El sentido del camino

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―Buenos días, Ana. ¿Está lista? ―preguntó al mismo tiempo que la agarraba por el brazo.

―Sí, claro ―contestó muy segura.

En ese mismo instante, Ginés salía de la habitación. Dio los buenos días a la enfermera.

Los chicos permanecerían en la suya hasta que todo hubiera acabado.

Los tres enfilaron el camino que les llevaría hasta la sala donde les esperaba el cirujano, que ya tenía todo preparado para comenzar con la cesárea.

Durante el trayecto, no volvieron a cruzar palabra alguna. Doña Rita, entendía el estado de nerviosismo en el que estaría sumida la mujer, (aunque esta, intentara disimularlo). Atravesar la puerta marrón desvencijada, que tenían enfrente, era el último obstáculo para enfrentarse a su destino.

Antes, Ginés se acercó a su esposa y le dio un beso en la frente:

―Hasta dentro de un rato. Estaré aquí esperando a que todo termine.

―Hasta dentro de un rato, no tardaré ―contestó ella, ofreciéndole una amplia sonrisa.

Dicho esto, se dirigió hacia la puerta. Doña Rita la siguió, en silencio, tras sus pasos.

Al abrirla, encontraron a don Alberto de pie, frente a ella. Ana entró en primer lugar, a la vez que la enfermera cerraba la puerta.

Ambos caminaron uno hacia el otro, hasta encontrarse. El hombre la cogió por las manos:

―Ana, ha llegado el momento.

El tono era cálido, transmitiendo tranquilidad.

La mujer le miró fijamente a los ojos. Su mirada, era la de una persona segura y dispuesta a afrontar aquello que la vida le había deparado.

―He de pedirle un último favor.

El hombre notó como las manos de Ana apretaban las suyas cada vez con más fuerza.

―Necesito que me abrace. Tiene algo especial, cuando estoy con usted me encuentro en un lugar seguro, se me olvida todo, me da energía y me siento bien…

Tras un largo y sentido abrazo, desnuda por completo tal cual le pidió don Alberto, la mujer se acostó e intentó tranquilizarse. Tomaba grandes bocanadas de aire, para después, expulsarlo lentamente.

―¿Preparada, doña Rita? ―preguntó el cirujano.

A lo que esta asintió.

―Comencemos entonces…

Un fuerte gemido de dolor, puso en conocimiento de Ginés que don Alberto había comenzado. De aquel hombre dependía el futuro de su esposa y de toda su familia. Tal cual les había explicado, haría una incisión en el abdomen en el sitio donde rotara el útero, con el fin de proteger la vejiga. Acto seguido se extraería al niño por el costado de la madre, previa incisión en el útero. Finalmente y, quizás lo más importante, le practicaría un drenaje de los loquios hacia la vagina para evitar una infección en la cavidad abdominal, sin duda alguna, la causa frecuente de muerte en estos casos.

Un acto reflejo le llevó a taparse los oídos e ir en busca de sus dos hijos. Aunque la noche anterior decidieron que esperarían en su habitación, el hombre se sentía solo y necesitaba estar con ellos. La operación duraría como mínimo una hora, que sentado allí, sin compañía de nadie, podría parecerle eterna, y no se veía capaz de oír como su mujer sufría.

A mitad de camino se cruzó con los dos muchachos, que no podían soportar la idea de estar allí, sin tener noticias.

―¡Padre! ―gritó Víctor al tiempo que corría hacia él.

―Ya ha comenzado. Muy pronto todo esto habrá sido un mal sueño.

―Estoy seguro de que sí ―contestó el muchacho con convencimiento.

―Bajemos a caminar por el patio y en un rato subimos. Aquí no hacemos nada ―propuso el mayor de los hermanos.

Creían haber esperado el tiempo suficiente cuando decidieron subir de nuevo. No habrían terminado aún, si así hubiera sido, habrían ido a avisarles.

Al girar hacia el pasillo en busca de noticias, encontraron al cirujano y a doña Rita intercambiando impresiones. Hablaban tan bajo que no lograron escuchar nada hasta estar prácticamente a dos metros de ellos.

