Viajes a los confines del mundo

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—Vendré a recogerlos dentro de nueve días —dice.

—Apúnteselo, por favor —le ruega Luna Uno.

Por de pronto, él y Luna Dos tendrán que arreglárselas solitos. Richard Busk espera en Port Alsworth velando a su difunta Beaver. Los cheechakos no le preocupan. Sabrán arreglárselas. Les ha dibujado un mapa en una servilleta y les ha dado su mejor consejo: «El secreto está en no dejarse dominar por el pánico».

Al ver elevarse la avioneta en dirección a los negros cumulonimbos, Luna Uno se siente menguar de tamaño hasta acabar desapareciendo del todo. Mientras la buena de su esposa solloza, él, de pie bajo el chaparrón, hace un cortés intento de orientarse sosteniendo el mapa dibujado a mano donde se indica cómo llegar al sendero y a un cuatriciclo. El papel se le hace pedazos entre las manos. También tienen un mapa general de la región del Servicio Geológico, pero evidentemente ahí no pone dónde están.

La parejita no consigue localizar el sendero con esa borrasca, pero sí divisa unas cuantas cabañas y máquinas como de juguete diseminadas por los alrededores, unos quinientos metros más abajo, siguiendo el curso del arroyo. Luna Uno hurga en el equipaje, carga una mochila con lo que cree y espera que sea lo esencial para la supervivencia y, sin reparar en lo engañosos que resultan los tamaños y distancias en espacios tan abiertos, guía a Luna Dos hasta el borde de la mesa para descender entre la maleza; tienen frío y están empapados, cualquier cosa suelta restalla enloquecidamente bajo el viento, tropiezan, se caen, ruedan por el lodo, se levantan una y otra vez, recorren como pueden esos quinientos metros que resultan ser tres kilómetros, ella llorando y él sonriendo y tratando de animarla, aunque también, y a menudo, blasfemando cual poseso, hasta que por fin dejan atrás los matorrales y alcanzan la orilla del arroyo, que por lo visto es más bien un río enfurecido.

Desde hace un par de semanas llueve de forma intermitente en toda la región, y a pesar del aguacero y el viento racheado, la atónita pareja distingue el rugir estrepitoso y constante de los ríos Synneva y Bonanza, que, convertidos en vorágines, bajan en tromba por el valle a cincuenta kilómetros por hora, arrastrando rocas y vegetación. Al otro lado del curso de agua, puede verse la cabaña. No queda otra que buscar el punto menos profundo y vadearlo. Alaska está hoy magnánima: ni los ahoga ni los magulla demasiado. Se arrastran hasta la cabaña y abren la puerta.

Luna Dos está chorreando y tiembla. Su marido la ayuda a sentarse en una silla. Hay que prender el fuego. Pero antes será mejor que dé un discurso. Toma las manos de ella y le hace una promesa:

—Pase lo que pase en esta vida, cuando salgamos de aquí, nunca, nunca volveremos a poner los pies en Alaska.

Por fortuna, a su mujer le rechinan tanto los dientes que no puede compartir con él lo que piensa. Luna Uno busca algo que decir.

—Nunca —repite.

Probablemente ella sabe que es mentira. Como de costumbre, su marido ha vuelto a joderlo todo, pero claro, no puede divorciarse de él ahí, en medio de la nada…

¡La nada! ¡Alaska!

Tras examinar el mapa pasado por agua del Servicio Geológico, Luna Uno dibuja un círculo de unos ciento cincuenta kilómetros de diámetro: ahí está él, ahí está ella. Dentro de ese círculo no hay nadie más. Concluye que se encuentran por lo menos a un centenar de kilómetros de la persona más próxima.

Se acerca a la puerta, donde la lluvia pura de Alaska, cuya temperatura excede apenas la de la nieve, cae incesante, y calcula la distancia recorrida por la ladera, que desde esa perspectiva se ve muy claro que en realidad es un barranco. ¡La única región aún nueva del Nuevo Mundo! Se acerca a una pila de leña y se pone a partir los troncos de abeto húmedos con una hachuela. ¡La Última Frontera! Que para él será literalmente la última como no se ponga las pilas.

