Cazador de narcos

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Capítulo 7

Sede central de la DEA – Miami

EL COMANDANTE Parker había memorizado todos los datos que sus colaboradores le habían aportado, tanto de los laboratorios como del ordenador de la DEA.

Seguía sentado en el extremo de la mesa de roble aún llena de pocillos de café vacíos y algunas colillas de cigarrillo de la reciente reunión. Necesitaba meditar.

Tomó su pipa con ambas manos sobre el pecho y se reclinó mirando al infinito. A su estilo. Viendo qué elaboraba su cerebro. El balanceo rítmico empezó y siguió durante un buen rato, hasta entrar casi en trance.

Estoy entrando a un laberinto... no debo perderme... Para llegar a la salida tengo que mantener mi mano derecha tocando constantemente la pared. Vaya donde vaya. Así nunca me perderé... debo tocar constantemente algo sólido. Algo que sea seguro y confiable.

¿Qué tengo seguro y confiable?

¿Puede ser una treta de los narcos? Totalmente descartado. No hay arenas movedizas...

¿Podría ser una falla humana o del avión y yo estoy viendo visiones? Descartado. El explosivo fue colocado para matar. Es real. Hubo un asesinato.

¿Tengo alguna duda con respecto a la víctima? Tampoco. La identificación ha sido fehaciente. Hasta aquí todo muy sólido.

¿Conozco a su ejecutor?

Por ahora no... Hay indicios contradictorios...

Si mandó al fondo del mar a un piloto, ¿por qué le dejó puesto un anillo nuevo de ochenta mil dólares? Es mucho más lógico que lo dejara en casa hasta la vuelta...

¿Tenía dinero el Águila para esos lujos?

Según nuestros espías, nunca tuvo ni le interesó mucho el dinero. Y menos las joyas... Es muy poco probable que el Águila se haya comprado ese anillo...

Pero, ¿y si no lo compró él? ¿Quién se lo puede haber regalado?

Aquí tengo que pensar dos opciones: la primera, una persona a la que le sobraba el dinero para hacer ese tipo de regalos y... la segunda, alguien que además de eso lo apreciaba mucho. Sería más lógico aún pensar en alguien que cumpliera los dos requisitos juntos...

¿Por qué regalarle un anillo unos días antes de ser ejecutado?...

O la persona que se lo regaló no sabía de esta ejecución, o le concedía el último deseo a un condenado a muerte... Nunca debo cometer la estupidez de subestimar la inteligencia de los narcos... y mucho menos la de Ocampo. Entre hombres no es costumbre hacerse esos regalos. El Águila no era homosexual... Ocampo tampoco…

¿Cuál será la razón...?

Creo que al Águila le hubiese gustado más que esa joya un altímetro o un radar meteorológico moderno...

¿Por qué no le hizo un obsequio de ese tipo?...

Entre los que conozco de sus amistades que pueden darse el lujo de hacer esos regalos están los capos de Cali, de Medellín y el doctor Ocampo...

Entre los tres, el más probable es Ocampo; de los otros no era amigo íntimo...

Otra cosa que me intriga es el polen. Polen de Colombia. Está bien, pero, ¿por qué tiene polen del sudeste asiático? Seguramente porque anduvo por esos sitios hace poco tiempo... Allí se va en avión. Y no de los pequeños. Será fácil rastrearlo.

Debo investigar las partes no sólidas de este laberinto:

¿Estuvo el Águila por el sudeste asiático? Si estuvo, ¿qué lugares recorrió?

¿Compraron el anillo en ese viaje? Si lo hicieron, ¿en qué joyería?

Eso será fácil. Los buenos brillantes no se venden en los mercados de pulgas...

¿Quién pagó los ochenta mil dólares?

Seguramente usó tarjeta de crédito para millonarios o cheques bancarios. Nadie lleva esa cantidad en los bolsillos.

Rastrearemos esos dos caminos...