Al verlos, Ginés se apresuró. Sus hijos hicieron lo propio.

―¡Don Alberto, ¿cómo ha ido? ―preguntó el hombre casi sin aliento.

Los dos muchachos se abrazaron a la enfermera esperando la ansiada respuesta por la que habían rezado desde su marcha de Ézaro.

Secándose las últimas gotas de sudor de la frente, el cirujano contestó:

―Hemos hecho todo cuanto estaba en nuestras manos. Lo que ocurra ahora, solo lo sabe Dios…

Desde que Ana dio a luz, el tiempo había transcurrido deprisa. Estaban muy adaptados y vivían felices con la vida que el monasterio les ofrecía.

Ginés y los chicos realizaban cuantos arreglos les encomendase fray Emilio. Ana, se dedicaba por completo a Miguel, que era ya un hermoso y sano bebé y que se había convertido en el juguete de la congregación. La familia que llegó desde tierras del norte, era ya conocida por todos y cada uno de los frailes, y el pequeño, los tenía enamorados.

Abundantes eran las visitas en la habitación de Ana. Si paseaba por el convento, todo aquel que se cruzara con ella, hacía un inciso en su tarea para acercarse al niño. Este, siempre les regalaba una sonrisa, que incluso en ocasiones, terminaba en una sonora carcajada.

Fueron alargando el momento, pero al fin, el día llegó. Se encontraban en mitad del patio, junto a la fuente que les dio la bienvenida, sus dos ángeles serían testigos de excepción del instante en que las vidas de aquellas personas tomarían diferentes derroteros y se separarían. Se separarían solo físicamente, porque sus almas y corazones, por todo lo allí vivido, seguirían unidos por siempre.

En un pequeño corro, nadie era capaz de mediar palabra. Don Alberto, doña Rita, fray Emilio, Ginés, Ana… Querían prolongar aquel último instante. Todos temían empezar la conversación que los alejaría para siempre. Ana, quien sostenía al bebé en sus brazos tomó la palabra:

―Tengo la certeza, de que hablo en nombre de toda mi familia cuando digo que jamás podremos vivir lo suficiente, para agradecerles cuanto han hecho por nosotros. Allá donde nos encontremos, nuestros rezos y pensamientos estarán con ustedes, y el pequeño Miguel sabrá que les debe la vida a tres personas maravillosas.

Dicho esto, se dirigió a la enfermera. Días atrás esta le había dicho que iba a quedarse a vivir en la congregación. Don Alberto debía visitar a muchos pacientes, precisaba tener una ayudante y tenía previsto aceptar el puesto que el cirujano le ofreció.

―Su tío estaría muy orgulloso de usted.

Fueron múltiples los besos y abrazos que, acompañados por alguna que otra lágrima, todos se dispensaron, tras lo cual, Ana y Ginés subieron al carro donde esperaban David y Víctor.

La puerta trasera que un día se abrió para darles cobijo, hoy lo hacía para decirles adiós…

Capítulo IV

José el “Kiyo”

Prometía ser un día especial. Desde que se instalaron en Mérida, cuantiosas eran las veces que David había pedido a su padre poder trabajar con él.

―Padre, creo que ya tengo edad para comenzar a aprender el oficio. Quiero seguir sus pasos ―decía siempre a modo de súplica.

―En cuanto la ocasión lo permita, empezarás, hijo mío. ―Ginés siempre le ofrecía la misma respuesta.

Al llegar de La Villa, no le costó mucho encontrar trabajo. Sabedor de que nadie lo conocía, aceptaba todo aquello que le ofrecían.

―A medida que te des a conocer, seguro que no te faltará faena ―le decía siempre Ana.

Una tarde, en la que trabajaba con ahínco reparando las grietas de la fachada de la herrería, vio aparecer a don Ángel, el jefe de los herreros, con un hombre de edad avanzada. Ambos sin decir nada, se situaron justo detrás de él.

