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Z serii: Narrativa #19
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El ladrón se llevó la ropa de la muerta y también la de la vieja, agarró el montón de cabello cortado, se lanzó escaleras abajo y huyó…

La vieja yace entre los cadáveres, desnuda, como muerta, ceniciento el pequeño rostro, inerte el pequeño cuerpo, como si ya no estuviera aquí, como si nunca hubiera estado allí realmente. Y entonces, murmurando y mascullando, suspirando y gruñendo, se arrastra, se arrastra, sobre los cuerpos, hasta la escalera, con el cabello colgando, colgando sobre la cara, y mira escaleras abajo, mira bajo la puerta, mira hacia fuera, mira la negra y vacía noche…

Sí, el piso superior de la Puerta de Rashōmon solía estar lleno de cadáveres y esqueletos. Cuando alguien no podía costear un funeral apropiado, a veces traía el cuerpo del difunto hasta la habitación superior y lo dejaba allí. El ladrón contó lo sucedido y así fue como la historia ha llegado hasta nosotros.

En tu escritorio, dejas de escribir, alzas la vista. Por un momento, no reconoces este lugar, no reconoces este mundo. Estabas inmerso en la energía y la luz que fluyen a través de la naturaleza y del tiempo, a través de la vida y del arte, una luz más potente que un millar de estrellas destrozadas y una energía más poderosa que la corriente de cualquier río fluyen por tu sangre, atraviesan tu mente, toman el débil brillo que parpadea en su interior, convierten ese brillo en una llama, avivan esa llama hasta que arde y arde cada vez más y más viva y te ilumina el camino, te obliga a avanzar, mueve tu mano, mueve tu pluma, palabra tras palabra, página tras página, te absorbe, te consume, en letras, en escritura. Pero de pronto, un momento después, desaparece de nuevo, desaparece. Y en el instante en que la pierdes de vista, en el mismo momento en que desaparece, te hundes en la inmensa, infinita oscuridad que ahora se cierne sobre ti, en tu escritorio, en tu estudio, y te deja perdido de nuevo, solo de nuevo, en la negra y vacía noche, perdido y solo, esperando, esperando.

*

Érase otra vez, entre las ramas del pino rojo, ante la ennegrecida lápida, el niño le dijo al hombre: No, no. Esos son los cuentos, los relatos que te cuentas a ti mismo, que te escribes a ti mismo, en el espejo del baño, en el escritorio del estudio, te los sigues contando, te los seguirás escribiendo, esos cuentos, esos relatos que no se sostienen, que no se sostendrán, que se vienen abajo, que se vendrán abajo, en el espejo del baño, en el escritorio del estudio, rompiéndote, rasgándote, astillándose y salpicándote, en escenas del recuerdo, en biombos erigidos, hasta que sea demasiado tarde, demasiado tarde y ya solo queden, ya solo queden esos biombos erigidos, tus propios biombos del infierno.

Ryūnosuke odiaba el verano. El sol rojo se convertía en hierro fundido y derramaba su luz y su calor sobre la tierra sedienta, que le devolvía una mirada de ojos inyectados en sangre al enorme cielo sin nubes. Las chimeneas de las fábricas, los muros, las casas, los raíles y las aceras, todo lo que estaba en el suelo, hacía muecas y gruñía de dolor. En su estudio, sudoroso y devorado por los mosquitos, Ryūnosuke se sentía como un desafortunado pez volador que hubiera caído en la polvorienta cubierta de un barco en dique seco para morir atormentado por el zumbido de las cigarras, torturado por los aguijones de los mosquitos.

A pesar de todo, a Ryūnosuke le encantaba la apertura estival del río Sumida. Esperaba apretujado entre la multitud junto a las barandillas del puente Ryōgoku. Observaba el paso de las gabarras y los barcos, cientos de barcos, grandes barcos de casco cuadrado, finas gabarras con toldos de lona y cortinajes blancos y rojos, adornadas con farolillos de vivos colores, miles de farolillos que cubrían el río hasta donde alcanzaba la vista, el río iluminado, las riberas encendidas, la multitud con los farolillos en las manos, las miradas en el cielo, embelesadas con las bengalas y la miríada de fuegos de artificio que subían al cielo desde los barcos hasta las estrellas, y caían a tierra cubriendo el mundo de millones de pequeñas, efímeras, agonizantes chispas. Pero aquel año, aquel día, se canceló el festival del kawabiraki. El Emperador había entrado en coma.