Si como pienso, fue muerto por saber algo o conocer a alguien muy importante, debe ser un sapo de otro pozo. Entre los narcos todos son conocidos y un piloto es respetado. Tiene lo que diríamos “status propio”.

Debo averiguar qué personajes importantes y foráneos anduvieron por los mismos caminos que el Águila en las últimas semanas. Sobre todo por el sudeste asiático. Si fue el Águila, seguramente también iría el doctor Ocampo. ¿Con qué nombre habrá viajado esta vez?

Si fue Ocampo, es seguro que el viaje fue de negocios. Y para hacer negocios hacen falta dos. ¿Quién es el otro? Pareciera que ese otro es el sapo de otro pozo que buscaba. Quizás allí esté la puerta de salida del laberinto.

Mi principal sospechoso es el doctor Ocampo. Averiguaré cómo andaban las relaciones con el Águila y cómo quedó después de su desaparición.

El comandante repartió instrucciones a sus colaboradores. Debían encontrar respuestas a cada una de sus dudas. Les entregó una lista de interrogantes con cuya solución trataría de solidificar las paredes del laberinto...

Al cabo de dos días tenía las respuestas.

El águila había volado hacia Taiwán con Cándido Ortiz. En el resto del pasaje no figuraba nadie conocido.

El comandante no desesperaba. –Dejen la lista. Ya aparecerá.

En Taiwán se habían alojado en el Grand Hotel de Taipéi, en una suite de superlujo para tres. ¿Para tres? Los nombres: Juan Carlos García Torres, Cándido Ortiz Goicoechea. Y... Andrés Belgrano Farías.

El comandante se sonrió: este doctor Ocampo tiene más alias que la guía telefónica. Cada viaje uno nuevo. Veamos en la lista de pasajeros del avión... Belgrano Farías... aquí está. Sigamos la pista... desde allí se fueron a Hong Kong. Estuvieron en el Hilton. Miren esto. El chofer de una limusina Rolls Royce recuerda haberlos llevado de jarana a un club más que dudoso...

Seguían leyendo el informe cronológico enviado desde Asia por línea segura. La sucursal de la DEA funcionaba con eficiencia.

— ¡Aquí está! El anillo fue comprado en Hong Kong, en Cartier. Lo pagó con un cheque a nombre de Miguel Ocampo Freedman. Claro... los bancos no aceptan alias ni clientes falsos. Un grave error de nuestro amigo de Bogotá. El vendedor confirmó que le regaló el anillo a uno de sus acompañantes. Y que eligió el mejor brillante que tenían a pesar de que el obsequiado lo rechazaba. Pasaron por Bangkok... ¿para qué?

¿Quién estaba en el hotel de Taiwán en la misma fecha que ellos?

Una larga lista de personas empezó a ser procesada. No encontraron ningún conocido. Pero allí debía estar, salvo que fuese chino o estuviese con nombre falso.

—Extraigan la lista de los norteamericanos.

La computadora seleccionó rápidamente treinta y siete personas. Catorce mujeres y veintitrés hombres.

—Verifiquen la existencia real de esos veintitrés hombres. Veamos si sus nombres son verdaderos o de fantasía. Era una tarea que solamente podía hacer ese monstruo electrónico. Al cabo de unas horas tenían resuelto el enigma.

Todas las personas eran americanos registrados, sólo que uno de ellos había fallecido hacía seis años. Un muerto viajero...

— ¿Quién es?

—Milton Johnson.

—Rastreen ese Milton Johnson, de dónde partió, dónde vive, quién es en la realidad.

Unas horas después...

Milton Johnson salió de California, más precisamente de San Francisco. Allí se pierden los rastros. Solo utilizó el pasaporte para salir y regresar.

No había registros anteriores con ese nombre.

Otro como el doctor Ocampo. Un pasaporte falso para cada día del año. –Busquen la ficha de migraciones. Allí debe poner una dirección. Otra vez la electrónica, ondas que subían a satélites y cruzaban los Estados Unidos en milésimas de segundo, de Miami a San Francisco.