Al sentirse observado, Ginés dio media vuelta y preguntó al herrero:

―Don Ángel, ¿tiene usted alguna pega con mi trabajo?, ¿hay algo que esté haciendo mal?

―¡Nada de eso, Ginés! ―se apresuró a decir este―. Lo que ocurre, que no queríamos entorpecer su labor. ¡Acérquese, por favor!

Al acercarse al herrero, le presentó al hombre que lo acompañaba―: Ginés, él es don Domingo, el jefe de obra del convento Jesús el Nazareno, viene a proponerle algo.

―Ginés, don Ángel me ha hablado de usted. Está muy satisfecho con su forma de trabajar. Le tiene por una persona seria y honrada, y por este motivo venía a proponerle algo: Por encargo de la Orden Hospitalaria de Jesús Nazareno, vamos a poner en marcha en el propio convento, las obras para la construcción de un hospital, y poder tratar a los convalecientes pobres. Es mucha la mano de obra que preciso y me gustaría que trabajara para mí…

Habían pasado varios meses desde aquel día, las obras avanzaban según lo previsto. Esa mañana, mientras Ginés preparaba la mezcla para la argamasa, don Domingo se le acercó.

―Ginés, ¿cree usted que alguno de sus hijos estaría interesado en trabajar como ayudante?

Al instante, le vino a la mente la oportunidad que tanto demandaba David.

―¡Por supuesto, don Domingo!, ¿cuándo habría de empezar? ―preguntó.

―Mañana mismo, que venga con usted a primera hora.

Era ya de noche, al llegar a casa encontró a su padre sentado en su mecedora de mimbre. Pocha corrió en su busca y de un salto se subió a sus piernas. A la vez que acariciaba al animal, se dirigió a su hijo:

―David ven, toma asiento a mi lado. Tengo algo de que hablarte ―dijo señalando la silla que había preparado junto a él.

El chico se sentó.

―Por fin ha llegado el momento que tanto ansiabas. A partir de mañana, trabajarás como ayudante conmigo en las obras del convento.

 

Al muchacho se le iluminó la cara y abalanzándose sobre su padre le dijo:

―¡Muchas gracias!, ¡no le defraudaré!

Al salir de su habitación, David ya estaba preparado. Ginés lo miró con admiración, sabía cuánto tiempo había esperado este momento.

―¡Hola, hijo!, ¿estás listo para tu primer día?

―¡Por supuesto, padre!, ¡no he pegado ojo en toda la noche!

La casa donde vivían estaba situada en la barriada de San Bartolomé, relativamente cerca del convento. Tras cerrar la puerta, durante todo el trayecto hacia el trabajo, el muchacho no paró de formular preguntas sobre todas aquellas dudas que durante la noche coparon sus pensamientos. El hombre, sabedor del nerviosismo de su hijo, contestó a todas y cada una de ellas.

Casi sin darse cuenta habían llegado. Estaban en la puerta. Ginés agarró a su hijo por los hombros y le dijo―: David, eres un gran chico. Tranquilo, sé tú mismo y todo irá bien.

Al entrar, todo estaba calmado. Habían llegado un rato antes del comienzo de la jornada para así poder hablar con don Domingo y que este le explicara cuales iban a ser sus obligaciones.

Se dirigieron al punto de encuentro donde cada mañana, el jefe de obra esperaba a todos los trabajadores, para desde allí organizar los grupos de trabajo.

El hombre estaba esperando con un muchacho de la misma edad que su hijo. Al verlos caminó hacia ellos; a su encuentro, el chico lo siguió callado:

―¡Buenos días, don Domingo!, él es David.

―¡Buenos días, Ginés! ―Tras el saludo, se dirigió a los dos muchachos sin tan siquiera presentarlos―: A partir de este momento, sois los ayudantes de obra. El trabajo será duro. Vamos a comenzar con el proceso de tabiquería. Vuestra función principal será la de realizar la mezcla de la argamasa, si bien, debéis estar a disposición para realizar cualquier labor que se os pueda encomendar. Como sabéis, el calor en esta ciudad es asfixiante, por lo tanto, también os encargaréis, cuando se os indique, de traer agua del pozo que hay justo en la plaza que tenemos enfrente.

