Divina Comedia

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Canto XI: Sexto Círculo - Los Herejes

Por el extremo de un alto promontorio, que en círculo formaban desgajadas peñas, llegamos a un gentío aún más atormentado; y allí, por el exceso tan horrible de la peste que sale del abismo, al abrigo detrás nos colocamos de un gran sepulcro, donde vi un escrito «Aquí el papa Anastasio está encerrado que Fotino apartó del buen camino55». «Conviene que bajemos lentamente, para que nuestro olfato se acostumbre al fétido aliento; y después no moleste». Así el Maestro, y yo: «Compensación —le dije— encuentra, pues que el tiempo en balde no pase». Y él: «Ya ves que en eso pienso. Dentro, hijo mío, de estos pedregales —después empezó a decir— tres son los círculos que van bajando, como los que has visto.


Todos llenos están de condenados, pero porque es suficiente que los mires, oye cómo y por qué se les encierra: Toda maldad, que el odio causa al cielo, tiene por fin la injuria, y ese fin, o con fuerza o con fraude a otros contrista; mas siendo el fraude un vicio solo humano, más lo odia Dios, por ello son al fondo los fraudulentos aún más atormentados.

De los violentos es el primer círculo; mas como se hace fuerza a tres personas, en tres recintos está dividido; a Dios, y a sí, y al prójimo se puede forzar; digo a ellos mismos y a sus cosas, como ya claramente he de explicarte. Muerte por fuerza y dolientes heridas al prójimo se infieren, y a sus bienes ruinas, incendios y perjudiciales robos; y así a homicidas y a los que mal hieren, ladrones e incendiarios, atormenta el recinto primero en varios grupos.

Puede el ser humano tener violenta mano contra él mismo y sus cosas; y es preciso que en el segundo recinto lo purgue el que se priva a sí de vuestro mundo, juega y derrocha aquello que posee, y llora allí donde debió estar contento.

Puede cometer violencia contra la divinidad, blasfemando, negándola en su alma, despreciando el amor de la naturaleza; y el recinto menor lleva la marca del signo de Cahors56 y de Sodoma, y del que habla de Dios con menosprecio.

El fraude, que cualquier conciencia muerde, se puede hacer a quien de uno se fía, o a aquel que la confianza no ha mostrado. Se diría que de esta forma matan el vínculo de amor que hace la naturaleza; y en el segundo círculo se esconden hipocresía, adulación, quien hace falsedad, latrocinio y simonía, rufianes, barateros y otros tales que se han manchado con tales vicios.

De la otra forma aquel amor se olvida de la naturaleza, y lo que crea, de donde se genera la confianza; y al Círculo menor, donde está el centro del universo, donde asienta Dite, el que traiciona por siempre es llevado».

Y yo le dije: «Maestro, muy clara procede tu razón, y bastante bien clasifican este lugar y el pueblo que lo ocupa: pero ahora dime: aquellos de la ciénaga, que lleva el viento, y que azota la lluvia, y que chocan con voces tan amargas, ¿por qué no dentro de la ciudad roja son castigados, si a Dios enojaron? y si no, ¿por qué están en tal suplicio?». Y entonces él: «¿Por qué se extravía tanto —dijo— tu ingenio de lo que acostumbra?, ¿o es que tu mente mira hacia otra parte? ¿Ya no te acuerdas de aquellas palabras que reflejan en tu Ética57 las tres inclinaciones que no quiere el cielo, incontinencia, malicia y la insensata bestialidad? ¿Y cómo incontinencia menos ofende y menos se castiga? Y si miras atento esta sentencia, y a la mente preguntas quiénes son esos que allí fuera reciben su castigo, comprenderás por qué de estos villanos están aparte, y a menos crudeza la divina venganza les somete».

«Oh Sol que curas la vista turbada, tú me contentas tanto resolviendo, que no solo el saber, dudar me gusta.

Un poco más atrás vuélvete ahora —le dije—, allí donde que usura ofende a Dios dijiste, y quítame la dificultad».