Al cabo de unos minutos, Parker tenía la dirección de Milton Johnson: Palacio Legislativo de San Francisco.

El comandante movió la cabeza... algunos por figurar de muertos se cavan su tumba.

—Averigüen qué senador o diputado de San Francisco estuvo ausente esos días y si conocen el destino de su viaje.

Unos minutos después...

Cinco legisladores salieron esos días.

—Bien, –dijo Parker–. ¿Adónde fueron?

Tres tenían reunión en Washington. Uno estaba enfermo. Se rompió una pierna esquiando. El otro tomó una semana de vacaciones anticipadas. Tenía receta médica. Exceso de stress.

— ¿Cómo se llamaba el estresado?

—Hans Krause, senador nacional por San Francisco.

El comandante marcó el nombre con un grueso círculo rojo, mientras decía:

—Quiero saber vida, obra y milagros de ese senador. Consigan una fotografía suya y verifiquen si fue visto en el Grand Hotel de Taipéi.

Una hora después de haber enviado la imagen electrónica del senador Krause, llegó la respuesta desde la DEA en Taiwán. El conserje del hotel recordaba perfectamente al señor Milton Johnson. Siempre estaba con un travestí pelirrojo.

—Verifiquen lo del travestí. Sería la confirmación de que encontramos al jabalí. Tengan cuidado. Puede ser muy peligroso acercarse. Con un senador nacional de los Estados Unidos no se juega. Necesito que venga inmediatamente el teniente Williams Foster –pidió el comandante a su Secretario, David Kant. Unos minutos después, Foster estaba sentado frente a su comandante.

—Teniente, ¿cómo sigue su amigo, el ingeniero Carreras?

—Mejor. Está muy quemado, se encontraba muy cerca de la boca del pozo cuando se incendió, pero lo están curando. Se hacen cultivos de su propia piel. Tiene el treinta por ciento de la piel quemada, casi en el límite de lo vital. Ya le implantaron algunos trozos de piel artificial. Es una piel de lo más rara. La fabrican con cuero de ternera, cartílago de tiburón y un material plástico que extraen del petróleo. Como no produce rechazo no se necesitan drogas inmunosupresoras de por vida. Pero no es todo. Están haciendo cultivos de su propia epidermis. Parece fácil pero no lo es. Sacan un pedazo de piel sana del paciente, disuelven sus compuestos duros hasta que se llega al nivel de células independientes, las colocan sobre un tejido que hace de soporte y las alimentan con un caldo especial que permite que crezcan y se reproduzcan hasta que la superficie aumenta diez mil veces. Se corta y se reinjerta al paciente. Lamentablemente sólo podrán usarla donde esté sana la dermis y la hipodermis.

 

—Teniente, ¿está usted estudiando medicina?

—Disculpe, comandante. Como es de lo único que hablo con mi amigo al final lo aprendí. Le prometo ser más sintético.

—Necesito que me consiga una cita con el ingeniero Carreras lo antes posible. Si es posible hoy mismo. Será sólo un momento, usted vendrá conmigo.

—Comandante, aunque brama de dolor, creo que podemos ir sin pedir audiencia. Es mi amigo y lo recibirá a usted con mucho gusto.

—Andando, entonces –dijo Parker tomando su abrigo y su pipa–, lléveme al hospital.

El ingeniero Carreras estaba en una sala con aire acondicionado y botellas de suero colgadas a sus pies, recostado del lado sano. Se veían grandes porciones de piel marrón rojiza. En algunas partes estaba en carne viva. Debía sufrir mucho...

El comandante lo saludó muy amablemente. Foster lo había presentado como su jefe máximo en la DEA. Carreras pensaba que era una visita de cortesía y agradecía al comandante su atención, pero no era así.

—Señor Carreras –dijo Parker– ¿puedo hablar con usted de un tema altamente confidencial?

El enfermo lo miró sorprendido y luego dirigió su mirada hacia Foster, que desconocía el motivo de la visita del comandante.

