Reconquista (Legítima defensa)

Tekst
0
Recenzje
Przeczytaj fragment
Oznacz jako przeczytane
Czcionka:Mniejsze АаWiększe Aa

Esperó unos segundos antes de asomar la cabeza.

El espectáculo que pudo observar era dantesco.

Un escenario en ruinas.

Y entonces, el silencio sepulcral que había seguido a la explosión, se rompió de improviso con los aullidos de dolor de los supervivientes.

El caos se apoderó del lugar.

Cuando creía que la pesadilla había tocado fondo, levantó la vista y el corazón le dio un vuelco.

Situó sin ningún género de duda la zona cero del atentado terrorista justo enfrente del edificio en el que habitaba.

Sin pensárselo dos veces, cruzó la plaza a la carrera, sorteando los restos de los tenderetes desperdigados del mercadillo.

Evitó fijar su mirada en los cuerpos mutilados que yacían por doquier.

Tenía otras prioridades.

El pesado portón del inmueble había desaparecido parcialmente.

Divisó algunos trozos al fondo del portal.

Subió las escaleras de dos en dos sin aflojar el ritmo.

Con mano temblorosa logró al tercer intento introducir la llave en la cerradura y abrir la puerta.

De su apartamento diáfano, lo más parecido a un loft neoyorquino, no quedaba nada que se pudiera aprovechar.

El ventanal que daba a la plaza, arrancado de cuajo y los cristales hechos añicos.

Del mobiliario solo quedaban trozos desvencijados esparcidos por todas partes.

Algunas paredes estaban agrietadas.

Lanzó una ojeada a su alrededor y solamente encontró desolación.

Todos los cuadros que colgaban de las paredes, arrasados.

Su extensa colección de vinilos, volatilizada.

Los libros que ocupaban varias estanterías que siempre habían permanecido perfectamente colocados por orden alfabético, también habían volado por los aires.

La vajilla antigua ribeteada de oro de veinticuatro quilates adquirida en el curso de uno de sus viajes por tierras asiáticas, en mil pedazos.

Así como el peculiar mueble bodega que mantenía a la temperatura adecuada botellas de vino seleccionadas de las mejores añadas y procedentes de varias denominaciones de origen de prestigio.

Todo ello reposaba diseminado por los suelos, en una mezcla caótica, junto con la ropa contenida en los dos exclusivos armarios comprados a precio de oro en el Rastro de Madrid a un reconocido anticuario.

Como si hubiese pasado un tornado devastador, más propio de otras latitudes, todas sus pertenencias habían desaparecido y lo poco que quedaba de ellas era prácticamente irrecuperable.

Bueno, todo no, recordó que la semana pasada había llevado a enmarcar una copia exacta de 46 x 55 centímetros del cuadro L’origine du monde obra de Gustave Courbert, cuyo original está expuesto en el Museo d’Orsay de París.

Resultaba irónico que El origen del mundo se hubiese salvado de una catástrofe apocalíptica más acorde con el final de los tiempos.

Entonces vio a Mister Miau.

Frente a él, el cuerpo sin vida de su gato reposaba en una esquina de la sala.

Rodrigo se esforzó en mantenerse en pie, todo giraba a su alrededor y le costaba recuperar el aliento.

Le temblaban las piernas.

Hiperventilando, tuvo que apoyarse en la pared para evitar una caída.

Pese a que cerró los ojos con todas sus fuerzas, las imágenes no desaparecieron.

Tras varias tentativas infructuosas decidió abandonar y enfrentarse a ellas de una vez por todas.

Mister Miau era mucho más que su gato.

Era su amigo y confidente.

Formaba parte de su existencia.

Rodrigo, desolado por dentro, no soltó ni una sola lágrima.

Era algo innato en él.

Sufría pero nunca lloraba.

Simplemente contemporizaba con el dolor.

Hasta hoy.

Hasta ahora.

De repente y contra todo pronóstico, las lágrimas brotaron imparables, empañando sus ojos al tiempo que un grito desgarrador emergía de su garganta.

La imagen de Rodrigo Díaz, sentado en el suelo, con las rodillas contra el pecho, el cuerpo inerte de su gato en su regazo y los brazos cruzados en actitud protectora, resultaba particularmente triste y conmovedora.