«A quien la entiende, la Filosofía hace notar, no solo en un pasaje cómo naturaleza su carrera toma del divino intelecto y de su arte; y si tu Física miras con atención, encontrarás, sin mucho que lo busques, que el arte vuestro a aquella, cuanto pueda, sigue como al maestro su discípulo, tal que vuestro arte es como de Dios nieto.

Con estos dos principios, si recuerdas el comienzo del Génesis, debemos ganarnos el sustento con trabajo. Y al seguir el avaro otro camino, por este, a la naturaleza y a sus frutos, desprecia, y pone en lo otro su esperanza.

Mas sígueme, porque avanzar me place; que Piscis ya remonta el horizonte y todo el Carro58 yace sobre el Coro59, y el barranco a otro sitio se despeña».

Canto XII:

Séptimo Círculo - Primer Recinto

Era el pasaje por el que descendimos alpestre y, por aquel que lo habitaba, cualquier mirada lo hubiera esquivado. Como son esas ruinas que al costado de acá de Trento azota el río Adigio, por terremoto o sin tener cimientos, que de lo alto del monte, del que bajan al llano, tan hendida está la roca que ningún paso ofrece a quien la sube; de aquel barranco igual era el descenso; y allí en el borde de la abierta sima, el oprobio de Creta estaba echado que concebido fue en la falsa vaca60; cuando nos vio, a sí mismo se mordía, como los que están dominados por la ira.


Mi sabio guía entonces le gritó: «Por suerte piensas que viene aquí el duque de Atenas61, que allí en el mundo la muerte te trajo? Aparta, bestia, porque este no viene siguiendo los consejos de tu hermana, sino por contemplar vuestros pesares». Y como el toro se desata cuando ha recibido ya el golpe de muerte, y huir no puede, pero de aquí a allí salta, así yo vi que hacía el Minotauro; y aquel prudente gritó: «Corre al paso; bueno es que bajes mientras se enfurece».

Descendimos así por el derrumbe de las piedras, que a veces se movían bajo mis pies con esta nueva carga.

Mi guía iba pensando y me dijo: «Tú piensas tal vez en esta ruina, que vigila la ira bestial que ahora he burlado.

Has de saber que la otra vez que descendí a lo profundo del Infierno, esta roca no estaba todavía desgarrada; pero sí un poco antes, si bien juzgo, de que viniese Aquel que la gran presa quitó a Dite62 del círculo primero, tembló el hediondo valle de tal modo que pensé que sintiese el universo amor, por el que alguno cree que el mundo muchas veces en caos vuelve a trocarse; y fue entonces cuando esta vieja roca se partió por aquí y por otros lados.

Pero mira el valle, pues que se aproxima aquel río sangriento63, en el cual hierve aquel que con violencia al otro hiere».

¡Oh tú, ciega codicia, oh loca furia, que así nos mueves en la breve vida, y tan mal en la eterna nos sumerges! Vi una amplia fosa que torcía en arco, y que abrazaba toda la llanura, según lo que mi guía había dicho.


Y por su pie corrían los centauros, en hilera y armados de saetas, como cazar solían en el mundo. Viéndonos descender, se detuvieron, y de la fila tres se separaron con los arcos y flechas preparadas. Y uno gritó de lejos: «¿A qué castigo venís vosotros bajando la cuesta? Decidlo desde allí, o si no disparo». «La respuesta —le dijo mi maestro— daremos a Quirón cuando esté cerca: tu voluntad fue siempre impetuosa». Después me tocó, y dijo: «Aquel es Neso64, que murió por la bella Deyanira, contra sí mismo tomó la venganza. Y aquel del medio que al pecho se mira, el gran Quirón, que fue el ayo de Aquiles; y el otro es Folo, el que habló tan airado, hijo de Sileno.

Van a millares rodeando el foso, asaetando a aquellas almas que abandonan la sangre, más que su culpa permite». Nos acercamos a los raudos monstruos: Quirón cogió una flecha, y con la punta, de la mejilla retiró la barba. Cuando hubo descubierto la gran boca, dijo a sus compañeros; «¿No os dais cuenta que el de detrás remueve lo que pisa? No lo suelen hacer los pies que han muerto».