Al día siguiente, aprovechando que la lluvia concede un receso, salen a inspeccionar la zona de la mina: la cabaña, la letrina exterior vandalizada por los osos, tres cobertizos, dos pisos de una futura construcción de tres alturas más un ruinoso galpón prefabricado propiedad de otro minero y una cabaña de abeto de cuatro por cuatro metros francamente bonita, con la letrina todavía intacta, propiedad de un amigo de Richard. Tres o cuatro personas tienen concesiones aquí: Richard las vende a unos 15.000 dólares por dieciséis hectáreas. Luna Uno fantasea con cómo sería ser el titular de una de estas concesiones, uno de los huraños prospectores que viven aquí rodeados de recursos naturales.

Otra opción sería adentrarse en esta inmensa soledad y reclamar algún terreno como propio. Para ello solo hace falta encontrar minerales en terrenos de titularidad del Gobierno —el tamaño habitual de una concesión es de unas ocho hectáreas— y registrarse en la sucursal del distrito de la Oficina de Administración de Tierras. Después de eso, hay que invertir cien dólares anuales en la explotación —un par de días de bateo bastarían para satisfacer este requisito— y abonar veinte dólares en metálico por año y concesión.

Cruza el río, descubre el sendero que no han conseguido encontrar durante la tormenta y sube hasta la cumbre, donde Richard Busk tiene aparcado el cuatriciclo. Nuestro flamante prospector carga las cosas que se han quedado en la pista de aterrizaje y desciende la ladera embarrada de la montaña a horcajadas sobre esa extraña máquina. Una vez abajo, prefiere no vadear los quince metros del arroyo subido al vehículo; en lugar de ello, carga los bultos a hombros y se prepara para iniciar su andadura en el negocio del oro.

Según lo que ha leído, los montes Bonanza abundan en «intrusiones graníticas»: bloques de granito que se abren paso desde las profundidades, señal de que se han formado a una temperatura y una presión muy elevadas, lo cual favorece la presencia de vetas de cuarzo que, a su vez, suelen contener oro.

De acuerdo con los cálculos de un equipo de prospección geológica, la zona del lecho principal del arroyo contiene unos diez dólares de oro por metro cúbico de tierra: unos quinientos millones de dólares del precioso metal solamente en esta porción de la concesión de Richard.

Otros antes que él ya habían encontrado oro. El primer depósito de oro de los montes Bonanza se construyó en un árbol junto al río en 1913 y pertenecía a una pareja de prospectores que hicieron ese mismo viaje por río y a pie, acarreando el equipo sobre su espalda. La pequeña casa del árbol sigue ahí, pero dentro ya no hay nada. En cuanto a Richard Busk, todo lo que usa, incluidas dos retroexcavadoras, se lo hace traer en avioneta o helicóptero. Necesita toda la maquinaria que pueda transportar hasta ahí, ya que su concesión cubre un total de unas seis mil hectáreas. Adquirió el terreno hace once años y resulta evidente que ha encontrado oro, solo que nunca le ha dicho a nadie cuánto exactamente. Lo suficiente para ir pagando avionetas.

Al cabo de unos días deja de llover. La parejita sube a la loma que hay al otro lado y echa un vistazo a la nada que se despliega en un radio de cien kilómetros: los montículos de tintes oliváceos se extienden hasta los confines del mundo, y desde todas partes llega una especie de suave música de violín que parece no provenir de ningún sitio pero que se propaga entre los matorrales y los abetos bajos cada vez que el viento se desplaza por el paisaje.

A lo largo de los días siguientes, descubren una huellas de oso de tamaño preocupante, aunque el oso en sí no se deja ver en ningún momento. Hacen amistad con una marmota gigantesca a la cual alimentan cada día y bautizan como Smithers, nombre de un pueblo de la Columbia Británica por el que pasaron hace dos semanas, cuando todavía no vivían solos en el monte sin demasiadas esperanzas de volver a ver la civilización. Los espacios que los rodean parecen infinitos, pero el mundo se va haciendo más pequeño y amistoso. La vida, reducida a lo básico y eterno, se estabiliza y canaliza su fuerza a través de unos pocos elementos: el fuego, el agua, la comida, el sexo, el oro.

Debido a su peso, el oro se mueve, cuando se mueve, corriente abajo siguiendo una trayectoria lo más recta posible y abrazándose a la cara interna de los meandros. Cuando las crecidas bajan con fuerza pueden remover los sedimentos de la orilla, arrastrando las escamas y las pepitas, pero cuando la corriente se detiene, el oro se detiene también.