Dicho esto, les preguntó:

―¿Tenéis alguna duda?

Ambos, sin mediar palabra, negaron con la cabeza.

―¿Sabéis qué es la argamasa?

Los dos afirmaron con rotundidad.

―Pues bien, ¡ahora id a la plaza y buscad el pozo!, así cuando tengáis que traer agua, ya sabréis dónde se encuentra.

Los dos chicos caminaron en silencio hacia la puerta. Cuando ya no estaban al alcance de la vista de los hombres, don Domingo, en tono burlón, le dijo a Ginés:

―El otro muchacho es mi nieto. Espero no haber sido muy autoritario y haberlos asustado. Seguro que lo harán bien. Cuídelos.

―¡Descuide! ―respondió Ginés.

Tras lo cual, se echaron a reír.

No les costó mucho dar con él. El pozo estaba situado justo en el centro de la pequeña plaza.

―Bien, ¡ya lo hemos encontrado! ―comenzó diciendo el hijo del constructor―. Mi nombre es David ―dijo ofreciéndole la mano y una amplia sonrisa.

―Yo me llamo José, pero “to er mundo me dice Kiyo” ―contestó el otro aceptando el saludo.

El carácter afable de los muchachos hizo que su amistad se estrechara de forma inminente. Muchas eran las horas que al cabo del día pasaban juntos, y aunque terminaban exhaustos, se sentían unos privilegiados.

David disfrutaba mucho junto a Kiyo. El deje andaluz de su amigo, pasó de sorprenderle a hacerle llorar de risa cuando ambos se imitaban. Kiyo le contó porque vivía en Mérida. Era el pequeño de dos hermanos, y sus padres lo habían mandado con su abuelo en busca de un porvenir, ya que, su familia era muy humilde y no podían ofrecerle un futuro muy esperanzador.

Por su parte, David narró a su amigo toda la historia de cómo su familia abandonó Ézaro en busca de don Alberto, el nacimiento de Miguel, el porqué habían decidido venir a vivir aquí… En muy poco tiempo se conocían muy bien, es más, no había secreto alguno entre ellos, salvo aquel que tan intrigado tenía a David… Esperaba la ocasión para poder contar a su amigo la conversación que había escuchado aquella mañana. Buscaba el momento idóneo para, con todo detalle, explicarle que había oído y porque se sentía así.

Una tarde, al salir del convento, se dirigieron al puente romano. Desde que se conocieron, muchas eran las ocasiones en que los dos muchachos se tumbaban en la muralla.

Para David ese momento había cambiado. Ya no lo hacía solo, en silencio. Su amigo, se acostaba a su lado y hablaban del futuro y de sus sueños. No había algo que imaginaran que no fuera para hacerlo juntos.

De repente, David se incorporó:

―Kiyo…

―Dime, “mpare”.

―Hay algo que quiero contarte ―dijo con la mirada perdida en el horizonte.

El tono de David sorprendió a Kiyo, que de inmediato, al igual que su amigo, se incorporó sentándose a su lado.

―Me estás preocupando. Por tu gesto, diría que es algo serio.

―No es para preocuparse, grandullón. Pero sí, es muy importante….

David explicó con detenimiento aquella conversación que había cambiado su vida. Le habló del tesoro al que llamaban Felicidad. De cómo, todos los allí presentes, escuchaban a aquel hombre. Nadie se atrevía a interrumpirlo. De la excitación en sus caras al oír aquella revelación… Al igual que le sucediera a David, Kiyo quedó boquiabierto. Tras un momento de reflexión, fue este quien sorprendió a su amigo:

―¿Y si vamos en su busca? ―preguntó decidido.

―¿En busca de qué?

―¡“Cohones mpare”, hoy estás espeso! ¡Verás! Vamos a ver al gordo, ¡al viejo del pañuelo! A él le han hablado del tesoro, ¿no? Pues bien, que nos diga cuanto sepa, a qué tierras se refería el mercader de lana… Que nos lo cuente todo. ¡Y después, pues vamos a por él! ¿No querías viajar?, ¡esta es nuestra oportunidad!