Y mi buen guía, llegándole al pecho, donde sus dos naturalezas se entremezclan, le contestó: «Está bien vivo, y a él tan solo debo enseñarle el tenebroso valle: necesidad le trae, no complacencia.

Alguien cesó de cantar Aleluya, y esta nueva tarea me ha encargado: él no es ladrón ni yo alma condenada. Pero por esta virtud por la cual muevo los pasos por senda tan agreste, danos alguno que nos acompañe, que nos indique por dónde se vadea, y que a este lleve encima de su grupa, pues no es alma que pueda ir por el aire».

Quirón se volvió atrás a la derecha, y dijo a Neso: «Vuelve y dales guía, y hazles pasar si otro grupo se encuentran». Y nos marchamos con tan fiel escolta por la ribera del bullir rojizo, donde mucho gritaban los que hervían.

Gente vi sumergida hasta las cejas, y el gran centauro dijo: «Son tiranos que vivieron de sangre y de rapiña: lloran aquí sus daños despiadados; está Alejandro, y el feroz Dionisio que a Sicilia causó tantos años de dolor.

Y aquella frente de tan negro pelo, es Azolino65; y aquel otro rubio, es Opizzo de Este66, que de veras fue asesinado por su hijastro allá en el mundo».

Me volví hacia el poeta y él me dijo: «Ahora este es el primero, y yo el segundo». Al poco rato se fijó el Centauro en unas gentes, que hasta el cuello parecían, salir del hervidero.

Nos dijo de una sombra ya apartada: «En la casa de Dios aquel hirió el corazón que al Támesis chorrea67». Luego vi gente que sacaba fuera del río la cabeza, y hasta el pecho; y yo reconocí a bastantes de ellos.

 

De este modo iba descendiendo poco a poco aquella sangre que los pies cocía, y por allí pasamos aquel foso.

«Así como tú ves que de esta parte, el hervidero siempre va descendiendo, —dijo el centauro— quiero que conozcas que por la otra más y más aumenta su fondo, hasta que al fin llega hasta el sitio en donde se lamentan los tiranos. La divina justicia aquí castiga a aquel Atila azote de la tierra y a Pirro y Sexto; y para siempre derraman las lágrimas, que arrancan los hervores, a Rinier de Corneto, a Rinier Pazzo68 que en los caminos tanta guerra hicieron». Se volvió luego y salvó aquel vado.

Canto XIII:

Séptimo Círculo - Segundo Recinto

Neso no había aún regresado al otro lado, cuando entramos nosotros por un bosque al que ningún sendero señalaba. No era verde su fronda, sino oscura; ni sus ramas derechas, sino torcidas; sin frutas, mas con púas venenosas. Tan tupidos, tan ásperos matojos no conocen las fieras que aborrecen entre Corneto y Cecina69 los campos. Hacen allí su nido las arpías70, que de Estrófane echaron al Troyano con anuncio de futuros males.


Alas muy grandes, cuello y rostro humanos y garras tienen, y el vientre con plumas; en árboles extraños se lamentan.

Mi buen Maestro comenzó a decirme: «Antes de adentrarte, sabrás que este recinto es el segundo y estarás hasta que puedas ver el horrible arenal; pero mira atentamente; así verás cosas que si te digo no creerías». Yo escuchaba por todas partes ayes, y no veía a nadie que los diese, por lo que me detuve muy temeroso.


Yo creí que él creyó que yo creía que tanta voz salía del follaje, de gente que a nosotros se ocultaba. Y por ello me dijo: «Si tronchases cualquier manojo de una de estas plantas, tus pensamientos también romperías». Entonces extendí un poco la mano, y corté una ramita a un gran endrino; y su tronco exclamó: «¿Por qué me hieres? Y haciéndose después de sangre oscuro volvió a decir: «¿Por qué así me desgarras? ¿Es que no tienes sentimiento alguno de piedad? Hombres fuimos, y ahora matorrales; más piadosa debiera ser tu mano, aunque fuéramos almas de serpientes». Como una astilla verde que encendida por un lado, gotea por el otro, y chirría el vapor que sale de ella, así del roto esqueje salen juntas sangre y palabras: y dejé la rama caer y me quedé acobardado.

