Cazador de narcos

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—Pues yo te aseguro que en mi trabajo no dejo cabos sueltos. Ni aquí ni allá. Por eso estoy donde estoy. Soy un senador de los Estados Unidos y todo el mundo me reconoce sin presentarme. No soy un pelagatos al que solamente lo ubican su madre y una tía abuela. Soy un hombre público. Hablo en televisión y actos políticos. No puedo permitir que algún día ese señor cambie de opinión y comente que estuve contigo. ¡Nada menos que contigo! Para evitar eso me vine a Taiwán. ¿Te das cuenta? Hemos visto muchos casos de esos. Yo no confío en nadie, prevenir es muy eficaz y económico. Para eso me vine al otro extremo del mundo y para eso te pedí que vinieras solo. Lo recalqué dos veces. Ven solo. Es tu error y debes arreglarlo de una sola forma: liquidándolo.

— ¡No lo haré! En mi tierra no se mata a los amigos. Puedo mandar al infierno a cualquiera, menos a él.

—Pues si no lo haces tú, lo haremos nosotros de todas formas... con o sin tu consentimiento. Ese hombre ya está muerto. Además quedarás sin mi protección en los Estados Unidos. Te caerá la DEA del cielo y pediré a tus jefes que te cambien. Yo manejo la droga en Estados Unidos. Se hace lo que yo digo o no hay negocio. No te conviene ponerte en mi contra. Tú también puedes ser prescindible... sólo eres un peón, si acaso un alfil en el tablero. El que pone la cara. No eres el jefe. Elige. Tú o él... Mejor dicho: él o los dos. Pues si estás en mi contra también eres hombre muerto.

No hay alternativa. Allí estaba “el amigo” que lo saludara afectuosamente hacía unos minutos. Ahora lo amenazaba de muerte. Y hablaba en serio... de eso estaba seguro el manager de la droga.

El doctor Ocampo se sintió entre la espada y la pared. Maldijo la hora en que su amigo había entrado a la sala. El muy idiota. Nunca pensaba en las consecuencias. Se tomó todo el brandy de un trago y se sirvió otro hasta el borde de la copa. “Por el Águila”. Se dijo a sí mismo. Y trató de tomárselo a lo cowboy, entre estornudos y atragantadas.

—Eres una mierda, Max. Debes saberlo. Alguna vez te arrepentirás de haberme presionado a este extremo.

La cara de odio del senador se transformó en una mueca que unificaba su triunfo y su desprecio. – ¿Eso significa que estamos de acuerdo? –preguntó Max. Sin esperar respuesta siguió hablando.

—Le diré a Charly que se ocupe él. Es experto y nunca deja rastros. Creerán que fueron los chinos del barrio bajo donde será encontrado estrangulado.

— ¡No! –contestó el doctor Miguel Ocampo enfurecido. El senador y su marica lo miraron confundidos. –Él no morirá aquí –en su cabeza buscaba alguna salida que dejase con vida a su amigo. Como no la encontraba, la mejor forma era ganar tiempo. Ya lo discutiría con el doctor Hinojosa. Él podría ayudarlo en esta emergencia. Quizás pudiese convencer a Max de que el Águila no era un peligro futuro latente y lograse disuadirlo.

El tiempo ayudaría a todos.

El senador volvió a poner cara de asco. –Necesito estar seguro, mi querido amigo. Te mandaré a Charly para que te ayude y verifique que se cumpla todo como debe ser. No admito fallas. Tampoco busques una salida que no sea liquidarlo. No existe. Considéralo muerto.

El colombiano miró a Max con ojos de guerra japoneses. Estrechos y durísimos. El odio le impedía seguir la conversación. –Puedes mandar a tu marica asesino, pero debe obedecer lo que yo le diga o lo mando a baraja.

El colombiano, vencido y dolorido, sentía hervir su sangre latina. Envejeció veinte años en un instante. Todo el cuerpo le pesaba como plomo. Siempre supo que “esta” organización estaba por arriba de las personas. Es la ley de los bajos fondos. Así había mandado a muchos al otro mundo sin remordimiento. Pero no contaba con que también podía tocarle el turno a su único amigo.