Tras decir esto, dio un golpe en la espalda a su amigo que por poco lo hace caer de arriba de la muralla.

David tardó un instante en reaccionar. Su semblante también cambió. La idea de su amigo, sencillamente le fascinó. Su respiración sonaba entrecortada.

―Pero, ¿dónde encontramos al abuelo?

―Lo que yo te diga a ti, ¡hoy estás “padentro”. ¿No dices que los escuchaste en el arco?

―¡Sí!, debajo de unas palmeras.

―¡Pues ya está!, ese será su lugar de encuentro, donde han de juntarse para hablar de sus historias.

Juntos, planearon como ir en busca del hombre. Con frecuencia, don Domingo los mandaba a por encargos que hacían falta para la obra. Por norma general, siempre iban juntos. Desde que su nieto conoció a David, había cambiado y lo veía más feliz.

Al llegar de Jerez, muchas eran las noches que lo había oído llorar. Estar separado de su familia lo sumió en una gran tristeza, que desapareció desde el momento en el que su amigo surgió en su vida, y aunque durante el trabajo era duro con ellos, procuraba que no se separaran.

La tercera mañana desde aquel día, llegó el momento que tanto esperaban. Se dirigían a la plaza a por agua como de costumbre. Justo cuando iban a salir por la puerta, la voz de don Domingo los detuvo:

―Muchachos, ¡esperad! ―El tono sonaba autoritario, como siempre que se dirigía a ellos―. Id a la herrería y traed aquello que don Ángel os entregue. ¡No os demoréis!

―¡Sí, abuelo! ―contestó de inmediato Kiyo―, no tardaremos.

Tras girar la esquina, los dos muchachos tuvieron el mismo pensamiento. Tal era su complicidad que, con solo mirarse a los ojos, sin decir una sola palabra se entendieron.

Corrieron calle abajo. Tras unos instantes el sudor hizo acto de presencia. Jadeaban, pero no se detuvieron hasta llegar… Lo tenían delante. El arco se encontraba a muy poca distancia del convento. No había nadie, ni rastro alguno de los abuelos.

Era cerca de mediodía y con aquella temperatura, la gente buscaba refugio para protegerse y resguardarse de semejante bochorno. Ambos se miraron. Cuando el desánimo iba a apoderarse de ellos, una voz los alertó. Debajo de una palmera, alguien se maldecía por no poder hincarle el diente a una hogaza de pan duro que sostenía en la mano. David lo reconoció, era un viejo flaco y desdentado con aspecto demacrado que ya había visto en alguna otra ocasión. Asintió con la cabeza, haciéndole un gesto a su amigo para avanzar a su encuentro. Cuando estuvieron delante de él, el hombre levantó la vista y se dirigió a ellos con displicencia:

―¿Queríais algo, muchachos? Me disponía a comer y me gusta hacerlo solo.

Los dos chicos permanecieron callados. Aquella mirada los dejó sin habla.

―Si no queréis nada, ¡desapareced de mi vista y dejadme tranquilo!

―Si deseamos algo ―acertó a decir Kiyo, no sin cierto titubeo―, buscamos a una persona.

El gesto del viejo denotó sorpresa.

―Así que buscáis a alguien… No veo cómo podría ayudaros. Creo que no nos conocemos, ¿estoy en lo cierto?

Aquella voz transmitía desconfianza y maldad, pero no consiguió amedrentarlos. En esta ocasión fue David quién habló.

―Buen hombre, creo que sí que está en disposición de poder ayudarnos. Alguna mañana, he parado en este mismo lugar y he escuchado historias que cuentan un grupo de ancianos. En una ocasión, alguien habló de un tesoro al que llaman Felicidad. Era un abuelo que portaba un pañuelo en la cabeza y un gorro de paja. Solo hablaba él. Todos lo escuchaban con mucha atención y recuerdo que ese día usted también estuvo aquí, ¿sabe de quién le hablo?