«Si él hubiese creído de antemano —le respondió mi guía—, ánima herida, aquello que en mis rimas ha leído, no hubiera puesto sobre ti la mano: pero me ha llevado la increíble cosa a inducirle a hacer algo que me pesa: mas dile quién has sido, y de este modo alguna compensación renueve tu fama allí en el mundo, al que regresar él puede». Y el tronco: «Son tan dulces tus lisonjas que no puedo callar; y no os moleste si en hablaros un poco me entretengo: Yo soy aquel que tuvo las dos llaves que el corazón de Federico abrían y cerraban, de forma tan suave, que a casi todos les negó el secreto; tanta fidelidad puse en servirle que mis noches y días perdí en ello71.

La meretriz72 que jamás del palacio del César quita la mirada impúdica, peste común y vicio de las cortes, inflamó a todos en mi contra; y tanto encendieron a Augusto esos incendios que el gozo y el honor se trocó en lutos; mi ánimo, al sentirse despreciado, creyendo con morir huir del desprecio, culpable me hizo contra mí inocente.

Por las raras raíces de este leño, os juro que jamás rompí la fe a mi señor, que fue tan digno de toda honra. Y si uno de los dos regresa al mundo, rehabilite mi memoria que se duele aún de ese golpe que asesta la envidia».

Aguardó un poco, y después: «Ya que se calla, no pierdas tiempo —me dijo el poeta— habla y pregúntale si más deseas». contesté: «Pregúntale tú entonces lo que tú pienses que pueda gustarme; pues, con tanta aflicción, yo no podría». Y así volvió a empezar: «Para que te haga de buena gana aquello que pediste, encarcelado espíritu, dígnate decirnos cómo el alma se encadena en estos troncos; dinos, si es que puedes, si alguna se despega de estos miembros». Suspiró entonces el tronco fuertemente trocándose aquel viento en estas palabras: «Brevemente yo quiero responderos; cuando un alma feroz ha abandonado el cuerpo que ella misma ha desunido Minos la envía a la séptima fosa. Cae en la selva en parte no elegida; pero donde la fortuna la arrastra, como un grano de espelta allí germina; surge en retoño y en planta silvestre: y al converse sus hojas las Arpías, dolor le causan y al dolor ventana. Como las otras, por nuestros despojos, vendremos, sin que vistan a ninguna; pues no es justo recobrar lo que se ha arrojado.

A rastras los traeremos, y en la triste selva serán los cuerpos suspendidos, del endrino en que sufre cada sombra».

Aún pendientes estábamos del tronco creyendo que quisiera más contarnos, cuando de un ruido fuimos sorprendidos. Igual que aquel que venir desde el puesto escucha al jabalí y a la jauría y oye a las bestias y un crujir de las ramas. Y miro a dos que vienen por la izquierda, desnudos y arañados, que en la huida, de la selva rompían toda mata. Y el de delante: «¡Acude, acude, muerte!». Y el otro, que más lento parecía, gritaba: «Lano, no fueron tan ágiles en la batalla de Toppo tus piernas73». Y cuando ya el aliento le faltaba, de él mismo y de un arbusto formó un nudo.


La selva estaba llena detrás de ellos de negros sabuesos, corriendo y ladrando cual lebreles soltados de la cadena.

El diente echaron al que estaba oculto y lo despedazaron trozo a trozo; luego llevaron los miembros dolientes.

Me cogió entonces de la mano el guía, y me llevó al arbusto que lloraba, por los sangrantes rotos, vanamente.