La temperatura continuó subiendo, pero la ciudad se cubrió de un negro manto de ominoso silencio. Los partes diarios en las cabinas de policía y los artículos de los periódicos informaban al público con todo detalle de los padecimientos del Emperador y, sin embargo, «su divino semblante permanecía inalterable en todos los sentidos». Aun así, en los templos las llamas sagradas ardían día y noche para expulsar a los malos espíritus, para cambiar el aire, para purificar el aire, y los trolebuses circulaban con las ruedas enmudecidas con trapos por las inmediaciones del foso de palacio, donde se concentraban en silencio millares de personas venidas desde cerca y de lejos para arrodillarse a rezar en el puente Nijūbashi y para postrarse frente al Palacio Imperial.

Ryūnosuke escuchó de su hermana el lacrimoso relato de tres colegialas que habían hecho una reverencia de media hora frente al palacio en súplica para que se recuperara el Emperador, para que se retrasara el crepúsculo, para que se detuviera la noche. Ryūnosuke se preguntó si debía acercarse también él a las puertas de palacio. Pero entonces, después de la medianoche, en la madrugada del 30 de julio de 1912, mientras comenzaba a caer una ligera lluvia, Ryūnosuke oyó los pregones de los repartidores de prensa. Ryūnosuke y su familia compraron las ediciones extraordinarias de todos los periódicos y leyeron los grandes titulares:

Ultimas Escenas En Palacio

El Pueblo postrado en oración mientras el emperador fallece en paz

Revelación del Amor del Pueblo

Las oraciones dan paso al llanto y los lamentos al conocerse el fatal desenlace

Si un maestro de los pinceles hubiera estado presente en los alrededores del Palacio Imperial este lunes por la noche, habría tenido la oportunidad de representar en un lienzo inmortal una de las más impresionantes y soberbias escenas de la historia de Japón: la escena de la divina revelación de la virtud nacional y de la suprema aflicción de los corazones rotos por la pérdida del amado. La crónica que recogerá los numerosos y titánicos logros y obras del difunto Emperador no estaría completa sin una serie de imágenes que representaran a las miles de personas que rezaban frente al palacio por la recuperación de su bienamado Emperador, y finalmente lloraban su muerte.

Pasaba una hora de la medianoche, pero el murmullo de las oraciones aún flotaba en el ambiente con la regular cadencia de un coro ininterrumpido. La multitud, congregada frente al palacio antes de la puesta de sol, seguía allí como clavada al suelo, muy pocos se habían marchado. Según avanzaba la noche, la brisa traía un frío que parecía colmar de desconsuelo y aprensión los corazones de la siempre creciente multitud.

Frente a las verjas de hierro, con los rostros vueltos hacia las habitaciones donde el Emperador yacía en su lecho de muerte, cientos de hombres, mujeres y niños se arrodillaban o se postraban en el suelo en profunda oración. Nadie reparaba en lo incómodo de la postura. Esperanzada contra toda esperanza, la plebe rezaba y rezaba. Los de mayor edad recitaban plegarias budistas y sintoístas y oraciones cristianas con intachable memoria, y los jóvenes y los analfabetos seguían sus palabras con dificultad e inseguridad. Todos unidos apelaban a la misericordia de Aquel que reina sobre el hombre y sobre el mundo. «¿Oh, Señor, no oyes acaso la súplica de nuestros corazones? ¡Concédenos tu gracia!».

Detrás de los que rezaban en el suelo, bullía una muchedumbre de personas más excitadas y menos pacientes. Sabían por el último parte oficial que el pulso del Emperador era ya tan débil que no se percibía y que su última hora se acercaba inexorable. Su estado era de tal inquietud y preocupación que no eran capaces de guardar silencio, ni siquiera durante las oraciones. Presas de la agitación, daban vueltas esperando con impaciencia las próximas noticias. Se les hizo callar, y su silencio alivió momentáneamente el sufrimiento largamente soportado. Los nervios de la población estaban a punto de romperse debido a la tensión y una ominosa incertidumbre parecía augurar fatídicas nuevas.

Entonces, llegó la noticia de la muerte de Su Majestad.