El viejo entornó los ojos, y tras un instante de silencio, contestó:

―Todos saben quién es el abuelo del sombrero de paja…

Capítulo V

El sabio Osuna

Tras la afirmación del viejo Román, (así era como se llamaba), la conversación se tornó más cercana y agradable.

El hombre les explicó el porqué de sus reticencias iniciales para con ellos:

―Muchachos, disculpad mi comportamiento. Cuando os he visto acercaros, pensé que iríais a robarme, o lo que es peor, a hacerme daño.

Les contó que era vagabundo, que no tenía a nadie y vivía en la calle. En más de una ocasión, había sido maltratado y apaleado. Dormía allí, cerca del arco. Ese era su hogar y a aquellos abuelos que contaban historias los consideraba su única familia, los cuales, lo cuidaban e incluso alimentaban.

Habían dado con la persona idónea. Román conocía todas y cada una de las conversaciones que allí tenían lugar.

Tras aceptar las disculpas, David fue directo al asunto que les importaba:

―Don Román, entonces ¿conoce usted al abuelo que andamos buscando?

Acto seguido, sin dejar que el hombre contestara, fue Kiyo quien formuló la siguiente cuestión:

―¿Podría indicarnos donde podríamos encontrarlo? Nos urge hablar con él.

El hombre comenzó a hablar con todo lujo de detalles:

―Todos lo conocemos con el nombre del Sabio Osuna. No se sabe de dónde es, ni de dónde viene. Cuentan, aunque nadie lo sabe a ciencia cierta, que llegó a esta ciudad desde tierra extranjera, tras perder a su mujer y a sus dos hijos por tuberculosis. Es un hombre afable, aunque de carácter reservado, imagino que por el gran dolor sufrido ante tan terrible pérdida. Vive en la barriada de los Bodegones. Se dedica a cuidar de sus plantas en el pequeño invernadero que tiene en su casa, y solo sale de ella los días de mercado, donde aprovecha para comprar víveres.

Aquellos que conocen de sus costumbres, se acercan aquí al arco, con la esperanza de que venga y cuente una nueva historia….

Dicho esto, Román sacó una pequeña bota de cuero y les ofreció:

―¿Gustáis dar un trago, muchachos? Es un buen vino, yo no dejaría escapar la oportunidad.

En el momento que David iba a negar con la cabeza, Kiyo se acercó al viejo.

―No voy a despreciar tan preciado botín ―cogió la bota alzándola sobre su boca, dejando que un fino chorro de color rojo oscuro encontrara su garganta. Tras dar cuenta del vino, se la ofreció a su amigo―: ¡”Mpare”, bebe! ¡Esto está de muerte!

David volvió a negar y se dirigió al viejo:

―Don Román, dice usted que ese hombre vive en los Bodegones, ¿podría indicarme dónde se encuentra su casa?

―No, muchacho. Pero si vais en su busca no tendréis problema alguno para dar con él, allí todo el mundo lo conoce.

Tras concluir la conversación, se despidieron del viejo Román:

―Nos ha servido de gran ayuda ―dijo David sacando una moneda y ofreciéndosela al hombre―. Tome y haga buen uso de ella, es todo cuanto puedo ofrecerle.

 

Este, la cogió sin vacilar.

―Espero que encontréis aquello que andáis buscando.

Los dos muchachos se dirigieron a la herrería, con la mente puesta en el viejo Osuna. Tras recoger el paquete y mientras se dirigían al convento, Kiyo preguntó a su amigo:

―Iremos esta tarde, ¿verdad?

―¡¿Acaso lo dudabas?! Ja, ja, ja, ja ―respondió David.

Ya no fue un día más. Aunque andaban entretenidos en sus quehaceres, la mente de los dos amigos no estaba allí, sino en casa de aquel hombre que cuidaba plantas y que estaba en situación de compartir con ellos aquella preciada información. Un par de veces Ginés llamó la atención de su hijo, algo nada habitual, ya que, por lo general era muy eficiente en su trabajo:

―¡David, andas muy despistado!, ¿qué te ocurre hoy?