Decía: «Oh Giacomo de Sant Andrea74, ¿qué te ha valido de mí ampararte?, ¿qué culpa tengo de tu criminal vida?». Cuando el maestro se paró a su lado, dijo: «¿Quién fuiste, que por tantas heridas con sangre exhalas tu habla dolorosa?». Y él a nosotros: «Oh almas que llegadas sois a mirar el repugnante estrago, que mis frondas así me ha desunido, recogedlas al pie del triste arbusto.

Yo fui de la ciudad que en el Bautista cambió el primer patrón75: el cual, por esto con sus artes por siempre le proporcionará dolor; y de no ser porque en el puente de Arno aún permanece de él algún recuerdo suyo, esas gentes que la reedificaron sobre las ruinas que Atila dejó, habrían trabajado vanamente. Yo de mi casa hice mi cadalso76».

Canto XIV:

Séptimo Círculo - Tercer Recinto

Y como el gran amor del lugar patrio me conmovió, reuní las hojas esparcidas, y se la devolví a quien ya callaba.

Al límite llegamos que divide el segundo recinto del tercero, y vi de la justicia su horrible rigor.

Por bien manifestar las nuevas cosas, he de decir que a un páramo llegamos, que de su seno no podía arraigar ninguna planta.

La dolorosa selva es su guirnalda, como para esta lo es el triste foso; justo al borde los pasos detuvimos. Era el sitio una arena espesa y árida, hecha de igual manera que esa otra que oprimiera Catón con su pisada77.

¡Oh venganza divina, cuánto debes ser temida de todo aquel que lea cuanto a mis ojos se presentó! De almas desnudas vi muchos grupos, todas llorando llenas de miseria, y en diversas posturas colocadas: unas gentes yacían boca arriba; encogidas algunas se sentaban, y otras andaban sin parar. Eran las más las que iban dando vueltas, menos las que yacían en tormento, pero más se quejaban de sus males.

Por todo el arenal, muy lentamente, llovían copos de fuego dilatados, como nieve en los Alpes si no sopla el viento. Como Alejandro en la caliente zona de la India vio llamas que caían hasta la tierra sobre sus ejércitos; por lo cual ordenó pisar el suelo a sus soldados, puesto que ese fuego se apagaba mejor si estaba aislado, así bajaba aquel ardor eterno; y encendía la arena, como la yesca abrasa el pedernal, y el tormento a las almas redoblaba.

Jamás reposo hallaba el movimiento de las míseras manos, repeliendo aquí o allá de sí las nuevas llamas.


Yo dije: «Maestro, tú que has vencido todos los obstáculos, salvo a los demonios que al entrar por la puerta nos salieron, ¿Quién es el grande que no se preocupa del fuego y yace despectivo y fiero, cual si la lluvia no le martirizase?». Y él mismo, que se había dado cuenta que preguntaba por él a mi guía, gritó: «Como fui vivo, tal soy muerto78.

Aunque Júpiter cansara a su herrero de quien, fiero, tomó el fulgor agudo con que me golpeó el último día, o a los demás cansase uno tras otro79, de Mongibelo80 en esa negra fragua, clamando: “Buen Vulcano, ayuda, ayuda” tal como él hizo en la lucha de Flegra81, y me asaeteara con sus fuerzas, no podría vengarse alegremente».

Mi guía entonces contestó con fuerza tanta, que nunca le hube así escuchado: «Oh Capaneo82, mientras no se calme tu soberbia, serás más castigado: ningún martirio, aparte de tu rabia, a tu furor dolor será adecuado». Después se volvió a mí con rostro más dulce, «Este fue de los siete que asediaron a Tebas; despreció a Dios, y me parece que aún le tenga, desdén, y no le implora; mas como yo le dije, sus despechos son en su pecho suficiente galardón.

Sígueme ahora y cuida que tus pies no pisen esta arena tan ardiente, pero camina pegado siempre al bosque». En silencio llegamos donde corre fuera ya de la selva un arroyuelo, cuyo rojo color todavía me estremece: como del Bulicán sale el arroyo que reparten después las pecadoras83, tal corría a través de aquella arena. El fondo y las paredes del cauce eran de piedra, igual que las orillas; y por ello pensé que ese era el paso. «Entre todo lo que yo te he enseñado, desde que atravesamos esa puerta cuyos umbrales a nadie se niegan, ninguna cosa has visto más notable como el presente río que las llamas extingue antes que lleguen a tocarle». Esto dijo mi guía, por lo cual yo rogué a mi guía que me lo explicase más claramente y saciara mi curiosidad.