Luna Uno instala su «cajón elevador» de la marca Keene —una especie de superbatea— en la confluencia de los ríos Bonanza y Synneva, donde un meandro pronunciado augura buenos resultados. Se trata de un combo portátil, con un motor Briggs & Stratton de tres caballos. El aparejo cuesta en torno a mil dólares, pero eso es calderilla comparado con el montón de oro que con él puede extraerse de las profundidades de Alaska. Una vez montado y puesto en marcha, cosa que tampoco cuesta tanto, el artilugio se alza a un metro del suelo y le ahorra a uno el 95 por ciento del trabajo. El cajón, con sus abrazaderas de acero y sus mangueras blancas, todo tan nuevo y reluciente y de aspecto casi aséptico, no desentonaría en el arsenal de un equipo de neurocirujanos. Chupa todo lo que se le pone a tiro en el lecho del río y luego, al escupirlo sobre el filtro, arma un estruendo considerable que compite con los rugidos del Bonanza.

Tiene potencia y resistencia, pero no cerebro. El operador, en teoría, debe suplir esa carencia, así como el buen hacer sin el cual el oro no sale de su escondrijo.

Porque el oro se esconde —de algún modo, parece saber que todo el mundo aspira a capturarlo, fundirlo y encerrarlo en sitios como Fort Knox— y, aprovechando su relativa pesadez, se entierra con misteriosa habilidad hasta tocar el lecho de roca, donde se oculta entre grietas y fisuras mientras toneladas de otros materiales suben a la superficie, materiales como los que Luna Uno, con sus botas de pescador, aspira ahora mismo en el río Bonanza, cuyas aguas casi heladas bajan a gran velocidad, dejándolo insensible de la cintura para abajo. El movimiento del oro es predecible, y sin embargo es condenadamente difícil de encontrar. Mientras tanto, cada pequeña cosa que brilla —cada guijarro humedecido, cada fragmento de esquisto o cuarzo reflectante, cada minúscula ala de escarabajo— exige ser inspeccionada con palpitante excitación.

 

Luna Uno dedica un par de horas todos los días a dragar en busca de oro en el Bonanza, y luego pasa un rato más acuclillado con la batea en el agua, lavando los sedimentos concentrados hasta obtener una arenilla negra, de la que luego se obtiene… absolutamente nada. ¡Ni rastro del oro!

Dentro de aproximadamente una semana, si es que Glenn Alsworth vuelve a recogerlos, podrán saber que Richard Busk ha regresado sano y salvo a la civilización. Con todo, al aterrizar en el aeródromo de Lake Hood, en Anchorage, el piloto con el que iba descendió demasiado deprisa y con demasiada brusquedad y acabó clavando el morro de la avioneta en la pista.

De vez en cuando oyen en el cielo el débil sonido de un motor lejano. Cuando eso ocurre, a Luna Uno le gusta subirse a la loma, gritando y agitando los brazos. Todavía falta para que Glenn Alsworth vaya a recogerlos; pasan buena parte del tiempo acordándose de Glenn y esperando que él también se acuerde de ellos.

Nuestro prospector novato no encuentra oro, pero está viviendo la gran experiencia de su vida, y si la vida fuera lo suficientemente larga, está seguro de que acabaría dragando una fortuna. Algo hay en este reluciente arroyo desbordado que sabe a oro. Y algo hay también en su interior que siente una atracción lujuriosa al contemplar esas voluptuosas aguas bajo las cuales se va puliendo el oro.

Los recién casados tendrán que renunciar a sus alianzas de matrimonio —o por lo menos a hacérselas con el oro de los montes Bonanza—, pero lo cierto es que en este Edén tampoco les hacen ninguna falta. Pasan los días vagando por la soledad, descubriendo cosas que uno no puede gastar, solo guardarse dentro. Encuentran algo de paz y algo de magia, y hasta cierto punto inician el proceso de encontrarse el uno al otro.

MOTEROS DE CRISTO

EL JUEVES POR LA NOCHE, Mark estaciona su Ford Econoline en un pequeño declive que domina el recinto de Eagle Mountain donde se ha organizado el retiro del reverendo Kenneth Copeland y acampa demasiado cerca de una familia que parece incapaz de hacer que sus hijos se comporten. El alboroto de los pequeños supone una irritación de cierta magnitud para un hombre que acaba de conducir tropecientos kilómetros desde Misuri con la mismísima lanza que mató a Cristo crucificado clavada en el espinazo. Además, suficiente cuesta ya conciliar el sueño cuando en casa tu matrimonio se desmorona, tu mujer te la tiene jurada, tus seis hijos no entienden nada y el pastor y su esposa tratan de convencerte de que representas un trastorno para la congregación.