—Supongo que sí.

—Cuando le digo altamente confidencial quiero significar que usted debe prometerme que, cualquiera sea su respuesta, olvidará la pregunta que le haré. ¿Me lo promete?

Carreras no esperaba una presión semejante en su estado. Pero estos de la DEA siempre juegan a los agentes secretos, así que a seguirle la corriente...

—Se lo prometo–contestó mirando a Foster como diciendo “qué bicho me has traído...”

—Soy el comandante general de la DEA en Miami. Necesito su colaboración para reemplazar a un narcotraficante que fue eliminado, pero sus verdugos no han podido confirmar su muerte. Lo molesto en su estado por una sola razón. Usted es tan parecido a él que hasta su amigo los confundió en las fotografías. Es un servicio que le pide su patria. Usted no debe hacer nada. Sólo que lo vean vivo. También debería aceptar ser dado legalmente por muerto. El acta de defunción la emitiría nuestro médico. Debe tomar otra personalidad. Incluso en la cirugía estética que se le realice. Luego, al terminar el operativo, usted podrá volver a ser el señor Carreras. ¿Qué me contesta?

Todo fue tan rápido que el enfermo apenas comprendió lo que le pedían. El teniente Foster se acercó a él y le repitió lentamente paso a paso. Carreras contestó: –He sobrevivido a la explosión de gas de un pozo petrolero. Me salvó uno de mis compañeros que estaba delante de mí al salir el fuego. Él y los otros cuatro murieron y yo estoy aquí, aún vivo. Mirando a su amigo le dijo: Tú trabajas en la DEA y sabes cómo es lo que me pide el comandante. Haré lo que tú me aconsejes. Para eso eres mi amigo...

El teniente Foster asumió una responsabilidad que no quería. Pensó en su vida llena de peligros, de noches sin dormir, de trabajos sin horario en los peores lugares del mundo. La muerte caminaba a su lado y aprendió a vivir con ella. Luchaban contra la escoria humana... El motivo del riesgo tenía sentido y si volviese a nacer haría lo mismo.

—Amigo –le dijo–, nosotros hacemos lo que podemos para que otros vivan mejor, para darles a nuestros hijos la posibilidad de tener un hogar sano y feliz. Creo que debes hacerlo. Si salvas a un solo chico de la droga, serás afortunado y tu vida habrá tenido sentido. Si intuyo el plan del comandante, trabajaremos juntos. Creo que vale la pena... pero es tu decisión, no la mía.

— ¡Acepto! –fue la enérgica respuesta de Carreras, que sorprendió a Parker por su fortaleza.

—Desde ahora nosotros te cuidaremos. Gracias, amigo. Admiro tu valor. También cobrarás tus servicios muy bien remunerados. Estás contratado en la DEA.

Se despidieron muy afectuosamente.

En ese momento nació la Operación Anaconda.

Capítulo 8

Bogotá – Taipéi –Taiwán

CUATRO TELÉFONOS de diferentes colores estaban cuidadosamente colocados sobre el escritorio del doctor Miguel Ocampo Freedman en su mansión de Bogotá. Se acomodó los anteojos y comenzó a hojear el último balance de su gestión. Lo escrito en esos papeles confidenciales no era conocido más que por otras dos personas: sus jefes, los capos máximos de los Cárteles de Cali y Medellín.

Era la ratificación de su triunfo como director general de una de las empresas más poderosas de la tierra, que paradójicamente no tenía nombre. El calor de Bogotá no penetraba dentro de su palacio ubicado en la mejor zona, en las afueras de la ciudad. Un gran parque de enormes árboles centenarios en el exterior y un aire acondicionado perfecto en toda la mansión, creaba el clima artificial que el doctor exigía durante todo el año.

Estaba realmente satisfecho. Nunca habían ganado tanto dinero y sus jefes cada día confiaban más en su gestión.