Tres minutos después, los periodistas se alejaban del lugar a toda velocidad en sus kuruma y pronto la terrible noticia se extendía por Tokio tan deprisa como lo permitían las imprentas, y se telegrafiaba a todos los rincones del planeta. Pero ninguna pluma sabría expresar el duelo de sesenta millones de súbditos japoneses, desde las aldeas hasta los palacios.

Las plegarias enmudecieron al instante. Los nervios sobreexcitados de la población cedieron y los aires se colmaron de ayes y lamentos de desesperación.

Tras media hora de llanto, muchos se retiraron a sus hogares para pasar el resto de la noche en oración por el alma del bienamado gobernante del país, al que quisimos como a un padre, al que veneramos como a un maestro, al que consideramos nuestra Fuerza, al más grande de nuestros Emperadores.

Los pálidos faroles de palacio lucían sobre los presentes con deplorables efectos. La ciudad pareció sumirse en la tristeza bajo el manto de la negra muerte mientras en la distancia la campana del Templo de Ueno tañía por el tránsito de una gran alma.

A la mañana siguiente temprano, Ryūnosuke y su familia compraron un trozo de crepé negro. Ryūnosuke lo ató alrededor de la bola dorada del extremo del mástil que había junto a la cancela de su casa en Shinjuku.

En toda la ciudad, en todo el país, en cada edificio, en cada mástil, en cada farola, y en cada poste telegráfico, la bandera nacional ondeaba a media asta. Las familias no tocaban música, ni siquiera hablaban en voz alta. Los music-halls y los teatros cancelaron sus programas, las tiendas y almacenes permanecieron cerrados. Las ventas se desplomaron y el mercado de valores se hundió. La turba apedreó la residencia del Médico Real.

 

Era el comienzo del Período Taishō, era el fin del Período Meiji. Moría un dios y nacía otro nuevo: Meiji 45, Taishō 1, 1912; el momento de la cremación, el momento de la coronación, el momento continuo, momentos contradictorios; entre el crepúsculo y el amanecer.

*

El general Maresuke Nogi, ensalzado por el gobierno y famoso héroe nacional de las guerras Sino-japonesa y Ruso-japonesa, estratega de prestigio internacional, dos veces conquistador de Port Arthur, había acudido a palacio para presentar sus respetos cincuenta y seis veces entre el anuncio de la enfermedad del Emperador y aquel 13 de septiembre de 1912. El general Nogi llevaba treinta y cinco años y cuarenta y cinco días esperando aquel día, el día del funeral del Emperador Meiji.

El cortejo saldría del Palacio Imperial de Nijūbashi a las 8 p.m. acompañado de salvas de artillería, del tañido de las campanas de los templos y de los quejumbrosos sones del canto fúnebre procesional. Se esperaba que el general Nogi, uno de los dolientes de mayor rango, ocupara su puesto en un enorme séquito funerario de más de veinte mil personas. Detrás de la carroza imperial, tirada por una fila de cinco bueyes, desfilarían los cortesanos vestidos de gala con arcos y alabardas, con abanicos y bastones, los príncipes imperiales y chambelanes de palacio, los genrō y los ministros del gobierno, los funcionarios de alto rango y la nobleza, muchos de ellos con sus rutilantes uniformes oficiales, seguidos de los miembros del Parlamento con sus fracs de negro riguroso y del Gobierno de la Ciudad de Tokio y su Cámara de Comercio, de los funcionarios y alcaldes de la Prefectura y de los directores de las escuelas y las autoridades religiosas, junto con los músicos de la corte, las bandas militares y una guardia de honor de mil soldados. A lo largo del itinerario cubierto con grava fresca formarían veinticuatro mil soldados más. Trescientos mil ciudadanos esperarían al paso del cortejo en las silenciosas y enmudecidas calles. En toda la nación, sesenta millones de personas se inclinarían en adoración lejana mientras a la luz de las antorchas la titilante procesión seguía a la carroza fúnebre imperial en su viaje de dos horas hasta un salón de actos especialmente construido para la ocasión en la plaza de armas de Aoyama. Allí sentados en el estrado esperarían los diplomáticos extranjeros y los enviados especiales de las Casas reales y Gobiernos del mundo: los príncipes de Inglaterra y Alemania, el Secretario de Estado de los Estados Unidos, representantes del Imperio Japonés en Corea, Taiwán y Sajalín; diez mil personas reunidas para presentar sus respetos cuando la corneta sonara a medianoche, cuando el nuevo Emperador, el hijo de Meiji, de uniforme de Capitán General, pronunciara un breve panegírico al que seguirían unas palabras del Primer Ministro Saionji. Sin embargo, el general Maresuke Nogi, el famoso héroe nacional y genio militar, no habría de ocupar su puesto en el cortejo, el general Nogi no habría de estar presente en la plaza de armas, Maresuke no habría de oír la voz del nuevo Emperador.