Rememoró el primer día en que sus vidas se cruzaron.

Cuando una tarde, al volver a casa del trabajo, vio a un gato callejero acurrucado en el rellano de la escalera.

De pelo completamente negro y mirada inteligente.

Parecía muerto de hambre.

Cuando Rodrigo abrió la puerta, en un visto y no visto, el minino ya se había colado en el piso.

Esa misma noche compartieron cena.

Y desde entonces, vivían juntos aunque no revueltos.

Cada cual disponía de su espacio personal e intransferible.

Aunque para ser sinceros, Mister Miau no solía respetar las reglas de convivencia preestablecidas.

Otro partidario incondicional de la teoría según la cual es mejor pedir perdón a posteriori que permiso con antelación.

Era un gato orgulloso, de elegantes andares felinos.

Sus movimientos eran pausados, incluso indolentes, pero ello no impedía que de repente pudiera salir disparado como un resorte para atrapar al vuelo a sus presas favoritas.

Las palomas.

Apestosas ratas con alas, que osaban invadir su territorio y se atrevían a utilizar el balcón como si de un vulgar retrete se tratara.

Después de despedazar a sus trofeos de caza, a menudo empezaba a toser de manera intermitente y al cabo de un rato acababa vomitando, cosa que preocupaba a su dueño sobremanera.

Sin embargo, la veterinaria le había tranquilizado al confirmarle en más de una ocasión que no se trataba de algo grave.

—Todavía le quedan muchos cojines por destripar.

Según ella, ese era el diagnóstico apropiado tras consultar las radiografías y los resultados de los análisis de sangre.

Además de excelente cazador, como buen sibarita, Mister Miau adoraba que le pasasen la mano por el lomo, que deslizasen los dedos por el espinazo, que le rascaran detrás de las orejas y debajo de la barbilla.

No era capaz de disimularlo.

Un ruidoso a la vez que ronco ronroneo delataba su estado de felicidad.

—Chico, jamás serás un buen jugador de póquer, tienes que aprender a camuflar mejor tus alegrías —solía recordarle a menudo Rodrigo.

También es verdad que si alguien tenía la mala idea de intentar tocarle la tripa, en una milésima de segundo el lindo gatito mutaba en feroz pantera de la selva tropical, mostraba los colmillos con un rugido amenazador al tiempo que sacaba a pasear sus garras afiladas.

Y ahora, algún desalmado había acabado con su vida.

Rodrigo, sobreponiéndose al dolor que le embargaba, decidió llevar sus restos al cementerio para darle sepultura en el diminuto jardín de rocalla que se encontraba adosado al panteón familiar.

Al fin y al cabo, para él, su gato formaba parte de la familia.

Incluso más, si cabe, que alguno de sus parientes lejanos.

De los cercanos, ya no quedaba nadie.

Abandonó el apartamento con lo puesto.

Llevaba el cuerpo aún caliente de Mr. Miau bien sujeto bajo el brazo enrollado en un retal de cortina que milagrosamente se había salvado de la quema.

Al salir del portal camino del camposanto, se detuvo un instante y lanzó una ojeada a la plaza.

Había gente depositando ramos de flores y velas encendidas en medio de un silencio respetuoso interrumpido por algún que otro lamento esporádico.

Rodrigo tuvo por cierto que antes del anochecer no tardarían en presentarse grupos de rumanas o búlgaras, nunca lograba distinguirlas, para arramblar con todo y vender las flores a los clientes de las terrazas de bares y restaurantes.

Las velas servirían para iluminar las chozas de los poblados chabolistas en los que malviven hacinados miles de sin papeles con el visto bueno de las autoridades encargadas de controlar la inmigración ilegal que, bien sea de motu propio o por indicación de sus superiores, optaban por mirar hacia otro lado.

Para unos, pillaje y profanación.

Para otros, reciclaje y beneficio.

También observó abochornado la presencia de los primeros «despreciables turistas carroñeros», la mayoría enfermos patológicos adictos a un turismo tétrico, que acudían prestos a satisfacer su curiosidad morbosa y a grabar con sus móviles las imágenes más truculentas para el recuerdo.

Y lo qué es aún peor, para compartirlas en las redes sociales como si fuesen trofeos de caza.

Rodrigo Díaz, contrariado, molesto y entristecido abandonó el lugar con la cabeza gacha.