El doctor Ocampo lo tenía todo. Era tan poderoso en la tierra que no necesitaba mirar al cielo. La persona más grande que conocía en este mundo la veía frente a un espejo.

El teléfono rojo emitió unas notas musicales que recordaban a Vivaldi. Algo importante sería transmitido. Sólo cuatro personas en el mundo conocían esa línea. Un número secreto protegido electrónicamente de interferencias. Se usaba sólo en casos de contactos entre la élite de la droga.

Una voz femenina y dulce preguntó en perfecto inglés: – ¿Está el doctor Ocampo?

—Con él habla... comuníqueme.

No necesitaba preguntar quién estaba en el otro extremo de la línea; la voz de esa mujer era inconfundible, acababa de escuchar a la secretaria de un respetado senador de los Estados Unidos. La conversación era en inglés que el doctor Ocampo dominaba a la perfección. No en vano había estudiado en Harvard.

—Estimado doctor Ocampo. ¿Cómo se encuentra usted?

—Muy bien. Creo que excelente, para ser franco. ¿Cómo andan tus cosas, Max?

El senador no se llamaba Max. Su verdadero nombre era Hans Krause. Ese seudónimo lo usaba para hacer cierto tipo de negocios, como el que trataría con el doctor Ocampo.

La respuesta fue concreta, como siempre que hablaban por teléfono. Aún con la seguridad de una línea especial y protegida. Quizás la técnica avanzara sin que ellos se enteraran y su comunicación podría ser decodificada...

—Necesito reunirme contigo. Haré un viaje de placer a Taiwán. Tú debes hacer lo mismo. Nos veremos a las diez de la mañana del martes de la próxima semana en el Grand Hotel de Taipéi. La dirección es: 1 Chung Saan North RD. Estaré en la suite presidencial. Debes ir solo a la reunión. Puedes reservar otra suite al Teléfono 5965565 o con un Telex 11646 GRANDHTL. Pide en la sección The Main Building, Corner Suite. Son las mejores y estaremos más cerca. Si tienes personal de compañía los alojas en la sección Jade Phoenix. Nadie debe vernos juntos.

Era típico de Max. Todo concertado, pero no era capaz de hacer la reserva para ellos y mucho menos de pagarla.

Su fortuna era mucho mayor que lo que todos creían. Era dueño de un iceberg de oro. Lo que se veía le alcanzaba para ser respetado en los círculos del poder, donde los hombres valen por lo que tienen y no por lo que son, pero lo oculto podía destruir a los que se creían poderosos y no estaban de su lado.

Max llamaba a ese sistema “Operación Titanic”, simplemente chocaban con él... Muchos dormían en el fondo del océano económico por una maniobra de Max. Naturalmente, él rescataba las cosas de valor y las adosaba a la parte sumergida de su iceberg.

Ya habían tenido muchas reuniones con Max, siempre en lugares muy apartados de los Estados Unidos y sobre todo de Colombia. Max no se acercaba a Colombia ni por equivocación. No quería despertar sospechas. Sus sitios preferidos estaban en Asia. Mucha gente y mucho lujo. Era otra característica de Max. Adoraba el lujo y los placeres. Tenía con qué pagarlos. Sólo que a él no le agradaban las mujeres... Un orgulloso esclavo de su dinero. Pero el verdadero esclavo no ve sus cadenas. Max las arrastraba sin saberlo. No llegarían nunca a ser amigos por rechazo innato de sangre, aunque ambos se toleraban. Max era un súper orgulloso sajón que siempre miraba al doctor Ocampo como algo bastante inferior por su sangre latino–judía. Debía soportarlo con una falsa cortesía por necesidad del negocio. Pero se lavaba las manos con alcohol en gel después de saludarlo...