Aquella mañana temprano, el general Nogi, se atavió con su moderno uniforme de estilo occidental de oficial del Ejército Imperial de Japón. Su esposa Shizuko vestía un kimono jūnihitoe de tonos sombríos.

A las ocho en punto, el general y su esposa posaron para una serie de fotografías oficiales en el exterior de su residencia. El fotógrafo, Akio Shinroku, convenció al general y a su esposa de que le permitieran tomarles una última foto dentro de la casa, en la habitación del piso superior, con el general sentado a la mesa leyendo el periódico matutino y Shizuko de pie a su izquierda junto a la chimenea, mirando a la cámara. Después, la pareja se dirigió al Palacio Imperial.

En cada una de las ciento treinta ocasiones anteriores en que el general había visitado el palacio, siempre había hecho el viaje a caballo. Sin embargo, ese día el general ya había enviado a casa al mozo de cuadra y al único criado varón. Por eso aquella mañana, y solo aquella mañana, desde palacio se envió un coche oficial para el general.

Después de asistir al servicio religioso en palacio, el general y su esposa regresaron a su domicilio en Yūrei Zaka, la Colina de los Fantasmas, que lindaba con el cementerio de Aoyama en Akasaka-chō, donde almorzaron con la hermana de Shizuko, que era de avanzada edad.

Durante el almuerzo, el general y su esposa comentaron que no se encontraban bien. El general telefoneó a las autoridades para anunciar que estaba enfermo y que no asistiría a la ceremonia fúnebre del Emperador Meiji, por lo que no podría ocupar su puesto en la procesión. Su esposa, por su parte, informó al servicio que la pareja se retiraría a sus aposentos y dio orden de que no se les importunara. Entonces, el general y su esposa se encerraron en sus habitaciones del segundo piso durante el resto del día.

Poco antes de las ocho, Shizuko bajó al piso inferior. Pidió algo de vino, de vino no de sake, y regresó con él a los aposentos privados del matrimonio.

Poco después, en el piso inferior, cuando el lejano tronar de la primera salva de cañonazos marcaba la salida de la carroza fúnebre imperial de palacio, con la primera de las ciento ocho campanadas, la hermana de Shizuko oyó una serie de extraños ruidos procedentes de las habitaciones del segundo piso y llamó a una doncella. La doncella subió las escaleras a toda prisa para ver si los señores necesitaban algo. Encontró la puerta de los aposentos privados firmemente cerrada, pero en el interior sonaba una voz incomprensible y dolorida, y por una rendija en la puerta pudo ver a la señora tendida en el suelo.

La anciana llamó inmediatamente a la comisaría local, pero la línea estaba ocupada. Tampoco pudo ponerse en contacto con el médico del barrio, por lo que envió a las criadas a buscar ayuda a la calle. Por pura coincidencia, encontraron a un oficial de policía de Nagano, transferido a Tokio con motivo del funeral, el subinspector Sakamoto.

Sakamoto acompañó a las criadas a la casa. Subió al segundo piso y forzó las puertas a embestidas.

En la habitación de ocho tatamis de estilo japonés más alejada de las puertas, bajo los retratos enmarcados del Emperador Meiji, los padres del general y los dos hijos de la pareja, caídos en la Guerra Ruso-Japonesa, yacían el general y su esposa, él de costado en un charco de sangre y ella de rodillas con la frente apoyada sobre el suelo.

Mientras la carroza imperial tirada por bueyes portaba el cadáver del Emperador a través de la noche y cruzaba por delante de la casa, encerrados en sus aposentos privados, Maresuke y Shizuko se habían convertido en fantasmas por su propia mano.