Max lo miraba como si oliese mierda. Con desprecio y repugnancia. Salió sin saludar de la suite y se prometió mandarlo al infierno en cuanto se presentara la ocasión. También el senador podía darse por muerto.

En su habitación se juntó con sus compañeros. Quería despedir al Águila de la mejor forma posible y lo haría brindándole todo lo mejor que pudiera disfrutar en Taiwán y el resto de Asia. Le regalaría una semana más entre los vivos.

—Salgamos de fiesta –dijo inesperadamente-.

Los dos hombres se alegraron de que su jefe despidiese la fragancia de un fino brandy. Debería tomar una copa más seguido. El Águila no sabía que se despedía de la vida.

—Pidan lo que deseen y será concedido –dijo el doctor ante la sorpresa de ambos.

Ese no era su jefe. ¡Lo habían cambiado en un instante!

—Debes haber hecho un excelente negocio, Miguelito –le replicó el Águila–. Siendo así, quiero ver la ópera china en este rincón que algunos dicen que es China y otros que es Manhattan. Leí que esta noche se estrena.

—Concedido. Ahora debemos almorzar. ¿Qué desean comer?

—Cualquier cosa –dijo el Águila–, de eso tú entiendes más que nosotros. Elige para todos.

—Aquí hay restaurantes internacionales, pero creo que lo mejor que se puede comer en China es la comida china. Y así en cada país, con excepción de Inglaterra. La mejor comida inglesa es la francesa. De los yanquis no hablemos... todo tiene gusto a alimento balanceado. Para su paladar es suficiente.

—Como yo elijo, les propongo lo que más me apetece... Comeremos langosta a la Termidor con el mejor vino blanco que no sea de arroz y que se consiga en esta zona; luego, una sopa de aletas de tiburón o nidos de golondrina y, como postre, higos de Esmirna. Nos dejaremos de joder con nombres de comidas complicados que al final resultan ser fideos. Lo haremos como en casa, a lo colombiano. Pídele al chinito del Rolls que nos lleve al mejor restaurante de esta isla –le dijo a Cándido-.

Unos minutos después dos hombres felices y un hombre muy angustiado reían juntos por primera vez en su vida. Unos de placer y otro de dolor. Era un sentimiento nuevo para el doctor Ocampo. Comieron como reyes y pagaron como reyes. Pero no importaba, el dinero era lo que literalmente sobreabundaba.

—Iremos al National Palace Museum, deben ver la exposición llamada Masterworks of Chinese Jade. Dijo Ocampo de sopetón.

Sus amigos lo aceptaron contentos y allí fueron. Admiraron la altísima calidad y paciencia china que habían tenido esos artistas para tallar el durísimo jade con equipos primitivos, hasta lograr joyas de valor perdurable. Algunas piezas los impresionaron como niños ante algo maravilloso.

Volvieron al hotel y nadaron en la enorme piscina del ala derecha, con su vestuario de techos dorados que semejaban una pagoda birmana. A las 21:30 horas estaban disfrutando la Ópera China, espectáculo de color y acrobacia que no tiene igual.

El Águila reía. Estaba feliz. El doctor Ocampo, su amigo y forzado verdugo, usaba sólo la máscara de la sonrisa. Su corazón sufría y su sed de venganza contra el senador crecía minuto a minuto. La sangre de su amigo se pagaría con sangre.

Capítulo 9

Hong Kong

—AMIGOS –DIJO el doctor Miguel Ocampo–, volaremos a Hong Kong y luego iremos a Bangkok. Nos quedaremos dos días. Este es otro rincón que no se sabe si es China llena de ingleses o Londres lleno de chinos. Águila, pide lo que más te guste. Aprovecha que estoy de buenas.