Para el doctor Ocampo, Max era un sucio degenerado que siempre estaba con Charly, su guardaespaldas lascivo y con signos muy marcados de haber estudiado para hombre y haber sido aplazado en las primeras materias. Cabellos teñidos de color rojizo con peinados de peluquería más bien femenina, aros, pulseritas y, a veces, ojos tonalizados y rubor en las mejillas. Su fachada colorida no disimulaba al sádico que disfrutaba con los trabajos sucios que le encargaba con bastante frecuencia su jefe para limpiar su entorno de poder. Solía disfrazarse de ramera para asesinar. Era un maestro con los explosivos y tenía fama de ser un despiadado estrangulador con su inseparable cordón de seda. Muy eficiente como arma mortal.

El doctor Ocampo llegó al Aeropuerto Internacional de Taipéi con dos acompañantes: Cándido Ortiz Goicoechea, un fornido guardaespaldas que no hacía honor a su nombre y que nunca lo abandonaba. Lo conocía desde la infancia y podía confiar su vida a él. Tenía la fuerza de un toro salvaje y la virtud de los monos sabios del templo japonés de Nikko. No oía, no veía, no hablaba, aunque sus sentidos funcionaban perfectamente. Manejaba su Mágnum con precisión y facilidad impresionantes y en la lucha cuerpo a cuerpo no tenía rivales.

También estaba su secretario y piloto privado, del que no recordaba el nombre. Todos le decían desde hacía muchos años “Águila”. Sólo le importaban los aviones y volar. Era feliz cuando estaba en el aire. Siempre alegre, disfrutando de la vida y ayudando a su amigo a vivir a pesar de su dinero.

Ingresaron a la sala VIP y pasaron la aduana. Un servicial chino les dio la bienvenida en inglés y los guio hacia el Rolls Royce que el doctor había alquilado para su estancia en Taiwán.

Si Max ocupaba la suite presidencial, él no quería quedarse atrás en la demostración de su poder económico. Si Ocampo tenía una virtud, ésta era la de no ser tacaño. Su ritmo de gastos iba de acuerdo con sus ingresos: increíbles.

El coche arribó al espectacular hotel rojo iluminado en toda su fachada. Anochecía en la República de China. Atravesó el enorme arco de entrada con ideogramas rojos y giró a la playa lateral para estacionamiento de huéspedes. El doctor Ocampo estaba impresionado, pero lo disimulaba como si todo lo que veía le resultara familiar. Su mansión se empequeñeció en su mente. Ya no estaba tan orgulloso de ella.

Sus acompañantes, más espontáneos, silbaron bajito ante esa muestra del lujo asiático. La gigantesca recepción del hotel era lo más suntuoso que habían visto en su vida. Un bosque de grandes columnas rojas de laca china sostenía un cielorraso con bajorrelieves de dragones y animales mitológicos, iluminados con faroles chinos. Al fondo, la escalera de mármol con barandas también de mármol calado con esculturas era fascinante.

El guardaespaldas no hablaba, siempre moviendo los ojos de un lado para otro sin perder detalle. Parecía un boxeador peso completo amenazante. No había podido ingresar con su Mágnum en la sobaquera y se sentía desprotegido, pero era capaz de recordar qué había en cada sitio y dónde debería ubicarse en caso de emergencia. Todo el arte y el lujo lo tenían sin cuidado; pertenecía a la escuela donde el pan se gana a punta de puñal y a fuerza de golpes. Esos detalles que valían fortunas, eran el decorado de la torta. Innecesarios.

Con el piloto era diferente. Disfrutaba y demostraba que estaba feliz de conocer cosas nuevas. Nada más diferente de las selvas colombianas que ese símbolo del arte y del poder del dinero chino. Era el único que parecía turista, mirando con la boca abierta hacia el techo, hasta tropezar con los sillones ubicados al costado de la alfombra central. Nada lo preocupaba. Su trabajo era sencillo y el jefe su amigo. El papel de secretario era supletorio. Su principal función era conversar y distraer un poco a ese poderoso personaje de la droga, que para él se llamaba simplemente Miguel. A veces Miguelito, como cuando eran chicos...