Sin embargo, hasta donde alcanza su memoria, Mark siempre ha sentido en su interior el espíritu de Dios, tanto es así que duda de que otros lo sientan con tanta fuerza, de que estudien las Escrituras con tanto ahínco o de que se sepan tan generosamente tocados con el don del discernimiento. Y ahora eso lo hace sufrir, sufre por el aislamiento que su don le impone, ahí acampado bajo la bóveda celeste, en el recinto de esta antigua base de la Guardia Nacional del Aire de Texas, mientras contempla las chispas de unas cuantas fogatas dispersas y escucha la solitaria voz de algún piadoso cowboy que rasga la guitarra y entona himnos solitarios y quejumbrosos. «A quien mucho se le da, mucho se le exige.» El verano pasado, durante el encuentro de Montreal, fueron varios los videntes espirituales que se acercaron a Mark para decirle que podían ver la lanza de Cristo alojada en su espalda. Simboliza sus penas.

El viernes por la mañana sale a inspeccionar el campamento, donde por el momento solo se han apostado unas pocas docenas de grupitos. En su fuero interno, saluda a su Creador y Salvador, y el Salvador le dice que baje la furgoneta de la loma y la estacione al lado de una Ford azul nueva de fábrica, alquilada en el aeropuerto, junto a la cual un escritor de Idaho ha plantado una vieja tienda de nailon con un colchón hinchable y un saco de dormir para luego darse cuenta de que se ha dejado el vehículo cerrado con las llaves puestas y el motor en marcha.

Como suele hacer cuando actúa bajo las órdenes directas de Jesucristo, Mark empieza a exponer su mensaje antes de que el otro haya tenido ocasión de examinar al mensajero: un mensajero menudo y de aires intelectuales, con gafas y perilla y un modo de hablar serio y cauteloso que recuerda a un médico o un científico. De hecho, él mismo se define como científico de profesión, aunque no entra en pormenores al respecto, y al cabo de dos minutos de charla se ve a las claras que Mark es un avezado biblista, el equivalente espiritual de un genio informático, y por qué su pastor ve en él a una especie de hacker exegético, no tanto a un santo como a un rompepelotas que echa mano de los versículos sagrados con el ojo puesto en sus intereses personales. En cualquier caso, eso es lo que piensa su pastor; aparte de eso, la mujer de Mark se niega a seguir sometiéndose al cabeza de familia y la esposa del pastor la anima a rebelarse, lo cual se traduce en un clima de tensión constante y groseros desaires. He aquí por qué Mark ha acudido ya a varios encuentros espirituales como este, en mitad de la llanura texana, donde busca… algo que no concreta. Solaz. Confirmación. Cura.

En el caso de este, el Motoencuentro de Eagle Mountain, cerca de Newark, a sesenta kilómetros de Dallas, lo importante para Mark es buscar esta cosa, sea lo que sea, entre hombres. Aquí espera encontrar hombres en abundancia, pues a fin de cuentas es un motoencuentro, y de hecho, tanto hombres como motos han llegado ya unos cuantos. En el aire campestre resuenan los tubos de escape y el distorsionado serrucheo de los golpes de acelerador. Mark se ha traído su Honda de motocrós, un cacharro de 90 c. c. que pesa cuatro veces menos que una moto de carretera, el tipo de motocicleta en la que ahora mismo puede verse montados a los críos que andan por aquí, rodando despacio con los pies estirados para guardar el equilibrio o haciendo ceros alrededor de los cubos de basura.

Aun así, nadie va a reírse de él por venir con esa moto. La mayoría de los asistentes no son moteros, y aunque algunos tienen todo el aspecto de ser unos chungos de cuidado, lo cierto es que no son de los que van por ahí comparando y criticando. Esta gente son cristianos serios, como el otro vecino de Mark, por ejemplo, Beauford (pronúnciese Boufort) Knabe, antiguo dealer de anfetas al por mayor para una banda de moteros del sur de Illinois y en la actualidad mecánico de Harleys, limpio, sobrio y casto desde hace ya unos años, el cual, sin manifestar síntoma de hilaridad ninguno, intenta, sin conseguirlo, ayudar al de Idaho a forzar su vehículo con el alambre de una percha.