Pero el Águila no tenía ambiciones ni apreciaba las riquezas. Para él, la vida era ver el mundo atravesando en solitario los cielos azules. A veces llevaba drogas y otras a su jefe. Nunca había pensado si era bueno o malo. Lo hacía porque era su trabajo y porque le gustaba volar al filo de lo imposible, como lo exigía la navegación aérea rasante para evitar los radares. Podía darse el lujo de tratar de igual a igual a Ocampo, por eso era muy respetado en el ambiente narco, y un lazo directo entre los pilotos y el manager de los Cárteles. Era amigo de los dos extremos, el de arriba y los de abajo.

Cuando el doctor le reprochaba su falta de interés por el dinero, él le respondía: “cuando más arriba subes, más solo estás. El poder y la soledad caminan de la mano. Mira cuántos amigos tienes; creo que yo solo... y porque lo somos desde niños. Yo tengo amigos en todos lados... porque soy igual que ellos. Si me hago rico seguro los pierdo. El mundo es una pirámide, en la base están los súper pobres. Son muchísimos. En el medio los que se alimentan todos los días, bastante menos... y arriba los que despilfarran, los súper ricos. Unos pocos. Solos. Sin amigos y peleándose entre ellos para llegar a la cúspide por unos instantes. Aguantados por los de abajo. Sucede a veces que, como el oro pesa mucho, y a los de arriba les gusta juntarlo, el peso que soportan los de abajo llega a ser tan grande que colapsa la pirámide. Caen los de arriba en el centro y los de abajo los liquidan... y comienza la construcción de una nueva pirámide... Así veo yo la evolución económica del hombre.

Pero ahora estaban en Hong Kong y Ocampo le volvía a ofrecer riquezas...

—Desde que pude comprar mi Beechcraft King Air usadito, por supuesto, con tu inestimable ayuda, y me permitiste equiparlo a mi gusto y dejarlo mejor que nuevo, realmente no necesito nada. Sólo volarlo. Tú eres el que conoce estas tierras, nosotros te seguimos.

Cándido, como siempre, un paso atrás, solamente movía la cabeza en forma afirmativa cuando su jefe lo miraba. Presentía que la fiesta era en honor al Águila.

—Muy bien, en ese caso iremos primero al hotel. En el aeropuerto nos espera otro Rolls Royce. Deben saber que en Hong Kong quizás haya más Rolls que en Inglaterra. Aquí el número de la patente de un coche, si uno lo elige de forma que suene en chino parecido a una bendición y riqueza, puede valer más que el automóvil. Es un pueblo muy supersticioso y con una cultura milenaria que a los occidentales nos cuesta entender. Suelen ser sabios y meditan por siglos sobre la esencia de todo. Mi sabiduría la encontré en Harvard, cuando estudiaba economía. Soy el mejor economista porque sé que las leyes económicas no sirven para nada. Pero ellos tienen algo que nosotros desconocemos: la paciencia. Lograron joder a los suizos. A ellos el tiempo no les importa. Claro que eso es en China–China, no aquí. Esto ha sido contaminado con occidente. Los barrios bajos de Hong Kong no tienen nada que envidiar a los de Marsella.

 

El avión zumbaba suavemente cruzando el mar de la China. Se veía el brillo del sol en las aguas. Unos minutos después, el Jumbo de la Thai Airlines se posó casi sobre el agua, en la Península Kowloon. Estaban en el Kai Tak Airport, construido dentro del brazo de mar que separa la isla de Hong Kong de Kowloon, frente al puerto Victoria. Allí esperaba otro chinito con uniforme de General de Brigada; usaba impecables guantes blancos y hablaba un castellano a lo chino, cambiando la erre por la ele.

El doctor Ocampo tenía muy buena memoria y en esos casos la ponía aprueba. –General, llévanos al Hong Kong Hilton Hotel, 2 Queens Road.

Al chinito le gustó que lo trataran con grado militar. Así se llamaría él mismo durante toda su estancia. El General se sentó al volante con las espaldas muy derechas, quizás para aparentar ser más grande, y los llevó al lujoso hotel blanco de 820 habitaciones y 26 pisos, donde un gran abanico de Rolls Royce servía de movilidad a sus clientes.