*

Ryūnosuke compró los periódicos, todos los periódicos, y leyó noticia tras noticia, todos los artículos relacionados con la muerte del general Nogi y su esposa:

El célebre nogi se suicida

El general y la condesa celebran un harakiri a la vieja usanza

Sigue a su señor a la tumba justo antes del comienzo del cortejo fúnebre

El porqué de la muerte del general nogi

El testamento del gran héroe: una épica intensa y apasionada

Llanto de togo, luto del imperio y lamento internacional por la pérdida de un espíritu inmaculado

Lo que reproducimos a continuación es el testamento del difunto General Maresuke, conde Nogi, escrito de su puño y letra en la noche del 12 de septiembre, víspera del Funeral Imperial:

1. «Me quito la vida para seguir los pasos de Aquel que se ha ido. Soy plenamente consciente de la gravedad de mi delito. El crimen que implica no es leve. Pero es necesario recordar que fui yo el responsable de la pérdida de la Enseña Imperial en la campaña de Meiji 10, momento desde el cual siempre he buscado en vano la ocasión apropiada de morir. Hasta el día de hoy he recibido un trato de inmerecida gentileza y se me ha honrado con innumerables favores y gracias imperiales. He ido envejeciendo y debilitándome gradualmente. Mi época ha pasado y no puedo ya servir a mi señor. Afligido en extremo ante su muerte, he resuelto quitarme la vida.

2. Desde la caída en combate de los dos Sukes (abreviaturas de los nombres de los dos hijos del general que dieron su vida valerosamente en el sitio de Port Arthur), mis estimados superiores y amigos me han instado repetidamente a que adoptara un hijo. Sin embargo, son desde antiguo conocidas las dificultades que entraña la adopción de un heredero, como numerosos ejemplos, además del de mi propio hermano, dejan patente. Si me quedara algún hijo, el honor de haber recibido un título nobiliario me obligaría a designarlo mi sucesor, pero con el objeto de evitar dejar tras de mí una posible ignominia, lo mejor es no desafiar el mandato celestial con la adopción de uno. Dejo las tumbas de mis antepasados a la atención de mis parientes vivos mientras perdure la línea de sangre. Solicito que la residencia de Shinsaka sea donada a la Guardia o a la Ciudad.

3. En documento aparte dispongo el reparto de mis propiedades. Mi esposa Shizuko se ocupará de cuantos asuntos no haya mencionado.

4. En lo referido al reparto de mis efectos personales, he solicitado por escrito al coronel Tsukada que reparta a su propia discreción mi reloj, mi telémetro, mis binoculares de campaña, los arreos de mi montura y otros artículos de uso militar entre mis ayudantes como recuerdo. El coronel sirvió conmigo fielmente durante las últimas dos guerras. Shizuko está ya informada de este reparto, así que por favor sírvanse discutir con ella los detalles. El reparto del resto de mis posesiones queda abierto a negociación.

5. Los presentes Imperiales que porten los blasones Imperiales deben ser reunidos y donados a la Academia de Nobles de Gakushūin. He solicitado por escrito al señor Matsui y al señor Igaya que se ocupen de esta tarea.

6. Dónense a Gaku-shūin aquellos de mis libros que puedan ser de utilidad, y el resto a la Biblioteca de Chōfu. Dispóngase como corresponda de aquellos que sean inútiles.

7. Los escritos de mi padre, mi abuelo y mi bisabuelo deben considerarse parte de la historia de la Casa de Nogi. Deben ser meticulosamente recogidos, excluyendo cualquier obra irrelevante, y conservados eternamente, ya sea al cuidado de la casa del marqués de Sasaki o en el templo de Sasaki.

8. Lego los objetos expuestos en el Yūshūkan (el Museo de la Guerra de Kudan) a dicha institución. Esta es, a mi entender, la mejor manera de conservarlos en conmemoración de la Casa de Nogi.

9. A medida que Shizuko entre en la vejez y se vea aquejada por la enfermedad, la casa de Ishibayashi se convertirá en un lugar triste, además de poco apropiado. Por lo tanto, dispongo que dicha casa pase a ser propiedad de mi hermano Shūsaku, toda vez que Shizuko, por su parte, ha accedido a ocupar mi residencia de Nakano. Lego la casa y el terreno de Nakano enteramente a Shizuko.

10. He solicitado por escrito al barón Ishiguro que se ocupe de la disposición de mi cuerpo, que será donado a la ciencia. Bajo mi lápida (Shizuko está de acuerdo con ello) bastará con colocar mi cabello, uñas y dientes, incluyendo mi dentadura postiza. Solicito que mi reloj de oro con el blasón Imperial sea entregado a mi sobrino Mayasuki Tamaki a condición de que jamás lo use sin estar de uniforme.