Las escenas impactantes de la masacre abrieron la parrilla de los telediarios y acapararon la totalidad de las portadas de la prensa escrita.

Horas más tarde, haciéndose eco de rumores procedentes del Ministerio del Interior, los medios de comunicación informaron de que el terrorista suicida responsable de la masacre era un conflictivo joven argelino de veintitrés años bien conocido por sus desmanes en el barrio y que solía frecuentar la mezquita situada a escasa distancia del lugar del atentado.

Rodrigo, tomando buena nota de ello, se limitó a levantar acta.

De golpe, con la muerte de Mister Miau, su existencia, que hasta esta mañana había sido perfecta, acabó desmoronándose por completo.

El odio visceral que experimentaba le corroía las entrañas.

Alguien tendría que pagar por ello.

La venganza le pareció la mejor opción para dar una razón de ser a sus últimos meses de vida.

Un semestre bien organizado da para mucho.

Como no esperaba nada positivo de algunos jueces y fiscales, teniendo en cuenta su precedente actitud en situaciones similares y que tampoco confiaba en que las cosas cambiasen en un sistema judicial demasiado politizado y obediente a la voz de su amo, decidió tomarse la justicia por su mano.

 

Ironías del destino, la historia se volvía a repetir diez siglos más tarde.

Porque, a pesar de no ser conscientes de ello, los autores de la masacre habían declarado la guerra al adversario más peligroso que pueda existir.

Ese que no tiene nada que perder.

Demostrando con ello que no conocían la historia o que en las escuelas coránicas no se la habían explicado como Dios manda.

Por lo que estaban condenados a repetir los mismos errores que condujeron siglos atrás a su expulsión de el Al Ándalus manu militari.

Resulta que Rodrigo, apellidado Díaz de Vivar, era descendiente directo de otro famoso Rodrigo.

Más conocido como el Cid Campeador.

.

Ahmed Cheurfi, carnicero halal de tercera generación, vino al mundo a orillas del mar Mediterráneo en la ciudad argelina de Orán, en el epicentro de un barrio en el que abundaban familias formadas por republicanos españoles que se habían visto obligados a huir para salvar la vida ante la inminente victoria de las tropas nacionales comandadas por el general Franco.

Él realizó el viaje en sentido contrario.

En busca de un futuro mejor, desembarcó en el puerto de Alicante procedente de Alger tras una travesía complicada con olas de más de cuatro metros y vientos huracanados que superaban la fuerza seis.

Esto ocurrió a principios del mes de enero del año dos mil dos, pocos días después de la puesta en circulación del Euro, la nueva moneda europea.

Estuvo buscando durante cierto tiempo un lugar donde instalarse.

Finalmente optó por un local espacioso encajonado entre un colmado regentado por tres hermanos tunecinos y un bazar chino en el que todos los empleados pertenecían a la misma familia.

En el locutorio, territorio colombiano situado en la acera de enfrente, el incesante vaivén de gente de todo pelaje así como los oscuros y continuos trapicheos a plena luz del día no parecían extrañar a nadie.

Se trataba de un tramo de calle de no más de noventa metros de largo en el que estaban representados ciudadanos oriundos de cuatro continentes.

Gente diferente, ajenos a las raíces religiosas y culturales europeas.

Las fachadas pintadas, o más bien embadurnadas con todo tipo de reivindicaciones, así como la ropa tendida en las ventanas, dejaba bien a las claras que en este entorno la moda occidental no llevaba las de ganar.

Un territorio multicultural del que, vaya por Dios, la única cultura ausente era la de los nativos del lugar.

El típico cajón de sastre africano.

Todos los colores oscuros.

Ni uno blanco.

Hacía tiempo que todos los antiguos moradores nacionales, blancos, católicos y practicantes, habían emigrado a otras latitudes menos pintorescas.

—Bienvenido al mundo capitalista —saludó el mayor de los tres hermanos tunecinos, al tiempo que le ofrecía un puñado de dátiles, cuando Ahmed se presentó como el nuevo vecino.

Este último agradeció el detalle con una inclinación de cabeza al tiempo que se llevaba la mano al corazón.

Le preguntaron por su nombre y no necesitó deletrearlo.