―Nada, padre, disculpe, es solo que me encuentro algo molesto de la tripa, nada más.

Por fin había llegado la hora. Tras asearse después de otra dura jornada, salieron del convento y tomaron la dirección deseada.

Mérida no era una ciudad muy grande, y cuando quisieron darse cuenta, charlando distraídamente habían llegado a la barriada.

Les sería fácil preguntar. El sol se disponía a caer y las gentes aprovechaban para salir a la calle, disfrutando de la tregua que el astro les ofrecía.

―Mira “mpare” ―Kiyo señaló a dos mujeres en la puerta de una casa, que estaban colocando encima de una vieja mesa un par de jarras y algo de comer. Caminaron hacia ellas―: Buenas tardes ―dijo Kiyo.

Al oír aquel saludo ambas se giraron. La más joven fue la que habló.

―Buenas tardes, muchachos, ¿necesitáis alguna cosa?

―Sí ―respondió Kiyo; David continuaba en silencio―, veníamos buscando al Sabio Osuna, nos han dicho que vive aquí, en esta barriada.

―¿Y para qué necesitáis de él? ―preguntó la otra.

Kiyo no sabía qué responder, no había pensado en aquella posibilidad. En esta ocasión fue su amigo quien salió al paso:

―Venimos buscando unas plantas para mi madre. Tras esta afirmación, las dos mujeres quedaron conformes. Por todos los que allí vivían era de sobra conocido el invernadero del hombre. Eran muchos los que acudían a él, sobre todo para buscar remedios a algún mal del que estuvieran aquejados.

―Debéis caminar hacia allí ―dijo la mujer joven, señalando una cuesta bastante empinada―, cuando estéis en lo alto, mirad hacia el este, hasta que la vista os alcance, aquella que veréis, es su casa.

Tras darle las gracias a la mujer, los dos muchachos se encaminaron hacia la dirección indicada. Cuando llegaron a lo alto, las gotas de sudor corrían por sus mejillas hasta perderse por el cuello. David cogió la cantimplora que siempre llevaba con él, y tras dar cuenta de un buen trago de agua, se la ofreció a su amigo que hizo lo propio…

Una valla de madera bastante desgastada rodeaba la casa y todo el terreno adyacente a esta. La puerta estaba entreabierta.

―¿Qué hacemos?, ¿entramos? ―preguntó David.

Kiyo, que siempre era el más decidido de los dos, contestó con sorna:

―¡No!, si te parece, después de la “sudá” que nos hemos pegado, nos quedamos aquí mirando. ¡Tira “pa dentro”! ―Abrió del todo la puerta, y de un empujón, hizo que su amigo la cruzara. Él lo siguió.

Un camino flanqueado en ambos lados por matorrales algo descuidados, los condujo hasta la casa. Tocaron. No obtuvieron respuesta. Decidieron rodearla a ver si encontraban alguna ventana que les mostrase el interior. Todas estaban cerradas. Al llegar a la parte trasera, descubrieron algo.

―“Mpare”, mira. Aquello debe ser el invernadero.

David asintió.

―Vamos, lo mismo se encuentra allí.

Pocos eran los pasos que los separaban de aquella cubierta translúcida, donde aquel hombre ofrecía el cuidado a sus plantas. Tal como les contó el viejo Román, no era muy grande.

En esta ocasión, al llegar a la puerta, David entró el primero sin vacilar.

Al contrario que la entrada a la casa, aquel lugar destacaba por su orden. Tres hileras, una a cada lado y otra central, dejaban a la vista dos pequeños caminos para observar y poder contemplar, todas aquellas plantas cuidadas con tanta dedicación y mimo. La paz y el silencio reinante, invitó a los dos muchachos a explorar el lugar sin mediar palabra. Al cabo de unos cuantos pasos, un susurro llamó su atención.

―Kiyo, ¿oyes?

―Sí. Creo que viene desde allí.