Cualquier otro asunto no mencionado en la presente queda al cuidado de Shizuko. En vida de Shizuko el nombre de la Casa de Nogi seguirá honrándose, pero con su muerte se dará por extinguida la línea sucesoria de los Nogi».

El testamento lleva la fecha de Año Primero de Taishō, noche del 12 de septiembre de 1912, está firmado como «Maresuke» y está dirigido a Yūji Sadamoto, hermano de la condesa Nogi, Odate Shūsaku, hermano del general, Masayuki Tamaki, sobrino del general, y a Shizuko. Del testamento se deduce claramente que el general había confiado a la condesa su intención de suicidarse y que ella continuaría con vida.

Día tras día Ryūnosuke siguió comprando los periódicos, todos los periódicos, y día tras día siguió leyendo artículo tras artículo sobre la muerte del general Nogi y su esposa:

Cómo y por qué el gran héroe deseaba morir con el emperador

Un suicidio planeado desde hace años

La increíble entereza de la condesa nogi

 

El barón Ishiguro, Ministro de Salud y pariente del general Maresuke, conde Nogi, concedió una entrevista a los representantes de la prensa nacional el lunes por la tarde. El barón ofreció en ella un informe detallado acerca de la muerte del general y su esposa la condesa para beneficio de la opinión pública.

«El general Nogi me pidió en su testamento», afirmaba el barón, «que sus restos fueran destinados a la disección quirúrgica o a algún otro uso de utilidad médica. Sin embargo, su cadáver ha resultado ser de poco o ningún valor para la ciencia debido a que la muerte se produjo por sección de la artería del cuello y no por alguna suerte de enfermedad. Con todo, y con el fin de cumplir con los deseos del general, he entregado su cuerpo al Dr. Katayama y a los médicos castrenses Dres. Tsuruda y Haga para labores de investigación.

Se encontró al general y a la condesa Nogi en la sala, que estaba cerrada desde dentro. Cómo murió el general Nogi y quién murió primero, él o su esposa, son datos aún por dilucidar. De acuerdo con la tradición de los bushi, el método de celebrar el seppuku es realizar un corte en el abdomen que produzca el sangrado y después aplicar un golpe fatal en el cuello, ya que la sección abdominal no basta para acabar con la vida. El general Nogi celebró el seppuku siguiendo el método tradicional. Al parecer, después de seccionarse el abdomen se ajustó la ropa y se aplicó el golpe en el lado derecho del cuello atravesándolo hasta la parte posterior izquierda. Sin duda, el potente golpe acabó con su vida de inmediato al seccionar completamente las arterias.

En un principio, se pensó que el general se había quitado la vida después de asegurarse de la muerte de su esposa. Pero que no fue ese el caso es evidente en su carta dirigida a mí, en la que se afirma la voluntad de su esposa de seguir con vida. A juzgar por el carácter de la condesa, lo más seguro es que al conocer las intenciones de su marido tratara de disuadirlo, pero comprendiendo que su decisión era firme decidiera acompañarlo.

La condesa Nogi vestía de luto, con ropajes de tonos apagados y un hakama de color naranja pálido. Usó una daga de unos treinta centímetros de longitud. Se infligió cuatro heridas, una de ellas en la mano. Parece que en primer lugar se clavó la daga en el centro del pecho y después entre las costillas del lado derecho. La profundidad de esta herida fue de unos cuatro centímetros. Temerosa quizá de que la herida no fuera fatal, se clavó la daga por tercera y última vez, atravesándose el corazón. En el momento de este último golpe debía estar ya muy débil a causa de las otras lesiones. Como le fallaban las fuerzas para atravesarse el pecho con la daga, se arrojó sobre ella clavándosela hasta la empuñadura.

Personalmente, he sido testigo de no pocos casos de seppuku y sé que si el primer golpe no es certero, al oficiante normalmente le fallan las fuerzas para aplicarse un segundo y acabar así con su vida. No obstante, la condesa Nogi, a pesar de su condición de mujer, se infligió tres poderosos golpes y tuvo una muerte absolutamente honorable y decorosa.

El general y la condesa Nogi, cerraron la puerta desde dentro, se sentaron uno al lado del otro de cara al retrato del difunto Emperador y se quitaron la vida de la valerosa manera descrita más arriba. Sobre un escritorio en la habitación se encontraron cierto número de cartas y papeles, incluyendo el testamento del general Nogi. Entre ellos había también dos poemas del general y uno de la condesa. Justo antes de su muerte, el general Nogi compuso los dos siguientes poemas:

Divino ha ascendido a los cielos nuestro gran señor, y sus augustas huellas, desde lejos, humildemente adoramos.