Desde uno de los balcones que daban a la calle, un adolescente al que se le caía la baba resbalando por el mentón le dirigió una retahíla de gritos en un idioma desconocido entre risas histéricas.

Posiblemente fuese tonto de nacimiento.

O puede que, siendo bebé, resbalase de las manos de su madre y se golpeara la cabeza contra el suelo.

No se paró para averiguarlo.

Las iniciales miradas recelosas de los vecinos mutaron en tolerantes y no tardaron en volverse claramente acogedoras al comprobar que el nuevo carnicero además de buena persona era poco conflictivo.

Con el paso del tiempo se había creado una buena reputación, por lo que la clientela de la carnicería había aumentado exponencialmente.

Por otra parte, bien es verdad que cada mañana en el trayecto comprendido desde su domicilio hasta la carnicería, observaba a veces las miradas de desdén cuando no de desprecio que le lanzaban algunos de los peatones con los que se cruzaba.

Se mentalizó para ignorar las muestras de rechazo y que ello no le afectara más de lo estrictamente necesario.

Ni más ni menos que lo que le ocurre a cualquier europeo cuando pasea por ciudades del continente africano, donde por cada mirada o sonrisa amistosa recibe más de cien rencorosas, agresivas e insultantes.

Nada nuevo bajo el sol.

Eso no tendría por qué ocurrir en un mundo perfecto.

Pero ocurría por la sencilla razón de que este en el que nos ha tocado vivir no lo era.

También había formado una familia de la que se sentía orgulloso.

Su hija de trece años, estudiante modelo, soñaba con ser doctora y poder especializarse en pediatría.

A su hijo, sin embargo, los estudios le agobiaban.

Entrenaba a diario para llegar a ser, según sus propias palabras, el mejor jugador de fútbol del mundo.

Siendo su ídolo, como no podía ser de otra manera, el otrora jugador y ahora famoso entrenador.

Argelino como su padre, por más señas.

La vida de Ahmed transcurría plácidamente en un país que le había permitido realizarse y en el que podía disfrutar de una calidad de vida como en pocos otros lugares del planeta.

Mantenía el contacto con su lugar de nacimiento conectándose por Internet a varios medios de comunicación argelinos.

Sus diarios de información preferidos eran Echoroukonline y TSA (Tout sur l’Álgerie).

Cumplía con las tradiciones y los preceptos del islamismo si bien nunca adoctrinó a su familia.

Esa posibilidad jamás se le pasó por la mente.

Simplemente no formaba parte de su manera de ser.

También asistía a los rezos en la mezquita con cierta regularidad aunque lejos de compartir el fervor religioso de algunos de sus compatriotas.

Sobre todo desde la aparición de un nuevo imán recién llegado de Arabia Saudita.

Un auténtico fanático de corte yihadista radical.

.

Como todos los residentes del barrio, Ahmed había escuchado los ecos lejanos de la explosión.

Sin embargo, concentrado en preparar un pedido para el restaurante marroquí de la esquina, no prestó demasiada atención.

Instantes después los vecinos colombianos del locutorio informaron, gritando a los cuatro vientos, que se trataba de un atentado terrorista.

Con todo y con eso, Ahmed, sin darse por aludido, continuó absorto con su labor.

Lo primero es lo primero.

El sonido ensordecedor de la sirena se aproximó con rapidez inusitada.

Cuando el coche de policía detuvo su marcha tras aparcar directamente sobre la acera delante de la carnicería, Ahmed levantó la mirada intrigado.

Acto seguido comprobó cómo se abría la puerta del copiloto del coche patrulla y una joven policía penetraba a la carrera en el establecimiento.

—¿Es Usted Ahmed Chourfi? —preguntó sin más preámbulos. Ante la respuesta afirmativa, añadió—: Tiene que acompañarnos al hospital. Su hijo ha sufrido un accidente.

El carnicero depositó el cuchillo ensangrentado que llevaba en la mano sobre el mostrador, recuperó la chaqueta que colgaba de un perchero adherido a la pared y abandonó el establecimiento tras los pasos de la agente uniformada.

Al bajar la persiana metálica que cerraba el establecimiento, notó que le temblaban las manos.

—¿Cómo ha ocurrido? —inquirió con voz entrecortada, una vez instalado en el asiento trasero del vehículo policial.