—No te preocupes —dice Beauford, que parece un extra de una película de Roger Corman de los sesenta—. Estoy seguro de que encontraremos a algún ladrón de coches reformado entre toda esta tropa.

A casi un kilómetro, en un altozano, puede verse la iglesia de Eagle Mountain de Kenneth Copeland, cuya visita no entra en el programa. Ministerios Kenneth Copeland, una empresa televangélica dedicada a salvar almas a escala masiva, espera la llegada de diez mil personas este fin de semana, y los sermones se darán desde un escenario al aire libre como esos cuyo diseño fue perfeccionándose gracias a los conciertos de rock de los setenta: la estructura mira hacia una pista de aterrizaje asfaltada donde hay dispuestas trescientas filas de sillas plegables; el escenario tiene a cada lado dos pantallas tamaño cine y dos banderas de Estados Unidos de veinticinco metros de largo que cuelgan como tapices de los soportes del equipo de sonido; en cuanto al escenario en sí, está decorado con varias Harley-Davidson que relucen vivamente. A lo largo del lateral oeste del pavimento se han instalado una veintena de quioscos de comida, y detrás del escenario se alza un espacioso hangar donde cabe un avión de carga y en el que ahora hay tenderetes y mesitas donde se vende parafernalia de toda especie: camisetas, artesanía, libros, cintas de casete y parches para la ropa, tanto religiosos como de motero. Detrás de los puestos de comida, un tipo rechoncho, con bigote y de aspecto afable distribuye unos rollos escritos a mano donde pueden leerse un centenar de versículos del Viejo y el Nuevo Testamento en los que se describe la relación entre Dios y el hombre y otros doscientos sobre la relación entre el hombre y Dios.

—Son gratis —dice de pie al lado de su caballete, mientras reparte los rollos que va sacando de un par de cubos de plástico—. Dios me dijo que los hiciera —explica.

El evento en sí también es gratuito: solo hay que ir y buscar sitio. Incluso la leña está incluida.

Un ayudante del sheriff del condado de Saginaw recorre durante una hora o así las calles de esta urbe de tiendas de campaña. No encuentra nada que lo haga detenerse, salvo el hombre de Idaho, que le ruega que lo ayude a abrir el vehículo.

Durante toda la mañana, los asistentes van llegando en flujo constante y se instalan en una docena de hectáreas de prado deslucido en el que se han pintado con tiza unos carriles para que circulen los coches. En la zona asfaltada del acceso hay unos carteles altos hasta la rodilla donde pone cámping y una flecha; aparte de eso, no se ven más indicaciones. Aunque nadie lo impide y nada lo prohíbe —no hay ningún reglamento, ni rótulos, ni interdicciones de ninguna clase—, la cerveza brilla por su ausencia. Y apenas se ve a alguien entre todo este gentío —desde el campista suburbano con aires de suboficial retirado, con su pantalón militar y su gorra de béisbol, al motero hirsuto con hechuras de bigfoot, con los colores de su club y sus chaparreras de cuero— que fume cigarrillos. Ninguno de estos motoristas parece ya un psicópata peligroso, a pesar de que muchos han pasado años en prisión, y no sin motivo: este ha matado por honor, aquel ha violado por divertirse, el otro ha robado, traficado, extorsionado o vendido su cuerpo a cambio dinero. Antiguos yonquis deambulan limpios por el recinto, instalan sus tiendas, montan sus caravanas, encienden fogatas y parrillas de carbón, abren las cajas de las camionetas para bajar sus Harleys customizadas.

No muchas de las diez mil sillas están ocupadas el viernes por la tarde cuando Gloria Copeland, una mujer vagamente dollypartonesca vestida con vaqueros blancos y blusa negra, inaugura el fin de semana con un himno y una oración. En tono amistoso a la par que directo, explica que el encuentro de este fin de semana tiene un propósito especial: velar por los convictos. Los sermones se emitirán vía satélite para que puedan seguirlos desde todas las cárceles de Texas.

—Da igual dónde estés, dónde hayas estado o qué hayas hecho… Dios te ama.