— Una ducha de agua caliente los reconfortó del corto viaje. Antes de comer nadarían un poco en la piscina del cuarto piso. Tomaron unos jugos de frutas bajo las sombrillas blancas y amarillas entre las palmeras. Casi todos los huéspedes eran americanos.

—Vamos a comer algo –dijo el doctor. Subieron al piso 25. Allí estaba el restaurante chino Eagles Nest, con sus manteles rojos y vajilla Imperial. La excelente cocina china los dejó satisfechos. Estaban dispuestos a conocer otro rincón de China con cultura anti china.

—Este pedazo del mundo –dijo Ocampo– es un territorio chino que los ingleses transformaron en colonia. Algo extremadamente raro para ellos. Hong Kong es una isla, y Kowloon una península. También está la Isla Lan-tau y los llamados Nuevos Territorios o New Kowloon. Es el puerto franco más importante de Asia. Hace unos años, en 1984, el Reino Unido se puso de acuerdo con los chinos para devolver los territorios en 1997. Realmente no sé si a los chinos les conviene cambiar la forma de vida de Hong Kong. Aquí se mueve más dinero del que todo el mundo puede sospechar. Si los chinos son tan astutos como pienso, lo dejarán funcionar como si ellos fuesen los hijos de la Reina Isabel. Aquí viven muchos peces grandes, quizás los más grandes de Asia, y, como dicen los chinos, los peces grandes no viven en charcos pequeños.

Había llegado el Rolls. El doctor Ocampo lo miró con curiosidad. Era un impecable modelo Silver Ghost de 1957. –Daremos una vuelta de reconocimiento –el General arrancó suavemente y salió con los tres colombianos.

Vieron el monasterio de los diez mil Buddha, la Shatin Pagoda, el Tiger Balm Gardens, con sus esculturas polícromas, la ciudad flotante, el túnel submarino, el distrito central y todo lo que llama la atención al turista... ver chinos como en América y americanos como en China.

—Llévanos al mercado de joyas –le dijo al General. Las reverencias eran cada vez más profundas. El chinito se olfateaba una espléndida propina, y quería ganársela en buena ley.

—Aquí pueden conseguirse las joyas más perfectas y las más falsas del mundo. Hong Kong lo tiene todo. El que conoce es respetado y el que se hace el conocedor es engañado sin miramientos. Los gatos y las liebres peladas parecen iguales a los ojos de muchos turistas ricos. Aquí llegan algunos vanidosos que saben casi todo de casi nada, pero como se sienten superiores a los chinos... no pueden pasar por ignorantes.

Los chinitos son campeones mundiales para descubrir un ignorante: es aquél que sabe mucho... sólo que de manera diferente a la real. El método es el siguiente: les enseñan un hermoso jarrón chino de porcelana, y les dicen que es una joya arqueológica de la dinastía Ching–Chu Ling de la Era Precámbrica, desenterrada por ladrones de tumbas y contrabandeada hasta Hong Kong con muchísimo riesgo de sus vidas. Si el turista la toma en sus manos y comienza a analizarla... allí hay un ignorante. Sólo les queda saber la altura del fajo de billetes que trajo para ellos. Dicen que es cultural. Les enseñan a no ser tontos. El orgulloso turista regresa feliz a su mansión con un jarrón chino antiquísimo que compró a unos chinitos que no saben lo que valen las antigüedades... –él había visto uno parecido en Christie’s que costaba una fortuna–.

En Hong Kong hay muchas fábricas de antigüedades... siempre quieren que te comas el gato al precio de mejor liebre. No son muy considerados, si te descuidas te comen crudo. Como yo no soy un experto y tampoco me creo un ignorante, sé lo que no sé, por lo tanto iremos al negocio de Cartier, que sólo venden liebres.

Ambos sonrieron con la gráfica explicación del doctor Ocampo. Sabían que estaban en terreno con arena movediza. Esto no era Japón ni Suiza.