Le costaba controlar los temblores de sus manos sudorosas.

—Ya le informarán cuando lleguemos —respondió el conductor sin apartar la vista del frente.

Resultaba evidente que la joven policía recién salida de la academia no estaba suficientemente preparada para afrontar la magnitud de lo ocurrido.

—¿Mi mujer y mi hija se encuentran bien? —insistió el carnicero.

Sin responder a la pregunta, los dos policías intercambiaron una mirada de conmiseración.

«Pobre hombre», pensaron al unísono.

Tenían orden prioritaria de acompañar a los familiares de los heridos en el atentado.

De los parientes de los fallecidos ya se ocuparían más tarde los psicólogos.

—Mi hijo, ¿dónde está mi hijo? Chourfi, se llama Elyaz Chourfi —informó el carnicero con la voz entrecortada por los jadeos.

La carrera desde la entrada del hospital le había dejado sin aliento.

—En estos momentos está siendo intervenido —informó una de las encargadas de la recepción del complejo hospitalario tras consultar la pantalla de un ordenador situado sobre el mostrador—. Parece que va para rato. Puede tomar asiento —añadió señalando una estancia situada a su derecha.

Ahmed tuvo que permanecer varias horas en la sala de espera sin recibir ninguna explicación.

Cada vez que preguntaba por su familia todo eran excusas.

Paseó de un lado para otro con las manos entrelazadas a la espalda.

Parecía un león enjaulado.

Se desplazó varias veces hasta la máquina expendedora de bebidas.

Bebió algunos botellines de agua mineral.

Se sentó y se levantó en innumerables ocasiones.

Le resultaba imposible quedarse quieto.

A pesar del pánico que le embargaba, consiguió conservar cierta compostura.

Aunque puede que no por mucho tiempo.

Una joven enfermera se acercó para comunicarle el número de la habitación en la que habían ingresado a su hijo.

En todo momento había evitado mantener contacto visual con su interlocutor.

No se sentía con fuerzas suficientes para colorear una auténtica tragedia con mentiras piadosas.

El murmullo amortiguado de las conversaciones que emanaba de las habitaciones situadas a ambos lados del interminable pasillo del hospital, venía acompañado por momentos de algún lamento que se escuchaba con sordina.

Al entrar en la habitación en la que le habían indicado que se encontraba su hijo, Ahmed tuvo que sujetarse al dintel de la puerta.

Una expresión de horrorizado asombro se dibujó en su semblante.

—Hemos hecho todo lo posible para salvarle la vida —informó con cara de circunstancia el único médico que permanecía de pie al lado de la cama en la que yacía el joven—, nos hemos visto obligados a amputarle la pierna derecha —continuó sin levantar la vista del suelo.

Se notaba que hubiera preferido estar en cualquier otro sitio en este momento.

—Deberá llevar una prótesis para tratar de mitigar estéticamente los estragos causados por los explosivos —prosiguió, en un intento desesperado por desdramatizar una situación a todas luces aterradora.

Ahmed se acercó a la cabecera del lecho y tomó delicadamente la mano de su hijo dormido entre las suyas.

Expresar sentimientos en público no formaba parte de su modo de ser.

Pero, a pesar de todos sus esfuerzos por evitarlo, se vio obligado a utilizar la manga de su chaqueta para secarse las lágrimas que resbalaban por sus mejillas.

Pensó que a su vástago le habían arrebatado el futuro, impidiéndole disfrutar de una mínima calidad de vida para el resto de su existencia.

Un precio demasiado alto para alguien tan joven.

—Tardará algún tiempo en despertar —informó el galeno.

Y cuando parecía que las cosas no podían empeorar, entraron en la habitación dos personas que se presentaron como especialistas en psicología catastrófica.

Ahmed tuvo una premonición.

Apretó los puños preparándose para lo peor.

—Vuelvan más tarde —musitó con un hilo de voz.

—Me temo que eso no es posible. Tome asiento por favor —respondió el más joven de los dos.

Estaba convencido de que, aunque parezca mentira, es preferible dar las malas noticias en conjunto antes que informar a los afectados con cuentagotas.

Ahmed se dejó caer en una de las incómodas sillas.

La actitud de los recién llegados no dejaba lugar para la esperanza.

.

El centro islámico de la ciudad ayudó en todo lo relativo al entierro de su esposa e hija.