La alocución termina y la mujer abandona el escenario antes de que gran parte del público haya acabado de congregarse. A continuación actúa un grupo de cantantes con música enlatada. Algunos parecen personal del ministerio, sobre todo las mujeres jóvenes, cuya voz, imperfecta tanto para el canto como para la alabanza, emana imparable de los gigantescos altavoces —no hay montañas ni colinas donde su eco pueda rebotar—, como en una especie de magnífico y fastuoso karaoke. Tras un arranque algo insípido frente a un público disperso, Isaac Petrie, un joven cantante negro acompañado por la misma falsa orquesta con coro de fondo, se suelta y consigue que la gente se levante de la silla con la carne de gallina y el rostro arrasado de lágrimas… Mark no puede ni quiere contenerse, llora, llora y llora. El joven maestro de ceremonias sube al escenario dando palmas y gritando versículos de Isaías, Isaías el que conforta y brinda esperanza, el que profetizó las más dulces promesas del Señor en un Israel que se había ido al infierno.

—¡Todo el mundo arriba! —exclama, y la gente se pone en pie y sigue el compás con las manos en el aire.

Se han reencontrado con Dios, con América, con su patria: la América de los 57 canales, la América de las terminales de aeropuerto, la América de la Visa-MasterCard, la América de las cámaras en el triunfo y la tragedia. Hasta los moteros se reencuentran con América, ese país donde puedes conducir largas distancias, regentar tu propio negocio, ocuparte de tus propios asuntos, ser quien eres. Se mecen como espigas de trigo con las manos arriba, solo que no están detenidos, sino santificados; forman parte de un nuevo club: el CLUB MOTOCICLISTA DE LOS HIJOS DE DIOS, se lee en sus colores, TRIBU DE JUDÁ; LA BANDA DESENCADENADA/ESPADAS DE JESUCRISTO.

 

Es un fin de semana fresco y soleado, el segundo de octubre, fin de semana de luna llena. El mapa del tiempo del USA Today muestra el estado de Texas rodeado por un gran frente azul de altas presiones que desvía el huracán Opal hacia el este. Claro que aquí a nadie se inquieta por minucias tales como un huracán.

No hay manera de explicar de dónde proviene esta impresión de enfático bienestar que destila la psique de los anodinos suburbanitas que por aquí se ven, salvo que hayan estado larga y profundamente perdidos y por fin hayan encontrado el camino de vuelta a casa. En el corazón de alguien que pudiera haber caído aquí por azar, pongamos el hombre de Idaho, cristiano converso desde hace quince años, aunque del tipo sofisticado y pomposo, todo este tinglado no deja de ser un enorme fastidio: si va a ir al cielo, ¿no debería sentir más entusiasmo? Pero ¿va a ir al cielo? ¿Acaso sus preguntas, sus dudas, su incapacidad para entregarse incondicionalmente no lo convierten en un mirón, un consumidor cualquiera? Absorto en la teatralidad de su propia conversión —pero como teatro más que como conversión—, ¿en algún momento ha llegado a tocar fondo de verdad? Y lo que es más, ¿en algún momento ha llegado a curarse de verdad?

En la carretera 287, la que sube hacia el noroeste desde Fort Worth atravesando Saginaw para después adentrarse abrupta, casi inmediatamente en un mundo mitad hierba, mitad cielo, hay un cartel publicitario de Ministerios Kenneth Copeland que domina la pradera baja y desierta; es el único objeto cuya altura rebasa el horizonte, como los restos de una estructura construida por una raza superior, y alcanza a verse desde una distancia tal que durante un buen rato su mensaje resulta ilegible para el viajero que se acerca; hasta que de pronto las dos últimas palabras, las de mayor tamaño, se concretan para enseguida perderse a nuestra espalda: UNA PALABRA DE DIOS PUEDE CAMBIAR TU VIDA… PARA SIEMPRE.

No les importa decir a las claras qué es lo que está en juego. Es lo que tienen los cristianos puros y duros. Los encuentros multitudinarios al aire libre forman parte del paisaje americano desde finales del siglo XVIII. Ya por entonces, y también más tarde, en la década de 1840, no era extraño que veinte mil pioneros de la frontera se congregasen en tiendas de campaña en medio de la nada para que alguien los salvase del pecado, ese «propiciador» de la muerte; o lo que es lo mismo, para que los salvase de morir. La desesperación, aunque pesase sobre muchas almas, en el fondo no era más que el miedo al Infierno. La náusea existencial era el morbo de una mente atrapada por el Demonio. La vida era dura en todas partes, y más aún en la América rural, pero el problema no era la vida. El problema era la eternidad. Lo que está en juego en Eagle Mountain es lo que ha estado en juego siempre, aunque salta a la vista que, aparte de las diferencias tecnológicas —las grandes distancias que se cubren en poco tiempo, los remolques personalizados, las duchas, los baños, las telecomunicaciones—, ahora se hace un énfasis distinto en la idea cristiana de renacimiento espiritual. Las cosas ya no giran solamente alrededor del Para Siempre. Jesús ha salvado a estas almas del sufrimiento y el sinsentido, de las drogas, del alcohol, del latrocinio y los afanes. Las ha salvado no solo para que renazcan como criaturas de Dios resucitadas tras la muerte, sino para que renazcan en calidad de hijos e hijas de América: para que se renueven, se reinventen, vuelvan a empezar, algo a lo que todo americano tiene derecho.