Llegaron a Cartier. Ocampo le dijo al Águila: –Elige un anillo que te guste. Quiero regalarte uno. No te fijes en el precio, sino en que realmente te guste. Cándido, elige una cadena de oro con la medalla de algún santo de tu devoción, lo necesitas en tu trabajo. Aunque dudo de que en Hong Kong se vendan santos.

Los amigos se miraron sorprendidos. El doctor estaba demasiado generoso. Cuando la limosna es grande, hasta el santo desconfía. Algo raro estaba pasando. Esperaban que por su actitud fuera algo bueno, y sospechaban que hizo un excelente negocio en Taiwán. El Águila dudó. Pero, ante la insistencia del doctor, eligió un sobrio anillo de oro de poco precio.

— ¡Serías ideal como esposa! –Le dijo su amigo–. Te pido que elijas un anillo de verdad y me sales con esa baratija. Traiga uno con un brillante de primerísima calidad y de un tamaño que se vea desde lejos –pidió el doctor al vendedor–.

El educadísimo joyero abrió una caja fuerte y sacó una bandeja de terciopelo azul con diez anillos que permitirían una buena vida sin trabajar a cualquiera.

—Pruébate éste –Ocampo tenía en sus manos el que consideraba el mejor de la bandeja. Un enorme brillante muy bien engarzado sobre oro y platino. Lo suficientemente ancho como para que no quedaran dudas de que era un anillo de hombre. El doctor no toleraba ni un pelo la moda unisex. ¿Cuánto cuesta?

—Señor, tiene usted un gusto magnífico... es realmente una pieza única e irrepetible. Ese anillo cuesta ciento ochenta y ocho mil dólares estadounidenses. El brillante no tiene fallas y la talla es superlativa…

El Águila se sacó el anillo asustado y lo dejó sobre la bandeja muy suavemente, como si su fragilidad fuese también superlativa. Dio un paso atrás y se negaba a tocarlo. El doctor Ocampo lo volvió a levantar. Agarró la mano de su amigo y se lo puso en la palma, cerrándosela a la fuerza.

—Esto es tuyo, quiero hacerlo porque me place y porque eres mi gran amigo de toda la vida. No lo desprecies. Solamente tengo dinero. Con él no puedo hablar ni compartir mi mesa. Ustedes son mis únicos amigos. Les doy lo único que tengo. En el fondo soy más pobre que San Francisco. Sólo tengo dinero...

El vendedor no había entendido la conversación en castellano. Pensaba que discutían por el precio... levantó otro anillo y se lo enseñó al doctor diciendo: –Tengo éste parecido que vale la mitad.

—Yo no compro basura –dijo el doctor en inglés dejando duro al vendedor–. Compro este anillo y la cadena que está al lado de la que eligió Cándido, la más gruesa y firme, como corresponde a mi guardaespaldas. Pagaré con cheque certificado del City Bank Local.

El vendedor aprobó con la cabeza.

—Debo ver al gerente. ¿Me permite sus documentos?

Ocampo lo miró con altanería... pero era lo correcto. Sacó una carterita oculta y le dio su documento.

—Lo siento, es un procedimiento de rutina.

Cinco minutos después salía el Águila mirando su mano derecha donde brillaba una joya que jamás pensó tener y Cándido con una recia cadena de oro Tourbillón que sería la envidia de un gitano en Turquía.

El doctor Ocampo parecía más aliviado en su dolor.

—Hong Kong tiene renombre de noches inolvidables. Viviremos Las mil y una noches chinas... Estos chinitos nos recordarán en sus leyendas.

El guardaespaldas y el Águila desconocían esa faceta divertida del administrador de los Cárteles colombianos. Se miraban entre ellos haciendo señas con los ojos... ¿qué bicho le había picado al doctor Ocampo? – ¿Adónde iremos? –preguntó el Águila.