«Hay en medio del mar un devastado país —me dijo— que se llama Creta; bajo su rey84 fue el mundo virtuoso. Hubo allí una montaña que alegraban aguas y frondas, se llamaba Ida: cual cosa vieja se halla ahora desierta. La excelsa Rea85 la escogió por cuna para su hijo y, por mejor guardarlo, cuando lloraba, mandaba dar gritos. Se alza un gran viejo en el seno de aquel monte, que hacia Damieta vuelve las espaldas y al igual que a un espejo a Roma mira.

Está modelada su cabeza de oro fino, y plata pura son brazos y pecho, se hace luego de cobre hasta las ingles; y del hierro mejor de aquí hasta abajo, salvo el pie diestro que es barro cocido: y más en este que en el otro descansa.

Sus partes, salvo el oro, se hallan rotas por una raja que derrama lágrimas, que agujerean, al juntarse, aquella gruta; su curso en este valle se derrama: forma Aqueronte, Estigia y Flegetonte; corre después por esta estrecha espita al fondo donde más no se desciende: forma Cocito86; y cuál sea ese pantano ya lo verás; y no te lo describo».

Yo contesté: «Si el presente riachuelo tiene así en nuestro mundo su principio, ¿cómo puede aparecer en el margen de este círculo?». Respondió: «Sabes que es redondo el sitio, y aunque hayas caminado un largo trecho hacia la izquierda descendiendo al fondo, todavía la vuelta completa no hemos dado; por lo que si aparecen cosas nuevas, no debe maravillarte». Y yo insistí «Maestro, ¿dónde se hallan Flegetonte y Leteo?; a uno no nombras, y el otro dices que lo hace esta lluvia». «Me agradan ciertamente tus preguntas —dijo—, mas el bullir del agua roja debía resolverte la primera.

Fuera de aquí podrás ver el Leteo, allí donde a lavarse van las almas, cuando la culpa se cancela por el arrepentimiento». Dijo después: «Ya es tiempo de alejarse del bosque; ven caminando detrás: dan paso las orillas, pues no queman, y sobre ellas se extingue cualquier fuego».

Canto XV: Séptimo Círculo - Tercer Recinto

Caminamos por uno de los bordes, y tan denso es el humo del arroyo, que del fuego protege agua y las orillas.

Tal los flamencos entre Gante y Brujas, temiendo el viento que en invierno sopla, a fin de que huya el mar construyen sus diques; y como junto al Brenta los paduanos por defender sus villas y castillos, antes que el Chiarentana87 el calor sienta; de igual manera estaban hechos estos, solo que ni tan altos ni tan gruesos, cualquiera que fuese quien los construyera.

 

Ya estábamos tan lejos de la selva que no podría ver dónde me hallaba, aunque hacia atrás yo me diera la vuelta, cuando topamos con un tropel de almas que andaban junto al dique, y todas ellas nos miraban cual suele por la noche mirarse el uno al otro en Luna nueva; y para vernos fruncían las cejas como hace el sastre viejo al enhebrar la aguja.

Examinado así por los del grupo, de uno fui conocido, que agarró mi túnica y gritó: «¡Qué maravilla!» y yo, al verme cogido por su mano fijé la vista en su abrasado rostro, para que, aun quemado, no impidiera, su reconocimiento a mi memoria; e inclinando la mía hacia su cara respondí: «¿Estáis aquí, micer Brunetto?».


«Hijo, no te disguste —me repuso— si Brunetto Latini88 deja un rato a su grupo y contigo se detiene». Y yo le dije: «Os lo pido gustoso; y si queréis que yo, con vos me pare, lo haré si place a aquel que me acompaña».