 

Solamente el Águila podía bromear en forma irrespetuosa con el doctor Ocampo. Sólo él lo trataba como un ser humano. De igual a igual. Cuando volaban solos y Ocampo admiraba sus perfectas maniobras, él solía responderle: el que sabe, sabe y el que no… es jefe...

Se ubicaron todos en el sector The Main Building. El doctor Ocampo quería estar con sus compañeros. Se sentía más seguro y estaba acostumbrado a tener guardia permanente. No le hizo caso a Max de mandar a sus servidores a la zona Jade Phoenix. Ese yanqui pretencioso a veces lo trataba como a su sirviente. Le demostraría que no lo era.

Seguramente él tampoco habría mandado lejos a su amiguito Charly...

Se ducharon y pasaron al comedor donde recibieron el menú de esa noche: assorted cold dish – stewed shrimps on crispy rice – delicious spring rolls – saute beef witli onion – roast peiping duck – diced chicken with walnuts – sweet and sour pork – champignon with creen kale y glazed bananas. Un trabalenguas que hizo sonreír al Águila.

Comieron con buen apetito. Cándido devoraba los pequeños platillos chinos como si fuesen maníes, aunque el doctor le había dicho que podían ser de carne perro o de serpientes. Mientras cenaban, una cantante china, vestida de seda dorada, entonaba una canción dulce y hermosa, cuya letra no entendieron, pero que no olvidarían nunca en su vida.

Martes – 10 horas AM. La hora señalada para la reunión.

Ocampo comunicó al Águila que se reuniría con un amigo en la suite presidencial. Debía esperarlo en la habitación junto con Cándido, que se sentía inquieto al dejar solo a su jefe.

Max lo estaba esperando en una suite bastante más lujosa que la del doctor Ocampo. Los cortinados de pared a pared del mejor terciopelo, los muebles de ébano tapizados en sedas chinas verdaderas, la gruesa alfombra con dibujos entrelazados, al estilo de los templos sintoístas. Hacía valer su investidura de senador, aunque viajase con otro nombre, para ocupar, cuando no había ningún presidente del tercer mundo, reyezuelo africano o jeque petrolero, la suite presidencial. Existía otra a la cual no tenía acceso ni como senador estadounidense. Era la suite imperial, reservada para presidentes del primer mundo o reyes en serio. Eso le dolía a Max. No estaba en la cúspide. Quizás algún día llegase a Presidente de los Estados Unidos... Se prometió que entonces la ocuparía. La política es la política y ambiciones no le faltaban. Además era muy buen candidato, carecía de modestia y nadie le ganaba a pregonar a los cuatro vientos que era el mejor.

—Mi querido doctor Ocampo... El doctor hubiese preferido que no lo saludara así. –Bienvenido a mi humilde casa.

Se estrecharon las manos como si de verdad fuesen buenos amigos. El doctor respondió amablemente, pero no se le escapó el sarcasmo de resaltar que su nivel era superior al suyo. Tampoco le faltaban ambiciones para seguir escalando posiciones en el mundo del poder. Además tenía menos escrúpulos que el senador, si es que en realidad tenía alguno.

—Mi personal ha verificado la ausencia de micrófonos y otros aparatos molestos. No hay videocámaras ni grabadores; podemos hablar tranquilos. Estamos muy lejos del hogar para que alguien nos escuche.

El doctor asintió con la cabeza. Vio que sí había alguien que escuchaba. Allí estaba Charly para obedecer a su amo en lo que pidiera. Pero no habló. Venía a escuchar qué tenía que decirle el senador en el otro lado del mundo.

—Necesito incrementar los envíos de mercancía en dos mil quinientos kilos mensuales. Siempre concentrada y de máxima pureza. No quiero la variedad suave. He tomado la distribución en Las Vegas, Chicago y Nueva York. Quizás te parezca algo disperso. Así son los mercados. Los Estados de California y Nevada los sigo controlando; los anteriores distribuidores me transfirieron las zonas y de ahora en adelante yo soy el que manda en esas ciudades.