Su amigo le contestó: –Estamos en China... “Pekín–Londres”. Pero quisiera aplicar aquí lo que dijo el chino Lin Yutang: “un buen viajero es aquel que no sabe adónde va. El viajero perfecto ni siquiera sabe de dónde viene”. Eso haremos nosotros. No sabemos adónde vamos, sólo que iremos a divertirnos. Aquí son fabulosas las casas de masajes. Tienen unas chinitas que son un poema. Son famosas hasta en Colombia. El General conocerá alguna de primera categoría... estos choferes del Hilton son los mejores guías del mundo si tienes una fortuna disponible. El doctor Ocampo estaba alegre. Desconocido incluso para él mismo.

—Oye, General, llévanos a una casa de masajes chinos de primer nivel.

Lo mejor de lo mejor de toda China. –Como usted oldene, honolable señol.

Subieron al Rolls y llegaron a un sobrio edificio con un enorme letrero vertical rojo con ideogramas negros. Ninguno entendía ni jota. Pasaron al vestíbulo y los recibió una distinguida señora china de unos cuarenta años vestida de seda gris con un cinturón negro. Todo era inmaculadamente sencillo. No se veía una sola chinita alegre ni triste por ningún lado. La señora entregó a cada uno una tarjeta con un número, indicándoles las habitaciones...

Aquello no era lo que esperaban. ¿Dónde están las chicas más alegres de Asia? Querían elegir a discreción. No que les dieran la que les tocara en suerte.

El Águila entró a la habitación asignada. Parecía una sala de cirugía. Brillaba de limpia. Había una mesa acolchada elevada en el centro y un montón de toallas blancas perfectamente planchadas.

Nadie... estaba vacía, hasta que abrió una puerta y entró una chinita con idéntico vestido de seda gris que la honorable señora de la recepción. Tenía un ideograma dorado en el pecho que decía... algo en chino. Pidió cortésmente por señas que se quitara la ropa...

El Águila lo hizo con su ayuda. La chinita acomodó prolijamente todo en un estante cercano. Le ató una toalla a la cintura y desapareció por la puerta.

¿Dónde estaba la chinita que era un poema? En lugar de la chinita salió un enorme chino rapado con remera blanca y brazos como Popeye. Pesaría más de cien kilos. El Águila se asustó... Una chinita está bien... ¡Pero un chino, jamás! Pensó salir corriendo, pero se dio cuenta de que estaba desnudo. El chino le hizo la señal de que se acostara, mientras se refregaba en las manos una sustancia oleosa. Entró también la chinita. Eso lo reconfortó... lo tomó de la mano y lo recostó boca abajo. El Águila no soltaba la mano de la china que se quedó a su lado, de pie, con esa sonrisa indefinida propia de su raza. El enorme masajista empezó a deslizar sus dedos sobre la espalda con maestría... El Águila casi lanza una carcajada. El General los había traído a una casa de masajes chinos en serio, ¡pero bien en serio!

Ya que estaba... La sesión pasó la media hora. Le retorcieron los huesos hasta que crujieron. Lo doblaban como papel... En la última etapa, el chino se paró en la espalda del Águila y lo masajeó con los pies y todo su peso... La chinita lo bañó con chorros de agua caliente y lo reconfortaron las fricciones con una toalla empapada en agua muy caliente. Era muy relajante... pero quedó molido.

Al salir se encontró con sus dos compañeros. El doctor tenía cara de haber corrido la maratón de Melbourne perseguido por una jauría de perros feroces. Cándido estaba mucho mejor. Como si hubiere peleado con Joe Frazier treinta rounds seguidos y perdido la pelea.

Cuando se miraron unos a otros resonó una triple carcajada que sorprendió a la “honolable señola”. Los amelicanos siemple la solplendían. Pagaron dejando una generosa propina y fueron a buscar al General para romperle la cabeza.

 

La sonrisa de oreja a oreja del General les confirmó que les había tomado el pelo...

—Te pagamos una fortuna para que nos guíes y nos metiste en ese matadero. Queríamos una casa de masajes donde algunas expertas señoritas chinas nos acariciaran la espalda... Y nosotros a ellas. Aquí nos molieron los huesos unos chinos que asustaban. ¡Eres la desgracia de los guías!