Siguiendo el rito musulmán, varias mujeres de la comunidad lavaron a sus dos familiares.

 

A continuación, colocaron los cuerpos sobre el costado derecho orientado hacia la Qibia.

Para terminar, cerraron los ojos de las fallecidas y cubrieron sus cuerpos con una tela blanca de algodón.

Como Rodrigo Díaz de Vivar, Ahmed Cheurfi también puso en el punto de mira a los que consideraba responsables de la muerte de sus seres queridos.

No tardarían en lamentarlo.

.

Rodrigo Díaz, desde el mismo día de su nacimiento, vivió y creció rodeado de artefactos pirotécnicos que se manufacturaban en la fábrica propiedad de su familia.

Su padre proveía de fuegos artificiales a numerosas poblaciones de la región, gracias a los contactos privilegiados que mantenía a base de continuos sobornos a alcaldes y concejales de todos y cada uno de los partidos políticos que ocuparan el poder en ese momento.

Mientras tanto, su madre diseñaba y modelaba muchos de los ninots que arderían en las próximas Fallas.

Apenas cumplidos los cuatro años, el joven Rodrigo ya había fabricado sus primeros petardos y cohetes.

Se movía a sus anchas por todos los rincones de los talleres respirando con fruición el aroma inconfundible de la pólvora quemada.

Con el tiempo elaboró artilugios explosivos cada vez más complejos.

Cuando llegó el momento de incorporarse a filas, como no podía ser de otra manera, desempeñó su cometido en una compañía de artificieros.

Una vez cumplido el servicio militar obligatorio, tras pasar por la academia logrando excelentes calificaciones y siendo uno de los alumnos más aventajados, obtener el diploma de técnico especialista en desactivación de artefactos explosivos fue simplemente un mero trámite.

Ingresar en los Tedax tampoco supuso un problema.

Teniendo en cuenta su historial académico le acogieron con los brazos abiertos.

Recibió con no disimulado orgullo la chaqueta, el pantalón, el protector pélvico y el de pie, así como el casco.

Todo con el nuevo sistema de refrigeración incorporado.

Todo un lujo para la época.

A partir de entonces, tuvo que enfrentarse a los zarpazos cotidianos de la banda terrorista ETA y a desactivar bombas en un entorno hostil y en un ambiente de guerrilla solapada sin salir de su propio país.

Fueron tiempos de plomo, en los que, para las fuerzas de seguridad del Estado, las provincias vascongadas eran lo más parecido a territorio comanche.

Más tarde, cuando las cosas se fueron normalizando, Rodrigo, para compensar que el trabajo, desde su punto de vista, se había vuelto monótono, rutinario y carente de alicientes, buscó nuevos desafíos.

En sus ratos libres, ideó sofisticados dispositivos a la vez que perfeccionaba sus conocimientos en robótica, investigando en concreto todo lo relacionado con drones y grúas de brazos articulados guiadas por control remoto.

Y de improviso, llegó ese tipo de oferta que no puedes rechazar.

Al tanto de sus investigaciones, una de las principales multinacionales del sector privado, puntera en la lucha para sofocar incendios en gaseoductos, oleoductos, yacimientos de gas y pozos petrolíferos, le ofreció incorporase a su plantilla de empleados de élite.

Un motorista enfundado en el inconfundible uniforme de la compañía, logotipo incluido, le entregó en mano la invitación para personarse en la sede central de la misma.

El día previsto y a la hora convenida se presentó en la recepción.

Tras identificarse ante los responsables de seguridad, estos comprobaron sus datos, le entregaron una cartulina reservada para los invitados VIP indicándole que debería llevarla colgada al cuello en todo momento, antes de señalar una fila de sillas en las que esperar a que alguien de la dirección acudiera para acompañarle.

Pocos minutos después, vino a buscarle una atractiva secretaria de piernas interminables que le guio a través de un laberinto de mullidos pasillos enmoquetados hasta una puerta de tamaño XXL decorada con incrustaciones doradas.

Durante todo el tiempo que duró el recorrido, Rodrigo permaneció hipnotizado por el vaivén provocador de sus caderas.

Sin lugar a dudas la encantadora muchacha era consciente de despertar curiosidad a su paso y quien dice curiosidad dice cualquier otro tipo de interés.