«Hijo —repuso—, aquel de este rebaño que se para, después cien años yace, sin defenderse cuando el fuego quema. Camina pues: yo marcharé a tu lado; y alcanzaré más tarde a mi grupo, que va llorando sus eternos males».

Yo no osaba bajarme del camino y andar con él; más inclinada la cabeza tenía como el hombre respetuoso.

Él comenzó: «¿Qué fortuna o destino antes de postrer día aquí te trae? ¿Y quién es este que muestra el camino?». Y yo: «Allá arriba, en la vida serena —le respondí— me perdí por un valle, antes de que mi edad fuese cumplida.

Lo dejé atrás ayer por la mañana; este se apareció cuando a él volvía, y me lleva al hogar por esta buena senda». Y él me repuso: «Si sigues tu estrella glorioso puerto alcanzarás sin falta, si de la vida hermosa bien me acuerdo; y si no hubiese muerto tan temprano, viendo que el cielo te es tan favorable, dado te habría ayuda en proseguir con tu obra.

Pero aquel pueblo ingrato y malicioso que desciende de Fiesole de antiguo89, y todavía tiene en él del monte y de sus rocas, si obras bien ha de hacerse tu contrario: y es con razón, que entre ásperos serbales no debe madurar el dulce higo.

Vieja fama en el mundo llama ciegos, gente es avara, envidiosa y soberbia: líbrate siempre tú de sus perversas costumbres.

Tanto honor tu fortuna te reserva, que la una parte y la otra tendrán hambre de ti; pero no es la miel para esas bocas. Las bestias fiesolanas se apacienten de ellas mismas, y no toquen la planta, si alguna surge aún entre su inmundicia, en que reviva la simiente santa de los romanos que quedaron, cuando hecho fue el nido de tan gran maldad».

«Si pudiera cumplirse mi deseo aún no estaríais vos —le repliqué— de la humana naturaleza separado; que en mi mente está fija y aún me duele, querida y buena, la paterna imagen vuestra, cuando en el mundo hora tras hora me enseñabais que el hombre puede hacerse inmortal; y cuánto os lo agradezco, mientras viva, conviene que en mi lengua se proclame.

Lo que narráis de mi carrera escribo, para hacerlo glosar, junto a otro texto, si hasta ella llego, a la mujer que sabrá hacerlo.

Solo quiero que os sea manifiesto que, con estar tranquila mi conciencia, me doy, sea cual sea, a la Fortuna.

No es nuevo a mis oídos tal predicción: pero la Fortuna hace girar su rueda como place, y el labrador su azada». Entonces mi maestro la mejilla derecha volvió atrás, y me miró; dijo después: «Bien oye quien bien retiene». Pero yo no dejé de hablar por eso con ser Brunetto, y pregunto quién son sus compañeros de más alta fama.

Y él me respondió: «Saber de alguno es bueno; de los demás será mejor que calle, que a tantos como son el tiempo es corto.

Sabe, en suma, que todos fueron clérigos y literatos grandes y famosos, al mundo sucios de un igual pecado. Prisciano90 va con esa turba mísera, y Francesco D’Accorso91; y ver con este, si de tal tina tuvieses deseo, podrás a quien el Siervo de los Siervos hizo mudar del Arno al Bachiglion92, donde dejó los nervios mal usados93. De otros diría, mas charla y camino no pueden alargarse, pues ya veo surgir del arenal un nuevo humo.

Gente viene con la que estar no debo: mi “Tesoro”94 te dejo encomendado, en el que vivo aún, y más no digo».

Luego se fue, y parecía de aquellos que el verde campo corren en Verona; y entre estos parecía de los que ganan, no de los que pierden95.

Canto XVI:

Séptimo Círculo - Tercer Recinto

Ya estaba donde el resonar se oía del agua que caía al otro círculo, semejante al que hace la abeja en la colmena; cuando tres sombras juntas se salieron, corriendo, de una turba que pasaba bajo la lluvia del duro castigo.