—Aquí es el mejol masaje chino... son plofesionales gladuados en Pekín. No hay mejoles en Asia... Si los señoles desean fiesta blava es otlo lugal. Un selvidol los llevalá al mejol salón de esas fiestas que quielen los señoles.

—Que sea un sitio decente –dijo Ocampo.

—El General sólo conoce los sitios decentes, honolable señol. Segulamente se diveltilán a lo glande. Tiene fama de sel desmesuladamente diveltido.

Y así fue. El General los llevó a un elegantísimo salón todo rojo con un frívolo espectáculo de strip tease al estilo parisino. Una orquesta tocaba “Cabaret”, pero no cantaba Liza Minelli... La sala de baile con bastantes parejas muy juntas se movía lentamente. En las mesas en penumbras se distinguían hombres con trajes de etiqueta y chicas orientales y occidentales muy cariñosas... Se ubicaron en una mesa y pidieron champagne. Una sinuosa figura con muy poca ropa se movió en la semioscuridad, sirvió a los tres y se sentó sin permiso en las rodillas del Águila rodeando el cuello con sus brazos.

—Este bicho volador tiene más pinta que nosotros –le dijo el doctor a Cándido. Pero Cándido no era ciego. Analizó la situación y le dijo a Ocampo: –Esa mujer es un hombre. Un travestí. Fíjese en el tamaño de sus pies y en la nuez de Adán. Creo que se ha enamorado del anillo del Águila; le está adivinando la suerte en el dorso de la mano derecha.

Si había una cosa que el doctor Ocampo odiaba en el mundo era a los homosexuales, sobre todo a los masculinos. Su simple mención le producía náuseas.

—Ocúpate de él o de ella –le dijo a Cándido con tono de orden de cumplimiento inmediato.

El custodio se levantó y tomando del brazo al dudoso acompañante, lo separó de un tirón del Águila, mientras le decía en inglés que volara lejos de allí.

No se esperaban lo que sucedería. El travesti trastabilló con sus zapatos taco alto y su estrecho vestido no lo dejó equilibrarse. Cayó al suelo y gritó como un cerdo atado con alambre. Desde diferentes lugares salieron otras “mujeres” al auxilio de su “compañera” y se precipitaron sobre los tres a carterazos y arañazos. Los tomaron por sorpresa.

El Águila recibió un tirón de pelos que lo levantó de la silla y un codazo en su costado que lo dobló en dos hasta el suelo. Tenía para entretenerse. Las dos mariposas se tiraron sobre él a plenos chillidos en medio de una lluvia de puñetazos... no muy fuertes. El Águila creía que eran mujeres. Estaba inhibido de pegarles. Sólo se cubría con las manos cruzadas sobre la cara.

El doctor fue atacado por dos travestis a los gritos. Arqueaban sus dedos con largas uñas pintadas de negro. Sus caras maquilladas con abundantes capas de colores fuertes los transformaban en trágicas máscaras de lo que podía haber sido un hombre. Los ajustados vestidos chinos con un largo tajo lateral, hechos de lujosas sedas marcaban siluetas femeninas muy bien formadas. Las hormonas y siliconas hacían el resto. Se lanzaron sobre él como gatas aullando. Trataban de arañarle la cara, pero se olvidaron de mirar a Cándido antes de hacerlo. Error fatal. Un puño voló hacia la mandíbula del más cercano. Sonó un crujido como el de una nuez al partirse. Cayó dormido por la cuenta total. Un brazo durísimo sujetó la mano del segundo. Un giro acompañado de un grito de dolor dobló la articulación del codo, dislocándolo, y otro puño golpeó el estómago con un sonido sibilante. El travesti sólo dijo “Uggg... “. Otro a dormir o a revolcarse hecho un ovillo...

Cándido entonces dio un salto hacia los dos que estaban martillando sobre el Águila. Levantó a cada uno de ellos de los pelos de la nuca con una mano y estrelló sus cabezas con un sonoro golpe que silenció el coro de chillidos. La orquesta dejó de tocar... El silencio podía escucharse. En las mesas vecinas se veían caras de miedo y de alborozo, de acuerdo al nivel alcohólico de cada uno. Las otras “chicas” se quedaron en el molde. Quizás admirando a ese gigantesco colombiano tan bruto...

