es el mejor de los silencios.

No había salida. Lo haría... Buscaba tiempo para vengarse. Max lo había humillado delante de su marica y ahora se lo enviaría para verificar la ejecución... El infierno podía ir preparando un lugar al rojo vivo para Max… y también para su repugnante pelirrojo. Les haría el favor de no separarlos. Se juró a sí mismo que muy pronto llegarían juntos.

—Creo saber en qué estás pensando –murmuró el doctor Hinojosa–. Yo pensaría lo mismo. Cuando decidas vengarte de ese degenerado, cuenta conmigo. Si lo aguanto es porque el negocio lo necesita. Tengo mis influencias entre los jefes de Max; iré creándoles algunas dudas sobre la conveniencia de seguir protegiéndolo. Max es demasiado importante por ser un senador nacional norteamericano y por ser un prominente miembro de la mafia. Desclavar su pedestal requiere un trabajo lento y constante. Una piedra cada día... de eso me ocuparé yo. Será un sutil trabajo psicológico para Frank. Me comento una vez que siempre tienen otro capacitado que quiere ocupar su puesto.

 

Max lo sabe. Por eso se esmera en hacer bien los deberes. Sintió el primer temblor bajo sus pies. Pronto le podemos enviar un terremoto...

Regresaron a Caracas sin hablar.

El Águila respetaba esos silencios de su jefe que atribuía a sus planificaciones de negocios. Sabía que algo andaba mal, pero no era meterete. Si su amigo se lo contaba, como tantas veces lo hacía, bien; si no, también estaba bien. Esa era la virtud que más apreciaba el doctor Ocampo del Águila. Sabía estar en su sitio hasta que lo llamara para compartir una confidencia que allí mismo moría. El Águila sabía callar.

Tragó saliva. Comenzaba el doloroso preparativo para matar a su amigo. Mañana deberás ir con este avión a recoger unos dólares de los yanquis. Debes salir de noche y no ser detectado. Llegarás a la pista SX235 a las cinco de la mañana. Te traerán dos maletines con billetes del pago de unos embarques. Ellos te saludarán diciendo: “¿Quieres tomarte un tequila?” Tú les contestarás: “Cuando me case de nuevo”. Te entregarán el dinero Y llenarán los tanques del King Air para tu regreso.

—Pista SX235... Quieres tomarte un tequila... Cuando me case de nuevo… –repitió varias veces, como siempre lo hacía.

Nunca anotaba nada.

La pista ya era una antigua conocida. Allí estaría el loco Peter con su ayudante que no se peinaba jamás. Dos viejos amigos que le gustaría ver. Era la otra faceta linda de su trabajo: visitar amigos en cada aterrizaje. Un piloto siempre era bienvenido y respetado entre los narcos. Eran la crema y el cuerpo de loquitos voladores entre el personal subalterno.

—Deja el avión en pista. Estará listo para salir al anochecer. Tú duerme esta tarde para que estés bien descansado para el vuelo nocturno. Recuerda que traerás dinero y del grande. Cuídate.

—Gracias jefe... sabes… Eres un alcahuete. Todo el mundo se burla por los travestís –le dijo el Águila a su amigo.

Ocampo quiso sonreír, pero debió darse vuelta con una mano levantada. Dos lagrimones presionaban por salir de sus ojos... Era la última vez que se verían en este mundo.

La imagen del Águila bordada en la campera de cuero del piloto sería lo último que recordaría de él. Ocampo no se sentía seguro de poder mantener la sangre fría otra vez. Se fue derecho a su mansión.

Una llamada telefónica le avisó que Charly lo esperaba para pulir los últimos detalles. El doctor Ocampo salió solo en su coche y se encontró con el marica en plena carretera, al lado de la pista de césped usada por el Águila, junto a varios aviones atados a sus estacas.

Estaba vestido con un buzo amarillo patito lleno de letreros de empresas petroleras, marcas de cigarrillos, cervezas y todo lo que buscan meternos por los ojos para alivianar los bolsillos. Tenía un bolso deportivo en el hombro y su cabellera rojiza estaba recogida bajo una gorra negra con letras amarillas. Parecía un corredor de motos rosadas... por los ademanes que hacía al hablar.

Lo esperaba en la banquina, sonriente como si fuese a una fiesta en vez de preparar la muerte de un piloto. Hablaron en inglés.

—Hello, doc –le dijo con esa tonada de los homosexuales que exasperaba a Ocampo–. Tal como convinimos con Max, yo colocaré el regalito para su entrometido bicho volador. Le garantizo que será indoloro –decía mientras unía sus pulgares con el índice frente a su cara–. No sentirá ni el Pum y ya estará en el cielo... –abrió de golpe sus manos como indicando una explosión en mímica mientras cerraba los ojos tornasolados–. Si los ángeles tienen ganas de juntar los pedacitos... tendrán un largo tiempo ocupados –puso una cara de éxtasis, como si escuchara una música celestial.

Aquello era demasiado... El doctor Ocampo lo tomó por el cuello con un odio ciego, allí mismo lo estrangularía con sus propias manos. Qué mierda importaban Max y sus mafiosos. También él estaba en la cima para que lo respetaran...

Sintió la punta de un puñal pasando la piel de su estómago y aflojó la presión, empujando lejos de sí a Charly. Éste se levantó sacudiendo la tierra de su ropa y se reía mientras movía en círculos frente a su cara el punzón acanalado.

—Te salvaste por un pelo, doc –le dijo arrastrando la palabra doc–. Me hubiese gustado ver el color de tus tripas... Pero Max no lo aprobaría. Le debes tu vida a Max... dijo displicente mientras guardaba el puñal en una funda de su pantalón.

¿Dónde está el avioncito de tu pajarraco?

Ocampo lo señaló con la mano. Se sintió como Judas... Era el único que tenía águilas dibujadas en las alas y en los costados. El Águila soñaba con ser águila de verdad más que un ser humano.

Charly ingresó al Beechcraft como un mecánico en inspección de rutina y descendió a los pocos minutos revoleando el maletín negro.

El doctor ya se había retirado a su casa. Tenía una pequeña herida en su abdomen y un agujero en la camisa manchado con sangre.

Charly esperaría escondido ver despegar al Águila. Debía sincronizar perfectamente por control remoto el sofisticado reloj de la bomba.

A las nueve en punto, el Águila llegó silbando un ritmo salsa a su King Air, tocó las alas y quitando el imaginario polvo del fuselaje, cerró la puerta. Verificó el movimiento de los timones y los motores bramaron.

Charly, desde su escondite, tecleó unos números en una especie de Handy y luego los transmitió apretando un botón rojo. Su sádica sonrisa era una mueca que pintaba el color de su alma.

Un águila real volaba hacia la muerte segura.

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