Libidinoso sin ir más lejos.

La joven belleza acarició levemente el panel con los nudillos, esperó unos segundos, abrió la puerta e invitó a entrar al apuesto visitante con una sonrisa cómplice.

Acto seguido, giró sobre sus talones y se alejó ondulando los glúteos como si estuviera en época de carnaval en el Sambodromo de Río de Janeiro.

Rodrigo tuvo que forzar la mirada para distinguir, allá en la lejanía del descomunal despacho, una figura humana que parapetada tras una mesa tallada en madera de secuoya le hacía signos con la mano invitándole a acercarse y tomar asiento en uno de los dos sillones de cuero situados frente a ella.

Acostumbrado a tratar con hombres, la presencia de una mujer dirigiendo una multinacional de estas características no dejó de sorprenderle.

La sorpresa le duró poco.

El tiempo justo de comprobar la mirada extremadamente inteligente con la que la dama en cuestión estaba haciendo una completa radiografía de su persona.

No se sintió incómodo.

—¿Sorprendido? —preguntó la anfitriona, como si le hubiera leído el pensamiento.

Estaba habituada a causar ese tipo de reacción.

—Si le soy sincero debo admitir que sí —confesó el aludido, antes de añadir—: aunque obviamente si ocupa usted ese lugar es que se lo merece y se lo habrá tenido que ganar a pulso —reconoció sin que le temblara la voz—. de todas formas para mí esta situación no representa ningún problema si es a eso a lo que se refiere — concluyó sin desviar la mirada.

Ya estaba todo dicho y la decisión tomada.

Resultaba obvio que, de entrada, ambos, se habían causado una buena impresión.

La señora presidenta supo de inmediato que la persona que estaba sentada frente a ella era el candidato ideal y que cumpliría con sus obligaciones de la mejor manera posible.

Sabía reconocer a los sujetos valiosos para la empresa de una sola ojeada.

No obstante, extrajo unos papeles de una carpeta situada sobre la mesa, consultó las anotaciones detenidamente y no tuvo más remedio que llegar a la misma conclusión que su jefe de personal.

No podían dejar escapar a Rodrigo Díaz de Vivar.

Y no lo hizo.

Firmaron todos los papeles necesarios esa misma mañana.

Los años siguientes fueron un continuo ir y venir a lugares de nombres a menudo impronunciables, trabajando en condiciones límite.

Sofocando incendios accidentales o provocados, siempre bajo presión y la mayoría de las veces arriesgando la vida.

Rodrigo cumplió con creces con su deber.

Nunca defraudó las expectativas que sus superiores habían puesto en él.

Cuando llegó el momento de la jubilación se retiró en la cúspide de su profesión.

Y apenas unos meses más tarde, de modo inesperado y de un día para otro, su vida dio un vuelco de ciento ochenta grados.

El eminente oncólogo, Fernando, su amigo de infancia, fue el emisario elegido por la Parca.

El encargado involuntario de notificarle el inminente final de su paso por este mundo.

Y un descerebrado terrorista, desalmado e hijo de puta había acabado con la vida de Mr. Miau.

Con el fin de evitar las continuas llamadas con las que Fernando no dudaría en atosigarle a diario, envió un último mensaje a su amigo por WhatsApp informándole de que estaría ilocalizable durante las próximas semanas.

Pensaba viajar por las islas y atolones de la Polinesia Francesa, especificó sin saber exactamente el porqué de esta aclaración.

Fue lo primero que le vino a la cabeza y de hecho era uno de los viajes que tenía previsto efectuar en lo que se suponía iba a ser una jubilación dorada.

En cuanto a este último punto, por desgracia, los idílicos periplos planeados con tanta ilusión tendrían que esperar a otra vida.

Y eso, solo en el caso improbable de creer en la reencarnación.

A continuación, desmontó el móvil pieza a pieza para evitar ser localizado.

En el fondo, sabía que no lograría confundir al matasanos.

Se conocían demasiado bien, dependiendo el uno del otro en esa etapa de la vida en la que se forjan las verdaderas amistades.

Por esa misma razón, entre ellos, sabían diferenciar la franqueza del engaño.

Compartieron a lo largo de los años en el internado una inmejorable alianza de intereses, en la que ambas partes salían beneficiadas.