Hacia nosotros gritando venían: «Detente quien parece por el traje ser uno de la patria depravada». ¡Ah, cuántas llagas vi en aquellos miembros, viejas y nuevas, de la llama ardiente! Me siento todavía dolorido al recordarlo.

A sus gritos mi guía se detuvo; volvió el rostro hacia mí, y me dijo: «Espera, pues hay que ser amable con esta gente.

Y si no fuese por el crudo fuego que este sitio castiga, te diría que te apresures tú mejor que ellos». Ellos, al detenernos, reemprendieron sus lamentaciones; y cuando ya llegaron, hicieron un corro de sí aquellos tres, cual desnudos y untados campeones, acechando a su presa y su ventaja, antes de que se enzarcen entre ellos; y con la cara vuelta, cada uno me miraba de modo que al contrario iba el cuello del pie continuamente.

«Si el horror de este suelo movedizo vuelve nuestras plegarias despreciables —uno comenzó— y la faz negra y quemada, nuestra fama a tu ánimo ruega que nos digas quién eres, que los vivos pies tan seguro en el Infierno caminas.

Este, de quien me ves pisar las huellas, aunque desnudo y sin pellejo vaya, fue de un grado mayor de lo que piensas, pues nieto fue de la honesta Gualdrada96; se llamó Guido Guerra, y en su vida mucho realizó con su espada y con su juicio.

El otro, que tras mí la arena pisa, es Tegghiaio Aldobrandi97, cuya voz en el mundo debiera agradecerse; y yo, que en el suplicio voy con ellos, Jacopo Rusticucci98; y fiera esposa más que otra cosa alguna me condena».

Si hubiera estado a cubierto del fuego, me hubiera ido detrás de ellos al punto, y no creo que el guía pusiera algún reparo; pero me hubiera abrasado, y de ese modo venció el miedo al deseo que tenía, pues de abrazarles yo me hallaba ansioso.

Después empecé: «No desprecio, sino me causa dolor en mi interior vuestro estado, y es tanto que no puedo alejarlo, desde el momento en que mi guía dijo palabras, por las cuales yo pensaba que, como sois, se acercaba tal gente. De vuestra tierra soy, y desde siempre vuestras obras y nombres tan honrados, con afecto he escuchado y retenido. Dejo las amarguras y voy al dulce fruto que mi guía veraz me ha prometido, pero antes tengo que llegar al centro».

«Muy largamente el alma te conduzcan todavía —me dijo aquel— tus miembros, y resplandezca luego tu memoria, di si el valor y cortesía todavía se encuentran en nuestra patria tal como solían, o si del todo han sido ya expulsados; que Giuglielmo Borsiere, el cual se duele desde hace poco en nuestro mismo grupo, con sus palabras mucho nos entristece». «Las nuevas gentes, las ganancias repentinas, orgullo y desmesura han generado, en ti, Florencia, y de ello te lamentas». Así grité levantando la cara; y los tres, que esto oyeron por respuesta, se miraron como ante las verdades.

«Si en otras ocasiones no te cuesta satisfacer a otros —me dijeron—, feliz tú que dices lo que piensas.

Pero si sales de este mundo ciego y vuelves a mirar los bellos astros, cuando decir “estuve allí” te plazca, háblale de nosotros a la gente». Rompieron luego el círculo y, huyendo, alas sus veloces piernas parecía que tenían.

Un amén no podría haberse pronunciado antes de que ellos se hubiesen perdido; por lo que el guía quiso que continuáramos la marcha.

Yo iba detrás, y no avanzamos mucho cuando el agua sonaba tan de cerca, que apenas se escuchaban las palabras.

Como aquel río sigue su carrera primero desde el monte Viso hacia el levante, a la vertiente izquierda de Apenino, que Acquacheta se llama abajo, antes de que en un profundo lecho se desplome, y en Forlí ya ese nombre no conserva, resuena allí sobre San Benedetto, de la roca cayendo en la cascada en donde mil debieran recibirle; así en lo profundo de un despeñadero, oímos resonar el agua roja, que al oído molestaba al poco tiempo.