Parecía todo en calma. Hasta que vieron avanzar dos roperos vestidos de negro directamente hacia ellos. –Estos tugurios siempre contratan guardianes por kilos –dijo el Águila a su amigo, quien aún no salía de su sorpresa.

Los enormes chinos tenían sus caras como estatuas de bronce con ojos oblicuos y mejillas regordetas. Caminaban lentamente... la puerta estaba a sus espaldas. Nadie escaparía.

—Ayudemos a Cándido. Creo que éstos no son maricas...

Pero Cándido conocía su deber. Estaba disfrutando una buena pelea que hacía rato no se daba, y más a puño limpio. Les pidió a los dos que se quedasen sentados y salió al encuentro de los guardianes. Quizás sólo venían a ver lo sucedido.

Pero no era así…

Estaban contratados por las “chicas” del local y allí había cuatro durmiendo en menos de un minuto. Las “otras”, asustadas ante ese bruto, mandaron sus tanques. Para eso le pagaban protección. Pareció sorprenderles que sólo se levantara uno de los tres hombres... eso no era lo corriente. También ellos debían tener cuidado...

Hicieron un impresionante movimiento de Whu Shu, Chuan Fa, el Kung Fu chino. Querían asustar a Cándido. El colombiano tenía sangre vasca. No retrocedía un milímetro ni ante Satanás en persona. Los miró sin mover un pelo mientras los estudiaba concienzudamente. Él también sabía artes marciales, pero de las peores y nada deportivas. Resumía lo destructivo del budo, el Shaolin Chuan Fa, el Karate y el Tae Kwon Do. Unos cuantos movimientos de cada uno. Pero todos mortales. Unido a su extraordinaria fuerza física, cada golpe era definitivo.

Esperaría a los chinos. Uno de ellos lanzó una patada de Karate con salto lateral, Tobi Yoko Geri. Cándido hizo un imperceptible movimiento con su silla. Se sintió un sonido crujiente... ¿Sería la madera o la pierna?, pensaba el Águila. Sólo se sentía la respiración casi animal. Contenida. Expirada a presión... sibilante.

El primer atacante estaba en el suelo agarrándose la pierna. El sonido había provenido del hueso...

El otro, al ver que no peleaba con un marinero borracho, se cuidó un poco. Preparó su ataque y voló en el aire con una impresionante patada aérea a las sienes. Sabía Kenpo. Cándido retrocedió unos escasos centímetros. El chino estaba en el aire. Otro error fatal. En una pelea en serio nunca hay que elevarse del suelo. Durante la trayectoria no se puede cambiar la dirección y se es un blanco fácil. Los golpes pierden la eficacia de un buen apoyo en el suelo.

Mucho espectáculo y poca eficiencia, pensó Cándido. Mientras su mano izquierda voló como rayo. Una fuerza brutal sujetó el pie en el aire. Lo giró noventa grados y antes de que tocara el suelo, una patada salió hacia las entrepiernas del chino. Cayó doblado para no levantarse por muchas horas. El que estaba en el suelo agarrándose la pierna, al ver a su compañero liquidado, salió corriendo con un solo pie, como un negro canguro rengo. Se había quebrado la tibia.

—Este local es muy aburrido. Me hubiese traído unas “Selecciones” para leer un poco –le dijo el Águila al doctor Ocampo–. Creo que si nos quedamos vendrán con la flota de la OTAN. Mejor será buscar aire fresco – Cándido estaba de acuerdo.

Salieron sin pagar y nadie se opuso. Más bien les abrían paso como si fuesen reyes en una parada militar. Algunos borrachos aplaudían y gritaban en inglés... Another, another... Sentían insultos en chino y en inglés de los travestis que no se animaron a acercarse. Su condición femenina les impedía pelear o su instinto de conservación seguía funcionando.