El doctor cambiaba mentalmente el singular por el plural. El orgulloso senador no trabajaba solo... era el empleado de lujo de la mafia norteamericana. Lo habían empujado a su manera entre otros candidatos ponerlo de senador. Ahora lo usaban... y él se apoyaba en sus patrióticos cimientos. Ocampo ya sabía que se habían hecho transferencias de zonas, pero no solamente por dinero, sino a fuerza de balazos. Los territorios se ganaban en guerras entre familias. Esos cambios habían mandado al otro mundo muchos pistoleros a sueldo. Así se jugaba en los bajos fondos. Ganas o mueres.

—Aquí tengo el cronograma de pedidos y la forma en que debe enviarme la mercancía. Todo está asegurado y aceitado. –El nuevo código numérico es el que tiene esta tarjeta. Quería saber su opinión y confirmar las cantidades en tiempo y forma.

Eso significaba que los altos políticos y una cadena de personajes que ostentaban mucho poder estaban corrompidos, y protegían la operación embolsando dinero sucio sin impuestos y sin remordimientos. El doctor Ocampo estudió lentamente la carpeta que le había alcanzado Max. Fechas. Cantidades. Lugares de entrega... todo lo necesario para la operación.

—Max, nosotros somos productores y usted es vendedor de nuestros productos. El más importante distribuidor del mundo por si no lo sabía. Sus pedidos serán cumplidos sin problemas... siempre y cuando sus honestos muchachos de la DEA y su puritano Presidente no nos molesten. De eso debe ocuparse usted en forma tan eficiente como hasta ahora.

El doctor Ocampo conocía a Max. Era como él. Necesitaba que lo reconocieran importante y lo respetaran a su modo por lo que era y por lo que hacía. Ambos eran tan orgullosos que se habrían encargado sus propios monumentos en vida para tenerlos frente a sus escritorios.

Sus palabras fueron recibidas con una amplia sonrisa y un apretón de manos de Max que hizo doler los dedos del manager colombiano.

—Trato hecho. Brindemos por eso.

Charly, sin mediar ninguna orden, traía dos copas y una caja de corcho.

—Nunca tomo alcohol –dijo el doctor Ocampo disculpándose.

Pero Max insistió con su copa de brandy Cardenal Mendoza, de Jerez de la Frontera, bien añejado. El mejor, según su opinión y el único que tomaba. Lo llevaba siempre consigo.

Ambos estaban chocando sus copas cuando se abrió la puerta de la suite y penetró el secretario del doctor Ocampo. Pidió hablar con él sin saludar a Max, y le dijo al oído que el capo del Cártel de Cali lo llamaba por teléfono en su habitación. No lo había llamado por la línea interna pues ésta estaba ocupada con la llamada desde Colombia.

El doctor pidió permiso a Max con un gesto y salieron juntos a contestar la llamada. Volvió nuevamente solo a la suite del senador para completar el brindis. Pero la cara de Max no era la misma... una máscara pétrea y los ojos acerados remarcaban la blancura de sus finos labios apretados de rabia.

— ¡Ese bastardo entró a mi suite sin mi autorización! –gritó con la cara enrojecida–. ¿Quién es?

—No se preocupe, Max –dijo el señor Ocampo suavemente–, es mi secretario privado. De absoluta confianza. No hay problema de ningún tipo.

—Sí lo hay. ¡Me ha visto contigo! ¡Puede reconocerme! ¡Eso es inadmisible! El senador se dio vuelta hacia la ventana dándole la espalda al doctor Ocampo. Un largo minuto de silencio tensó aún más la atmósfera en la suite presidencial. Sin mirarlo le ordenó: –Debes eliminar a ese hombre inmediatamente.

—Le aseguro que ni siquiera sabe quién es usted. Es mi piloto y amigo desde la infancia. De absoluta y total lealtad. Sería capaz de morir por mí. Nunca le haré nada a mi amigo –contestó con voz suave que ocultaba una autoridad férrea y testaruda. Casi amenazante...