Cuando eran pecadores no solo ignoraban las enseñanzas de la Biblia, sino que malinterpretaban las reglas de la prosperidad americana. En lugar de buscar los sólidos valores sobre los cuales se afianza el éxito de América, valores inspirados en la Biblia, ansiaban la carne, el dinero y demás cosas que al final nada significan. Algunas de esas cosas todavía pueden permitírselas —no son antibíblicas ni antiamericanas—, pero solo después de haber edificado sobre nuevos cimientos, y entonces vaya si se las permiten: a todo gas, quemando rueda y con el volumen a todo trapo. Kenneth Copeland enseña que la pobreza es una maldición, y los testimonios que se publican en Victory, el boletín mensual de Ministerios Kenneth Copeland, suelen hablar de la gloriosa transición de algunos fieles que de la nada han amasado una fortuna («De la indigencia a la prosperidad», «El ABC de la abundancia»), una transición a la que el propio Copeland no es ajeno y de la que no se arrepiente lo más mínimo.

Para que renazcan en la senda que conduce al cielo pero también aquí: en este rutilante escenario decorado con Harleys y banderas americanas de veinticinco metros de alto. Y de pronto aparece el hijo de Kenneth Copeland, John Copeland, encima de una Harley, con su bebé delante y su mujer detrás, vestida con un chaleco de la bandera americana.

Este es un encuentro motero, pero Copeland atrae a personajes de todo tipo y condición. Así como hay una tienda de la Iglesia Motociclista de Cristo, también hay otra que alberga a los compañeros de la Iglesia de los Vaqueros. Hombres y mujeres parecen estar representados por igual. Aparte, unos cuantos negros: una familia por aquí, una pareja por allá, una pareja joven, una pareja mayor. Empieza a tocar un grupo de raperos cristianos negros traídos de Los Ángeles.

Los afroamericanos estaban mejor representados en los encuentros de la frontera de principios del siglo XIX, pero sus campamentos y servicios estaban segregados. Por entonces, los encuentros al aire libre hacía tiempo que se habían convertido en una forma de adoración sumamente atractiva para los marginados y las personas espiritualmente reticentes. En fecha tan temprana como 1739, en Inglaterra, John Wesley celebraba reuniones de este tipo en las que, según cierto diarista, «ladrones, rameras, locos, gentes de toda especie y gran número de pobres que jamás habían puesto los pies en un lugar de culto se congregaban y aprendían a ser temerosos de Dios». No era un negocio lucrativo. En Estados Unidos, los predicadores que cubrían el circuito metodista recibían un salario de 80 dólares al año en 1816 y de 100 dólares en 1840. Un movimiento religioso populista caracterizado por el fervor emocional, la aversión a los credos abstractos y los ritos formales, un liderazgo laico y un mensaje cimentado en las virtudes sencillas y los versículos de las Escrituras: eso fue lo que movilizó a las multitudes de aquella joven América.

El hilo de esta historia nos lleva directamente al televangelismo de lentejuela y oropel, una evolución de los modernos medios de comunicación en la que la mayor parte de la sociedad ve una farsa abominable. Sus suspicacias no se deben al evangelismo, sino a la televisión. Dada la atracción que suscita en las masas y lo amplio de su alcance, la televisión ablanda, diluye y tergiversa: toda cara que aparezca en la pantalla tiene que ser, por fuerza, la cara de un embustero, y para la mayoría de los televidentes el predicador televisivo es una figura que aflora de vez en cuando entre la espuma de la caja tonta, alguien vestido con ropa de pésimo gusto que apela al corazoncito de las ancianas y a los desconcertados padres de unos adolescentes en pleno despertar sexual, alguien que parece deleitarse especulando sobre el día y hora en que ha de producirse la muerte de la Tierra.

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