El sonido de una voz los fue guiando. ¡Estaba allí! Un hombre arrodillado con un sombrero de paja sujetaba una planta. ¡Hablaba con ella! Se quedaron quietos, escuchando. Estaba ensimismado en aquella conversación sin reparar en los visitantes. Después de unos instantes de espera, David se dirigió al hombre:

―¿Disculpe? ―acertó a decir.

Este pareció no sorprenderse. Dejó la planta en el suelo. Se dio la vuelta, y llevando su dedo índice a la boca, les pidió silencio, después con un gesto de su mano, indicó que esperaran.

―¡Ssshhhh!

Volvió a dirigirse al vegetal.

―Bonita, en un rato vuelvo a verte. Tenemos visita.

Tras dejarla en su sitio, se levantó y se quitó el sombrero a la vez que se secaba las gotas de sudor de su frente. La temperatura allí dentro era muy alta. Entonces se dirigió a los muchachos, los cuales permanecían en un silencio sepulcral.

―¡Disculpad, jóvenes! Cuentan que cuando una planta enferma, si le hablas y das cariño puede llegar a sanar, y esta precisamente, no pasa por su mejor momento. Decidme, ¿veníais a comprar alguna?

Como de costumbre, Kiyo no se anduvo por las ramas y tomó la iniciativa, ante el asombro de su amigo por semejante atrevimiento:

―No, señor. Veníamos a que nos hable del tesoro de La Felicidad….

Tras la sorpresa inicial, les invitó a entrar en casa, para así, poder departir más tranquilos. Sirvió unos vasos con aguardiente y después de tomar asiento, les preguntó―: ¿El tesoro de La Felicidad…? ¿Quién os ha hablado de él?

―Usted mismo ―dijo Kiyo―. Este ―señaló a David― pasó un día por el arco de Trajano y lo escuchó hablar de él.

―¿Y qué es lo que escuchaste, muchacho? ―preguntó dirigiéndose a su amigo―. David tomó aire, estaba algo nervioso.

―Pues le oí decir, que un mercader de lana le había hablado de un tesoro al que llamaban Felicidad. Este señor venía de aquellas tierras, de donde se hablaba de él. ¡No dijo de qué tierras! Que nadie lo ha encontrado, pero que aquel que lo haga, tendrá una vida próspera. Todos los allí presentes estaban perplejos como yo. Ninguno conocía de su existencia, algo que me llamó mucho la atención. Por este motivo, quisiera que nos contara todo cuanto sepa…

―¿Y qué razón tenéis para querer saber de él?

Los dos chicos guardaron silencio, tras un instante de reflexión, Kiyo contestó:

―¡Queremos ir en su busca!

Una mueca de satisfacción asomó en el rostro del hombre―: Entonces, habéis venido al lugar adecuado. ¡Bebed!

Después de volver a servir aguardiente, se quitó el sombrero y lo colocó sobre sus piernas. Se incorporó hacia adelante:

―¿Sabéis?, me gustan los valientes, por ello voy a deciros todo cuanto sé: Hace algún tiempo, un buen amigo vino a verme. Venía de Sevilla, dirección Portugal. Cada vez que pasa por esta ciudad, descansa un par de días aquí en mi casa. Nos disponíamos a cenar cuando me dijo: «Osuna, he de contarte algo». Son muchas las historias que hemos compartido uno con el otro, pero por su voz, pude percibir que aquella era distinta. «Tú dirás, Anselmo», le dije.

Los muchachos permanecían en silencio. A David le sudaban incluso las manos, Kiyo era más tranquilo y disimulaba aquella ansiedad de mejor manera.

―Fue entonces cuando Anselmo, me reveló algo que había cobrado mucha fuerza a orillas del Guadalquivir:

«Cuentan que hace unos mil años, un príncipe musulmán de la dinastía Omeya, al que llamaban Abd al Rahmán I, llegó por el mar a la ciudad de Cádiz con un gran ejército, estableciendo una dinastía que gobernó al-Ándalus durante tres centurias. Fueron muchos los tesoros y reinos conquistados durante su legado de los cuales se tiene conocimiento. Pero de este, nadie había oído hablar jamás…»

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