Y el segundo:

Yo soy el que sigue los pasos del gran señor que ha partido de este mundo transitorio.

La condesa Nogi, por su parte, dejó la siguiente composición poética:

He oído que el sol ya no regresará tras Su partida, tan triste es afrontar la augusta procesión de hoy».

Día tras día, Ryūnosuke seguía leyendo artículo tras artículo de la muerte del general Nogi y su esposa, seguía leyendo los artículos y seguía observando las fotografías, día tras día seguía observando las fotografías del general Nogi y su esposa, y día tras día meditaba mirando las fotografías y leyendo los artículos, los inicialmente algo contradictorios y discutidos artículos de los periódicos, artículos repletos de expresiones como «suicidio», «harakiri», «seppuku» y finalmente «junshi».

Ryūnosuke nunca había leído la palabra junshi en un periódico antes de la muerte del general Nogi, solo la había leído en novelas o libros de historia. Ryūnosuke sabía que en el tercer año del Período Kanbun, 1663, el Shogunato Tokugawa había prohibido la práctica samurái de seguir al propio señor a la muerte. A Ryūnosuke le parecía apenas verosímil que una de las principales figuras del Período Meiji, uno de los principales arquitectos de la modernidad en Japón, cumpliera con una tradición tan arcaica tras la muerte del Emperador.

Pero los periódicos coincidían en que el general Nogi había celebrado el junshi, había seguido a su señor a la muerte y después Shizuko, una auténtica esposa samurái, se había quitado la vida y seguido a su esposo a la muerte.

Sin embargo, los editoriales y las columnas de opinión sí discrepaban en cuanto al significado y relevancia de las muertes del general y su esposa. Había quien calificaba el suceso de vergüenza internacional para una nación que aspiraba a la modernidad, otros veían en él una importante lección moral y un recordatorio de los valores tradicionales de dicha nación moderna y ambiciosa. La muerte del Emperador y el fin del Período Meiji, así como el suceso y la forma de la muerte del general Nogi y su esposa Shizuko, afectaron irrevocablemente a Mori Ōgai y a Natsume Sōseki, los dos escritores japoneses contemporáneos más admirados por Ryūnosuke. Ōgai se dedicaría desde entonces a la ficción histórica y escribiría obras como Ogitsu Yagoemon, Abe Ichizoku y Sakai Jiken, en las que trataba el tema del sacrificio personal, y Sōseki escribiría Kokoro, una novela plagada de muertes por suicidio.

Ryūnosuke seguiría leyendo aquellos artículos, aquellos editoriales, columnas y libros, y Ryūnosuke seguiría observando las fotografías, las dos fotografías del general y de su esposa tomadas la mañana del día de su muerte, y Ryūnosuke seguiría pensando; pensando en el moderno uniforme de estilo occidental del general y en el kimono jūnihitoe de sombríos colores de su esposa; en el cuerpo del general, encogido y extraviado en el uniforme, su rostro entre la humillación y la sombra, y el cuerpo de Shizuko rígido y aristocrático dentro de sus ropajes, su semblante severo y valiente; en las habitaciones japonesas de su mansión occidental; en el hecho de que bebieran vino y no sake; en el arreglo de hojas de sakaki sobre la mesa, las fotografías enmarcadas dispuestas sobre la mesa; en la obsesión del general con la fotografía, con la representación, su deseo de desaparecer, de extinguirse; junshi y bunmei kaika, aquel acto tradicional de violencia en aquella era de ilustración civilizada, mil novecientos doce, año primero del Período Taishō.

Las fotografías del general Nogi, los retratos de un Shōgun, se exhibían ya en los escaparates de los comercios, adornaban los muros de los pasillos de los colegios, academias militares, fábricas y oficinas. Recordados y venerados, no había forma de huir de ellos, no había manera de escapar de él. Pero Ryūnosuke volvía una y otra vez a aquellas fotografías, aquellas dos fotografías del general Nogi y de su esposa, aquellas fotografías tomadas la mañana del día de su muerte. Ryūnosuke seguía observando las fotografías y Ryūnosuke se preguntaba, seguiría observando las fotografías y seguiría preguntándose: