La Comedia de Dante

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De Caronte a Minos

Allí resonaban lamentos, gritos y blasfemias terribles; después, unos profundos gemidos, como si, después de tanto lamentarse, se resignaran a sucumbir al dolor. Reinaba una atmósfera oscura, grave y maloliente. Cuando la vista se me acostumbró a la negrura, comencé a distinguir lo que había allí..., y lo que vi me dejó sin respiración. Nunca pensé que encontraría tanta gente.

—Maestro —le pregunté a Virgilio—. ¿Quiénes son?

—Los cobardes, los espíritus de los que en vida jamás aceptaron compromisos ni responsabilidades porque anteponían sus intereses personales.

—Los que van a lo suyo, entonces. ¿Pero qué pecado han cometido?

Virgilio sacudió la cabeza.

—No han cometido ningún pecado, pero pasaron por la vida sin pena ni gloria. Por eso llevan meses aquí, en el Anteinfierno: ni reciben la misericordia de Dios para perdonarlos, ni la condena del demonio...

No tienen estos de muerte esperanza,

y su vida obcecada es tan rastrera,

que envidiosos están de cualquier suerte.

Ya no tiene memoria el mundo de ellos,

compasión y justicia les desdeña;

de ellos no hablemos, sino mira y pasa.

Pues sí, Virgilio tenía razón: como aquellos condenados no esperaban morir, envidiaban a los que habían recibido penas más duras que ellos. Aunque no merecían mucha atención, les eché un vistazo y me fijé en que corrían detrás de un extraño estandarte.

De primeras me resultó curioso que justo ellos, que nunca habían querido identificarse con ningún grupo ni con ninguna bandera, ahora se desvivieran por perseguir un símbolo, pero enseguida me di cuenta de que la tarea era más complicada de lo que parecía, porque les ocurría algo muy repugnante que les dificultaba correr: aquellos espíritus iban completamente desnudos y una nube de avispas, tábanos y moscas los aguijoneaban por la cara y el cuerpo. Los pobrecillos intentaban apartar y aplastar los insectos con las manos, pero no lograban quitárselos de encima. De las picaduras brotaban ríos de sangre que se mezclaban con las lágrimas y el sudor y les caían hasta los pies... Uf, se me está revolviendo el estómago solo de recordarlo. ¡Encima había unos gusanos asquerosos, negros, blancos y amarillentos, que les mordían los pies para succionar la sangre o se abalanzaban sobre las gotas que caían al suelo!

Preferí mirar hacia otro lado, y entonces vi a un montón de gente a la orilla de un río.

—¿Quiénes son esos? —pregunté.

—No te preocupes. Pase lo que pase, tranquilízate y confía en mí. Este es el río Aqueronte y, si prestas atención, comprenderás al instante lo que sucede.

Vamos, en resumen: que dejara de hacer preguntas y me fijara bien. Pensé que Virgilio se estaba cansando de mis preguntas y de dar explicaciones, pero no podía evitarlo. ¡La curiosidad siempre ha sido una de mis debilidades!

Nos acercamos a la orilla del río.

Y he aquí que viene en bote hacia nosotros

un viejo cano de cabello antiguo,

gritando: «¡Ay de vosotras, almas pravas!

No esperéis nunca contemplar el cielo;

vengo a llevaros hasta la otra orilla,

a la eterna tiniebla, al hielo, al fuego».

Y entonces, de repente, apareció una barca que surcaba aquellas aguas cenagosas. Un anciano con barba, cabellos largos y canosos y manchas de hollín incrustadas comenzó a gritar mientras agitaba amenazadoramente uno de los remos.

—¡Ay de vosotras, almas malvadas! ¿A qué viene tanta prisa por cruzar el río? ¿Qué pensáis, que veréis el Paraíso? Vengo para llevaros al Infierno, donde permaneceréis toda la eternidad sumidos en la oscuridad eterna, en el hielo y el fuego.

«Pase lo que pase, tranquilízate», me dijo Virgilio, así que le hice caso. Miré hacia otro lado con indiferencia, como si aquello no tuviera nada que ver conmigo, pero el anciano me miró perplejo y gritó aún más fuerte:

—¿¡Tú!? ¿Qué haces tú aquí? ¡Largo! ¡Estás vivo y no debes mezclarte con los muertos!

Me puse a mirar la punta de mis zapatos y a silbar una alegre tonada florentina, pero el anciano insistía:

—¿Te haces el sordo o qué? ¡Te he dicho que te apartes!

Yo me rasqué la oreja, fingí distracción y miré hacia arriba.

—Conque no me escuchas, ¿eh? —insistió—. Pues ya te puedes buscar otra barca para cruzar el río, porque aquí solo se montan los condenados. ¡Apártate y deja que salgan o te doy con el remo en la cabeza!

Ya iba a frotarme también la nariz cuando empecé a sospechar que quizá Virgilio se había despistado y por eso tardaba en intervenir. Si seguía dando vueltas y más vueltas, el anciano me iba a terminar dando con el remo en la cabeza. ¿Y después qué? Como si lo viera. Virgilio me diría: «¡Venga, vámonos! Hazle caso si no quieres que te abra la cabeza con el remo».

Así que decidí obedecer y apartarme, pero en ese momento Virgilio me detuvo, se giró hacia el anciano y gritó, decidido:

¡Caronte, no te irrites!

Así se quiere allí donde se puede

lo que se quiere, ¡y más no me preguntes!

Me alegró tanto que Virgilio hablara por fin que me entraron ganas de gritarle: «¡Bravo, maestro! ¡Le has dejado las cosas bien claritas!», pero al final me callé para no provocar malentendidos. Además, mi maestro había vuelto a hablar en rima, pero esta vez no le tiré de la túnica. Seguro que se había emocionado tanto que se había vuelto a expresar de su forma preferida.

Yo empezaba ya a atar cabos. Aquel viejo demoníaco se llamaba Caronte, y Virgilio le había dicho que mi viaje era voluntad del que todo lo puede; es decir, del Cielo, de Dios. ¡Así que él, que no era más que un demonio, tenía que quedarse calladito y hacer caso!

Efectivamente, Caronte no replicó y acató la orden, pero se había enfadado tanto que empezó a torturar a las pobres almas para pagarlo con ellas. ¡Golpeaba a los que se demoraban y daba patadas e insultaba a los que se adelantaban a los demás! Los condenados temblaban de miedo, lloraban, gritaban que ojalá no hubieran nacido. Caronte los transportaba a través del río cenagoso y, antes de que la barca (que iba sobrecargada) llegara al otro lado, ya había un nuevo grupo esperando.

—Vienen de todos los rincones del mundo —me explicó Virgilio—. Europa, Asia, África, América...

—¿Qué es América, maestro?

A Virgilio le cambió la cara. Primero se puso pálido, y luego verdoso. ¿Qué le pasaba?

—Oye, Dante —explicó por fin—. Me he distraído y me he metido en un buen lío: te he revelado la existencia de un continente que aún no se ha descubierto y...

—¡¿Un continente?! —exclamé. ¡Qué maravilla!

—Sí, un continente. ¡Lo llamarán América!

—¿Y cómo puedes saber eso, maestro? —pregunté, estupefacto.

—¡Porque los muertos podemos ver el futuro!

—¡Anda!

—Pero prométeme algo, por favor: ¡cuando regreses a la Tierra, ni una palabra de lo que te he dicho! Como a alguien le dé por descubrir América antes de tiempo, se puede formar una buena.

—¡Entendido! No te preocupes, maestro, te lo prometo. ¡Habla con libertad, no le contaré a nadie lo que me reveles del futuro!

Lo decía con el corazón en la mano. Además, ni siquiera me creía del todo lo que había dicho sobre América, así que... ¿qué más daba? Seguro que se refería a alguna isla perdida y despoblada en mitad del océano cuyo descubrimiento no tendría ninguna relevancia para el mundo.

Virgilio, que además de ver el futuro me leía la mente, me creyó y retomó su discurso.

—Los espíritus provienen de todos los continentes del mundo. Son las ánimas negras, el color de los que, en vida, cometieron pecados graves y terribles. Si Caronte te ha dicho que te largaras... ¡entonces ya sabes que tu alma no es negra!

En cuanto terminó de hablar, me pareció que había llegado el fin del mundo: la tierra tembló, se levantó un viento huracanado y un relámpago cegador iluminó por completo aquella atmósfera oscura. Primero sentí un escalofrío, después una especie de remolino en la cabeza. Las piernas, que de repente me temblaban como un flan, me fallaron, y entonces perdí el conocimiento.

***

Desperté al escuchar un trueno tan violento que me estremecí de pies a cabeza. Aunque prefería seguir durmiendo, me levanté y miré a mi alrededor. Ya no estaba en la orilla del río Aqueronte. ¿Dónde había aparecido? ¿Cómo había llegado hasta allí?

Jamás hallé respuesta para la segunda pregunta, pero en cuanto a la primera, constaté que me hallaba al borde del abismo; es decir: del Infierno tal y como lo conocemos. Me sorprendió ver que allí los espíritus no se lamentaban ni eran castigados, sino que vagaban sin ningún objetivo concreto, sin molestar a nadie y sin que los atormentaran. Hasta parecían aburridos.

Virgilio, que, por supuesto, me había leído la mente, me explicó:

—Estamos en el primer círculo del Infierno, en el Limbo. Aquí habitan los espíritus de aquellos que no pecaron, pero a los que nunca bautizaron porque vivieron antes de Jesucristo, o bien porque son bebés y murieron antes de recibir el bautismo. Como te he dicho, ellos no han cometido ningún pecado; su único sufrimiento es no poder ver a Dios.

En el Limbo vimos a personajes conocidos, como el gran poeta Homero, y también a poetas latinos, como Ovidio, Horacio o Lucano, pero lo que más me sorprendió fue un hermoso e iluminado castillo, el único rincón del Infierno en el que brillaba la luz, donde residían los grandes héroes y filósofos de la Antigüedad. Allí, en el Limbo, casi olvidé que me hallaba en el Infierno, donde se infligían tormentos inimaginables.

 

—Vamos —me apremió Virgilio—. Nos queda un largo viaje por recorrer. Ahora vamos a descender al resto de los círculos, que cada vez se irán estrechando más. ¡Verás que el Infierno es tan profundo que termina en el centro de la Tierra!

Así, descendimos un nivel y nos adentramos en el segundo círculo. No había puesto ni un pie allí cuando me topé con el demonio Minos, un monstruo horrible con cabeza de toro y cuerpo de humano, pezuñas en lugar de pies y una cola de vaca larguísima. Frente a él, los espíritus de los condenados formaban una fila y esperaban su turno para confesar todos sus pecados.

Era como una especie de examen: Minos llevaba a cabo un interrogatorio, y los condenados debían responder y enumerar sus pecados con orden y precisión. El demonio, para dárselas de profesor serio y estricto, gruñía de rabia y se dirigía así a los condenados:

—¡Venga, empieza! Y no te trabes...

Cuanto peores eran los pecados que confesaban, más se alegraba Minos; de hecho, mostraba una profunda antipatía hacia los que se limitaban a pecados más leves.

—He robado, he estafado, he engañado... —comenzó uno de los condenados. Y entonces se explayó, detalló todos los robos y todas las estafas, y las exaltaba como si se trataran de hazañas heroicas.

—¡Magnífico! ¡Qué bien! —exclamó Minos. Después, hizo alguna que otra pregunta más y finalmente concluyó—: Como premio, te mando de patitas al octavo círculo, donde habitan los ladrones.

El diablillo se puso más contento que unas castañuelas, dio ocho vueltas a la cola y, de buenas a primeras, arrojó al espíritu, que gritaba de puro terror, por el abismo.

—¡Siguiente!

Ahora le tocaba a un hombrecillo huesudo.

—He sido un avaro terrible. En mi casa se comía poco y mal para ahorrar, y dormíamos con sábanas remendadas con parches. Todos los miembros de mi familia eran tan delgados que los obesos de la ciudad se morían de envidia. Yo, sin embargo, me morí de pena al descubrir que mi hijo pequeño estaba despilfarrando mi dinero. Espero no volver a ver a ese desgraciado nunca más...

—¡Ya te digo yo que sí! Los avaros y los pródigos conviven en el cuarto círculo del Infierno.

Sin mediar más palabra, Minos se enrolló la cola cuatro veces y, al igual que con el anterior, lo arrojó al abismo, al cuarto círculo.

—¡Siguiente!

Cuando me tocó a mí, Minos me miró fijamente, sacudió la enorme y cornuda cabeza y bramó:

—¿¡Qué!? ¿¡Sigues vivo!? ¿Qué haces tú aquí? El Infierno tiene forma de embudo y, como ahora ves la parte más ancha, te impresiona, pero te lo advierto: cuanto más desciendas, más se estrechará y más empeorarán los castigos. No sé si has venido solo o si te han enviado, pero te doy un consejo: ¡vigila cómo entras y de quién te fías!

Y Virgilio, para evitar más discusiones, le replicó:

¿Por qué le gritas tanto?

No le entorpezcas su fatal camino;

así se quiso allí donde se puede

lo que se quiere, y más no me preguntes.

Francesca de Rímini

—Maestro...

—Dime.

—Me gustaría...

—¿Por qué no hablas claro?

—Maestro... Es que verás, el hecho de que me puedas leer la mente me bloquea de vez en cuando...

—¿Por qué?

—Porque... ¿de qué sirve hablar entonces si me lees la mente y te antepones a lo que voy a decir?

—Entiendo tu postura, pero no por ello debes dejar de hablar. Es importante que te expreses.

—También me ocurre algo más: de vez en cuando, se me pasan por la cabeza ideas que pienso que no te gustarán y entonces no sé qué hacer, porque si las digo, temo ofenderte, y si me las callo, lo mismo me consideras un hipócrita...

Habíamos llegado al segundo círculo del Infierno, donde cumplían condena los lujuriosos; es decir, los que caían en las pasiones del amor. Aquí, se condena a dichos espíritus, que en vida perdieron la razón y se dejaron llevar por todo tipo de sentimientos profundos, a que los azote continuamente una terrible tempestad infernal. Los contemplé: salían volando por los aires como bandadas de pájaros arrastradas por el viento, y cuando el torbellino los envolvía, gritaban más fuerte y maldecían del dolor. El ambiente del Infierno era oscuro y recargado, y también el horizonte se veía negro, como cuando un temporal arrasa la Tierra. Aun así, en el aire que nos rodeaba me parecía ver una especie de velo rosa que daba un toque de dulzura y ligereza al paisaje.

—Perdóname, maestro. ¡Estoy confuso y digo tonterías!

—¡No te preocupes, no hay nada que perdonar! Y no dudes en expresar tus deseos. Entiendo que quieras ser educado, pero te aseguro que mi intención es ayudarte todo lo posible.

Tenía un estado de ánimo muy particular, sentí que el afecto enardecía mi espíritu hasta tal punto que me preocupaba. Virgilio me infundía respeto, pero no tenía ninguna necesidad de mostrarme especialmente cariñoso con él. Me percaté de que él también estaba un poco sensible, porque a ambos nos costaba hablar y nos comunicábamos más con miradas y gestos que con palabras. Al final, me armé de valor y me dirigí a él:

—Maestro, me gustaría pedirte algo...

—¡Habla, Dante! Te ayudaré con mucho gusto.

—Me encantaría hablar con esos dos espíritus que se abrazan con tanta fuerza por más que el viento los zarandee como a los demás...

Virgilio miró hacia la fila de los espíritus y los reconoció al instante.

—Eso está hecho. Cuando el viento los acerque más a nosotros, llámalos y ruégales, en nombre del amor que los mantiene unidos, que te revelen el misterio de su dulce abrazo.

En cuanto los espíritus se nos aproximaron un poco más, me dirigí a ellos:

—¡Oh, almas atormentadas, que tenéis la fuerza de permanecer unidas también en el dolor! Nos alegraría mucho, si nada os lo impide, que hablarais con nosotros.

Entonces rompieron la fila, se dirigieron hacia nosotros volando por el aire como dos palomas movidas por sus deseos y pude verlos mejor. Ella era bellísima, y su rostro, si bien debilitado por la tormenta, resplandecía de vitalidad; sin duda, se trataba del hermoso rostro de una mujer capaz de albergar deseos y emociones intensas. Él también era un hombre apuesto y de aspecto noble.

De repente, el viento disminuyó su intensidad y la tormenta se aplacó. Todo parecía en calma, como si se tratara de una mañana primaveral dulce y serena.

—Debes ser una persona muy buena —me dijo la mujer—, si te has parado a hablar con nosotros, que con nuestra sangre teñimos el mundo. Y también muy compasivo si sientes piedad por nuestro destino. Si me fuera posible, rezaría a Dios por tu bienestar. Vamos a aprovechar este momento tan insólito en el que el viento ha calmado su furia.

Se le iluminó el rostro con una sonrisa. Tomó aire y continuó:

—La tierra en la que nací se sitúa en la costa donde el río Po descansa tras atravesar buena parte de Italia.

Ya me estaba acostumbrando a aquella forma de hablar: en el Infierno, nadie se presentaba con su nombre y apellidos, sino que planteaba un acertijo. De todos modos, no tuvo que decir mucho más, porque la reconocí al momento: era la famosa Francesca de Rímini, un personaje célebre porque todas las crónicas de la época se hicieron eco de su historia de amor. Era hija de Guido da Polenta, un noble de Rávena que la obligó a casarse con Gianciotto Malatesta, un hombre deforme, pero rico y señor de Rímini. Aquel matrimonio concertado terminó en tragedia. Francesca confirmó con dulces palabras lo que ya sabía:

—Mi familia me obligó a casarme con un hombre al que no amaba. Era la costumbre entre las familias poderosas de la época y a mí no me quedó más remedio que obedecer y acatar mi triste destino. Me casé con Gianciotto Malatesta contra mi voluntad, pero te aseguro que sin odio ni rencor, pues él también era víctima de las decisiones de otros. Siempre respeté a mi marido, viví a su lado durante muchos años y le guardé fidelidad. Pero...

A Francesca se le quebró la voz y bajó la cabeza. Comprendí que le había sucedido algo de lo que temía hablar y que había supuesto un cambio profundo en su vida. Sin embargo, sus ojos, que por un instante rehuyeron pudorosamente los míos, le brillaron de alegría al recordarlo.

—Oh, Francesca —le dije—. Habla sin temor. ¡El que te escucha sabe cómo debió ser tu vida y podrá entenderte!

—Entonces... así lo haré —continuó la mujer con gran valor y decisión—. Este hombre que ves a mi lado, Paolo, se enamoró de mí. Yo estaba casada y sabía que, como esposa, mi deber era rechazar todo cortejo, pero no pretendo divagar sobre justicias e injusticias, sino plantearos la siguiente pregunta: ¿os habríais podido negar? Yo jamás había amado a mi marido, y él a mí tampoco. Nunca había conocido el amor verdadero, y el que Paolo me prodigaba no era como los demás, sino tan intenso que solo un alma noble como la suya podía sentirlo así. Cuando se enamoró de mí, Paolo se transformó. Le brillaban los ojos; su rostro reflejaba una felicidad absoluta; su boca lucía la sonrisa más tierna del mundo y su delicado cuerpo se veía atraído hacia el mío por una fuerza misteriosa. ¿Qué iba a hacer yo? ¿Cómo no iba a corresponder a quien me amaba de esa forma? El amor se rige por una ley: ¡si te quieren de verdad, hay que corresponder ese amor! Sus sentimientos me abrumaban, sentía hacia él un deseo que me desbordaba. No quería separarme de él en ningún momento, y como ves, incluso ahora nos mantenemos unidos... ¡Y así será durante toda la eternidad!

Sus palabras calaron en mí como un golpe de viento. Francesca había hablado con recato, pero también con tenacidad. Yo sabía quién era Paolo, su amado; se trataba, ni más ni menos, que del hermano de Gianciotto, el marido de Francesca. Y también sabía cómo terminó aquel amor tan grande: Gianciotto los sorprendió y los asesinó.

Recordaba que, en aquella época, todo el mundo le dio la razón a Gianciotto y condenó a Paolo y a Francesca, pues los tacharon de traidores. Me sentía profundamente apenado y conmovido porque ni siquiera tuve el valor de defenderlos. Agaché la cabeza.

—¿En qué piensas? —me preguntó Virgilio.

Madre mía, qué atento era el maestro. Sabía perfectamente lo que pensaba, pero quería que lo dijera en voz alta para complacer a los dos amantes.

—En cuán dulces pensamientos y sentimientos tan profundos llevaron a Paolo y a Francesca a dar ese paso.

—Un paso —contestó Francesca— que primero me abrió las puertas a la felicidad más absoluta y luego me condenó a la muerte. Lo que más me duele es la violencia con la que despojaron a Paolo de su vida, pero yo estaré junto al hombre al que amo durante toda la eternidad y, en cambio, quien nos arrebató la vida y la intensidad de nuestro amor dará con sus huesos en el círculo más profundo del Infierno, donde se hallan los traidores a sus parientes.

Me parecía justo. Gianciotto había matado a su mujer y a su hermano y no podía huir de la justicia de Dios.

—Francesca —le dije—. Tu historia me conmueve y me llena de tristeza y compasión, pero, sin ánimo de resultar indiscreto: ¿podrías decirme cómo nacieron los primeros deseos en vuestra alma? ¿Los que al principio parecen tan ligeros que uno se confía y cree poder controlarlos y rechazarlos?

—¡Pobre de mí! —lloró la mujer—. ¡Qué dolor más grande al recordar tiempos tan dichosos! Pero, como has mostrado tanta sensibilidad y respeto hacia nuestros sentimientos, y dado que quieres conocer el origen de nuestro amor, te lo contaré todo, ¡aunque me tendrás que perdonar por mis lágrimas!

Se hizo un gran silencio a nuestro alrededor. El ulular del viento, el bramido de la lluvia, el alarido de la tormenta, el rugido del trueno y los lamentos de los condenados se habían alejado definitivamente, y hasta me pareció (tenía que ser un espejismo) que el horizonte, antes sombrío y lúgubre, se había teñido de pinceladas rosas.

—Paolo y yo —prosiguió Francesca con orgullo— disfrutamos durante muchos años de una amistad profunda, con sentimientos puros. Él vivía en la corte de mi marido, por lo que nos veíamos muy a menudo. Paseamos juntos innumerables veces, y mantuvimos otras tantas gratas conversaciones.

Leíamos un día por deleite,

cómo hería el amor a Lanzarote;

solos los dos y sin recelo alguno.

Muchas veces los ojos suspendieron

la lectura, y el rostro emblanquecía,

pero tan solo nos venció un pasaje.

 

Al leer que la risa deseada

era besada por tan gran amante,

este, que de mí nunca ha de apartarse,

la boca me besó, todo él temblando.

Galeotto fue el libro y quien lo hizo;

no seguimos leyendo ya ese día.

Un día, comenzamos a leer una novela en la que se narraban las hazañas de Lancelot, el noble caballero que se enamoró de Ginebra, la mujer del rey Arturo. La leíamos juntos cada día, de capítulo en capítulo, por puro placer y con gran serenidad, sin sospechar lo que estaba a punto de ocurrirnos. En ningún momento hablábamos de nosotros, pero, mecidos por las palabras, cada vez nos metíamos más en la historia. Parecía transportarnos a un mundo donde todo era bello y posible, libre de convenciones inútiles. Lancelot y Ginebra se amaban y el rey Arturo estaba lejos, solo pensaba en la guerra contra los infieles... Cuanto más nos adentrábamos en aquel mundo de fantasía, más vida, valor e importancia cobraban nuestros sueños de la infancia, olvidados y arrinconados hasta aquel momento. Sin embargo, en cuanto abandonábamos aquel reducto de la imaginación, regresábamos a la realidad: apartábamos la vista de las páginas varias veces y nos mirábamos a los ojos, empalidecíamos de emoción y nos sobresaltábamos con facilidad. Llegó un momento en el que no discerníamos entre los sucesos ficticios y la realidad.

Un día, leímos la parte en la que se describía la alegría que sintió Lancelot cuando besó por primera vez la hermosa sonrisa de Ginebra, y simplemente fluyó, nos resultó de lo más natural. Lancelot y Ginebra bien podrían llamarse Paolo y Francesca. Sentí cómo su cuerpo se estremeció, y así, entre temblores, me besó en los labios...

Francesca se detuvo un instante.

—Un personaje llamado Galeotto favoreció el romance entre Lancelot y Ginebra. Para nosotros, nuestro Galeotto fue la novela. Desde aquel día, no leímos otras páginas: nosotros éramos los protagonistas de nuestra propia historia. Aquel sueño nos unió y ninguna realidad podría separarnos.

Mientras Francesca hablaba, Paolo lloraba con tanto sentimiento que, de la inmensa compasión que sentí, noté que me faltaba la respiración y caí al suelo desfallecido como un muerto.

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